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Capítulo 16 El obispo y el párroco

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La tarde que lady Carbury llegó a la casa de su primo había sido tormentosa. Las palabras de Roger habían sido severas y lady Carbury había sufrido por ello, o al menos había fingido tan bien que en la mente de Roger se había grabado la impresión de que su actitud había sido cruel. Después de mencionar la posibilidad de volver a Londres, había aceptado quedarse en la casa para finalmente desplegar un muy femenino dolor de cabeza. Es decir, la postura de lady Carbury había quedado clara, aunque le había costado un tormentoso espectáculo. La mañana siguiente había sido muy tranquila. La cuestión de los Melmotte estaba clara, no había necesidad de volver a hablarlo. Justo después de desayunar, Roger salió hacia los campos, después de informar a las damas de que podían utilizar el modesto carruaje de la residencia si lo precisaban. «Aunque creo que os cansaréis mucho si tratáis de conducirlo por esos caminos», advirtió. Lady Carbury le aseguró que jamás se aburría cuando tenía tiempo de dedicarse a sus lecturas. Antes de irse, se acercó a los jardines y arrancó una rosa, que ofreció luego a Henrietta. Se limitó a sonreír al dársela y se fue en silencio. Había decidido no decirle nada acerca de sus intenciones hasta el lunes. Si entonces la convencía, le pediría que se quedara con él mientras su madre y su hermano iban a cenar a Caversham. Hetta lo miró al aceptar la rosa y murmuró un agradecimiento. La joven apreciaba la verdad, el honor y la honestidad del carácter de Roger, y si tan solo su primo se hubiera contentado con el cariño familiar que ella le profesaba, todo sería mucho más fácil. Hetta ya empezaba a ponerse de su parte con respecto a las actitudes de su madre y de su hermano, y sentía que Roger era un guía mucho más seguro y de confianza. Pero ¿cómo dejarse guiar por un pretendiente a quien no amaba?

—Me temo, querida, que no vamos a pasarlo bien —declaró lady Carbury.

—¿Por qué dices eso, mamá?

—Será muy aburrido. Tu primo es el mejor amigo del mundo y sería el mejor marido de todos los caballeros de Inglaterra, pero no está del mejor humor y no será un anfitrión agradable. ¡Qué tonterías dijo acerca de los Melmotte!

—Mamá, los Melmotte no parecen gente demasiado agradable.

—¿Y por qué no iban a serlo? A ver, Henrietta, no pienso soportar tonterías también de ti. Si viene de las virtudes sobrehumanas de Roger, hay que aguantarse, pero te ruego que no lo imites.

—Mamá, eso no es muy amable por tu parte.

—Y lo será aún menos si desprecias a gente que tiene la posibilidad de cambiar para bien la vida de tu hermano. Una palabra tuya equivocada y todo puede irse al traste.

—¿Qué palabra?

—¿Cómo? ¡Pues cualquiera! Si tienes la menor influencia sobre tu hermano, debes animarle a que se dé prisa. Estoy segura de que la muchacha está dispuesta. Después de todo, le dijo que hablara con su padre.

—Entonces, ¿por qué no lo hace?

—Supongo que tiene reparos, por el dinero. Si Roger le diera a entender que Felix va a heredar no solo el título, sino también las propiedades, y que algún día será sir Felix Carbury de la Finca Carbury, no creo ni siquiera que el viejo Melmotte tuviera algo que objetar al enlace.

—¿Cómo puede hacer eso Roger?

—Si tu primo muriera hoy, sin descendencia, es lo que sucedería. Tu hermano es su heredero.

—Qué cosa más horrible, mamá. No deberías ni pensarlo.

—¿Vas a decirme lo que puedo o no puedo pensar? ¿Es que no me dejas pensar en mi propio hijo? ¿Acaso no lo quiero por encima de todas las cosas? Así es y así lo digo. Si Roger muriera mañana, tu hermano sería sir Felix Carbury de la Finca Carbury.

—Pero, mamá, sí que vivirá y tendrá hijos. ¿Por qué no iba a tenerlos?

—Tú misma dices que es tan viejo que ni puedes considerarlo como un pretendiente.

—Nunca dije eso. Estábamos bromeando y dije que me parecía mayor. Pero sabes perfectamente que no dije que fuera demasiado viejo como para casarse. Hombres mucho mayores que él se casan cada día.

