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DE SACERDOTES A JURISTAS: EL DERECHO DIVINO SE HUMANIZA

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La pregunta del millón es ¿Por qué los romanos fueron los primeros en contar con profesionales del derecho? Las clases dirigentes en las distintas culturas, véase los sofistas griegos, los mandarines chinos, los alfaquís y ulemas en el Islam, o la clase sacerdotal en Egipto y Mesopotamia, aseguraban el mantenimiento del orden social pero nunca se especializaron en la tarea de resolver los conflictos entre sus conciudadanos. ¿Por qué entonces el derecho se convierte en Roma en una profesión?

Hoy nos parece de cajón que ante un problema jurídico, nuestro primer reflejo sea acudir a un abogado. Pero antiguamente eso no era tan obvio. En la Atenas clásica, por ejemplo, eran los propios ciudadanos corrientes y molientes quienes juzgaban a los demás, con arreglo a su leal saber y entender. De ahí que quienes querían defenderse en un proceso, optasen, como mucho, por recurrir a personas elocuentes capaces de convencer con sus dotes oratorias a quienes competía resolver el conflicto. Sócrates, por ejemplo, en el proceso que le costaría la vida se defendió él mismo, tratando de mantener una conversación informal con un multitudinario tribunal26, que finalmente, y tras dos votaciones, una para decidir si era culpable o inocente de los gravísimos cargos que se le imputaban, y la otra, para fijar la pena, lo condenaron a beber cicuta, a petición del propio encausado. Ante la gravedad de las acusaciones que pesaban contra él, cualquiera de las cuales podía suponerle un castigo severísimo, sus discípulos le pidieron que permitiese a Lisias actuar en su defensa. Sócrates se negó, con el argumento que: «La pieza es buena, Lisias; pero no me conviene a mí». Y por si fuera poco el filósofo, en vez de tratar de defenderse contribuyó decisivamente a su condena manteniendo una actitud deliberadamente provocativa a lo largo del juicio. En efecto, no dudó en poner en evidencia, con su habitual mordacidad, no sólo a quienes lo acusaban, sino, como quien no quiere la cosa, a la Asamblea y al propio sistema político de Atenas. El resultado fue que una vez oídas las alegaciones, en la primera votación se le declaró culpable por un estrecho margen, y en la segunda, en la que se decidía la pena –que podía ser el destierro por ostracismo, una multa o la muerte–, el discurso provocador del filósofo, empeñado en sus reflexiones críticas, enconó al tribunal hasta el punto que, por una mayoría abrumadora, se pronunció a favor de que el «insolente» bebiera la cicuta, según nos cuentan Jenofonte y, sobre todo, Platón, los dos discípulos de Sócrates. En realidad, a Sócrates, que acababa de cumplir los 70 años, le horrorizaba sufrir los achaques e indignidades de la vejez y por eso optó por un final digno de su vida y su obra.

Imágenes 1 y 2. Busto de Sócrates, y su muerte imaginada por David.

A diferencia de lo que ocurre en Grecia, en Roma las acciones procesales del «ius», están sujetas desde el primer momento a reglas formales muy precisas: las establecidas en las ya mencionadas fórmulas religiosas que custodian celosamente los sumos sacerdotes romanos. Por eso los ciudadanos, para defenderse jurídicamente, deben recurrir a ellos. Sin embargo, los sacerdotes romanos no eran profesionales del ius, pues preservar y repetir las fórmulas mágicas era solo parte de su trabajo de intermediación entre los hombres y los dioses. Esto tampoco es excesivamente original ya que en todas las sociedades, han existido y existen mediadores entre los dioses y los humanos. Se llamen hechiceros, curanderos, chamanes, hombres-medicina, druidas, sacerdotes, alfaquís o rabinos, todos siguen teniendo la misma función: asegurar el contacto de su «tribu» con lo sobrenatural. En Roma pasaba lo mismo: los habitantes de la «civitas» entraban en contacto con las fuerzas del más allá que decidían su destino mediante las ancestrales fórmulas sagradas pronunciadas por los pontífices, y la observación de las vísceras de animales sacrificados para indagar la voluntad de los dioses. Reíros del cine gore!!! La magnífica novela, Los idus de Marzo del gran escritor norteamericano Thorton Wilder, novela epistolar que nos narra los meses previos al asesinato de Julio César, contiene sugestivas referencias a esta práctica romana.


Imagen 3. Arúspice romano leyendo el porvenir en las entrañas de un cordero.

Pero, los sacerdotes romanos tenían algo más que los demás intercesores con la divinidad: su pragmatismo.

Los pontífices de Roma no se limitaban a preservar las fórmulas litúrgicas en el archivo correspondiente y a recitarlas mecánicamente cuando lo requerían sus conciudadanos, también ayudaban a los particulares cuando éstos les pedían consejo acerca de cómo solicitar eficazmente la ayuda de los dioses. Aunque la función del sacerdote romano era en principio la de garantizar que los ciudadanos respetaran la tradición sagrada de los antepasados, en caso necesario, y atendiendo a consideraciones prácticas, podía interpretar la voluntad de los dioses alterando o completando las palabras rituales. En estos casos, los pontífices daban respuestas (responsa) adaptando la hierática fórmula sagrada tradicional a las necesidades del peticionario. La respuesta no tenía en principio eficacia jurídica, ya que no era vinculante, y es que los antiguos pontífices romanos no desempeñaban la misma función que los jueces actuales ya que no investigaban los hechos a los que se refería la cuestión planteada. Los responsa se emitían siempre bajo la condición y con la advertencia que los hechos alegados fuesen ciertos. El pontífice nunca entraba a considerar si la parte los había o no probado, solo decidía la cuestión de derecho en litigio, pero no la de hecho. Sin embargo, el prestigio y la influencia de los pontífices eran tan grandes que su opinión era por lo general determinante a la hora de resolver el litigio. Por eso, con el tiempo, algunos responsa importantes acabaron poniéndose por escrito, orientando a los ciudadanos sobre cómo debían afrontar los conflictos jurídicos. Esta «publicidad», sin embargo, acabaría siendo fatal para el monopolio que originariamente ejercían los pontífices en relación con el «ius», pues permitió a los romanos conocerlo directamente. A partir de entonces se abrió paso la idea de que el derecho debía ser accesible para todos.

Otro paso importante se dio en el año 450 a. C. cuando la plebe obligó a los patricios a poner por escrito la Ley de las XII Tablas con sus cinco acciones procesales que desde entonces pasaron a llamarse «acciones de la ley» (legis actiones). Gracias a ello, cualquier ciudadano podía interponerlas en los tribunales sin necesidad de recurrir a ningún intermediario.

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