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Capítulo 19 Ruby Ruggles escucha una historia de amor
Оглавление—Creo que volveré mañana por la mañana —le dijo Felix a su madre ese domingo por la noche, después de cenar. En ese momento, Roger paseaba solo en el jardín y Hetta estaba en su habitación.
—¡Mañana! Felix, pero si estás invitado a cenar con los Longestaffe.
—Puedes decirles lo que te parezca mejor.
—Sería de lo más descortés. Los Longestaffe son la principal familia del condado y eres consciente de ello. Nadie sabe qué pasará. Si alguna vez vives en Carbury, sería una pena que os hubierais distanciado por una tontería.
—Te olvidas, madre, de que Dolly Longestaffe es uno de mis mejores amigos.
—Eso no justifica que les hagas un desplante a sus padres. Y tendrías que recordar para qué has venido aquí.
—¿Para qué he venido?
—Para ver a Marie Melmotte con más calma de lo que puedes verla en Londres.
—Eso ya está arreglado —dijo sir Felix, en tono indiferente.
—¡Arreglado!
—En cuanto a la chica. No puedo hablar con el padre aquí.
—¿Quieres decir, Felix, que Marie Melmotte te ha dicho que sí?
—Ya te lo dije.
—Mi querido Felix, ¡hijo mío!
En su alegría, la madre abrazó al hijo y le cubrió de besos. El primer paso ya estaba dado y coronado con éxito. Todos los demás jóvenes envidiarían a su hijo y las madres, a ella.
—No me habías dicho nada, ¡pero no importa! Soy tan feliz. ¿De verdad te quiere? No me extraña nada, cualquier chica te adoraría.
—Eso no lo sé, pero creo que no piensa dejarme tirado.
—Tiene que ser firme, eso seguro, y su padre cederá. Siempre lo hacen, si la chica se mantiene en sus trece. ¿Por qué iba a oponerse?
—No sé, no tiene por qué.
—Eres un caballero, tienes un título, vienes de una familia de categoría. Imagino que buscará un hombre así para su hija y no veo por qué no estaría satisfecho contigo. Con toda su riqueza, ¿qué son mil o dos mil libras al año? Y, además, te nombró director en una de sus juntas. Ay, Felix, es demasiado bueno para ser cierto.
—No sé si tengo muchas ganas de casarme, la verdad.
—Felix, por favor, no digas eso. ¿Por qué no te iba a gustar? La chica es muy dulce, todos la querremos mucho. No te vengas abajo ahora, te lo ruego. Podrás hacer lo que te venga en gana una vez solucionemos el tema del dinero. Irás de caza y tendrás una casa propia en Londres, en el barrio que más te guste. A estas alturas, ya sabes lo desagradable que es vivir con estrecheces.
—Sí, lo sé.
—En cuanto te cases, ya no tendrás problemas de ese tipo nunca más. Habrá dinero de sobra, para todo, durante toda tu vida. Será un éxito completo y total. No sé cómo decírtelo más claramente para que entiendas que lo has hecho todo de forma espléndida y que te quiero mucho.
Procedió a acariciarle la mejilla; casi no podía contener su alegría exultante, una mezcla de ansiedad y triunfo. Si después de todo su guapo hijo, que desde hacía varios meses llevaba una vida de crápula y le causaba graves problemas financieros, lograba emerger como un barón con más de veinte mil libras anuales de renta, ¡qué glorioso final a sus penurias! Tenía que saber —lo sabía— que su hijo era un ser egoísta y miserable, pero sentía tanta felicidad ante la perspectiva del esplendor que les esperaba que apartó de su mente la tristeza que su carácter vil le causaba. Si lograba hacerse con la mano de la chica y la fortuna del padre, ni ella ni su hermana ganarían nada directamente, excepto que al menos la carga de mantenerle ya no recaería sobre sus hombros. Pero su hijo sería magnífico frente al mundo, y la perspectiva de su fortuna y de su riqueza bastaba para empujarla al mismísimo paraíso de los sueños y la ilusión.
—Entonces, Felix, debes quedarte, es muy importante. No faltes a la velada con los Longestaffe mañana. Solo es un día más y si ahora huyes…
—¡Huir! Qué tontería.
—Si volvieras a Londres, quiero decir, sería un desaire para la chica, y pondría a Melmotte en tu contra, seguro. Debes mostrarte agradable con él, eso debes hacer.
