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Capítulo XVII
ОглавлениеEn el jardín de la Vista Sublime, la composición
de inscripciones pone a prueba el talento.
Los extraviados en el patio Rojo y Alegre exploran
un refugio solitario.
Dio la impresión de que el llanto de Baoyu por la muerte de Qin Zhong no tendría fin. Pasó mucho tiempo antes de que Li Gui y los demás lograran apaciguarlo, e incluso cuando estuvo de vuelta en su casa siguió sacudiéndolo el dolor. Sin contar varias docenas de taeles de plata para los gastos del funeral, la Anciana Dama hizo que preparasen un lote de ofrendas funerarias con las que su nieto acudió a dar el pésame y sumarse al duelo de la familia Qin. Siete días después del óbito tuvieron lugar los funerales y el entierro; aunque no necesitemos demorarnos en los detalles, diremos que Baoyu lloró y echó de menos a su amigo cada día, aunque tales demostraciones de dolor ya no remediaran nada.
Algún tiempo después Jia Zhen, acompañado de sus asistentes, anunció a Jia Zheng la culminación de los trabajos del nuevo jardín, y le informó de la inspección que ya había realizado Jia She.
—Todo está dispuesto para su inspección, tío —le dijo—. Podríamos modificar cualquier cosa que no sea de su agrado antes de que se compongan las inscripciones y los correspondientes poemas para los distintos puntos del jardín.
Jia Zheng meditó unos instantes y luego dijo:
—Las inscripciones son un problema, ciertamente. En principio deberíamos pedirle a la concubina imperial que nos haga el honor de componerlas ella misma, pero es obvio que no puede hacerlo sin conocer previamente el lugar. Por otra parte, si dejamos los diversos pabellones y parajes sin inscripción hasta su visita, entonces el jardín, con todas sus flores y rocas, sauces y arroyos, no mostrará todo su encanto.
—Sin duda es cierto, señor —respondieron a coro sus cultos acompañantes.
—Tengo una idea —dijo uno de ellos—. Las inscripciones de los parajes del jardín no pueden ser obviadas, pero tampoco fijadas definitivamente. ¿Por qué no preparar algunas y componer unos cuantos pareados provisionales para cada lugar? De momento podemos hacer que los pinten sobre faroles en forma de placas y rollos, y cuando Su Alteza se digne honrarnos con su visita podremos pedirle que decida cuáles son los más apropiados. Así se resolverá este dilema.
—Sensata idea —observó Jia Zheng—. Hoy mismo podríamos echar un vistazo e idear algunas. Si son adecuadas, se utilizarán; en caso contrario le pediremos a Jia Yucun que venga a echarnos una mano.
—Seguro que sus propias sugerencias serían excelentes, señor —respondieron—. ¿Para qué llamar a Yucun?
—A decir verdad, ni en mis años mozos fui bueno haciendo versos sobre flores, pájaros o paisajes; y ahora que me siento viejo y me abruman las tareas oficiales he perdido definitivamente el ánimo ligero que se precisa para las bellas letras. Doy por descontado que cualquier intento por mi parte resultaría tan lerdo y pedante que en vez de resaltar las bellezas del jardín serviría para lo contrario.
—No tema por eso —le insistieron sus secretarios—. Uniremos nuestros ingenios y después elegiremos las mejores sugerencias. Así resolveremos el problema.
—De acuerdo —accedió Jia Zheng—. Demos un paseo por el jardín aprovechando el buen día que hace.
Y poniéndose en pie encabezó el grupo mientras Jia Zhen se adelantaba para avisar de su llegada a los del jardín.
Resultó que Baoyu acababa de llegar al jardín, pues seguía sufriendo tanto por la muerte de Zhong que la Anciana Dama había ordenado a sus pajes que lo llevaran allí para que se distrajera.
Al verlo, Jia Zhen se acercó a él y le dijo en tono de broma:
—Viene el señor Zheng; más vale que desaparezcas.
