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Capítulo XIV
ОглавлениеLin Ruhai muere en la ciudad de Yangzhou.
Jia Baoyu contempla en el camino al príncipe de Pekín.
Cuando supo que Xifeng se haría cargo de la mansión Ning, Laisheng, el mayordomo principal, reunió a todos sus compañeros y les habló de esta manera:
—La señora Lian, de la mansión del Oeste, viene a supervisar nuestra casa. Debemos ser especialmente cuidadosos en el cumplimiento de sus órdenes. Más vale llegar temprano y salir más tarde, trabajar duro durante este mes y descansar después, o perderemos prestigio ante sus ojos, y ya sabéis lo temible que es: tiene el rostro agrio, el corazón de piedra y cuando se enfurece no conoce a nadie.
Todos estuvieron de acuerdo, y uno de ellos comentó entre risas:
—En realidad nos vendrá bien. A ver si pone orden en este sitio. Las cosas aquí ya están llegando demasiado lejos.
En ese momento llegó la esposa de Lai Wang con la tarja y un recibo por una determinada cantidad de papel para documentos y transcripción de sutras. La invitaron a sentarse y tomar té mientras alguien iba en busca del pedido y lo llevaba hasta la puerta interior, donde se lo entregó. La mujer volvió con su encargo.
Luego Xifeng ordenó a Caiming que confeccionase cuadernos y registros, y mandó llamar a la esposa de Laisheng para exigirle una relación del personal. Anunció que todas las esposas de los criados quedarían citadas con ella a la mañana siguiente, muy temprano, para recibir instrucciones. Revisó por encima la lista y le hizo un par de preguntas a la esposa de Laisheng; después regresó en su carruaje.
A las seis y media del día siguiente apareció Xifeng ante la asamblea de todas las viejas criadas y las esposas de los mayordomos, que no se atrevieron a pasar al cuarto donde ella y la esposa de Laisheng habían entrado a distribuir las tareas; pero desde la puerta oyeron como la primera le decía a la segunda:
—Me parece que la responsabilidad que he asumido en esta casa me hará impopular; yo no soy tan permisiva como vuestra señora, que os dejaba las manos libres, así que no vengáis a decirme cómo se hacían antes aquí las cosas y limitaos a hacerlas como yo diga. La menor desobediencia será públicamente castigada, y no importará el prestigio que pueda tener el infractor.
Hizo que Caiming pasara lista y los sirvientes fueran entrando uno por uno. Luego ordenó:
—Estos veinte, en turnos de a diez, serán responsables de servir el té a los invitados cuando lleguen y antes de que se vayan, y no tendrán más responsabilidades. Estos veinte, también en turnos de a diez, prepararán las comidas y el té diario de la familia, y tampoco ellos tendrán otra ocupación. Estos cuarenta, en dos turnos, se encargarán de quemar incienso, mantener las lámparas llenas de aceite, colgar las cortinas, velar el féretro, ofrendar el arroz y el té del sacrificio y llorar con los que conducen el duelo. Estos otros cuatro serán responsables, en la despensa, de las tazas y platos para el té, y deberán reponer cualquier cosa que falte. Estos cuatro se encargarán de la vajilla y de los recipientes para el vino, y también habrán de cubrir la pérdida de objetos. Estos ocho de aquí recibirán los regalos para ofrendas de sacrificio. Estos ocho, situados en distintos lugares según una lista que les entregaré, supervisarán la distribución de lámparas, aceite, velas y papel para sacrificios. Estos treinta se turnarán para hacer la guardia nocturna, cuidando de que las puertas estén cerradas y no se enciendan fuegos; también barrerán los recintos. Los demás serán asignados a diversos lugares y deberán permanecer en sus puestos. Serán responsables de todo lo que haya allí, desde los muebles y las antigüedades hasta los plumeros, las escupideras o cada hoja de hierba, y deberán reponer cualquier pérdida o daño. Cada día, la esposa de Laisheng hará una inspección general y me informará inmediatamente de cualquier actitud de desidia, de cualquier partida de cartas, borrachera, pelea o simple discusión que se produzca. Si encuentro a alguien demasiado relajado seré implacable, aunque su familia lleve sirviendo en esta casa desde hace tres o cuatro generaciones. Ahora ya tenéis vuestras tareas, y si algo anda mal yo me encargaré del grupo en cuestión; Mis propios criados tienen relojes porque todo, importante o no, debe ser hecho en su momento; encontraréis relojes en los cuartos de vuestros señores. Pasaré lista a las seis y media; vosotros comeréis a las diez. Las solicitudes para los depósitos o los informes deben ser entregados puntualmente antes de las once y media. A las siete de la tarde, después de quemar el papel de sacrificios, haré una ronda de inspección y entregaré las llaves a los del turno de noche. Volveré al día siguiente a las seis y media. No necesito recordaros que debemos esforzarnos al máximo durante este mes; sin duda, cuando haya pasado, vuestro señor os recompensará a todos.
