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Capítulo 14 La Finca Carbury

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—No creo que sea muy elegante, mamá, eso es todo. Pero, por supuesto, si has decidido ir, yo debo ir contigo.

—¿Acaso no es normal que decidas ir a casa de tu primo?

—Mamá, ya me entiendes.

—Bueno, ya está hecho y no creo que tengas nada más que decir al respecto.

Esta conversación tuvo lugar tras el anuncio de lady Carbury de que pensaba solicitar la hospitalidad de la Finca Carbury para pasar allí la Pascua. Para Henrietta resultaba un poco embarazosa la idea de residir en casa de un hombre que estaba enamorado de ella, incluso aunque fuera su primo, pero no tenía escapatoria. No podía quedarse sola en Londres ni tampoco contarle su situación a su madre. Lady Carbury, para evitar la menor resistencia por parte de su hija, había mandado la siguiente carta a su primo, antes de hablar con Henrietta:

Calle Welbeck, 24 de abril de 18—

Mi querido Roger:

Sabiendo lo amable y sincero que eres, y que si mi propuesta te resulta en lo más mínimo inconveniente, me lo dirás con toda franqueza, te escribo para decirte que llevo trabajando muy duramente durante varios meses y creo que nada me haría tanto bien como pasar unos días en la campiña. ¿Te resultaría posible acogernos una semana al final de la Pascua? Llegaríamos el 20 de mayo y nos quedaríamos hasta el domingo, siempre que te parezca bien, por supuesto. Felix también bajaría, aunque no se quedará tanto como nosotras.

Seguro que te alegrará saber que le han nombrado director de esa gran compañía de ferrocarril americana. Es una nueva etapa para él y le permitirá demostrar que es un hombre honrado. Creo que se trata de una posición de mucha importancia para una persona tan joven, y demuestra que confían mucho en él.

Espero que me avises si mi humilde propuesta interfiere con tus planes, pero es que has sido tan bueno con nosotras que te escribo con la confianza de que me lo harás saber si es así.

Henrietta también te manda recuerdos y amor, como yo.

Tu querida prima,

Matilda Carbury

La carta contenía muchas cosas que molestaron y preocuparon a Roger Carbury. En primer lugar, pensó que Henrietta no debía pisar la casa. A pesar de lo que mucho que la quería y apreciaba su compañía, no deseaba que visitara Carbury a menos que fuera para quedarse como su dueña. En un detalle fue un poco injusto con lady Carbury. Sabía que estaba a su favor y que quería ayudarle; por eso pensó que traía a Henrietta. No se había enterado aún de que la codiciada heredera estaría por el vecindario, y por lo tanto no podía deducir que el plan de lady Carbury se refería más bien a su hijo. También le disgustó el erróneo orgullo que la madre desplegaba a causa del puesto de director de su hijo. Roger Carbury no creía en la compañía de ferrocarril. No creía en Fisker ni en Melmotte y desde luego no creía en la junta directiva a la que pertenecía sir Felix. Paul Montague había actuado contra su opinión, cediendo a la seducción del artero Fisker. Todo ese tinglado se le antojaba falso, fraudulento y ruinoso. ¿Cómo podía ser de otro modo, con directores como lord Alfred Grendall y sir Felix Carbury? Y en cuanto a su gran presidente, ¿acaso no sabía todo el mundo, a pesar de las duquesas y de sus veladas, que el señor Melmotte era un tunante? Aunque él y Paul tenían sus diferencias, y especialmente a raíz de lo de Henrietta, Roger apreciaba a su antiguo amigo y no soportaba ver su nombre mezclado con el de tipos de esa calaña. ¡Y lady Carbury sugería que la posición de sir Felix en la junta merecía una felicitación! No sabía a quién despreciaba más, a sir Felix por pertenecer a la junta directiva o a la junta por aceptar un hombre así como director. «¡Una nueva etapa!», se dijo. «La única etapa que se merece esa panda de rufianes sin escrúpulos es una entrada gratis en la prisión de Newgate».

Y también tenía otro problema. Roger había invitado a Paul Montague a pasar esa misma semana en Carbury, y Paul había aceptado. Con la constancia que era quizá su virtud más notable, seguía sintiendo afecto por su antiguo amigo. No podía soportar la idea de que el alejamiento entre ambos fuera permanente, aunque sabía que perderían el contacto si al final el joven interfería con sus esperanzas de matrimonio con Henrietta. Así pues, le había invitado esperando que el nombre de Henrietta ni siquiera fuera mencionado; y ahora la impertinente carta de lady Carbury implicaba que la joven estaría presente justo durante la visita de Paul. Roger decidió retirar su invitación a Paul como única medida para evitar el desastre.