—Si tú no le aceptas, jamás se casará. Es ese tipo de hombre, tan estirado y tozudo y anticuado que nada ni nadie lo cambiará. Seguirá penando por ti hasta convertirse en un viejo misántropo. Si te casaras con él, me quedaría más tranquila. Eres mi hija, después de todo, igual que Felix. Pero si vas a ser obstinada y te vas a negar a casarte con él, me gustaría que los Melmotte entendieran que el título y la propiedad irán a parar a Felix. Será como digo, ¿y por qué no iba Felix a beneficiarse de ello?

—¿Quién debería decírselo a los Melmotte?

—Ese es el problema. Roger es tan severo y está tan cargado de prejuicios que no se puede hablar racionalmente con él.

—Ay, mamá… No irás a sugerir que…. No le habrás dicho que este lugar debería ir a parar a manos de Felix cuando él…

—Se morirá igual el día que el Señor lo desee; no lo matará antes de tiempo decirlo.

—Mamá, no te atreverás.

—Por mis hijos me atrevería a cualquier cosa. No pongas esa cara, Henrietta. No voy a decirle nada por el estilo. No es lo bastante inteligente como para entender lo mucho que nos ayudaría eso sin que le hiera irremediablemente.

Henrietta estuvo a punto de decir que su primo era lo bastante inteligente como para entender cualquier cosa, pero también demasiado honesto como para participar en una estratagema como la que su madre acababa de describir. Sin embargo, se contuvo y guardó silencio. Su madre y ella no compartían puntos de vista en lo que a ese asunto se refería. Empezaba a entender el tortuoso laberinto de maniobras en el que se desenvolvía la mente de su madre, y al mismo tiempo empezó a despreciarlo y a desagradarle profundamente. Pero en tanto que su hija, su deber era abstenerse de reprochárselo.

Por la tarde, lady Carbury se había dirigido sola a Beccles para telegrafiar a su hijo. «Cenarás en Caversham el lunes. Ven el sábado si puedes. Ella está aquí». Lady Carbury había dudado mucho antes de redactar su mensaje. La encargada de la oficina de telégrafos seguramente adivinaría quién era la mujer de la que hablaba, y quizá podía hacerse una idea del plan y fomentar los rumores. Pero era esencial que Felix estuviera informado de la gran oportunidad de que disponía. Había prometido venir el sábado y volver el lunes, y a menos que le advirtiera, probablemente no se quedaría. Y si le decía que bajara para la cena del lunes, desperdiciaría la ocasión de cortejarla el domingo. Lady Carbury quería, en suma, que su hijo permaneciera en Carbury el mayor tiempo posible, y sabía que nada atraería y conservaría la atención de su hijo como la información de que la heredera ya estaba instalada en Caversham. Cuando hubo mandado el telegrama, regresó y se quedó en su habitación, redactando durante un par de horas un artículo para el Breakfast Table. Nadie podía acusarla de pereza o dejadez. Después, dio un largo paseo por los jardines, pensando en el esquema de un nuevo libro. Pasara lo que pasara, lady Carbury persistiría. Si la familia caía en desgracia, no sería porque ella no se había esforzado. Henrietta, por su parte, se pasó el día entero sola. No vio a su primo desde el desayuno hasta que apareció en la salita poco antes de la cena. Sin embargo, pensó en él durante todo el día: en lo bueno y honesto que era, en el derecho que tenía de esperar que ella fuera amable con él. Su madre había hablado de Roger como si fuera un cadáver cuyo único fin era el de ser enterrado de una vez por todas, simplemente porque la amaba. ¿Podía tal cosa ser cierta? ¿Que la constancia de su afecto le impidiera formar una nueva relación, que nunca se casaría a menos que ella aceptara su ofrecimiento? Pensó en Roger con mayor ternura de la que jamás le había dedicado, y, sin embargo, no podía decirse que lo amara. Quizá su deber fuera entregarse a él sin amarlo, por lo bueno que era; sea como fuere, estaba segura de que no lo amaba.