Luego, ordenó la distribución de té, aceite, velas, escobillas de plumas y escobas, e hizo repartir manteles, antimacasares, cojines, alfombrillas, escupideras, banquitos y otros muebles. En el curso del reparto iban siendo cuidadosamente anotados en el registro los sirvientes que estaban a cargo de cada lugar y los artículos que cada uno se llevaba consigo.
Ahora que todos los criados tenían sus respectivas tareas ya no podían elegir los trabajos fáciles y dejar los difíciles sin hacer, ni se producían hurtos como consecuencia de la confusión. Sin importar cuántos visitantes hubiera, todo marchaba sobre ruedas; no como antes, cuando la misma doncella que servía el té tenía que traer también el arroz, o el que acompañaba los duelos también tenía que recibir a los recién llegados. Aquel día terminó el desorden, y con él la negligencia y las sustracciones. A Xifeng, por su parte, le resultaba muy gratificante la nueva autoridad que blandía.
Como La señora You estaba enferma y Jia Zhen había perdido el apetito a causa del dolor, Xifeng hacía traer diariamente de la otra mansión delicadas sopas de arroz y otros bocados exquisitos especialmente preparados para ellos. En compensación, Jia Zhen ordenó que a ella le fuera servida cada día la mejor comida.
Xifeng no temía el trabajo duro. Cada mañana a las seis y media llegaba para pasar lista y ocuparse de cualquier asunto, y luego se sentaba sola en su anexo, sin unirse siquiera a las demás esposas jóvenes para dar la bienvenida a las visitantes que iban llegando.
El día trigesimoquinto, los monjes budistas realizaron los ritos para hendir la tierra en dos, abrir los infiernos de par en par [1] e iluminar a la muerta con linternas en su visita de homenaje al Rey de los Infiernos; arrestar a los demonios e invocar al subterráneo Príncipe Ksitigarbha para que elevase el Puente de Oro, y abrir camino con banderolas. Los taoístas ofrecieron plegarias e invocaciones, rindiendo culto a las Tres Purezas [2] y al Emperador de Jade. Los bonzos quemaron incienso recitando sutras, hicieron sacrificios a los hambrientos fantasmas y entonaron la Penitencia de Agua, mientras trece jóvenes novicias con chancletas rojas y túnicas bordadas recitaban salmos ante el ataúd para que el alma no extraviara su camino. Todo era tráfago y estrépito.
Sabiendo que aquel día podía llegar mucha gente, Xifeng dijo a Pinger que la despertase a las cuatro. Cuando hubo terminado su aseo, su desayuno de leche y sopa dulce de arroz, y se hubo enjuagado la boca, eran ya las seis y media y la esposa de Lai Wang la esperaba con los demás sirvientes. Xifeng dejó el salón y subió a su carruaje, que lucía en la parte delantera, iluminando el camino, dos brillantes faroles de cuerno con unos grandes caracteres que decían: «Mansión Rong».