—¡Tonterías! —exclamó sir Felix
Sin embargo, se dejó convencer para quedarse. La cuestión le importaba y consintió en soportar el terrible aburrimiento de pasar otra noche en Carbury. Lady Carbury, arrobada de felicidad, no sabía a quién contarle su buena fortuna. Si su primo no fuera tan severo, tan obcecado, tan miserablemente ignorante de la realidad del mundo, también se habría unido a su felicidad. Quizá no le gustaba Felix, porque la verdad es que hasta lady Carbury debía admitir que su hijo había sido un maleducado, pero debería alegrarse por el conjunto de la familia. Tal y como estaban las cosas, no se atrevía a decirle nada. Seguro que habría recibido sus noticias con un frío desprecio. Ni siquiera Henrietta reaccionaría efusivamente, lady Carbury estaba segura. Le habría gustado explayarse en el triunfo singular de su hijo, pero ahora tenía que guardar silencio. Se esforzaría sobremanera para acercarse al señor Melmotte y congraciarse con él durante la velada en Caversham.
Durante el resto de la noche, Roger Carbury apenas habló con su prima Hetta. No coincidieron hasta mucho después, cuando el padre Barham vino a cenar. Había pasado el día en Bungay, entre sus parroquianos, y volvió andando; Carbury estaba de camino.
—¿Qué opina de nuestro obispo? —le preguntó Roger, algo imprudentemente.
—No me parece un gran obispo. No dudo que es un hombre de bien y que se preocupa de los vecinos más que un terrateniente normal. Pero eso no le brinda la responsabilidad ni el poder suficientes como para ser un buen obispo.
—El noventa por ciento de los clérigos de esta comarca se dejarían aconsejar por él en cualquier tema religioso.
—Porque saben que no tiene ninguna opinión propia y, por lo tanto, no los obligará a cambiar las suyas. Fíjese en algún obispo con una voluntad más férrea, si es que lo hay: ya verá cómo sus clérigos no están tan dispuestos a seguirlo.
Roger se dio la vuelta y se concentró en su libro. Empezaba a cansarse del párroco que había adoptado. Siempre procuraba no expresar la menor censura acerca de la religión de su nuevo amigo en presencia del mismo, pero el cura no correspondía de la misma manera. Quizá pensaba también que si decidía debatir la cuestión con él, perdería, porque en esos diálogos de fe la razón se da más por motivos de habilidad oratoria que por la verdad. Henrietta también estaba leyendo, y Felix fumaba en algún rincón, seguramente esperando a que las horas transcurrieran lo más rápido posible en aquel castillo de aburrimiento, sin cartas ni bebida. Pero lady Carbury estaba dispuesta a dejarse adoctrinar por el cura católico.
—Supongo que nuestros obispos son sinceros en sus creencias —dijo con su sonrisa más dulce.
—Eso espero. No tengo ninguna razón para dudarlo, después de los dos o tres que he conocido, ni tampoco de los que no he conocido.
—¡En todas partes los respetan en tanto que hombres buenos!
—Seguro que sí. Y nada ayuda a respetar más que un buen ingreso. Pero pueden ser hombres excelentes sin que eso conlleve que sean obispos excelentes. No hallo ningún defecto en ellos, sino en el sistema que los controla. Probablemente sería más sólido que un hombre se convierta en guía espiritual de los demás por la fuerza de su vocación y no porque es líder de la mayoría en la Cámara de los Comunes.
—Claro, claro —dijo lady Carbury, desorientada, pues no entendía la naturaleza del dilema que le presentaban.
—Y una vez que llega a obispo, ¿no sería mejor que el hombre que debe decidir si los otros serán buenos clérigos tuviera el poder de hacerlo?
—Por supuesto, sí.
—A los ingleses, o a algunos de ellos, los más ricos y los más poderosos, les gusta jugar a tener una Iglesia, aunque todos juntos no suman suficiente fe como para controlarla.
—¿Cree que los hombres deberían ser controlados por la Iglesia, padre Barham?
—En asuntos de fe, sí que lo creo. Supongo que usted también, o al menos así lo ha dado a entender, al aceptar que debe someterse a su pastor espiritual.
—Eso es más bien para los niños, ¿no? —dijo lady Carbury—. En la catequesis se dice «hijo mío» y cosas por el estilo.
—Es lo que más cuenta, lo que uno aprende de niño antes de hacer profesión de fe al obispo, para que ya de adulto pueda llevar a cabo su tarea. Sin embargo, estoy de acuerdo en que todo el asunto visto desde la perspectiva de la Iglesia anglicana es bastante infantil y solo apto para niños. En general, los adultos no quieren religión.
—Me temo que eso suele ser verdad en muchos casos.
