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CONTRA LOS DOLORES DE CRECIMIENTO: RECETAS PRETORIANAS

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Sin embargo, no bastaba con transformar las instituciones de gobierno y la administración territorial. Era indispensable contar, además, con un sistema de resolución de conflictos adaptado a las nuevas circunstancias. Roma ya no era una pequeña ciudad dividida en siete colinas, sino un imperio territorial cada vez más rico y poderoso. Y, con el incremento de su riqueza las posibilidades de peleas entre sus ciudadanos aumentaron, de entrada porque había más ciudadanos. Para hacerlo corto, las viejas «acciones» procesales de la Ley de las XII Tablas, las antediluvianas legis actiones, dejaron de ser suficientes para afrontar la avalancha de litigios que acarreó la creciente complejidad organizativa romana y para ello fue necesario poner a disposición de los ciudadanos acciones nuevas que les permitiesen encarar los nuevos tipos de conflicto.

Hoy esto nos parece fácil, pues basta con que el gobierno de turno le dé a la manivela legislativa y cree una norma nueva. Sin embargo, en la Roma de Augusto eso era impensable porque sólo se recurría a la «ley» con carácter excepcional. El derecho seguía siendo esencialmente el viejo «ius», basado en el rígido respeto al orden inmemorial de los antepasados (mores maiorum), y ese orden era inmodificable salvo en el caso de que todo el pueblo de Roma se pusiera de acuerdo, lo que se lograba de Pascuas a Ramos y solo cuando un conflicto amenazaba con destruir la sociedad romana. Como os podréis imaginar, esto no resultaba nada operativo para resolver los litigios del día a día.

Pero, como los romanos eran tan pragmáticos y organizados supieron entrarle al «ius» por la puerta de atrás, por la vía de crear un funcionario especialmente dedicado a ayudar a sus conciudadanos a resolver sus diferencias. Este magistrado no determinaba directamente quien tenía la razón como hace actualmente un juez, sino simplemente decidía si frente a un nuevo tipo de conflicto los ciudadanos tenían la posibilidad de ir o no a juicio.

Previendo el caso de que las acciones previstas en la Ley de las XII Tablas no fueran suficientes para afrontar futuros conflictos, unas décadas más tarde, concretamente en el año 366 a.C. los pragmáticos romanos deciden crear un nuevo magistrado, el «pretor». A él podían acudir los ciudadanos enzarzados en litigios que no encontraban la acción procesal adecuada en el ius tradicional. El pretor los escuchaba y, una vez valoradas las circunstancias, si entendía que el caso lo justificaba, decidía si les daba o no permiso para entablar un proceso sobre la base de una nueva acción.

El pretor acabó siendo tan importante a la hora de consolidar la grandeza de Roma que se convirtió en el símbolo del poder militar y político. En las campañas militares el «pretorio» era la tienda del general, donde se tomaban las decisiones claves, o el palacio donde residía el gobernador de Roma en una «provincia» –por ejemplo, la residencia de Poncio Pilatos en la Provincia de Palestina en la época del proceso y pasión de Jesucristo– para, finalmente, acabar designando el lugar en el que vivía habitualmente el propio emperador, rodeado de sus soldados de élite: la temible guardia pretoriana.


Imagen 5. El relieve de los pretorianos. Siglo I. d. C. Museo del Louvre-Lens.

Tras la aparición del pretor, el proceso en Roma quedó configurado en dos fases. En la primera, la fase de entrada en el derecho («in iure»), las partes no iban directamente al juez, como ocurre ahora, sino que primero preguntaban al pretor si podían resolver judicialmente el problema. Si el pretor decidía otorgarles una nueva acción, fijaba los términos en los que debía sustanciarse el proceso en un documento por el que se admitía la posibilidad de «responder» al conflicto (litis contestatio) y donde quedaban fijados los términos en los que se planteaba el litigio. Solo entonces los particulares tiraban de la lista de ciudadanos que podían ejercer de jueces y escogían uno. Se iniciaba así la fase frente al juez («apud iudicem»), en la que el juez escogido se limitaba a decidir cuál de las partes aportaba las pruebas más concluyentes. Su sentencia sin embargo no era relevante y no se recogía por escrito. Lo único realmente importante era la nueva acción que concedía el pretor ya que esa sí que se integraba en el ius y por esta razón se publicaba, para que todos pudiesen ejercitarla en caso necesario.

A partir de mediados del siglo II a. C., la Lex Aebutia concretó aún más la tarea del pretor al permitirle crear nuevas acciones por medio de simples «fórmulas» escritas que se daban a conocer a los ciudadanos mediante su inclusión en un «edicto», un mandato de la autoridad así llamado porque se leía («decía») públicamente ante los ciudadanos. Hoy los alcaldes siguen utilizando los edictos para dar publicidad a los bandos municipales, aunque les basta con publicarlos en la web municipal y no tienen que recurrir a los toques de corneta de los alguaciles.

Originariamente, el edicto era en Roma, sobre todo, la norma que publicaba el pretor al inicio de su mandato anual conteniendo la relación de «acciones» que ponía a disposición de los ciudadanos. Surge así el «procedimiento formulario», que acabó sustituyendo al viejo procedimiento de las obsoletas legis actiones. Gracias a ello el sistema jurídico romano, fiel a sus orígenes, consolidó su esencia como derecho de acciones, ya que el número y la variedad de éstas fueron aumentando en función de las necesidades sociales. El resultado fue que las fórmulas procesales del derecho pretorio25, permitieron que el «ius» fuera adaptándose, caso a caso, a las circunstancias de la expansión romana.

No sé si os habéis dado cuenta, pero en todo este montaje hay algo que en principio no cuadra. Si los pretores, como todos los magistrados romanos, en virtud de los principios republicanos, no podían estar en el poder más que un año, ¿cómo lograban en ese corto período de doce meses alcanzar la pericia necesaria para idear nuevas fórmulas procesales imaginativas y así atajar problemas jurídicos nuevos? Sobre todo, teniendo en cuenta que el interés del pretor en el cargo era por lo general más político que jurídico, ya que se trataba solo de un escalón en su carrera política (cursus honorum) hacia la magistratura suprema del consulado.

¿Cómo se las apañaban entonces los pretores para desarrollar su misión? Pues, sencillamente, hacían como los ministros actuales: se dejaban asesorar por expertos. En este caso por personas con «pericia» en el ius (iurisperitos), que habían adquirido experiencia a lo largo de toda una vida dedicada a aconsejar (jurisconsultos) a los ciudadanos sobre cuál era la mejor manera de resolver sus diferencias. En realidad, pues, no fueron los pretores quienes construyeron el excelente derecho romano, sino los juristas que los aconsejaban. Sin ellos nuestro derecho y nuestras sociedades serían muy diferentes.

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