Como un hilo de humo, Baoyu emprendió inmediatamente la huida seguido de su ama y sus pajes, pero al volver la esquina se dio de bruces con el grupo de su padre. Ante la imposibilidad de huir, Baoyu se apartó respetuosamente de su camino.
Ahora bien, no hacía mucho que Jia Zheng había oído al preceptor de Baoyu hablar en tono elogioso acerca de la capacidad del muchacho para componer pareados, comentando que a pesar de su escasa aplicación en el estudio mostraba una considerable originalidad en los ejercicios literarios. Ante el fortuito encuentro, Jia Zheng ordenó a su hijo que lo acompañase. Baoyu no tuvo más remedio que obedecer ignorando lo que su padre deseaba de él.
A la entrada del jardín encontraron a Jia Zhen con un grupo de mayordomos en formación.
—Cierren la puerta —ordenó Jia Zheng—. Veamos qué aspecto tiene desde el exterior.
Jia Zhen hizo cerrar la puerta y Jia Zheng inspeccionó el pabellón de entrada, una edificación con cinco secciones y un techo arqueado de tejas de media caña. Los dinteles y las celosías, finamente tallados con ingeniosos dibujos, no estaban pintados ni dorados; las paredes eran de ladrillo pulido de un color uniforme, y en las escalinatas de mármol blanco se apreciaban dibujos tallados de pasionarias. El impecable muro blanqueado del jardín, que se extendía a un lado y a otro, tenía en su base un mosaico de piedras atigradas. A Jia Zheng le complació la sencillez del conjunto y la ausencia de vana ostentación.
Hizo que volvieran a abrir la puerta, y entraron sólo para encontrar que una verde colina les impedía la visión. Los secretarios lanzaron una exclamación de aprecio por el detalle.
—De no ser por esta colina, uno abarcaría de un vistazo todo el jardín con sólo cruzar la puerta, lo que resultaría bastante insustancial —observó Jia Zheng.
—Sin duda —coreó la compañía—. Sólo un jardinero de gran talento puede haber concebido algo así.
Sobre el monte en miniatura distinguieron unas rocas blancas que semejaban monstruos y fieras, unos yacentes, otros rampantes, y todos tachonados de musgo o cubiertos de plantas trepadoras que casi ocultaban un sendero zigzagueante.
—Sigamos el sendero —decidió Jia Zheng—. A la vuelta saldremos por el otro lado, y así habremos recorrido todo el lugar.
Hizo que Jia Zhen se adelantase y él lo siguió por entre los peñascos apoyado en un hombro de Baoyu. De pronto vio, al levantar la vista, una roca blanca, pulida como la superficie de un espejo; era evidente que estaba destinada a ser el soporte de la primera inscripción.
—¡Alto, caballeros! —dijo sonriendo por encima del hombro—. ¿Cuál podría ser el nombre apropiado para este lugar?
—«Glauca Aglomeración» —dijo éste.
—«Cordillera Bordada» —dijo el otro.
—«Pico del Incensario» [1] —añadió el de más allá.
—«Zhongnan [2] en Miniatura.»
Así fueron apareciendo docenas de sugerencias que no pasaban de ser tópicos. Y es que los secretarios de Jia Zheng tenían plena conciencia de que éste deseaba poner a prueba el ingenio de su hijo. Baoyu también lo sabía, pero esperó a que su padre le exigiera su intervención. Cuando finalmente lo hizo, el joven respondió:
—He oído que los antiguos decían que una vieja cita supera un dicho original, y que es mejor pulir un viejo texto que grabar uno nuevo. Éste no es el promontorio central ni tampoco uno de los parajes principales; a mi entender merece una inscripción sólo porque es un primer paso hacia el resto del jardín. ¿Por qué no utilizar este verso de un antiguo poema: «Escondido sendero que conduce hasta un refugio solitario»? Sin duda un nombre así tendría mayor dignidad.