—Me resulta maravilloso que cuando un hombre le dedica unos minutos de reflexión a este asunto, no busque de inmediato la protección de una fe más sólida y más segura. A menos, claro está, que disfrute con la seguridad de lo pagano.
—Eso sería lo peor —dijo lady Carbury, estremeciéndose.
—No creo que sea peor que una creencia que no es creencia —dijo el párroco enérgicamente—. Un credo que el hombre ni siquiera conoce a fondo, sobre el que nunca se pregunta si es creíble o no mientras lo recita.
—Eso no es nada bueno —dijo lady Carbury.
—Creo que nos estamos poniendo muy serios —dijo Roger, dejando el libro que intentaba leer en vano.
—Es tan agradable tener una conversación seria el domingo por la noche —dijo lady Carbury.
El cura se enderezó en su sillón y sonrió. Era lo bastante listo como para saber que lady Carbury no entendía nada de la conversación que acababan de mantener, y también para adivinar la causa de la incomodidad de Roger. Pero lady Carbury era más fácil de convertir precisamente porque no entendía nada y porque le gustaba hablar en tono intelectual, mientras que Roger Carbury quizá abrazaría otra fe gracias al sentimiento que ahora mismo le impulsaba a detener el discurso del padre Barham.
—No me gusta oír críticas a mi Iglesia —declaró Roger.
—No creo que le gustase que me guardara una opinión negativa y en cambio hablara bien de ella para no molestarle —dijo el cura.
—Así pues, cuanto menos hablemos del tema, mejor —dijo Roger, levantándose. Ante lo cual, el padre Barham se despidió y siguió su camino hacia Beccles. Quizá había sembrado la semilla, quizá había arado tierra yerma. Pero hasta el menor esfuerzo era un buen trabajo.
A la mañana siguiente, Roger había decidido volver a hablar con Henrietta. Aunque se había pasado toda la tarde del domingo a punto de pronunciar las palabras que tenía pensadas, se había contenido porque quería actuar según lo planeado. Era consciente, casi dolorosamente, de que su prima se comportaba con más ternura hacia él. Todo el orgullo de la independencia, equivalente casi a una dureza de carácter, que había desplegado hacia él en Londres parecía haberse esfumado. Cuando la saludaba por la mañana y por la noche, lo miraba con suavidad. Apreciaba las flores que Roger le regalaba. Se daba cuenta de que cuando él expresaba el menor deseo, ella se ocupaba de que se cumpliera. Un día mencionó la puntualidad de las comidas y allí estaba Hetta, como un clavo. Roger no se perdía ni una mirada de la joven ni un gesto, y calculaba el efecto que tendría en su petición. Sin embargo, Roger no se engañaba: que ella fuera más amable y observadora para con sus gustos y comentarios no quería decir en absoluto que el corazón de Hetta se inclinara hacia él. Creía adivinar que el motivo radicaba en el disgusto que sentía por las maniobras de su hermano y de su madre. Su gracia, su dulzura y su buen sentido se alineaban con él, en lugar de apoyar a su familia más cercana, y por lo tanto, por piedad y dignidad, se mostraba más amable con Roger. Así entendía él la nueva actitud de Hetta, y no se equivocaba ni un ápice.
—Hetta, ¿te apetecería salir a pasear por el jardín? —le preguntó después del desayuno.
—¿No vas a ver a los trabajadores?
—Todavía no. No siempre voy a verlos tan temprano.
Hetta se puso el sombrero y lo siguió, muy consciente de que Roger acababa de convocarla para escuchar de nuevo su oferta. En cuanto vio la rosa blanca en su habitación, supo que su primo no había cejado en su empeño y que le propondría matrimonio de nuevo antes de que se fuera de Carbury. Hasta ahora, no tenía decidido qué iba a responder. Creía saber que no podía decirle que sí. Sabía que amaba a otro hombre, uno que jamás le había pedido que lo esperara, pero que Hetta adivinaba que deseaba hacerlo. A pesar de todo eso, por añadidura, sentía una cierta ternura hacia su primo que la impulsaba a darle lo que pedía tan solo con que expresara sus deseos. Era tan bueno, tan noble, generoso y decente que no le parecía que se le pudiera negar nada. Y estaba completamente de acuerdo con él en lo que se refería a los Melmotte. Su madre le había hablado un sinfín de veces acerca del dinero de los Melmotte, y Hetta estaba harta. No había nobleza en eso; en cambio, la conducta y actitud de Roger eran las de un caballero sin miedo ni motivos para avergonzarse. Que él precisamente estuviera condenado a la soledad por una chica que no le correspondía, un hombre nacido para ser amado, pues la nobleza, la ternura y la verdad merecían ser correspondidas con amor, le causaba mucha pena.