Se acercó lentamente a la mansión Ning, cuyos faroles, sobre la puerta principal, arrojaban una luz brillante como la del día, iluminando a dos filas de sirvientes ataviados de riguroso blanco funerario. En la entrada principal, cuando sus pajes se hubieron retirado, unas doncellas levantaron la cortinilla del carruaje y Xifeng se apeó ayudada por Fenger; luego entró en la casa escoltada por dos criadas con faroles de mano. Todas las esposas de los mayordomos de la mansión Ning se adelantaron para saludarla.
Xifeng avanzó lentamente a través del jardín de la Fragancia Concentrada hasta llegar al pabellón de la Inmortalidad Alcanzada, donde, al ver el ataúd de Keqing, las lágrimas brotaron de sus ojos como perlas de una sarta rota.
En el patio, unos pajes aguardaban respetuosamente a que ella diera la orden de proceder a la quema de papeles de sacrificio; cuando lo hubo hecho, ordenó también que se presentara una ofrenda de té. Luego se escuchó un gong y comenzó a sonar la música; Xifeng, desde un gran sillón colocado frente al túmulo, prorrumpió en sonoras lamentaciones. Inmediatamente, hombres y mujeres de todos los rangos se sumaron a sus plañidos hasta que Jia Zhen y la señora You le mandaron recado para que refrenara su congoja.
Entonces la esposa de Lai Wang trajo té para que se enjuagara la boca, y Xifeng se levantó para despedirse de los parientes y dirigirse a su anexo.
Todas las criadas asistieron a la revista del día, salvo una portera. La buscaron, y al fin apareció temblando de pánico.
—Sin duda debes considerarte superior a las demás para desobedecerme de esta manera —dijo Xifeng con sorna.
—Todos los días he llegado a tiempo, señora —dijo la mujer—, pero esta mañana desperté demasiado temprano, así que me volví a dormir. Por eso me he retrasado unos minutos. ¡Por favor, señora, perdóneme esta vez que ha sido la única!
En ese justo momento acertó a pasar por allí la esposa de Wang Xing, de la otra mansión, quien lanzó una mirada de reojo a la escena. Sin despedir todavía a la mujer, Xifeng le preguntó qué quería. Ansiosa por arreglar primero su asunto, la esposa de Wang Xing se adelantó a pedir hilo de seda con el que hacer borlas para los carruajes y los palanquines. Xifeng ordenó a Caiming que calculase el número de hilos, cuentas y borlas necesario para dos palanquines, cuatro sillas de manos y otros cuatro carruajes. Considerando correctas las cifras, Xifeng dijo a Caiming que las asentara en el libro y entregó una tarja de la mansión Rong a la esposa de Wang Xing, quien partió con su asunto resuelto.
Xifeng quiso volver a ocuparse del suceso de la sirvienta desobediente, pero antes de que pudiera hacerlo entraron cuatro mayordomos de la mansión Rong con unos pedidos de almacén. La joven señora hizo leer el pedido y señaló dos de los cuatro renglones.
—Estas cifras están equivocadas. Volved cuando hayáis hecho bien la cuenta.
Los dos mayordomos se retiraron abochornados.
Luego llegó la esposa de Zhang Cai, que le entregó un formulario diciendo:
—Ya están listas las cubiertas para los carruajes y las sillas de manos, y ahora vengo por el dinero para el sastre.
Xifeng ordenó a Caiming que asentara ese dinero en el libro, y cuando la esposa de Wang Xing hubo devuelto la tarja y entregado el recibo del contable por la suma correcta, la esposa de Zhang Cai fue enviada a recoger el dinero. Otro pedido de papel para empapelar el estudio exterior de Baoyu fue leído y anotado.
Una vez que la esposa de Zhang Cai dio por concluido el asunto que la había llevado a la mansión Ning en busca de su señora Xifeng, devolvió la tarja y regresó a la otra mansión mientras la otra sirvienta salía a recoger el papel necesario.
Xifeng, por fin, pudo dirigirse a la portera.