—¡Excelente! —alabaron los secretarios.
—Nuestro joven señor es sin duda muchísimo más ingenioso y brillante que unos pedantes sin fuste como nosotros.
—No sigan halagando al muchacho —protestó Jia Zheng sin poder evitar una sonrisa—. Sólo ha hecho un ridículo alarde de sus escasos conocimientos. Más tarde podremos pensar un nombre apropiado.
Y continuaron.
Pasaron por un túnel que desembocaba en una hondonada verde con espléndidos árboles y flores exóticas. En el rincón donde más se espesaban los árboles extendía sus márgenes un arroyo cristalino que luego se perdía entre las rocas.
Unos pasos más al norte, flanqueando un claro, se alzaban altos pabellones de vigas talladas y espléndidas balaustradas medio ocultas por los árboles. Al mirar abajo vieron un arroyo de cristal precipitándose en una cascada de nívea blancura, y unos escalones de piedra que descendían hasta una poza entre la niebla producida por la caída del agua. El conjunto, cercado por balaustradas de mármol, era salvado por un puente de piedra adornado con cabezas de bestias con las fauces abiertas. Sobre el puente, un pequeño pabellón en el que el grupo se sentó a descansar.
—¿Y cómo llamaremos a este lugar, caballeros? —preguntó Jia Zheng.
Uno de los secretarios:
—Propongo un verso de El pabellón del Viejo Borracho, de Ouyang Xiu [3] : «Un alado pabellón lo sobrevuela». ¿Por qué no llamarlo pabellón Alado?
—Delicioso nombre, sin duda —opinó Jia Zheng—. Pero como este pabellón está construido sobre una poza, su nombre debería contener alguna alusión al agua. Y ya que lo mencionas, Ouyang Xiu también alude a una fuente «derramándose entre dos picos». ¿No podríamos utilizar la palabra «derramado»?
—¡Evidente! —exclamó otro de los secretarios—. Jade que se Derrama sería un excelente nombre para el lugar.
Acariciándose pensativamente la barba, Jia Zheng se volvió hacia Baoyu para pedirle una sugerencia.
—Me parece bien lo que se acaba de decir, señor —contestó el muchacho—, pero si profundizamos un poco más en el asunto observaremos que aunque «derramado» sea un adjetivo adecuado para la fuente de Ouyang Xiu, que era llamada «El Manantial del Licor», sin embargo resulta poco apropiado para este lugar, que está destinado a ser residencia de la consorte imperial. Deberíamos emplear un lenguaje más cortesano en lugar de expresiones tan poco elegantes. Opino que debería pensarse en algo más sutil.
—¿Se dan cuenta, caballeros? —dijo Jia Zheng soltando una risita—. Cuando sugerimos algo original, él prefiere una vieja cita; ahora que empleamos una vieja cita, él la encuentra demasiado vulgar. Pues bien, ¿qué propones tú?
—¿No sería Fragancia que Rezuma un nombre más apropiado que Jade que se Derrama?
Jia Zheng volvió a tirarse de la barba asintiendo en silencio con la cabeza mientras los demás, ansiosos por complacerlo, se apresuraban a celebrar el notable talento de Baoyu.
—Bueno, bueno —dijo su padre—. Seleccionar dos caracteres para una tabla no es difícil. Veamos si te atreves con un pareado de siete caracteres.
Baoyu sé incorporó, miró en torno suyo buscando inspiración y por fin recitó:
Los sauces del dique prestan su verdor a las almadías.
En las dos orillas las flores expanden idéntico aroma.
Jia Zheng asintió con una leve sonrisa, que fue envuelta por un nuevo coro de alabanzas a su hijo.
Dejaron el pabellón, cruzaron el puente y continuaron su paseo admirando cada roca, promontorio, flor y árbol del camino, hasta que se toparon con los blancos muros de un hermoso refugio en un denso bosquecillo de frescos bambúes. Entraron en él entre exclamaciones de admiración.
