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Capítulo XIII
ОглавлениеMuere Qin Keqing y se nombra un capitán
de la Guardia Imperial.
Xifeng ayuda a administrar los asuntos
de la mansión Ningguo.
Ausente su esposo, que había emprendido con Daiyu su jornada a Yangzhou por expreso deseo de la Anciana Dama, la vida se le hizo tediosa a Xifeng; encaraba cada noche lo mejor que podía, y bordaba y charlaba con Pinger antes de retirarse desganadamente a dormir.
Cierta noche, cansadas ya de bordar a la luz de una lámpara, Xifeng ordenó a su doncella que perfumara y caldease su manta bordada para irse a dormir. Los ruidos de la tercera vigilia sorprendieron a las dos mujeres calculando con los dedos el tramo del camino al que habría llegado Jia Lian. Poco después Pinger cayó rendida, y a Xifeng se le acababan de cerrar los ojos cuando, confusamente, creyó ver a Keqing entrando en la habitación.
—¡Tía, cuánto le gusta dormir! —le dijo Keqing sonriendo—. Hoy vuelvo a mi casa, pero como usted no podrá acompañarme ni siquiera un trecho del camino no he querido partir sin despedirme antes; además, tengo una inquietud que sólo a usted me atrevo a confiar.
—¿Qué inquietud es esa? —preguntó Xifeng, vagamente consciente.
—Tía, ¿cómo usted, una mujer tan notable que ni los hombres de correaje y gorra oficial sede pueden comparar, ignora ese adagio que dice que la luna se llena para menguar, y el agua colma para rebosar; y aquel otro que avisa de que cuanto más alto sea el ascenso, más dura será la caída? Durante cien años nuestra casa ha prosperado sin cesar y mantenido su esplendor. Pero si un día, en la cima de la buena fortuna, el árbol cae y los monos se desbandan, ¿qué será de esta antigua y culta familia?
Xifeng, asombrada, captó rápidamente el sentido de las palabras de Keqing.
—Sin duda tus temores tienen fundamento. Pero ¿cómo conjurar un peligro tan grande?
—Qué ingenua es usted, tía —contestó Keqing con una risa helada—. Desde tiempo inmemorial, la fortuna ha seguido a la calamidad y la desgracia a los honores, y no está en manos de los hombres poder mantener siempre la misma condición. Lo único que se puede hacer es abastecerse en los buenos tiempos, en previsión de la decadencia futura. Ahora todo marcha bien, salvo dos cosas; encárguese de ellas, tía, y no habrá que lamentar la desgracia en el futuro.
Xifeng le preguntó cuáles eran esas dos cosas, y Keqing contestó:
—A pesar de que cada estación se realizan sacrificios en las tumbas dé nuestros antepasados, nunca se hacen sobre ingresos fijos; y a pesar de que existe una escuela familiar, carece de una financiación segura. Mientras la prosperidad resida en esta casa no habrá problemas para mantener los sacrificios y la escuela, pero ¿de dónde se sacará el dinero cuando lleguen los años de escasez? Le sugiero que, mientras disfrutemos de abundancia, compremos granjas y fincas próximas a las tumbas de nuestros antepasados; así solucionaremos el problema de los sacrificios. En cuanto a la escuela familiar, debería ser trasladada al mismo lugar Que todos los miembros de la familia, viejos y jóvenes por igual, establezcan reglas por las cuales cada rama se turne anualmente en la administración de la tierra, de sus ingresos y de los sacrificios. Los tumos impedirán disputas y maniobras desleales, hipotecas y ventas. De esa manera, incluso en el caso de que la familia fuera confiscada, sólo podrían arrebatarnos nuestras pertenencias personales, pero no las fincas que produjeran el grano destinado a las ofrendas. Si llegasen tiempos de penuria, los jóvenes podrían retirarse allí a estudiar y trabajar la tierra. Ellos tendrían algún respaldo y no habría necesidad de interrumpir los sacrificios. Sería propio de una visión muy corta no pensar en el futuro creyendo que nuestra actual buena fortuna ha de durar eternamente. Pronto ocurrirá algo maravilloso que echará aceité al fuego y añadirá flores al brocado, pero no será sino un destello, un segundo pletórico. Pase lo que pase, tía, no olvide usted el viejo proverbio: «Siempre se acaban los festines, por abundantes quesean». Piense en el futuro antes de que sea demasiado tarde.
—¿Pues qué cosa maravillosa va a suceder? —preguntó Xifeng, cada vez más asombrada.