Redactó las dos cartas a renglón seguido. La que dirigió a lady Carbury era muy breve. Estaría encantado de recibirla a ella y a Henrietta durante la semana en cuestión, y también de ver a Felix, si el joven se presentaba. No mencionó la junta directiva ni la utilidad del joven en la nueva etapa de su vida. A Montague le escribió una carta más larga. «Siempre es mejor ser abierto y honesto», le decía. «Desde que fuiste tan amable de aceptar mi invitación, lady Carbury me ha anunciado que pensaba visitarme justamente esa misma semana, trayendo consigo a su hija. Después de lo sucedido entre nosotros, no hace falta que te diga que teneros a los dos bajo el mismo techo no me complacería nada. No me gusta en absoluto tener que pedirte que pospongas tu visita y espero fervientemente que no me acuses de falta de hospitalidad». Paul le contestó diciéndole que estaba seguro de que no se trataba de falta de hospitalidad y que por supuesto permanecería en Londres.

Suffolk no es un condado especialmente pintoresco ni tampoco se puede afirmar que los alrededores de Carbury fueran magníficos ni hermosos, pero la casa y las tierras poseían una miríada de detalles agradables que le conferían un encanto propio y especial. El río Carbury, así llamado a pesar de ser tan estrecho que un niño aguerrido podía cruzarlo de un salto sin dificultades, discurre o mejor dicho repta hacia Waveney e interrumpe su curso para recorrer un foso que rodea Carbury. El foso constituía una molestia para los dueños de la residencia, y especialmente para Roger, pues en la época de la sanidad moderna se consideraba que era necesario conservarlo limpio evitando que el agua se estancara; la otra opción era llenarlo de tierra y condenarlo. Pasaron diez años valorando esa posibilidad, pero al final decidieron que cerrar el foso equivaldría a alterar el carácter de la casa, destrozaría los jardines y crearía una monstruosidad de fango que tardaría años en asentarse y hacerse meramente soportable a la vista. Y luego un granjero inteligente, que llevaba mucho tiempo como arrendatario en las tierras de Carbury, había formulado una pregunta importante: «¿Llenar eso? Uf, no es tan fácil, jefe. ¿De dónde piensa sacar el montón de barro?». Así pues, el jefe había abandonado la idea y, en lugar de condenar el foso, había optado por embellecerlo más que nunca. La carretera que iba de Bungay a Beecles pasaba muy cerca de la casa, tanto que los extremos de las tejas del edificio solamente estaban separadas de la misma por el ancho del foso. Un camino más corto, privado y de unos pocos centenares de metros llevaba al puente, que se encontraba frente a la puerta principal. El puente era antiguo, elevado y con ciertas pretensiones arquitectónicas, y estaba protegido por unas altas verjas de hierro en la parte central que, sin embargo, raras veces estaban cerradas. Entre el puente y la puerta de entrada había una extensión de terreno suficiente para que pudiera girar un carruaje, y a ambos lados la casa se acercaba al agua, de forma que la entrada retranqueaba formando un cuadrilátero irregular, uno de cuyos lados estaba formado por el puente y el foso. Detrás había grandes jardines protegidos de la carretera por tejos y cipreses de más de tres metros, de los que se decía que eran maravillosamente antiguos. Parte de los jardines estaban dentro del foso y, más allá de este, había dos puentes: uno para ir a pie y otro para los carruajes; al final de la casa, en el lugar más alejado de la carretera, había un puente más que iba desde la puerta de atrás hacia los establos y el corral.