Por la noche llegaron el obispo, su esposa la señora Yeld, los Hepworth de Eardly y el padre John Barham, el párroco de Beccles. El grupo consistía en ocho invitados, quizá la mejor cifra para mezclar damas y caballeros en una mesa, especialmente cuando no había anfitriona cuya prerrogativa y deber fueran sentarse frente al dueño de la casa. En este caso, fue el señor Hepworth quien se sentó en dicha posición, mientras que el obispo y el párroco se sentaron frente a frente y las damas ocuparon los cuatro rincones de la mesa. Roger, aunque no mencionaba esos detalles, no paraba de darles vueltas, pues creía que el deber de un anfitrión incluía administrar todo lo que tuviera que ver con la comodidad de sus invitados. En el salón le había dedicado mucha atención al joven clérigo, presentándole al obispo y a su esposa primero, y luego a sus primas. Henrietta lo observó durante toda la noche y se dijo que era un verdadero espejo de cortesía. Lo había visto antes, sin duda alguna, pero nunca había reparado en él con atención hasta que su madre lo había tachado de ser un hombre aburrido que moriría sin esposa y sin hijos porque ella se negaba a ser su mujer.

El obispo tendría unos sesenta años, gozaba de un aspecto saludable y contaba con unas facciones agradables, un cabello que empezaba a teñirse de gris, ojos claros, boca amable y una incipiente doble barbilla. Medía casi dos metros, tenía las manos grandes y el torso ancho, y piernas que parecían hechas a la medida del hábito. Además del obispado, contaba con una fortuna personal y, como no viajaba a Londres ni tenía hijos que gastasen su dinero, vivía en el campo como un caballero, con comodidad. También era muy popular: los pobres lo idolatraban y, aun en las diócesis que no apreciaban su teología, lo consideraban un obispo modelo. Los ricos y los pobres, los que estimaban el ritual una señal de Dios o del Demonio, lo consideraban un servidor fiel, porque no se decantaba por ninguna de esas posiciones. No era un hombre egoísta, amaba a su prójimo como a sí mismo y perdonaba todas las injurias, agradeciendo a Dios los dones que recibía cada día desde el fondo de su corazón mientras rogaba que le librara de la tentación. Pero dudo que pudiera impartir alguna enseñanza religiosa, o una que realmente creyera, si es que hace falta que uno crea para poder enseñar a otro a creer. ¿Quién sabe si realmente estaba libre de pecado o si albergaba algún temor profundo? Si así fuera, ni siquiera se lo había mencionado jamás a su esposa. Por el tono de su voz y su mirada, uno diría que dichas agonías jamás le habían rozado. Y sin embargo, era cierto que jamás hablaba de su fe ni debatía con los demás las razones para sostenerla. Era un buen predicador, y sus sermones morales eran cortos, breves y útiles. Jamás se cansaba de fomentar el bien entre sus parroquianos y hermanos de fe. Las puertas de su casa estaban abiertas para ellos y sus esposas, y los edificios de todas las iglesias de sus diócesis le preocupaban. Se esforzaba por mejorar las escuelas y por que los pobres tuvieran acceso a todas las comodidades posibles, pero jamás había declarado que el alma humana debe morir y vivir según su fe. Quizá no existía un obispo en Inglaterra más amado ni más útil para su diócesis que el obispo de Elmham.

El padre John Barham era la otra cara de la moneda: recientemente nombrado, era el cura católico de Beccles, y, sin embargo, ambos eran hombres buenos. El padre John medía un metro ochenta y era tan delgado, escuálido y de apariencia tan cansada que a menos que se inclinara, parecía muy alto. Poseía una espesa mata de pelo marrón que llevaba muy corto según los preceptos de su Iglesia, pero que siempre alteraba, pasándose las manos por él, de modo que, aunque corto, tenía aspecto de estar permanentemente alborotado y despeinado. Cuando era joven y le caían las guedejas por la frente, había adquirido la costumbre, cuando hablaba con energía, de tirarlas hacia atrás con el dedo, y ahora que lo llevaba corto seguía haciéndolo. Poseía una frente ancha y alta, enormes ojos azules, una nariz larga y estrecha, la boca atractiva, mejillas casi chupadas y una barbilla cuadrada y firme. No tenía un centavo, excepto lo que le daba la Iglesia, y no le bastaba para pagarse la comida y la ropa, pero no había hombre a quien le importaran menos esos detalles que al padre John Barham. Era el hijo de un caballero inglés de pocos medios, le habían mandado a estudiar a Oxford para que pudiera procurarse una parroquia de la que vivir, y la víspera de que lo ordenaran, había abrazado la fe católica. Fue una gran decepción para su familia, pero no se distanciaron hasta que una de sus hermanas siguió sus pasos. Después de que le prohibieran volver a la casa familiar, había seguido intentando convertir a sus otras hermanas por carta, y ahora él y su padre llevaban años sin dirigirse la palabra. Nunca lo mencionaba ni se quejaba. Si su destino era sufrir por su fe, lo aceptaba. Si hubiera podido cambiar de credo sin incurrir en la censura de los suyos, en la reprobación del mundo y en la pobreza, su propia conversión no le habría resultado la mitad de satisfactoria. Creía que su padre protestante, que en su opinión era equivalente a ser un pagano, tenía razón por haberle apartado de su vida. Seguía sintiendo afecto por él y rezaba por su alma para que un día abrazara la verdadera fe.