—Los secretos del cielo no deben ser divulgados, pero en nombre del amor que nos une le recitaré unos versos que no deberá usted olvidar:
Pasarán tres Primaveras [1] , se marchitarán las flores;
cada una buscará su propio destino.
Antes de que Xifeng pudiera seguir preguntando fue bruscamente despertada por cuatro golpes de la tabla de hierro [2] de la segunda puerta; cuatro golpes: señal de muerte. Y, en efecto, un criado anunció: «La señora Qin Keqing, de la mansión del Este, acaba de fallecer».
A Xifeng empezó a correrle por todo el cuerpo un sudor frío. En cuanto se pudo recuperar de su estupefacción se vistió lo más rápido que pudo y fue corriendo en busca de la dama Wang.
La casa entera hervía ya en lamentos, sacudida por la noticia. Los viejos recordaban la filial conducta de Keqing, los jóvenes su manera cariñosa de comportarse, los niños su simpatía; todos los criados lloraban recordando, abrumados por la pena, su compasión por los pobres y los humildes y su adorable bondad con todos.
Pero volvamos con Baoyu. La partida de Daiyu lo había dejado sumido en el desconsuelo hasta el punto de que había abandonado los juegos y cada noche se dormía abatido. El anuncio de la muerte de Keqing lo arrancó violentamente del sueño. Sintió una puñalada en el corazón y, dando un grito, vomitó una bocanada de sangre. Xiren y las otras doncellas se abalanzaron sobre él para ayudarle a volver a la cama, y le preguntaron ansiosamente qué le sucedía. ¿Debían pedir a la Anciana Dama que llamara a un médico?
—No, no es necesario. Estoy bien —contestó Baoyu—. Ha sido el calor de la impresión, que ha tomado mi corazón y desviado la normal circulación de la sangre.
Volvió a levantarse y exigió que le ayudaran a vestirse para ir inmediatamente a ver a su abuela y luego a la otra mansión.
Xiren estaba muy preocupada, pero no se atrevió a impedírselo.
La Anciana Dama, sin embargo, protestó ante la determinación del muchacho:
—Cuando ocurre una muerte la casa siempre queda insalubre. Además, esta noche el viento sopla muy fuerte. Mañana irás.
Pero Baoyu insistió tanto que la anciana acabó asignándole un carruaje y numerosos criados que lo acompañasen. Cuando llegaron a la mansión Ning encontraron las puertas abiertas de par en par; dos brillantes linternas alumbraban la entrada, una a cada lado. Había un excitado ajetreo y en el aire atronaban unos tristísimos plañidos que salían del interior de la casa.
Baoyu se apeó y echó a correr al cuarto donde yacía Keqing. Al verla lloró. Luego buscó a la señora You, que había sufrido un corte de digestión, y finalmente presentó sus respetos a Jia Zhen.
Mientras tanto habían llegado Jia Dairu con Jia Daixiu, Jia Chi, Jia Xiao, Jia Dun, Jia She, Jia Zheng, Jia Cong, Jia Bian, Jia Heng, Jia Guang, Jia Chen, Jia Qiong, Jia Lin, Jia Qiang, Jia Chang, Jia Ling, Jia Yun, Jia Qin, Jia Zhen [3] , Jia Ping, Jia Zao, Jia Heng, Jia Fen, Jia Fang, Jia Lan, Jia Jun y Jia Zhi.
Bañado en lágrimas, Jia Zhen estaba diciendo a Dairu y los demás:
—Todos en la familia, viejos y jóvenes, parientes lejanos o amigos cercanos, saben que mi nuera era infinitamente superior a mi hijo. Ahora que ella se ha marchado, mi rama está condenada a la extinción. —Dicho lo cual arreció su llanto.
Los hombres allí presentes trataron de consolarlo:
—De nada sirve llorar puesto que ella ha dejado ya este mundo. Ahora lo principal es decidir qué se ha de hacer.
—¿Qué se ha de hacer? —exclamó Jia Zhen golpeándose con el puño la palma de la mano—. ¡Que se disponga de toda mi fortuna para el funeral!
Fue interrumpido por la llegada de Qin Ye, Qin Zhong y algunos de sus parientes, y la señora You con sus hermanas menores. Jia Zhen encargó a Jia Qiong, Jia Chen, Jia Lin y Jia Qiang que atendieran a la gente que iba llegando, mientras él mandaba llamar a algún astrólogo que señalase un día favorable para el entierro.