—Hetta —dijo él—, dame tu brazo. —La joven así lo hizo, y Roger prosiguió—: Ayer por la noche, el padre Barham me molestó un poco. Quiero ser correcto con él, pero no deja de llevarme la contraria.
—No creo que sea preocupante, ¿verdad?
—Bueno, sí que lo sería si nos empuja a quitarle importancia a las cosas que una vez aprendimos a respetar.
«Vaya, esta vez no hablaremos de amor», pensó Hetta, «sino de la Iglesia». Roger añadió:
—No debería hablar delante de mis invitados acerca de nuestras creencias, igual que a mí ni se me ocurriría cuestionar las suyas. No me gustó que tuvieras que escuchar su diatriba.
—No creo que me cause ningún perjuicio. No soy tan fácil de convencer, aunque imagino que tiene que intentarlo. Es su tarea, a fin de cuentas.
—¡Pobre hombre! Lo acogí porque me parecía una pena que un caballero como él no tuviera la oportunidad de frecuentar gente de su clase social ni ver el interior de una residencia cómoda.
—A mí no me disgusta, al contrario. Pero no me parece bien lo que dice del obispo.
—A mí también me gusta. —Roger hizo una pausa—. Supongo que tu hermano no habla mucho contigo de sus asuntos.
—¿Sus asuntos? Roger, si te refieres al dinero, nunca me dice una palabra.
—Quería decir los Melmotte.
—No, tampoco. Felix casi nunca me cuenta nada.
—Me pregunto si la muchacha lo habrá aceptado.
—Creo que casi lo hizo ya en Londres.
—No puedo estar de acuerdo con tu madre y su opinión acerca de este matrimonio, porque no comparto su actitud ante el dinero.
—Felix tiene tendencia a ser extravagante y malgastador.
—Eso es cierto, pero iba a decir que no puedo animarlo en el asunto de la heredera, pero sí que me doy cuenta de que tu madre solo quiere lo mejor para él.
—A mamá lo único que le importa es Felix —dijo Hetta, aunque no tenía intención de acusar a su madre de ser indiferente para con su propia hija.
—Lo sé, y aunque opino que su otra hija sabría devolver con creces su devoción, estoy convencido de que es una buena madre para Felix. Ya sabes que el otro día, cuando vino, casi nos peleamos en serio.
—Sí, vi que habíais mantenido una conversación desagradable.
—Y que Felix viniera a las tantas tampoco me gustó del todo. Me hago mayor y malhumorado, no debería haberme importado tanto.
—Creo que eres muy bueno y generoso.
Mientras decía esto, Hetta se inclinó sobre él como si fuera a decirle que lo amaba.
—Estoy enfadado conmigo mismo —prosiguió Roger—. Por eso te cuento estas cosas, como si fueras mi confesor. A veces decirle la verdad a alguien es bueno para el alma, y creo que me entiendes mucho mejor que tu madre.
—Así es, pero no creo que tengas ningún pecado que confesar.
—Entonces, ¿no tendré que cumplir ninguna penitencia? —Hetta le miró, sonriendo sin decir nada—. Bien, pues la fijaré yo. No puedo felicitar a tu hermano por su conquista en Caversham, puesto que nada sé de ello, pero le diré que le deseo lo mejor, en general y sin concretar nada.
—¿Eso será una penitencia para ti?
—Si pudieras leer mi mente, sabrías que así es. Siento ira hacia él por un millón de pequeñas naderías. Arroja el cigarro en el jardín, se queda hasta las doce de la mañana en la cama el domingo, sin hacer nada…
—Pero se había pasado viajando toda la noche del sábado…
—¿Es eso culpa mía? Pero lo que hace necesaria la penitencia es la trivialidad de la ofensa. Si me hubiera propinado un hachazo o quemado mi casa, yo tendría derecho a estar enfadado. Sin embargo, estoy furioso porque me pidió prestado un caballo en domingo. Por eso debo hacer penitencia.
No había mencionado ni una palabra de amor, y Hetta no deseaba que lo hiciera. La estaba tratando como a una amiga, íntima pero amiga al fin y al cabo. Si pudiera seguir así sin declararse, la joven sería feliz. Pero Roger estaba decidido.
—Y ahora —añadió, cambiando de tono por completo— debo hablar de mí mismo. —Al instante, Hetta trató de apartar su mano, pero él la retuvo y dijo—: No, por favor, no cambies de actitud mientras hablo contigo. Decidas lo que decidas, seremos siempre primos y amigos.
—¡Amigos! —exclamó Hetta.