Desde la puerta, un sendero techado zigzagueaba hasta unos escalones; al bajarlos, otro sendero, esta vez de lajas, conducía a una pequeña cabaña de tres aposentos en la que se entraba por una puerta situada en el aposento central. Los muebles habían sido fabricados especialmente para el lugar. En el cuarto interior se abría una portezuela que daba a un jardín trasero con un gran peral, un plátano de anchas hojas y dos pequeños patios laterales. Al fondo, por una hendidura de un pie de ancho, corría un arroyo que se precipitaba más allá de los escalones y del refugio y llegaba al patio delantero para, desde allí, alejarse serpenteando entre los bambúes.
—Qué rincón tan agradable. Quien tenga el privilegio de estudiar junto a esta ventana en una noche de luna no habrá vivido en vano —dijo Jia Zheng mirando de reojo a Baoyu, quien agachó los ojos confundido mientras los demás se apresuraban a cambiar de conversación.
—Aquí necesitamos una inscripción de cuatro caracteres —sugirió uno de los presentes.
—¿Qué cuatro caracteres? —preguntó Jia Zheng.
—Sombras del Río Qi [4] .
—Está muy visto.
—¿Rastros del Jardín dé Sui [5] ?
—Digo lo mismo.
—Que el primo Bao sugiera algo —propuso Jia Zhen.
—No vale la pena —objetó Jia Zheng—. Este insolente se dedica a criticar las sugerencias de los demás antes de hacer él mismo una.
—Pero sus observaciones son correctas. ¿Cómo puede decir que no valen la pena?
—No sigan adulándolo de esa manera —advirtió Jia Zheng a los miembros del grupo.
Y volviéndose a Baoyu:
—Hoy estamos dispuestos a tolerar tus desatinos, así que oiremos tus críticas antes que tus propuestas. Veamos, ¿alguna de las sugerencias de estos caballeros ha sido acertada?
—No, señor, ninguna me lo ha parecido —contestó Baoyu.
En el rostro de Jia Zheng apareció de nuevo una sonrisa sardónica.
—¿Y por qué no? —preguntó.
—Éste será el primer lugar en el que se detenga la visitante imperial; es un lugar apropiado para rendir homenaje a Su Alteza. Si lo que queremos es una inscripción de cuatro caracteres, hay muchas antiguas a las que podemos recurrir. ¿Para qué componer una nueva?
—¿Acaso el río Qi y el jardín de Sui no son alusiones clásicas?
—Sin duda, pero suenan demasiado forzadas. Propongo Donde se Posa el Fénix [6] .
Esta vez el coro de elogios fue especialmente intenso mientras Jia Zheng asentía dándose delicados tirones de la barba.
—Ah, pequeño animal —dijo—. Escrutas el cielo mirándolo por un tubo y mides el mar con un calabacín. Tus juicios son lamentablemente limitados. Bien, oigamos ahora tu pareado.
Y Baoyu recitó:
Preparado ya el té, aún es verde el humo del precioso trípode.
Acabada ya la partida, aún están fríos los dedos junto al sereno ventanal.
—Tampoco lo mejora —dijo Jia Zheng meneando la cabeza.
Se disponía a seguir paseando con el grupo cuando una idea le vino a la cabeza, y volviéndose a Jia Zhen le dijo:
—En todos estos pabellones veo sillas y mesas, pero ¿dónde están las cortinas, visillos, adornos, curiosidades y cosas por el estilo? ¿Se han seleccionado objetos adecuados para cada lugar?
—Hemos traído un lote grande de ornamentos que se colocarán en el sitio adecuado a su debido tiempo —respondió Jia Zhen—. En cuanto a las cortinas y visillos, el primo Lian me dijo ayer que todavía no estaban listos. Al empezar las obras hicimos planos con las medidas exactas de cada lugar, y los enviamos para que empezasen la confección. Ayer estaba lista aproximadamente la mitad.