Se decidió que el cuerpo permaneciera en la casa siete veces siete, o sea cuarenta y nueve días; que el luto empezara tres después del fallecimiento y que se emitieran obituarios; que durante esos cuarenta y nueve días ocho bonzos budistas recitaran en el salón principal el Sutra de la Gran Compasión para liberar las almas de los que murieron antes que Keqing y de los que lo harían después, y ganar indulgencias para las faltas de la difunta; que, ante un altar erigido en el pabellón de la Fragancia Celestial, noventa y nueve taoístas de la secta de la Verdad Perfecta rezaran para que su espíritu quedara limpio de todo pecado, y que luego el ataúd fuera llevado al jardín de la Fragancia Concentrada, donde cincuenta eminencias budistas y taoístas realizarían sacrificios cada siete días hasta alcanzar los cuarenta y nueve estipulados.
Sólo Jia Jing se mostró impávido ante la muerte de la esposa de su nieto mayor. Su propia cercanía a la inmortalidad le impedía mancharse con el polvo mundano dilapidando así los méritos que había adquirido. Por eso, aunque eran a él a quien correspondían, dejó en manos de su hijo Zhen los preparativos fúnebres, y éste pudo dar rienda suelta a su extravagancia.
Para empezar, Jia Zhen decidió que las tablas de cedro que le habían hecho examinar no eran adecuadas para el ataúd de su nuera, y estaba buscando algo mejor cuando en eso llegó Xue Pan a dar el pésame.
—En nuestro almacén hay unas planchas de madera que llevan el nombre Qiang o algo parecido; es un producto de la isla Red de Hierro —dijo Pan al advertir las tribulaciones de Jia Zhen—. Un ataúd hecho con esa madera duraría más de diez mil años. Mi padre la compró por encargo del príncipe Yi Zhong, pero cuando ocurrió su declive el príncipe ya no la pudo comprar. La tenemos todavía almacenada porque nadie se ha atrevido a pagar su precio. Se la haré enviar, si usted quiere.
Encantado por la noticia, Jia Zhen hizo traer la madera de inmediato. Cuando llegaron las tablas, todos se arremolinaron en torno a ellas lanzando exclamaciones de asombro: las destinadas a los costados y al fondo tenían ocho pulgadas de espesor, su granulación era la de una palmera de areca, y su aroma el del sándalo o el almizcle. Cuando se las golpeaba emitían un sonido nítido, como de metal o jade.
Radiante, Jia Zhen preguntó el precio.
—Ni con mil taeles podría comprar esta madera —respondió Xue Pan—. No se preocupe por su valor; sólo necesita pagar el trabajo de carpintería.
Tras agradecer efusivamente el ofrecimiento, Jia Zhen ordenó que se cortaran y barnizaran inmediatamente las tablas, y se construyera el ataúd.
A Jia Zheng le pareció demasiado lujo para Keqing y opinó que hubiera sido suficiente una madera de cedro de la mejor calidad, pero Jia Zhen, que con gusto hubiera muerto en lugar de su nuera, no hizo caso de la objeción.
Se corrió la voz de que, tras la muerte de Keqing, una de sus doncellas, Ruizhu, se había golpeado la cabeza contra una columna hasta reventársela. Todo el clan elogió el acto como una insólita muestra de lealtad, y Jia Zhen ordenó que fuera enterrada siguiendo los ritos reservados a una nieta, con su féretro descansando en el pabellón de la Inmortalidad Alcanzada al lado del de su señora. Otra jovencísima doncella, Baozhu, se ofreció a actuar como ahijada de Keqing asumiendo el papel de deudo principal, puesto que su señora no había dejado hijos. Esto complació tanto a Jia Zhen que impartió órdenes para que a partir de aquel momento Baozhu recibiese el trato de «señorita», reservado a las hijas de la casa. En consecuencia, Baozhu dirigió el duelo como una hija soltera, llorando postrada ante al ataúd como si el corazón se le estuviera desgarrando, mientras los miembros del clan y los criados observaban con impecable decoro el protocolo establecido para tales ocasiones [4] .
