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¿NO ME VA A COSTAR NADA?

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Gracias a los «prudentes» del ius, el derecho romano no solo se convirtió en un sistema de resolución de conflictos apegado a la realidad y basado en el sentido común, sino que alcanzó un alto nivel de excelencia al ser construido caso a caso, con la ayuda y pericia de personas que, por regla general, tenían un elevado nivel intelectual y una gran experiencia a la hora de resolver litigios.


Imagen 5. El foro romano, donde los juristas romanos defendían públicamente a sus clientes (Fotografía de Verónica Velasco Barthel).

Fue en este contexto en el que, a mediados del siglo II a.C., fue aprobada la ya mencionada Lex Aebutia «de formulis» con el objeto de facilitar que los pretores pudiesen crear fórmulas procesales nuevas para resolver conflictos nuevos. Esto resultó posible porque cada pretor se rodeó de un consejo asesor (consilium) integrado por unos jurisconsultos que en el día a día eran quienes inventaban las nuevas fórmulas procesales que la sociedad demandaba, dado que los pretores solo estaban un año en el cargo. Gracias a ellos el viejo ius civile, pudo adaptarse a los tiempos con una operatividad y eficacia extraordinarias. Y todo ello sin necesidad de recurrir al poder político y a sus «leyes» conminatorias.

Lo más curioso de todo esto es que estos profesionales del derecho no cobraban un denario29 por su labor. No estaban pues sometidos, como los abogados modernos, a la implacable ley de minutar sus servicios, como tampoco tenían que dedicar parte de su tiempo a hacer marketing y publicidad para buscar clientes. Descargados de la presión mercantilista, estos jurisconsultos romanos podían dedicar el tiempo que fuera necesario a resolver los asuntos con una libertad absoluta a la hora de reflexionar sobre el derecho sin el agobio de la tarificación. En realidad, estos jurisconsultos, ahora laicos, no necesitaban el dinero porque pertenecían a las grandes familias de la clase dirigente y podían permitirse el lujo de vivir de las rentas.

En nuestra sociedad capitalista donde todo se compra y se vende, y nadie da nada por nada resulta incomprensible, e incluso me atrevería a decir que está fatal visto, trabajar por amor al arte. No cobrar por lo que hacemos es sin duda algo chocante en nuestras sociedades, regidas por el principio de la competitividad descarnada. Descartado el ánimo de lucro es necesario preguntarnos por qué los romanos de familia bien elegían dedicarse al derecho.

En honor a la verdad, hay que decir que los hijos de los aristócratas romanos no se dedicaban a la jurisprudencia por puro altruismo. En realidad lo hacían por vanidad, porque la jurisprudencia era un arte complejo que daba un gran prestigio y permitía alcanzar la notoriedad social. En plan anecdótico, os diré que como consecuencia de que ser abogado en la Roma de entonces era un honor, los emolumentos que hoy en día cobran los abogados reciben el nombre de «honorarios». El término viene de «honorarius» que significa «para honrar», homenajear o rendir honores a alguien; acepción que se ha conservado hoy en las universidades de todo el mundo que otorgan el máximo título universitario, el doctorado, a personas de prestigio que lo reciben «honoris causa», es decir por honor. Y esto sin necesidad de hacer los cursos correspondientes, ni tirarse años investigando para hacer una tesis doctoral. Únicamente por su notoriedad y fama. Resumiendo, y en castizo, por la patilla.

Pues bien, lo mismo ocurría en Roma con quienes no necesitaban ganarse la vida pero sí deseaban honor y fama. Para lograr ambas cosas por la vía del ejercicio de la jurisprudencia, los jóvenes romanos de buena familia entraban como aprendices de un jurisconsulto famoso, asistiendo a sus consultas y discutiéndolas con él. Esto les permitía iniciar una carrera pública (cursus honorum), hacia las más altas magistraturas de pretor o cónsul, que abrían el camino a un senado donde se sentaban las personas más influyentes de Roma. En resumen: la jurisprudencia era una eficaz vía de acceso al «establishment».

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