Como ignoraba los detalles, Jia Zheng mandó llamar a Jia Lian y le preguntó:
—¿Cuáles son los diversos objetos? ¿Cuáles están listos y cuáles no?
Jia Lian extrajo una lista de la bota, la consultó e informó:
—De las ciento veinte cortinas de satén bordado con dragones y colgaduras de brocado grandes y pequeñas con diversos dibujos y colores, ochenta fueron entregadas ayer y quedan cuarenta por entregar. Además también entregaron ayer doscientos visillos, y hay doscientas antepuertas de fieltro carmín, doscientas de bambú rojo laqueado con manchas de oro, doscientas de bambú negro laqueado, y doscientas tejidas con hilos multicolores de seda. De estas últimas tenemos ya aproximadamente la mitad, y el resto estará listo hacia el final del otoño. Luego están las cubiertas de las sillas, los manteles, los doseles y las cubiertas de los banquitos: tenemos mil doscientos de cada uno.
Mientras iban caminando y hablando, vieron unas colinas verdes que les cerraban el paso; al bordearlas divisaron unos muros de adobe marrón con albardillas de caña, y cientos de albaricoqueros cuajados de flores brillantes como ágiles llamas o nubes iluminadas por el sol. En el interior de ese recinto había varias cabañas con techo de paja alrededor de las cuales crecían tiernos retoños de mora, olmo, hibisco y espino de flor, cuyas ramas se habían entrelazado hasta formar una doble cerca verde tras la cual, al pie de la ladera, había un pozo de barro con su cabria. Desde allí, hasta donde llegaba la vista, la tierra se dividía en bancales donde se cultivaban legumbres diversas y flores de colza.
—Entiendo el sentido de este lugar —dijo Jia Zheng—. A pesar de ser artificial, su vista despierta la tentación de retirarse al campo. Entremos a descansar un rato.
Pero al disponerse a franquear la puerta de mimbre vieron junto al sendero una piedra lisa esperando una inscripción.
—¡Qué maravilla! —exclamaron asombrados—. Una placa sobre la puerta hubiera estropeado el sabor rústico del conjunto; en cambio esta piedra realza su encanto. Merecería acoger uno de los poemas de Fan Chengda [7] sobre la vida en el campo.
—Hagan sus sugerencias, caballeros —dijo Jia Zheng.
—Como acaba de decir su hijo, una vieja cita supera un dicho original —dijo uno de los secretarios—. Opino que los antiguos ya acuñaron el nombre apropiado para este lugar: Aldea de la Flor de Albaricoque.
—Por cierto, aunque este lugar es perfecto en todos los sentidos, le falta un letrero de taberna como el que usan en las del campo —objetó Jia Zheng volviéndose a Jia Zhen con una sonrisa—. Manda hacer uno para mañana mismo. Que no sea muy vistoso, y que lo cuelguen de una pértiga de bambú sujeta a la copa de un árbol.
Jia Zhen manifestó su acuerdo con la sugerencia de su tío, y luego opinó:
—Otras aves estarían de más en un sitio como éste, pero unos cuantos gansos, patos, gallinas y otras aves de corral no quedarían mal…
La propuesta recibió el beneplácito general. Jia Zheng anotó:
—Aldea de la Flor de Albaricoque es un nombre apropiado, pero ya ha sido utilizado. Tendríamos que encontrar otro más original.
—Cierto —respondieron los demás—. Hay qué encentrar otra cosa.
Sin darles tiempo a pensar, y sin esperar una señal de su padre, Baoyu exclamó:
—Hay un viejo poema que contiene el verso «Sobre albaricoqueros en flor, un letrero de taberna cuelga». ¿Por qué no llamarlo Taberna del Albaricoque a la Vista?
—La idea de aproximación que da ese «a la Vista» es soberbia —exclamaron—, y también sugiere la de Aldea de la Flor de Albaricoque.