Preocupaba a Jia Zhen, de cara al funeral, que su hijo sólo fuera un letrado de Estado, puesto que ello no luciría bastante en el banderín fúnebre e implicaría un séquito reducido, pero quiso la suerte que, el cuarto día de la primera semana de duelo, llegaran criados con ofrendas para el sacrificio enviadas por el eunuco Dai Quan, chambelán del palacio del Gran Esplendor, que apareció en un gran palanquín, bajo dosel oficial y entre estrépito de gongs y tambores abriéndole el paso. Jia Zhen le hizo pasar con gran presteza al pabellón del Zumbido de las Abejas, donde le ofreció té y le expresó, en cuanto tuvo ocasión, su deseo de comprar un rango para su hijo.
—Supongo que para hacer aún más suntuosas las exequias de tu nuera… —le dijo Dai Quan con una sonrisa de complicidad.
—Supone usted bien, señor.
—Casualmente hay un cargo disponible. Se han producido dos vacantes en el cuerpo de los trescientos oficiales de la Guardia Imperial. Precisamente ayer el tercer hermano del marqués de Xiangyang me envió mil quinientos taeles solicitándome una de las plazas; como sabrá, somos buenos amigos, de manera que por consideración a su abuelo no puse impedimento alguno a su petición. La otra plaza ya me la ha solicitado el gordo Feng, gobernador militar de Yongxing, que también la quiere para su hijo, pero todavía no he tenido tiempo de darle una respuesta. Si su hijo la desea, escríbame aquí mismo sus antecedentes familiares.
Jia Zhen mandó inmediatamente a un criado con ese encargo para sus secretarios. El criado Volvió al rato con una hoja de papel rojo. Jia Zhen le echó un vistazo y la entregó a Dai Quan, quien leyó:
Jia Rong, de veinte años de edad, letrado de Estado del distrito de Jiangning, prefectura de Jiangning, Jiangnan.
Bisabuelo: Jia Daihua, comandante en jefe de la Guarnición Metropolitana y, por herencia, general del primer rango con la designación Fuerza Espiritual.
Abuelo: Jia Jing, letrado metropolitano del año Yi Mao.
Padre: Jia Zhen, por herencia, general del tercer rango con la designación Poderosa Intrepidez.
—Lleva esto con mis saludos al viejo Zhao, el jefe de la Junta de Rentas —ordenó Dai Quan a uno de sus criados—. Dile que expida un certificado para un oficial de quinto rango en la Guardia Imperial y que tramite un nombramiento de acuerdo con estos datos. Mañana pesaré la plata y se la haré llegar.
Dicho lo cual partió.
Su anfitrión, incapaz de retenerlo, lo acompañó hasta el palanquín. Antes de que el eunuco subiera, Jia Zhen le preguntó:
—¿Llevo el dinero a la junta o se lo entrego a usted, señor?
—Pese mil doscientos taeles y hágalos llegar a mi casa. Silos lleva a la junta lo esquilmarán —contestó Dai Quan.
Jia Zhen le agradeció el favor prometiéndole que, en cuanto acabara el luto, le llevaría a su indigno hijo para que hiciera un koutou ante él. A continuación se despidieron.
Luego llegaron más lacayos despejando el camino para la esposa de Shi Ding, marqués de Zhongjing. Las damas Wang y Xing, acompañadas por Xifeng, la hicieron pasar al salón de recepción. Después fueron expuestos ante el ataúd los presentes para el sacrificio enviados por los marqueses de Jinxiang y Chuanning, así como los del conde de Shoushan, y al poco tiempo los tres nobles se apearon de sus palanquines. Jia Zhen les hizo pasar al salón de recepción. De esta manera fueron llegando y partiendo innumerables parientes y amigos. Lo cierto es que, durante cuarenta y nueve días, la calle frente a la mansión Ning se asemejó a un mar de enlutados ataviados de blanco, y entre todos destacaban los funcionarios con sus brillantes vestimentas.
Siguiendo las indicaciones de su padre, al día siguiente Jia Rong se puso un traje de corte para ir a recoger su nombramiento, hecho lo cual los letreros fúnebres situados ante el ataúd, así como la insignia del cortejo, fueron puestos a la altura de un funcionario de quinto rango. La tabla con el obituario y el aviso decía ahora: «Exequias de la dama Qin, esposa de la casa de Jia, con quinto rango concedido por decreto de la Corte Celestial». La puerta del jardín de la Fragancia Concentrada que daba a la calle se abrió de par en par, y, sobre unas plataformas erigidas a ambos lados, grupos de músicos vestidos de negro fueron tocando aires fúnebres en los momentos adecuados. El séquito permanecía ordenado por parejas, en perfecta simetría, y dos tablones de color rojo bermellón situados en el exterior de la puerta mostraban en grandes caracteres dorados la inscripción: «Guardia Imperial, defensora de los caminos de Palacio en los patios interiores de la Ciudad Prohibida». Justo al otro lado de la calle se alzaban dos estrados, uno enfrente de otro, para los monjes budistas y taoístas. Allí las leyendas rezaban:
Exequias de la dama Qin de la familia Jia, consorte del bisnieto mayor del duque hereditario de Ningguo, guardia imperial y defensor de los caminos de Palacio en los patios interiores de la Ciudad Prohibida.