Para el padre Barham, lo más importante que un hombre podía hacer era creer y obedecer, abandonar su propia razón al cuidado de los demás y del prójimo y dejarse guiar por la autoridad. La fe era suficiente en sí misma y para todo, la conducta moral era un testimonio de fe, pues para él, cuyas creencias eran lo bastante sólidas como para generar obediencia, la moral era un añadido. Los dogmas de su Iglesia eran la verdadera religión para el padre Barham, y estaba dispuesto a enseñarlos en todo momento, siempre preparado para demostrar que eran la verdad sin temor de ningún enemigo, ni siquiera de la hostilidad que su perseverancia podía despertar. Solamente tenía un deber frente a él, que era comunicar al mundo su fe. Quizá durante toda su vida solamente convertiría a uno, o ni siquiera eso, pero aun así merecería la pena. Sembraría la semilla y labraría la tierra, aunque no se le diera la ocasión de cosechar el fruto de sus esfuerzos.

Hacía poco que se había instalado en Beccles, y Roger Carbury había descubierto que se trataba de un caballero, tanto por nacimiento como por educación. También había reparado en que era muy pobre y, en consecuencia, le había ofrecido su ayuda. El joven párroco no había dudado en aceptar la hospitalidad de su vecino, y en una ocasión había afirmado, riendo, que estaba encantado de aceptar su invitación a cenar en Carbury porque no tenía nada en su despensa. También aceptaba de buena gana verduras y frutas del huerto, así como pollos, declarando que era demasiado pobre para negarse. La aparente franqueza del joven acerca de su situación complacía mucho a Roger, y su aprecio no había disminuido cuando una noche de invierno, en uno de los salones de Carbury, el padre Barham incluso había intentado convertir a su anfitrión. «Siento el mayor respeto por su religión», había dicho Roger, «pero no es para mí». El párroco había aceptado esa lógica: no podía sembrar su semilla, pero podía intentar arar la tierra. Había repetido su intentona un par o tres de veces, y a Roger ya le había molestado un poco más. Pero el cura era tan sincero que eso despertaba su admiración y su respeto. Y Roger estaba seguro de que, aunque aburridas, sus enseñanzas no eran perniciosas. Un día se le ocurrió que llevaba doce años tratando con el obispo de Elmham y que de los labios del obispo jamás había salido una palabra sobre religión, mientras que este hombre, casi un extraño, que profesaba otra fe, siempre le hablaba de ello. Roger Carbury no era un hombre muy dado a las reflexiones profundas, pero decidió que le gustaba más la actitud del obispo.

Durante la cena, lady Carbury fue toda sonrisas y amabilidad. Nadie que la escuchara o la observara pensaría que su corazón rebosaba de preocupación. Estaba sentada entre el obispo y su primo, y era lo bastante hábil como para hablar con uno sin descuidar al otro. Conocía al obispo desde hacía tiempo, y una vez le había hablado de su alma. El primer tono en la respuesta del buen hombre la convenció de que había cometido un error, y jamás lo repitió. Con el señor Alf hablaba libremente de su intelecto; con el señor Broune, de su corazón y con el señor Booker, de su cuerpo y de las necesidades de este. También estaba dispuesta a hablar de su alma, si la ocasión lo disponía, pero era demasiado prudente como para confiar ese tema a un obispo. Ahora centraba su conversación en las maravillas de Carbury y de la campiña cercana.

