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Capítulo 1 Tres editores
ОглавлениеSirvan estas líneas para presentar lady Carbury al lector. De su carácter y hazañas dependerá en gran medida el interés que tengan las páginas que siguen; esa tarde, permanecía sentada frente a su escritorio, en la habitación de su casa en la calle Welbeck. Lady Carbury se pasaba muchas horas frente a ese escritorio, escribía numerosas cartas, y no solamente cartas. En ese entonces, se refería a sí misma como una mujer dedicada a la Literatura, y siempre deletreaba la palabra con L mayúscula. Es posible desentrañar la naturaleza de su devoción analizando las tres misivas que esa mañana la ocupaban, y que había escrito con su veloz letra manuscrita. Lady Carbury era veloz en todo, y sobre todo en el redactado de cartas. He aquí la primera misiva.
Jueves, calle Welbeck
Querido amigo:
Me he asegurado de que le lleguen mañana las primeras galeradas de mis dos nuevos volúmenes, o como muy tarde el sábado, de modo que si lo desea, pueda darle un empujón a su esforzada servidora de usted en el periódico de la semana que viene. Hágalo, por favor. Me refiero al empujón. Usted y yo tenemos tanto en común, ¡y hasta me he aventurado a creer que somos realmente amigos! No pretendo halagarle al decir que su ayuda significaría más para mí que ninguna otra, y que sus alabanzas serían un bálsamo para mi vanidad más allá de cualquier otro elogio que pudiera recibir. Estoy casi segura de que le gustarán mis Reinas criminales. El esbozo de Semíramis posee fuerza, aunque tuve que modificar un poco las cosas para subrayar su culpabilidad. Cleopatra, por supuesto, la he tomado prestada de Shakespeare. ¡Menuda descarada! No pude convertir a Julia en reina, pero era una personaje demasiado jugoso como para prescindir de él. En las dos o tres damas del imperio, se dará usted cuenta de lo mucho que domino mi Gibbon. ¡Pobre y querido Belisario! Hice lo que pude con Juana, pero no logré sentir pena por ella. Hoy en día, simplemente habría dado con sus huesos en Broadmore. Espero que no piense que he sido demasiado dura con Enrique VIII y su pecaminosa aunque desdichada Howard. Y Ana Bolena no me gusta nada. Me temo que he caído en la tentación de extenderme en demasía sobre la italiana Catalina, pero confieso que siempre fue mi favorita. ¡Qué mujer! ¡Un verdadero demonio! Es de lamentar que un segundo Dante no creara para ella un infierno especial. El resultado de sus enseñanzas se ve a las claras en la vida de nuestra María escocesa. Confío en que esté de acuerdo en mi opinión sobre la reina de los escoceses. ¡Culpable, siempre culpable! Adulterio, asesinato, traición: todo y más. Sin embargo, debemos ser compasivos a causa de su sangre real. Nació y se crió como una reina, se casó como una reina y estuvo rodeada de reinas: ¿cómo podía escapar de la culpa? No declaro inocente a Maria Antonieta, no me decido. No tendría el menor interés, y además hasta quizá sería una falsedad. La he acusado con amor, no obstante, y la reconvengo con un beso. Espero que el público británico no se enfade porque no tapo las vergüenzas de Carolina, especialmente teniendo en cuenta que estoy de acuerdo con ellos acerca de su lamentable marido.
Pero no quiero malgastar su tiempo enviándole otro libro, aunque me llena de satisfacción pensar que estoy escribiendo un texto que solamente usted leerá. Hágalo personalmente, como buen hombre que es, y con indulgencia, como el gran hombre que también es. O mejor dicho, como el amigo que le considero, léala con cariño.
Agradecida y entregada,
Matilda Carbury
Al fin y al cabo, ¿cuántas mujeres son capaces de elevarse más allá del miasma que denominamos amor, y convertirse en algo más que meros juguetes en manos de los hombres? De entre todas las pecadoras lujuriosas y de sangre real que me han ocupado, su mayor desliz fue consentir, en algún momento de sus vidas, ser juguetes sin ser esposas. Me he esforzado por mantenerme dentro de los límites de la propiedad, pero hoy en día en que las muchachas leen de todo, ¿por qué no iba una mujer madura como yo a escribir sobre lo que se le antoje?