En esta tierra de paz e imperio gobernada según la voluntad divina, en el centro de los cuatro continentes, Nos, abate principal budista Wan Xu, Verificador de la Escuela del Vacío y el Ascetismo, y Nos, abate principal taoísta Ye Sheng, Verificador de la Escuela Primordial de la Trinidad, purificados reverentemente, al Cielo elevamos los ojos y ante Buda nos inclinamos.
Humildemente suplicamos a las deidades que manifiesten su divina compasión y den largas muestras de su majestad espiritual en estos cuarenta y nueve días de sacrificios, para que aquellos que han emprendido el largo viaje puedan librarse de sus pecados y sean eximidos del pago de sus deudas…
Y más cosas, todas por el estilo.
Lo que preocupaba ahora a Jia Zhen era que su esposa estaba nuevamente postrada por la enfermedad y no podía ocuparse de los asuntos precisamente en un momento en el que cualquier fallo en el protocolo, en presencia de tantos nobles visitantes, dejaría en ridículo a la familia. Baoyu percibió su preocupación y preguntó:
—¿Por qué sigues tan angustiado, primo, ahora que todo marcha tan bien?
Al enterarse de la razón, exclamó:
—Eso no es problema. Ahora mismo diré a alguien que se ocupe de todo durante este mes, y te garantizo que todo marchará sin tropiezos.
—¿De quién hablas? —preguntó Jia Zhen.
Discretamente, porque estaban rodeados de parientes y amigos, Baoyu le susurró algo al oído.
—¡Excelente! —exclamó Jia Zhen, encantado con la propuesta—. Me ocuparé de eso ahora mismo.
Pidió permiso a los demás y salió con Baoyu, encaminándose al salón de recepción.
Como ése no era uno de los días principales, en los que se celebraban ceremonias, sólo habían venido unas cuantas damas de parentesco cercano a las que estaban atendiendo las damas Xing y Wang, Xifeng y otras mujeres de la casa. Cuando fue anunciado Jia Zhen, las damas visitantes trataron de ocultarse en el cuarto interior, aunque na les dio tiempo. Sólo Xifeng se aprestó a recibirlo con toda compostura.
El propio Jia Zhen se encontraba un poco enfermo, y el dolor le hacía caminar apoyándose en un bastón.
—No te sientes bien —observó la dama Xing—. Después de tus recientes fatigas deberías descansar un poco. ¿Qué te trae por aquí?
Todavía apoyado en su bastón, Jia Zhen hizo un esfuerzo por arrodillarse en señal de saludo y agradecimiento a sus parientes. La dama Xing instó a Baoyu para que se lo impidiera, y éste le trajo rápidamente una silla que Zhen se negó a aceptar.
Con una sonrisa forzada, anunció el motivo de su visita:
—Este sobrino viene a pedir un favor a sus tías y primas.
—¿De qué se trata? —inquirió la dama Xing.
—Ya sabe usted cómo están las cosas, tía. Mi nuera ha dejado esta vida, mi esposa se encuentra enferma y los aposentos interiores andan revueltos. Si mi prima Xifeng aceptara ocuparse de los asuntos de mi casa durante un mes, yo recobraría la tranquilidad de espíritu.
—Ah, se trata de eso —sonrió la dama Xing—. Xifeng es parte de la casa de tu tía Wang, así que es a ella a quien debes pedirle permiso.
—Es joven e inexperta —objetó la dama Wang—. Si condujera mal los asuntos de tu casa, la gente sé burlaría. Mejor será que busques a otra persona.
—Comprendo cuál es su verdadera preocupación —respondió Jia Zhen—. Lo que teme es que ella se fatigue demasiado. En cuanto al manejo de los asuntos, estoy persuadido de que no lo hará mal. En todo caso, cualquier pequeño desliz sería pasado por alto. Desde muy niña la prima Xifeng ha demostrado conocer estas tareas, y desde su matrimonio ha adquirido experiencia en los asuntos de la otra casa. Vengo pensando en esto desde hace varios días, y no hay nadie tan competente como ella. Si no acepta usted en consideración a mí o a mi esposa, tía, hágalo por la difunta.