—Sí, ciertamente —dijo el obispo—. Suffolk es una zona muy bonita, y como estamos solo a una milla o dos de Norfolk, creo que lo mismo puede comentarse de Norfolk. Como se suele decir: «Donde hay un nido, vuelan los pájaros».

—Me gustan los condados que aún conservan el espíritu del campo —dijo lady Carbury—. Staffordshire y Warwickshire, Cheshire y Lancashire se han convertido en grandes ciudades y han perdido toda su originalidad local.

—Y nosotros conservamos nombre y reputación —dijo el obispo—. ¡Los simples de Suffolk, nos llaman!

—Muy inmerecido.

—Como tantos otros epítetos, imagino. Es verdad que somos gente dormilona, no tenemos carbón ni hierro. No hay paisajes hermosos, como en la zona de los lagos en el norte, ni grandes ríos donde pescar, como en Escocia, ni cotos de caza.

—¡Perdices! —aportó lady Carbury, con animada energía.

—Sí, tenemos perdices, iglesias bonitas y hasta arenques. No nos va mal, siempre y cuando la gente no espere demasiado. No podemos crecer y multiplicarnos como hacen las grandes ciudades.

—Precisamente por eso me gusta esta parte de Inglaterra. ¿De qué sirve una ciudad hacinada?

—Bueno, tenemos que poblar la tierra, lady Carbury.

—Ah, por supuesto —dijo la dama, añadiendo algo de reverencia a su voz al pensar que el obispo se refería a un mandamiento—. Hay que poblar la tierra, pero a mí me gusta más el campo que la ciudad.

—A mí también, y me gusta Suffolk —dijo Roger—. La gente es honesta, y no son tan radicales como en la ciudad. Los pobres saludan al pasar y los ricos piensan en los pobres. Aquí todavía se respetan las costumbres inglesas.

—Qué bien —dijo lady Carbury.

—También conserva algo de la ignorancia tradicional inglesa —apuntó el obispo—. Sin embargo, vamos mejorando, como el resto del mundo. ¡Qué flores más hermosas tiene usted, señor Carbury! Al menos también crecen flores hermosas en Suffolk.

La señora Yeld, la esposa del obispo, estaba sentada al lado del joven párroco, y se encontraba en verdad un poco asustada de su compañero de mesa. Quizá era un poco menos flexible que su esposo y aunque estaba dispuesta a admitir que el señor Barham seguía siendo un caballero pese a ser católico, no estaba muy segura de que fuera correcto que ella y su marido tuvieran tratos con él. El señor Carbury no los había invitado sin advertirlos antes. Les había comunicado que el párroco estaría allí, y el obispo había declarado que le complacería mucho conocerlo. Pero la señora Yeld no estaba tan tranquila. Jamás se aventuraba a expresar su opinión una vez que su marido se había pronunciado, pero sabía lo que estaba bien y lo que estaba mal, y los católicos no se encontraban en el lado correcto, por lo que había que erradicarlos. También opinaba que si no hubiera curas, la Iglesia católica no existiría. El señor Barham era un hombre de buena familia, algo que había que tener en cuenta.

El hecho era que el párroco siempre iniciaba sus avances gradualmente. La taciturna humildad con la que empezaba sus operaciones estaba en exacta proporción a la volubilidad entusiasta de su cercanía. La señora Yeld pensó que podía dirigirse a él con educación y él le replicó con tanta modestia apurada que casi la convenció para olvidar lo mucho que le desagradaba. La señora Yelds le habló de los pobres de Beccles, con mucho cuidado de mencionar únicamente su posición material. Sin duda bebían demasiado, y a las chicas jóvenes les gustaba vestirse finamente. ¿De dónde sacaban todo el dinero necesario para los sombreritos con los que desfilaban cada domingo? El señor Barham replicó plácidamente y convino con la señora Yeld en todo lo que dijo. Sin duda ya tenía un plan entre manos para intentar convencerla de que cantara la misa católica en el mismísimo obispado, pero en esta ocasión no dijo nada. Solo cuando de refilón hizo una alusión a las cualidades de «su gente», la señora Yeld se enderezó con firmeza y cambió de tema, observando que últimamente había llovido mucho.