Dicha carta estaba dirigida al señor Nicholas Broune, editor del diario Morning Breakfast Table, de elevado carácter moral, y como era la más larga también era considerada la más importante de las tres. El señor Broune era un hombre poderoso en su profesión, y le gustaban las señoras. En su carta, lady Carbury se había calificado de mujer de cierta edad, pero lo hacía convencida de que nadie más la consideraba bajo esa luz. Su edad no será un secreto para el lector, aunque no la había divulgado ni entre sus amigos más íntimos, entre los que se contaba el señor Broune. Tenía cuarenta y tres años, tan bien llevados, y tan bien dotada estaba dicha señora por la Naturaleza, que era imposible negar que aún era un mujer hermosa. Y no solamente empleaba su belleza para incrementar su influencia, como suele suceder con las mujeres a las que la fortuna sonríe en ese aspecto, sino que calculaba cuidadosamente cómo obtener ayuda material para vivir, fin muy necesario a sus ojos, adaptando con prudencia las cosas buenas con que la Providencia la había dotado a sus objetivos. No se enamoraba, no flirteaba voluntariamente, ni se comprometía; pero sonría y susurraba, intercambiaba confidencias, y miraba a los hombres como si existiera un misterioso lazo que los uniera con ella, si tan solo las misteriosas circunstancias lo permitieran. El fin de todo ello era inducir a los demás a hacer algo que impulsara a un editor a pagarle por sus indiferentes escritos, o que se enfrentara con menos severidad a sus textos, cuando los méritos de los mismos así lo exigieran. El señor Broune era, de entre todos sus amigos de círculos literarios, en quien más confiaba, y al señor Broune le gustaban las mujeres guapas. Quizá valga la pena ofrecer un breve resumen de la escena que tuvo lugar entre lady Carbury y su amigo, un mes antes de que tuviera lugar la redacción de la carta. Lady Carbury quería que este aceptara una serie de textos para el Morning Breakfast Table, y que los abonara a la tarifa de categoría 1, aunque sospechaba que el señor Broune no estaba muy convencido de los méritos de su labor. Lady Carbury era consciente de que sin un trato especial, era muy dudoso que obtuviera una remuneración de tarifa de categoría 2, o incluso de categoría 3. De modo que lo miró a los ojos, y posó su suave y blanda mano sobre la del señor Broune durante unos instantes. Un hombre enfrentado a esas circunstancias a menudo pasa por una situación embarazosa, sin saber si decantarse por una cosa o por la otra. El señor Broune, en un momento de entusiasmo, había rodeado la cintura de lady Carbury con sus brazos, y la había besado. Decir que lady Carbury se había ofendido, como tantas mujeres habrían reaccionado al ser tratadas así, no transmitiría la imagen justa de su carácter. Se trató de un pequeño incidente, que no causó daño alguno, a menos que fuera el de romper su relación con un valioso aliado. Su sentido del pudor no sufrió, pues ¿qué importaba? No la habían insultado imperdonablemente, ni había pasado nada malo. Bastaba con convencer al pobre y susceptible asno de que esas no eran maneras de comportarse.
Sin temblar ni ruborizarse, lady Carbury logró zafarse del abrazo, y luego le obsequió con un excelente discursito:
—¡Señor Broune, qué tontería, qué locura, qué equivocación! ¿No le parece? ¡Dudo que quiera poner fin a la amistad que nos une!
—¿Poner fin a nuestra amistad? ¡Lady Carbury, eso no!
—Entonces, ¿por qué arriesgarla con un acto así? Piense en mi hijo y en mi hija, ambos ya crecidos. Piense en los sinsabores que he vivido, en cuánto he sufrido inmerecidamente. Nadie lo sabe tan bien como usted. Piense en mi reputación, ¡cuántas veces han intentado mancillarla, sin éxito! Dígame que lo siente, pues, y todo quedará olvidado.
Cuando un hombre besa a una mujer, no le apetece disculparse inmediatamente después. Eso equivaldría a afirmar que el beso no ha estado a la altura de sus expectativas. Así, el señor Broune no pudo satisfacer la petición de lady Carbury, quien a su vez quizás tampoco lo esperaba. Dijo él:
—Usted sabe que no querría ofenderla por nada en el mundo.
Y eso bastó. Lady Carbury volvió a mirarlo a los ojos, y ese día obtuvo la promesa de que se imprimirían sus artículos, con una generosa remuneración.