—Si hoy llegas tarde tú, y mañana lo hago yo, pronto no quedará nadie aquí. Me gustaría pasar por alto tu falta; pero si perdono la primera, las demás no tardarán en tomarse las mismas libertades. Por eso me veo obligada a darte un escarmiento como ejemplo para todos.
Y, con mirada súbitamente endurecida, ordenó llevar fuera a la mujer y que se le administraran veinte varazos de bambú; luego, mostrando la tarja de la mansión Ning, ordenó a Laisheng que se le descontara el sueldo de un mes. Cuando los demás vieron el ceño terriblemente fruncido de Xifeng, y lo que acababa de hacer, no volvieron a arrastrar los pies para cumplir sus órdenes.
Con los veinte varazos en el cuerpo, la sirvienta castigada todavía tuvo que volver a hacer un koutou ante Xifeng, quien advirtió a los criados:
—Cualquier nuevo retraso que se produzca mañana será castigado con cuarenta varazos, y con sesenta al día siguiente; quien quiera recibir una paliza ya sabe lo que tiene que hacer.
Dicho lo cual les mandó retirarse, mientras la mujer apaleada se escabullía llena de vergüenza.
Después de estas palabras, la gente que estaba escuchando detrás de las ventanas volvió rápidamente a sus tareas. Empezó entonces un sostenido flujo de domésticos de ambas mansiones que llegaban a entregar o solicitar pedidos de almacén.
Los sirvientes de la mansión Ning, después de esa demostración de severidad, trabajaron duramente y, por si acaso, no se atrevieron a desatender sus tareas en ningún momento. Pero acabemos con este tema y volvamos a Baoyu.
Aquel día había muchos visitantes y Baoyu, temeroso de que Qin Zhong sufriera algún desaire, le pidió que lo acompañara a visitar a Xifeng. El joven Qin objetó que ella estaría demasiado ocupada para recibir visitas, y consideraría la suya una molestia.
—¿Nosotros una molestia? —replicó Baoyu—. De ninguna manera. Anda, vamos.
Y llevó a Qin Zhong al anexo donde Xifeng estaba comiendo. Al verlos, ella sonrió.
—¡Vaya con los piernas largas! —dijo bromeando—. Venid a comer conmigo.
—Ya hemos comido —le dijeron.
—¿Aquí o en la otra casa?
—¿Comer aquí con estos tontos? —contestó Baoyu mientras ambos muchachos se sentaban—. Comimos en la otra casa con la Anciana Dama.
Cuando Xifeng terminó, apareció una mujer de la mansión Ning con un pedido de incienso y lámparas.
—Te esperaba, pero creía que te habías olvidado —le dijo Xifeng sonriendo—. Habrías tenido que pagar tú misma todo el material y yo habría salido ganando.
—La verdad es que se me había ido de la cabeza, pero hace un momento me acordé y vine corriendo —comentó la mujer mientras se hacía cargo de la tarja.
Después se retiró, y al cabo de un rato la tarja fue devuelta y la cantidad registrada.
—Usáis la misma tarja para ambas mansiones —observó Qin Zhong—. ¿Qué pasaría si alguien falsifica una y huye con todo vuestro dinero?
—¿Piensas que somos una banda de delincuentes? —preguntó Xifeng riendo.
—¿Y cómo no ha venido nadie de nuestra casa con pedidos? —intervino Baoyu.
—Tú todavía dormías cuando vinieron —contestó la mujer—. Pero decidme, ¿cuándo pensáis empezar vuestras clases nocturnas?
—Nos gustaría empezar enseguida, pero van muy lentos en la preparación del gabinete.
—Si os portáis bien conmigo, aceleraré la cosa.
—¿De qué manera? Están cumpliendo los plazos previstos.
—Necesitan materiales para su trabajo. No pueden mover un dedo si les niego la tarja.
Al oír aquello, Baoyu se sobresaltó y acurrucándose ante ella le suplicó:
—Prima, prima querida, dales la tarja para que puedan tener lo que necesitan.