Y las lágrimas volvieron a correr por sus mejillas.
La única preocupación de la dama Wang consistía en que Xifeng, falta de experiencia en la organización de funerales, se expusiera al ridículo con un mal manejo de situaciones que pudieran surgir; pero la insistencia de Jia Zhen le ablandó el corazón y miró pensativamente a Xifeng sin decir nada.
Para Xifeng no había nada tan gratificante como poder exhibir su capacidad. Aunque conducía la mansión Rong con gran competencia, nunca se le habían confiado grandes acontecimientos, bodas o funerales, y temía que los demás todavía no estuvieran plenamente persuadidos de su eficiencia; por eso anhelaba una oportunidad, y la propuesta de Jia Zhen le produjo un gran placer. Al ver que la vehemencia de éste empezaba a vencer la inicial reticencia de la dama Wang, dijo:
—Puesto que mi primo insiste tanto y la situación es tan urgente, señora, ¿por qué no da su consentimiento?
—¿Estás segura de que podrás asumir una responsabilidad tan grande? —le preguntó la dama Wang en voz baja.
—No veo por qué no iba a poder hacerlo. El primo Zhen ya se ha encargado de todos los arreglos públicos importantes; ahora sólo es cuestión de no perder de vista los asuntos domésticos. Además, en caso de duda no tendría más que consultarle a usted.
El argumento era razonable, y la dama Wang no siguió poniendo objeciones.
—Yo no puedo encargarme de todo, prima —le dijo Jia Zhen a Xifeng—. Suplico tu ayuda; te expreso mi gratitud ahora y volveré a expresártela adecuadamente cuando todo esto haya terminado y pueda ir a visitarte.
Y diciendo esto hizo una profunda reverencia. Antes de que ella pudiera contestar, Zhen se sacó de la manga la tarja de la mansión Ning y pidió a Baoyu que se la entregara.
—Prima, tendrás manos libres —le prometió—. Sólo con enseñar la tarja obtendrás lo que quieras sin necesidad de consultarme. Sólo te pido dos cosas: que no trates de ahorrarme gastos, porque deseo que las cosas salgan bien, y que trates a los sirvientes de mi casa como a los tuyos propios sin temor a que se puedan soliviantar. Fuera de estas dos advertencias, nada me preocupa.
Xifeng no se atrevía a tomar la tarja que le ofrecía Baoyu, y miró a la dama Wang.
—Haz lo que dice tu primo —concedió la dama finalmente—, pero no asumas demasiadas responsabilidades. Si hubiera que tomar decisiones, consulta siempre con él y con tu cuñada.
Finalmente, Baoyu obligó a Xifeng a tomar la tarja.
—¿Prefieres quedarte en mi casa o venir cada día? —le preguntó Jia Zhen—. Venir diariamente puede resultar cansado. Sería más cómodo para ti que mandara arreglarte unos aposentos.
—No es necesario —respondió alegremente la joven—. En la otra casa no pueden vivir sin mí, así que vendré todos los días.
Jia Zhen no insistió, y después de charlar un poco más con las mujeres se marchó.
En cuanto salieron los visitantes, la dama Wang preguntó a Xifeng qué pensaba hacer.
—No me esperen. Me quedaré aquí a ordenar los asuntos antes de regresar.
Así pues, la dama Wang y la dama Xing regresaron primero, mientras Xifeng se retiraba a un pequeño anexo compuesto de tres cuartos a meditar en los siguientes términos: «Primero, lo complicado de esta casa facilita que desaparezcan muchas cosas; segundo, si no se distribuyen tareas los criados eluden su responsabilidad; tercero, la enormidad de los gastos puede llevar a la extravagancia y a la falsificación de recibos; cuarto, si no se diferencia entre tareas pesadas y livianas, unos sufrirán más que otros; quinto, estos sirvientes están tan descuidados que, tanto los que por su prestigio pueden desafiarme como los que no, harán lo posible por no rendir al máximo».
Y ésos eran, en verdad, los cinco rasgos distintivos de la mansión Ning. Para saber si Xifeng consiguió resolver los problemas, escuchen el siguiente capítulo.
Por cierto:
Diez mil hombres no pueden gobernar un Estado;
y qué bien administra la casa una sola mujer.