Cuando la entrevista terminó, lady Carbury pensó que había sido un éxito. Por supuesto que era de esperar que surgieran incidentes, cuando se tenía que luchar trabajosamente para salir adelante. La señora que se ve obligada a alquilar un carruaje que pasa por la calle se encontrará con barro y polvo, a diferencia de su vecina más pudiente, que posee un carruaje privado. Claro que habría preferido que el señor Broune no la besara, pero ¿qué importaba? Sin embargo, para el señor Broune el asunto era un poco más serio. «Demonios», se dijo al salir de la casa, «no hay manera de llegar a entenderlas, por mucha experiencia que uno tenga». A medida que se alejaba, casi pensó que lady Carbury había querido que la besara de nuevo, y a punto estuvo de enfadarse consigo mismo por no haberlo hecho. Después del incidente, la vio tres o cuatro veces más, pero tuvo buen cuidado de no repetir la ofensa.
Seguiremos ahora con las cartas restantes, ambas destinadas a los editores de otros tantos periódicos. La segunda estaba dirigida al señor Booker, del Literary Chronicle. El señor Booker era un esforzado profesor de literatura, no desprovisto de talento, ni de influencia, ni de conciencia. Pero, a causa de la naturaleza de sus esfuerzos, de los compromisos a los que se había visto obligado a adquirir, por parte de sus colegas autores por un lado, y las demandas de sus empleadores por el otro, únicamente preocupados por el beneficio económico, se había acomodado en un trabajo rutinario en el cual resultaba difícil ser escrupuloso, y casi imposible alimentar el lujo de una conciencia literaria. Ahora era un hombre calvo de sesenta años, con numerosas hijas, una de las cuales era viuda y tenía dos hijos, y los tres dependían de él económicamente. El señor Booker ganaba un sueldo de quinientas libras al año como editor del Literary Chronicle, diario que gracias a su energía se había convertido en una cabecera muy leída. También escribía para otras revistas literarias, y casi cada año publicaba un libro propio. Sobrevivía, y los que conocían su reputación, pero no le conocían a él, le consideraban un hombre de éxito. Siempre conservaba el ánimo, y en los círculos literarios lograba hacerse valer. Pero la presión de las circunstancias le obligaba a aceptar todo lo bueno que le salía al paso, y apenas podía permitirse ser independiente. Hay que aclarar, además, que los escrúpulos literarios no formaban parte ya de sus preocupaciones, desde hacía tiempo. La segunda carta, pues, rezaba así:
Calle Welbeck, 25 de febrero de 187—
Estimado señor Booker:
Le he pedido al señor Leadham [el cual era socio principal de la empresa editorial Leadham & Loiter] que le enviara un ejemplar anticipado de mi obra Reinas criminales. También he acordado con mi amigo el señor Broune que voy a reseñar su Nueva historia de una bañera en el Breakfast Table. De hecho, estoy en ello en estos momentos, y me estoy esforzando mucho. Si desea que haga mención de algún aspecto específico del protestantismo de la época, no dude en decírmelo. Igualmente, me agradaría mucho que hiciera usted mención de mi profunda investigación histórica, detalle que confío a su buen saber. No se retrase, se lo ruego, pues las ventas dependen en gran medida de que salgan reseñas tempranas. Solamente me pagan mediante regalías, que no cobro hasta alcanzar los primeros cuatrocientos ejemplares de venta.
Sinceramente,
Matilda Carbury
Alfred Booker
Literary Chronicle, Office, Strand
Al señor Booker no le escandalizó en absoluto recibir dicha nota. Se rió para sus adentros, con una risita agradablemente reticente, mientras pensaba en lady Carbury escribiendo sobre sus opiniones acerca del protestantismo. También pensó en los numerosos errores históricos en los que la aguda dama sin duda había incurrido, habida cuenta de que escribía sobre asuntos de los que, el señor Booker estaba convencido, lo ignoraba todo. Sin embargo, no le pasó por alto que una reseña favorable de su concienzuda obra, titulada Nueva historia de una bañera, en el Breakfast Table, no sería nada desdeñable, aun si llegara de la mano de una charlatana literaria, y por lo tanto no tendría el menor escrúpulo en devolver el favor cubriendo a su vez la obra de lady Carbury de alabanzas en el Literary Chronicle. Probablemente no afirmaría que el libro fuera certero, pero sería capaz de declarar que se trataba de una lectura deliciosa, que las características femeninas de las reinas estaban dibujadas con maestría, y que el libro sin duda encontraría un lugar en las estanterías de todas las bibliotecas privadas respetables. El señor Booker era muy hábil en sus reseñas, y sabía perfectamente cómo redactar una breve nota de un libro como el de las Reinas criminales de lady Carbury, sin perder mucho tiempo leyéndolo. Incluso era capaz de hacerlo sin menoscabar el libro, de modo que la utilidad de la reseña de cara a las ventas no se viera mermada. Y sin embargo, el señor Booker era un hombre honrado, y se había significado con firmeza frente a ciertas malas prácticas del mundo de la literatura. Denostaba con vehemencia consciente las reseñas artificialmente largas, o las demasiado escuetas, y la francesa costumbre de deambular alrededor de unas pocas palabras por toda la página. Se le consideraba, más bien, un Arístides de los críticos literarios. Pero debido a sus circunstancias, tampoco podía oponerse completamente a las prácticas de su tiempo. «¡Mal! ¡Por supuesto que está mal!», le había dicho a un joven amigo que trabajaba en el periódico. «¿Es que alguien lo duda? ¡Hay tantas cosas malas en lo que hacemos cada día! Pero si nos propusiéramos reformar todos nuestros errores de golpe, nunca lograríamos nada bueno. No soy lo bastante fuerte como para transformar el mundo yo solo, y dudo que tú puedas». Así era el señor Booker.