—Baoyu, estoy muy cansada y me duelen todos los huesos —protestó Xifeng—. ¿Es necesario que me agobies así? No te preocupes, acaban de llevarse el papel para tu gabinete. Debes estar loco si piensas que a nuestros sirvientes hay que decirles también cuándo han de pedir algo.
Baoyu no creyó lo del papel, y Xifeng llamó a Caiming para que le enseñara el registro. En ese momento alguien anunció que Zhaoer había regresado de Yaugzhou, y la joven administradora de la mansión Ning ordenó que lo hicieran pasar inmediatamente. Al verla, Zhaoer hincó una rodilla en tierra.
—¿Por qué has vuelto? —le preguntó ella.
—Me envía el señor a decirle que el día tercero del noveno mes, a las nueve de la mañana, murió el señor Lin. El señor y la señorita Lin acompañan en este momento el ataúd hasta Suzhou, y esperan regresar antes de fin de año. He venido a traer la noticia y los saludos del señor, y a pedirte instrucciones a la Anciana Dama. El señor también me encargó que viera si todos estaban bien de salud y le llevara algunos de sus trajes forrados de piel.
—¿Ya has dado la noticia a las otras damas?
—Sí, señora. A todas.
Dicho lo cual, Zhaoer se retiró.
Sin poder contener una sonrisa, Xifeng dijo a Baoyu:
—Ahora tu prima Daiyu podrá permanecer con nosotros una larga temporada.
—¡Pobrecita! Piensa en lo mucho que habrá llorado estos últimos días —exclamó Baoyu frunciendo el ceño y suspirando.
Xifeng estaba ansiosa por recibir noticias de su marido, pero no había querido pedir detalles a Zhaoer en presencia de terceros. Se sentía tentada de volver a casa, pero la retenían asuntos inconclusos y el temor a hacer el ridículo, de manera que tuvo que controlar su impaciencia hasta la noche, cuando citó a Zhaoer para que le diera todos los detalles de la jornada. Aquella misma noche Pinger la ayudó a elegir alguna ropa forrada de piel, luego calculó cuidadosamente lo que podría necesitar su esposo y finalmente, después de haber empaquetado las cosas, se las entregó a Zhaoer advirtiéndole:
—Cuida bien a tu amo fuera de la casa, y no lo enfurezcas. Procura que no beba demasiado y no le hagas el juego proporcionándole mujerzuelas. Si no lo haces así, te quebraré las piernas cuando vuelvas.
Wang Xifeng.
Gai Qi (edición de 1879).
Para entonces ya había pasado la cuarta vigilia, y cuando llegó a la cama no tuvo ganas de dormir. Un momento después amaneció. Se aseó apresuradamente y partió a la mansión Ning.
Ya se acercaba el día del funeral. Jia Zhen se dirigió hacia el templo del Umbral de Hierro acompañado de un geomántico con él fin de inspeccionar el mausoleo e indicarle al abate Sekong, encargado del lugar, la necesidad de que fueran los muebles más finos y los monjes más notables los que recibieran el ataúd.
Sekong preparó una cena, pero Jia Zhen había perdido el apetito. Como se había hecho muy tarde para volver a la ciudad pasó aquella noche en el cuarto de huéspedes, y a primera hora de la mañana volvió para hacer los preparativos del sepelio. Mandó por delante a unos hombres que pasaron la noche en el templo decorando el mausoleo y preparando el refrigerio y la recepción de la comitiva fúnebre.
Xifeng, mientras tanto, había hecho cuidadosos preparativos eligiendo sirvientes, carruajes y palanquines de la mansión Rong que acompañarían a la dama Wang al funeral, más un lugar donde ella misma pudiera estar durante las honras fúnebres.