Cuando las damas se hubieron retirado al otro salón, el obispo de nuevo entabló conversación con el cura y le preguntó por el estado de la moral del pueblo de Beccles. Evidentemente, la opinión del señor Barham acerca de «su gente» era que su moral era mejor que la de otros, aunque fuesen mucho más pobres.

—Pero los irlandeses beben mucho —señaló el señor Hepworth.

—No tanto como los ingleses, diría yo —replicó el cura—. Y no todos somos irlandeses. De mis parroquianos, la gran mayoría son ingleses.

—Es sorprendente lo poco que sabemos de nuestros vecinos —comentó el obispo—. Por supuesto que soy consciente de que existen un cierto número de personas de su fe a nuestro alrededor y creo que hasta podría darles el número exacto de esta diócesis. Pero en mi vecindario inmediato no sé exactamente cuántas familias son católicas.

—No puede porque no hay ninguna, monseñor.

—Por supuesto. Lo que le decía, qué poco sabemos de nuestros vecinos.

—Creo que aquí, en Suffolk, deben ser en su mayoría pobres —dijo el señor Hepworth.

—Los primeros que depositaron su fe en nuestro Señor fueron los pobres —señaló el cura.

—Creo que la analogía no es exacta —dijo el obispo, con una curiosa sonrisa—. Hablábamos de los que aún creen en un credo anterior. Nuestro Señor enseñaba, a fin de cuentas, una nueva religión. Que los pobres y los desafortunados, en la simplicidad de sus corazones, sean los primeros en reconocer la verdad de una nueva religión encaja con nuestra idea de la naturaleza humana. Pero que el credo anterior permanezca con ellos después de que las clases pudientes lo hayan abandonado no es tan comprensible.

—La población romana todavía era creyente —empezó Carbury— después de que los patricios aprendieran a considerar a sus dioses como simples instrumentos útiles.

—Los patricios romanos no abandonaron ostensiblemente su religión. La gente se aferró a ella creyendo que sus amos y dirigentes también lo hacían.

—Los pobres siempre han sido la sal de la tierra —dijo el cura.

—Eso es otra cuestión —replicó el obispo, volviéndose a su anfitrión e iniciando una conversación sobre la cría de cerdos que recientemente habían sido incluidos en las porquerizas del obispado. El padre Barham se volvió hacia el señor Hepworth y siguió con su argumento, o mejor dicho, empezó a hablar con él de este tema. Era un error suponer que los católicos eran todos pobres. Estaba la familia A, la B, la C y la D, y él se sabía todos sus nombres de memoria y estaba orgulloso de su fidelidad. Para él, los verdaderamente fieles eran la sal de la tierra, los que algún día, gracias a su fe, restaurarían la verdadera fe de Inglaterra. El obispo había dicho que no sabía a qué religión pertenecían muchos de sus vecinos, pero el padre Barham, aunque apenas llevaba doce meses en el condado, se sabía el nombre de casi todos los católicos de los alrededores.

—Su párroco es un hombre de celo —señaló el obispo a Roger Carbury después— y no dudo que, además, es una persona excelente, pero quizá un poco indiscreto.

—Me gusta porque hace lo mejor que puede según su juicio, sin la más mínima preocupación por su bienestar material.

—Eso está muy bien, y estoy dispuesto a respetarle por ello. Pero no sé si se puede hablar libremente en su presencia.

—Seguro que no repetirá nada inapropiado.

—Quizá no, pero siempre pensará que va a ganarme la partida.

Más tarde, cuando volvían a casa, la señora Yeld le dijo a su marido:

—No creo que sea adecuado. Por supuesto que no son prejuicios, pero los protestantes son una cosa y los católicos, otra.

—Lo mismo se podría decir de liberales y conservadores, pero no vas a impedir que tengan tratos entre sí.

—Querido, no es lo mismo. Al fin y al cabo, la religión es la religión.

—Debería serlo —dijo el obispo.

—No quiero llevarte la contraria, querido, pero no creo que quiera volver a coincidir con el señor Barham.

—A mí me pasa lo mismo —dijo el obispo—, pero si me cruzo con él, espero que mantengamos una conversación educada.

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