—Sí, eso siempre. Y ahora escúchame, pues tengo mucho que decirte. No voy a repetirte que te quiero. Lo sabes, o de lo contrario sería el hombre más inconstante y falso del mundo. No es solamente que te ame, sino que me he acostumbrado a preocuparme únicamente de una sola cosa en mi vida. Es mi naturaleza: me concentro en un único interés y por eso no puedo escapar del amor que siento por ti. Siempre pienso en ello, y me desprecio por dedicarle tanto tiempo. Pues aunque una mujer contenga en ella todo lo bueno, y eso eres tú para mí, un hombre no debería dejarse dominar así por el amor.
—¡Oh, no, no digas eso!
—Es lo que me sucede. Calculo las posibilidades que tengo casi como si fueran las equivalentes a entrar en el cielo. Me gustaría que me conocieras tal y como soy, con mis virtudes y mis defectos. No quiero conquistar tu corazón con una mentira. Pienso más en ti de lo que debería, lo sé. Estoy seguro, prácticamente del todo, que solo tú podrías ocupar el lugar de dueña de esta casa. Si voy a llevar una vida normal, como los demás hombres, y preocuparme de una familia y una esposa, entonces será como tu marido.
—Te ruego que no hables así, Roger.
—Creo que tengo derecho a decir eso y a esperar que me creas, al menos. No quiero que te cases conmigo si no me amas. No temo por mí, sino por que te arrojes a sacrificarte porque soy amigo tuyo y tu primo. Pero creo que sí es posible que llegues a quererme algún día, a menos que tu corazón ya esté entregado.
—¿Qué puedo decirte?
—Sabes perfectamente lo que estoy pensando y yo también sé lo que tú piensas. ¿Ha impedido Paul Montague toda oportunidad de que yo pueda conquistarte?
—El señor Montague no me ha pedido en matrimonio. Jamás me ha dicho una palabra.
—Si lo hubiera hecho, no se habría comportado como un caballero. Te conoció en mi casa y creo que ya sabía lo que yo siento por ti.
—No lo hizo.
—Hemos sido como hermanos, o como padre e hijo, puesto que soy mayor que él. Creo que debería buscar otra joven en la que poner sus ojos.
—¿Qué puedo decir, Roger? Si eso es lo que siente, jamás me ha dicho nada. Creo que es una crueldad que me hables así.
—No es mi intención ser cruel. Sé que no debería preguntarte nada acerca de Paul, porque no tengo derecho a tu respuesta. Pero es que significa un mundo para mí. Y estoy convencido de que si no amas a nadie, algún día podrás llegar a quererme a mí. —El tono de su voz era varonil y tierno al mismo tiempo. Le brillaban los ojos de amor y nerviosismo. Ella no sólo creía lo que le estaba diciendo ahora, creía en él por completo. Sabía que era un báculo sobre el que una mujer podía apoyarse con seguridad, que la protegería y le daría comodidades toda la vida. En ese momento, le faltó poco para entregarse a él. Si la hubiera agarrado en los brazos y le hubiera dado un beso, creo que ella hubiera cedido. En realidad, le faltaba poco para quererlo. Le tenía en tanta estima que si hubiera sido otra mujer la receptora de su amor, ella habría utilizado todas las artes a su alcance para alejarla de él y habría jurado que cualquier mujer que no lo aceptara era una tonta. Casi se odiaba a sí misma por ser tan poco amable con alguien que merecía amabilidad a toda costa. Y así las cosas, no respondió y continuó caminando a su lado, temblorosa—. Pensé que sería mejor hablarte con franqueza, porque quiero que sepas exactamente lo que pienso y lo que siento. Si pudiera, te mostraría el contenido de mi corazón en una caja de cristal, para que vieras. Si alguna vez llegas a sentir algo por mí, no lo reprimas. Ya sabes que mi amor por ti es sólido, de modo que es tu decisión llenar mi vida de luz o arrojarla a la oscuridad. No tengas escrúpulos y dime lo que sientas cuando estés dispuesta.
—¡Roger!
—Si llega el día en que puedes decir que me amas, dímelo sin ambages y claramente. Mis deseos no cambiarán nunca. Por supuesto, si te enamoras de otro y le concedes tu mano, haré lo que pueda por apartarte de mis pensamientos. Dímelo también, si esa es tu decisión. Que Dios te bendiga, querida. Ya no puedo ser más claro. Espero ser lo bastante fuerte como para pensar más en tu felicidad que en la mía.
Y se separó de ella abruptamente, cruzando uno de los puentes. Hetta regresó sola a la casa.