Como hacía poco que había muerto la esposa del duque de Shanguo, las damas Xing y Wang tuvieron que enviar presentes para el sacrificio y asistir a sus exequias. Luego sé mandaron regalos de aniversario para la esposa del príncipe de Xi’an. Nació el primogénito del duque de Zhenguo y hubo que hacerle un obsequio. Xifeng, por su parte, tuvo que escribir a su casa y preparar más obsequios para que su hermano Wang Ren los llevara consigo cuando volviera al sur. Además, Yingchun cayó enferma y fue preciso llamar a médicos todos los días, estudiar sus diagnósticos, discutir la causa de la dolencia y tomar decisiones sobre recetas. El caso es que, a medida que se iba acercando el funeral, mil y un asuntos quitaron a la atareada Xifeng hasta el tiempo de comer y descansar. Cuando iba a la mansión Ning, la seguían los sirvientes de la mansión Rong; cuando volvía a la mansión Rong, iban tras ella los sirvientes de la mansión Ning. Pero a pesar de tanto ajetreo estaba de buen humor, y, por evitar cualquier motivo de queja, no rehuía tarea alguna. De hecho trabajó tanto día y noche, lo manejó todo tan bien, que no hubo persona de la casa, sin importar su rango, que no quedara impresionada.
Y llegó por fin el funeral. Las dos compañías de actores de la familia y unos cuantos músicos, bailarines y acróbatas, debían desarrollar un largo programa. El lugar hervía de parientes y amigos. Como la señora You seguía guardando cama, Xifeng hubo de hacerse cargo también de recibir a las visitas, ya que las otras mujeres casadas de la familia eran cortas para el trato, o alocadas, o tímidas ante los extraños, o se dejaban apabullar por la presencia de nobles y funcionarios. Ninguna era comparable con Xifeng y su encanto, su locuacidad y su elegancia. Al no estar obligada a rendir cuentas a nadie, impartía las órdenes que quería y se conducía a su entera voluntad, indiferente a los demás.
Toda aquella noche fue de ajetreo y esplendor, entre tanta ida y venida de faroles y antorchas de los funcionarios y huéspedes.
Cuando con el alba llegó la hora propicia, sesenta y cuatro porteadores vestidos de negro transportaron el féretro, precedido por un gran estandarte mortuorio que llevaba escrita en grandes caracteres la siguiente leyenda:
Féretro donde reposan los restos mortales de la dama Qin de la familia Jia, dama noble del quinto rango, consorte de Jia Rong, guardia imperial y defensor de los caminos de Palacio en los patios interiores de la Ciudad Prohibida; tataranieto mayor del duque de Ningguo, investido del primer rango por la Dinastía de Origen Celeste, Espléndidamente establecida y de Larga Permanencia.
La flamante impedimenta funeraria contribuía al deslumbrante espectáculo, y cuándo el ataúd fue alzado en hombros para emprender la marcha, Baozhu, observando los ritos propios de una hija soltera, hizo añicos contra el suelo una vasija de barro y se lamentó amargamente ante el cadáver.
Entre los funcionarios que asistían al funeral estaban Niu Jizong, conde hereditario de primer grado, nieto de Niu Qing, duque de Zhenguo; Liu Fang, vizconde hereditario de primer grado, nieto de Liu Biao, duque de Liguo; Chen Ruiwen, general hereditario de tercer grado, nieto de Chen Yi, duque de Qiguo; Ma Shang, general hereditario de tercer grado, nieto de Ma Kui, duque de Zhiguo; y Hou Xiaokang, vizconde hereditario de primer grado, nieto de Hou Xiaoming, duque de Xiugo. La muerte de la esposa del duque de Shanguo había impedido que su nieto Shi Kuangzhu, que estaba de luto, asistiera al sepelio. Estas seis familias, más las de Ning y Rong, eran conocidas como las «Ocho casas ducales». También participaban en el cortejo fúnebre el nieto del príncipe de Nan’an y el del príncipe de Xining, así como Shi Ding, marqués de Zhongjing; Ziang Zining, barón hereditario de segundo grado, capitán de la guardia metropolitana y nieto del marqués de Dingcheng; Jianhui, barón hereditario de segundo grado, nieto del marqués de Xiangyang; y Qiu Liang, comandante de guarnición de cinco ciudades, nieto del marqués dé Jingtian. Asimismo, estuvieron presentes Han Qi, hijo del conde de Jinxiang; Feng. Ziying, hijo del general del Divino Valor; Chen Yejun, Wei Ruolan y muchísimos otros hijos de la nobleza. Hubo más de una docena de palanquines, y de treinta a cuarenta sillas de manos para las damas. Entre estos vehículos y los carruajes y sillas de manos de la familia Jia pasaban largamente el centenar. Con el espectacular séquito abriendo el camino, más los espectáculos que se iban desarrollando a lo largo, el cortejo se extendía no menos de tres o cuatro li.