Luego estaba la carta número 3, dirigida al señor Ferdinand Alf. El señor Alf dirigía y era supuestamente el principal dueño del Evening Pulpit, rotativo que durante los dos últimos años se había convertido en «una buena cabecera», como les gustaba decir a los hombres que estaban en los círculos de la prensa. El Evening Pulpit proporcionaba, o esa era la intención, información diaria a sus lectores de todo lo que los líderes de la metrópolis habían dicho o hecho hasta las dos de ese mismo día, y profetizaba con maravillosa precisión lo que se haría y diría en las siguientes doce horas. El diario desarrollaba dicha tarea con un asombroso aire de omnisciencia, y a menudo adornado con una ignorancia a duras penas superada por su arrogancia. Pero escribían bien. Si bien los hechos eran falsos, estaban bien contados. Los argumentos no tenían lógica alguna, pero eran convincentes. El espíritu que presidía el diario poseía el don, en cualquier caso, de saber qué quería su público, y cómo abordar los temas para la lectura fuera amena. El Literary Chronicle del señor Booker no se atrevía a posicionarse ideológicamente, mientras que el Breakfast Table era decididamente conservador. El Evening Pulpit hablaba mucho de política, pero se ceñía fielmente a su lema: «Nullius addictus jurare in verba magistri». En consecuencia, en todo momento el diario ejercía el valioso privilegio de atacar lo que hacía uno y otro bando. Un periódico que desee prosperar jamás debe perder el espacio de sus columnas y agotar a sus lectores elogiando nada. Las alabanzas son invariablemente aburridas, un hecho que el señor Alf había descubierto y utilizado en provecho de su empresa.
El señor Alf también había comprobado otra gran verdad. Los ataques procedentes de los que habitualmente elogian a los demás se consideraban personalmente ofensivos, y las personas que ofenden a veces convierten el mundo en un lugar demasiado incómodo para ellos mismos. Pero en cambio, la censura de los que siempre hallan defectos en las acciones del prójimo se convierte en un hecho tan habitual, que pronto deja de ser objeto de alarma. El dibujante de caricaturas que solamente se dedica a eso raras veces debe responder de sus actos, sino que se le permite tomarse las libertades artísticas que le plazcan con el rostro o el cuerpo de una persona. Es su oficio, y su función, transformar todo lo que toca en algo deleznable y cómico. Pero si un artista publicara una serie de retratos de los cuales solamente dos de entre una docena fueran horrendos, sin duda se ganaría dos enemigos, si no más. El señor Alf nunca hacía enemigos, porque no elogiaba a nadie, y por lo que se podía deducir de la posición de su periódico, nada le satisfacía.
Personalmente, el señor Alf era un hombre notable. Nadie sabía de su origen o de su anterior profesión. Supuestamente, era un judío alemán, y algunas damas afirmaban que se detectaba un ligerísimo acento extranjero cuando hablaba. Sin embargo, se aceptaba que conocía Inglaterra como solamente un oriundo de ese país podía conocerla. Durante el último par de años, se había abierto camino, como suele decirse, y lo había hecho con no poco acierto. Le habían prohibido la entrada en tres o cuatro clubes privados, pero también le habían aceptado en otros dos o tres; y la manera en que había aprendido a hablar de los establecimientos que le habían rechazado estaba calculada para alimentar en la mente de sus interlocutores la sospecha de que dichas sociedades eran instituciones anticuadas, imbéciles y moribundas. Jamás se cansaba de implicar que no conocer al señor Alf, no tener buena relación con él o no comprender que, sin importar cómo y dónde había nacido, el señor Alf era una conexión socialmente respetable e interesante, constituía un craso error y sumía al que lo cometía en la más abyecta oscuridad. Y como no se cansaba de insistir en ello, o insinuarlo sutilmente, las damas y caballeros que le rodeaban empezaron a creerlo, y finalmente el señor Alf se convirtió en un hombre destacado en los círculos políticos, literarios y modernos.