La casa se había construido en tiempos de Carlos II, cuando la arquitectura Tudor cedía el paso a un estilo más barato y menos pintoresco, y tal vez más práctico. Pero a pesar de eso, la Finca Carbury tenía fama de ser un edificio estilo Tudor, y por eso se la conocía en todo el condado. Las ventanas eran anchas y más bien bajas, de parteluces recios con cristales pequeños y anticuados, pues el dueño aún no se había decidido a cambiarlos por unos más modernos. Una ventana de arco elevado, correspondiente a la biblioteca, daba al patio de gravilla, a la izquierda de la puerta principal, según se entraba. Las demás estancias principales miraban al jardín. La propia casa estaba construida con losas de piedra que con los años habían amarilleado, y el efecto final era muy bonito. Seguía con el techo cubierto de tejas, como todos los edificios anexos. Solamente tenía dos pisos de altura, excepto al extremo, donde se encontraban las cocinas y las oficinas, que se elevaban por encima de las demás estancias. Las habitaciones a lo largo de toda la residencia eran de techo bajo, y, en su mayoría, largas y estrechas, con amplias chimeneas y revestimientos de madera en las paredes. En conjunto, uno podría decir que era más pintoresca que cómoda. Su dueño estaba muy orgulloso de la casa tal como era, aunque nunca se lo había revelado a nadie y trataba de ocultarlo; pero todos los que le conocían bien lo sabían. Las residencias familiares de la comarca eran más cómodas y contaban con mejores instalaciones, pero ninguna poseía ese aspecto de antigua casa de campiña inglesa que desplegaba Carbury. Bundlesham, la residencia de los Primero, era la mejor casa del condado, pero parecía recién construida, como si apenas tuviera veinte años. Estaba rodeada de nuevas praderas y setos, paredes y pabellones modernos, y desprendía olor a comercio, o al menos eso pensaba Roger Carbury, aunque jamás lo decía. Caversham era una mansión muy grande, construida durante la primera parte del reinado de Jorge III, cuando a los hombres les importaba que las cosas que los rodeaban fueran sólidas y cómodas, pero no pintorescas. Así pues, lo único que Caversham tenía a su favor era el tamaño. Eardly Park, el hogar de los Hepworth, tenía pretensiones, pues poseía un parque adjunto a la casa y, por ende, la palabra bautizaba al conjunto. Carbury no tenía nada parecido a un parque; los jardines que rodeaban la casa eran meramente prados. Pero la casa de Eardly era fea y mala. El palacio del obispo, por su parte, era una residencia excelente para un caballero, pero también era hasta cierto punto moderna, sin ninguna característica propia ni original. La mansión Carbury sí era peculiar, y a ojos de su propietario, hermosísima.

A menudo le preocupaba pensar en lo que sucedería con su casa cuando él desapareciera. Tenía cuarenta años, y su salud era tan robusta como pudiera desear. Los que lo rodeaban lo habían visto crecer y madurar, convertirse en un hombre; especialmente los granjeros del vecindario, que aún lo consideraban un joven caballero, y, de hecho, durante las ferias de la comarca, así lo llamaban. Cuando estaba de buen humor se parecía en efecto a un niño, y aún poseía una cierta reverencia infantil por sus mayores. Pero últimamente su pecho albergaba un cariño que tal vez hoy en día no pesa tanto en los corazones de los hombres como solía. Había pedido la mano de su prima en matrimonio, después de asegurarse de que la quería más que a cualquier otra mujer, y ella lo había rechazado. Lo había hecho más de una vez, y Roger la creía cuando Hetta aseguraba que no podía amarle. Creía a la gente, sobre todo cuando lo que le decían se oponía a sus propios intereses, y no poseía la confianza en sí mismo que permite a un hombre pensar que si la oportunidad se presenta, es posible conquistar a una mujer a pesar de sí misma. Si estaba escrito que no podía ganarse el amor de Henrietta, entonces estaba seguro de que el matrimonio sería una imposibilidad para él. En cuyo caso, su obligación era buscar un heredero y considerarlo simplemente un eslabón en la estirpe de los Carbury. Siendo así, jamás disfrutaría del lujo de arreglar la residencia tal y como lo hubiera hecho si un hijo suyo fuera a disfrutarla.