Al poco de iniciarse, llegaron a unos quioscos que desplegaban a la orilla del camino sus toldos de seda multicolor; en ellos se interpretaba música y se realizaban ofrendas ceremoniales preparadas por diversas familias. Los cuatro primeros correspondían a las casas del príncipe de Dongping, del príncipe de Nan’an, del príncipe de Xining y del príncipe de Pekín.
De los antepasados de los cuatro príncipes era el de Pekín el que había ostentado las más altas distinciones, heredadas por sus descendientes. Su actual poseedor, Shuirong, era un joven encantador, modesto y muy bien parecido, que no llegaba a los veinte años. Cuando se enteró de que el tataranieto mayor del duque de Ningguo había perdido a su esposa, el recuerdo de la amistad entre sus antepasados, de los peligros y glorias que habían compartido como una sola familia, le hizo deponer toda consideración de rango y acudir personalmente a presentar sus condolencias. Había instalado un tablado fúnebre junto al camino para ofrecer una libación, e hizo que algunos de sus funcionarios esperasen allí mientras él emprendía el camino a la corte nada más rayar el alba. Concluida la audiencia en la corte se puso la ropa de luto y regresó en un palanquín, precedido por sonoros gongs y sombrillas ceremoniales. Detuvo el palanquín frente al tablado y sus funcionarios se alinearon a ambos lados, impidiendo el paso de soldados y civiles.
En ese preciso momento el espléndido cortejo fúnebre de la mansión Ning, que venía del norte, le cayó encima como un gran alud plateado. Los lacayos enviados por delante para despejar el camino habían informado a Jia Zhen de la llegada del príncipe. Cuando Zhen lo supo detuvo la marcha del cortejo para que Jia She, Jia Zheng y él mismo pudieran saludarlo conforme al ceremonial de Estado. El príncipe correspondió inclinándose afablemente desde su palanquín, tratándolos sin afectación alguna, como a viejos amigos de la familia.
Jia Zhen se dirigió al príncipe con estas palabras:
—Nos sobrecoge el favor que Su Alteza nos dispensa honrando con su presencia el funeral de mi nuera.
—Esa manera de hablar no es propia de buenos amigos —protestó el príncipe, y enseguida ordenó a su mayordomo jefe que presidiera el sacrificio y escanciara una libación.
Jia She y los demás dieron un paso adelante y se inclinaron como muestra de gratitud.
El príncipe de Pekín, que era una persona de trato sencillo, le preguntó a Jia Zheng:
—¿Quién es ese joven caballero que nació con un trozo de jade en la boca? Hace mucho tiempo que lo quiero conocer, pero nunca he podido disponer de un momento adecuado. Seguro que hoy está aquí, ¿me lo presentarán?
Inmediatamente Jia Zheng se retiró para traer a Baoyu. Le hizo quitarse la ropa de luto y lo llevó a conocer al príncipe.
Por su familia y sus amigos, Baoyu se había enterado de los excelentes méritos del príncipe de Pekín, de su talento, su buen porte, su refinamiento y su falta de respeto a los convencionalismos. A menudo había sentido el deseo de conocerlo, pero su padre lo había mantenido bajo un control tan estricto que nunca había tenido la oportunidad. Aquella llamada lo embelesó, y, al llegar donde estaba el príncipe, quedó impresionado por la dignidad con que ocupaba su palanquín.
Quien quiera saber cómo fue el encuentro, escuche el siguiente capítulo.