Era un hombre atractivo, de unos cuarenta años, pero se comportaba como si fuera más joven. De estatura inferior a la media, con una mata de pelo oscuro con mechas grises, si no fuera por el arte en el tinte de su peluquero, de facciones cinceladas, ostentaba una sonrisa permanente, cuya placidez se veía mermada por la dura severidad de sus ojos. Vestía con cuidada sencillez, y al mismo tiempo era atildado. No estaba casado, poseía una casita cerca de la plaza Berkeley en la que celebraba notables fiestas y veladas, era dueño de cuatro o cinco cotos de caza en Northamptonshire, y se decía que ganaba unas seis mil libras al año con el Evening Pulpit, y que gastaba la mitad de sus ingresos. También mantenía una relación íntima, a su manera, con lady Carbury, cuya diligencia en el uso y disfrute de sus útiles amistades seguía incólume. Su carta al señor Alf rezaba como sigue:
Querido señor Alf:
Debe decirme quién escribió la reseña sobre el último poemario de Fitzgerald Barker. Sé que no lo hará. En mi vida he visto una pieza tan notable. Imagino que el pobre hombre no osará levantar la cabeza, como mínimo antes del próximo otoño; lo cierto es que se lo merecía. No tengo la menor paciencia con las pretensiones de los supuestos poetas que logran, medrando y utilizando la influencia de sus amistades, colocar sus volúmenes en todas las bibliotecas respetables de la ciudad. No conozco a nadie que esté tan predispuesto a dicha práctica como Fitzgerald Barker, pero tampoco conozco a nadie que esté dispuesto a llegar al extremo de leer su poesía.
¿No es sorprendente la forma en que algunos hombres siguen acrecentando su reputación de autores populares sin añadir una sola palabra digna de mención a la literatura de su nación? Lo consiguen mediante la asidua e incansable práctica de hincharse de importancia. Exagerar acerca de los demás y de uno mismo se ha convertido en dos nuevas ramas de una profesión moderna. ¡Ay de mí! Ojalá encontrara un aula en donde recibir lecciones para que una humilde escriba como yo se hiciera con una milésima parte de dicha habilidad. Aunque confieso que odio ese tipo de comportamiento desde lo más profundo de mi alma, y admiro la coherencia con la que el Pulpit se ha opuesto a la misma, me encuentro tan necesitada de apoyo para mis pequeños esfuerzos literarios, y lucho tan denodadamente por convertir mi pasión en una profesión remunerada, que creo que si me ofrecieran la oportunidad, me guardaría el honor en el bolsillo, dejaría a un lado los nobles sentimientos que me dicen que las alabanzas no deben comprarse ni con dinero ni con amistad, y me adentraría en los infiernos de la bajeza, para un día poder regodearme en el orgullo de haber alcanzado el éxito con mi trabajo, y poder así alimentar a mis hijos.
Pero aún no ha llegado ese momento, aún no desciendo a las profundidades inicuas; y por lo tanto, aún me atrevo a decirle que espero con profundo interés, y sin preocupación alguna, ver publicada una reseña de mis Reinas criminales en el Pulpit. Me aventuro a afirmar, aunque lo haya escrito yo, que el libro posee una importancia en sí mismo, y que logrará atraer alguna que otra mención. No dudo en absoluto de que todos los defectos de mi texto serán señalados, y que la presunción de una dama escritora no pasará sin castigo, pero creo que su crítico literario podrá certificar que los esbozos poseen vida propia y que los retratos están bien perfilados. Pero tampoco espero que me diga que más me vale quedarme en mi casa y dedicarme a mis labores, como le dijo usted el otro día a la pobre y desgraciada señora Effington Stubbs.
Hace ya tres semanas que no le veo. Los martes por la noche organizo una velada íntima para mis amigos; le ruego que asista, a la próxima o la de la semana que viene. Y también le ruego que crea que sin importar la severidad editorial o crítica de su diario, le recibiré con mi mejor sonrisa.
Sinceramente suya,
Matilda Carbury
Lady Carbury, después de terminar su tercera carta, se recostó en su silla y por un instante o dos cerró los ojos, como si se dispusiera a descansar. Pero pronto recordó que la actividad de su vida no le permitía ningún momento de reposo y por lo tanto, tomó de nuevo la pluma y empezó a redactar más cartas.