En esos momentos, sir Felix era el heredero. Roger no estaba hipotecado y podía dejar cada acre de la propiedad a quien le viniera en gana. En cierto modo, la sucesión natural hacia sir Felix se podía considerar afortunada. A veces, un título iba a parar a una rama menor de una familia, y en este caso no sería así. Sin duda, a sir Felix esa solución le parecería lo más apropiado del mundo, al igual que a lady Carbury, si no fuera porque también miraba la Finca Carbury pensando en otro de sus vástagos. Pero el actual dueño de la casa tenía fuertes objeciones a dicho plan. No era solamente la mala opinión que tenía del barón, tanto que estaba convencido de que no podía hacer nada bueno, sino que tampoco sentía simpatía por el propio título. Patrick, a su juicio, había estado injustificadamente desacertado al aceptar un título hereditario sabiendo que no podía dejar una herencia adecuada para sostenerlo. Un barón, o eso creía Roger Carbury, debía ser un hombre rico para ser digno del rango nobiliario que poseía. Según la doctrina de Roger acerca de estos temas, un título no convertía a ningún hombre en un caballero, pero si no lo llevaba con dignidad, era posible que degradase a un hombre que de otro modo sería un caballero. Pensaba que un caballero de verdad, nacido y criado como tal, reconocido sin el menor género de duda, no sería más caballero por mucho que la Reina le concediera todos los títulos del reino. Así pues, con sus ideas tradicionales acerca del título nobiliario que le había tocado a su familia, Roger lo odiaba. Y no pensaba dejar su casa y sus propiedades para que financiaran el título que desafortunadamente poseía sir Felix. El hecho era que se trataba del heredero natural, y Roger se sentía obligado, casi por una ley divina, a que sus tierras terminaran en manos de la familia. Aunque su disposición no era muy buena, lo cierto es que Roger no tenía más interés en la propiedad que la extensión de su propia vida Era su deber que pasara de Carbury a Carbury, mientras un Carbury estuviera vivo, y especialmente que se le entregara sin hipotecas ni cargas financieras. No había razón por la cual Roger Carbury no fuera a vivir durante los próximos veinte o treinta años, pero si falleciera, no le cabía la menor duda de que sir Felix dilapidaría sus propiedades, y eso sería el fin del Señorío de Carbury. Aun así, Roger Carbury habría cumplido con su deber. Sabía que ninguna voluntad humana estaba inscrita en piedra, por mucho que uno se preocupara de fijarla. Y en su opinión, más valía que las tierras se perdieran a manos de un Carbury que a las de un extraño. Sería fiel al apellido de la familia mientras quedara alguien en pie, y a la estirpe hasta que desapareciera el último miembro. Así pues, ya había redactado su testamento, dejando todos sus bienes al hombre que más despreciaba en el mundo, en el caso de que muriera sin descendencia.

La tarde del día en que debía llegar lady Carbury, Roger deambulaba por la casa reflexionando sobre todo esto. ¡Cuánto mejor hubiera sido tener descendencia propia! ¡Qué maravilloso sería el mundo si su prima consintiera en convertirse en su mujer! Y en cambio, qué insípida y cansada vida llevaría si no lograba obtener su mano. También pensaba en el bien de la muchacha. En verdad, a Roger no le gustaba lady Carbury. La veía a través de sus aspavientos y la juzgaba con casi absoluta precisión. Era una mujer afectuosa que buscaba el bien para los demás antes que para ella, pero era esencialmente mundana; creía que del mal podía brotar el bien, que en ciertos casos las falsedades eran mejores que la verdad, que los fingimientos y las ilusiones podían sustituir el verdadero esfuerzo, que una casa de sólidos cimientos podía erigirse sobre la arena. Lamentaba que la chica que amaba tuviera que vivir en ese ambiente y con enseñanzas tan cargadas de mentiras. ¿Cómo no pensar que el roce con el abismo de la frivolidad la afectaría? En el fondo de su corazón, sabía que amaba a Paul Montague y temía que el camino del joven se hubiera torcido. ¿Qué podía esperarse de un hombre que consentía en participar en una burla como la junta directiva de esa compañía, con gente como lord Alfred Grendall y sir Felix Carbury de colegas y bajo el control absoluto de un ser como el señor Augustus Melmotte? ¿No equivalía eso a construir en arenas movedizas? ¿Qué vida esperaba a Henrietta Carbury si se casaba con un hombre que pugnaba por alcanzar la riqueza sin trabajar y sin capital, que un día sería rico y al siguiente un mendigo, un aventurero de la banca, a los que Roger consideraba los más bajos y deshonestos de entre todos los traficantes de dinero? Trataba de conservar la buena opinión que tenía de Paul Montague, pero así se imaginaba la vida que el joven se estaba labrando.

Luego entró en la casa y paseó por las habitaciones que las damas ocuparían. En tanto que anfitrión, y al no tener madre ni hermanas, su deber era supervisar las comodidades que su hogar ofrecía, pero cabe dudar si hubiera sido tan cuidadoso de haber venido solamente lady Carbury. En la habitación más pequeña todas, las cortinas eran blancas y la atmósfera estaba perfumada con flores; había traído una rosa blanca del invernadero y la había colocado en un jarrón encima del tocador. Seguro que Henrietta caía en la cuenta de quién la había puesto allí. Luego permaneció frente a la ventana abierta, contemplando la pradera distraídamente durante al menos media hora, hasta que oyó las ruedas del carruaje llegar a la puerta principal. Durante esa media hora decidió que volvería a intentar conquistar a la muchacha como si esta no hubiera rechazado su ofrecimiento.

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