—Bah, sería un nombre demasiado vulgar —sonrió Baoyu con desdén—. Un viejo poeta escribió: «La puerta de mimbre conduce a un arroyo fragante de flores de arroz». ¿Qué tal Aldea de la Fragancia del Arroz?
Los secretarios volvieron a subrayar con aplausos su aprobación, pero Jia Zheng los calló con un gesto severo.
—¡Mocoso ignorante! —dijo a Baoyu—. ¿A cuántos autores has leído y cuántos viejos poemas has memorizado para atreverte a hacer semejantes alardes ante tus mayores? Estoy soportando tus tonterías sólo para ponerte a prueba; no vayas a pensar que apruebo tus estupideces.
Dicho lo cual condujo al grupo al interior de una de las cabañas. Era un lugar sin ostentación, con ventanas de papel y asientos de madera. Secretamente complacido, miró a su hijo y le preguntó:
—Bien, ¿qué opinas de este lugar?
Los secretarios le daban a Baoyu discretos codazos para que expresara su aprobación, pero éste, ignorándolos, contestó:
—No se puede comparar con Donde se Posa el Fénix.
—¡Zopenco! —suspiró Jia Zheng—. Tu única preocupación son los pabellones rojos y las vigas decoradas. ¿Cómo puede un gusto perverso como el tuyo apreciar la belleza natural de un refugio tan sereno? He aquí las consecuencias de descuidar los estudios.
—Sin duda tiene usted razón, señor —añadió inmediatamente Baoyu—, pero me pregunto qué querían decir los antiguos cuando afirmaban de algo que era «natural».
Temerosos de que la terquedad del muchacho los pusiera a ellos en apuros, los secretarios intervinieron inmediatamente:
—Si tan claramente comprende tantas cosas, ¿qué dificultad entraña para usted, joven señor, la expresión «natural»? Es obvio que su sentido procede de «naturaleza», es decir, aquello en lo que no interviene el esfuerzo humano.
—Pues por eso mismo no lo entiendo, caballeros —objetó Baoyu—. He aquí una granja cuya presencia en este lugar es evidentemente un artificio. Este paraje se encuentra alejado de cualquier aldea, sin campos cercanos, sin cordillera a sus espaldas, regado por un arroyo huérfano de manantial; sobre él no planea la pagoda de algún templo medio escondido; a sus pies no hay ni la sombra de un puente que conduzca a un mercado; aislado como está, este paraje no tiene punto de comparación con los demás del jardín. Cuando los antiguos hablaban de un «cuadro natural» querían decir precisamente que cuando uno elige un lugar inadecuado para erigir colinas, el resultado siempre tiende a desentonar. Y no importa cuánta habilidad se haya puesto en el empeño.
—¡Fuera de aquí! —tronó Jia Zheng.
Pero cuando Baoyu se disponía a retirarse, su padre cambió de opinión:
—¡Espera! ¡Vuelve! Compón otro pareado, y si no resulta bueno te abofetearé por las dos cosas.
Y Baoyu recitó:
La crecida primaveral hace más verde el lugar donde se enría el cáñamo.
Nubes fragantes envuelven a los que cortan las ramas del laurel.
—¡Mal, mal, cada vez peor! —gruñó Jia Zheng meneando la cabeza mientras conducía al grupo fuera del lugar.
Desde allí el sendero bordeaba una ladera, cruzaba entre flores y sauces, rocas y manantiales, un emparrado de rosas amarillas, una glorieta de rosas blancas, un pabellón rodeado de peonías, un prado, un patio de rosas trepadoras y una orilla sembrada de plátanos. Súbitamente oyeron el murmullo de una fuente brotando de una caverna cuya entrada estaba cubierta de enredaderas. El lugar era delicioso, y así lo confirmaron todos. Jia Zheng pidió a la compañía que sugiriese una nueva inscripción.
—Nada más acorde con la belleza de este sitio que Fuente de Wuling [8] —dijo uno.
—Demasiado común —objetó Jia Zheng—. Además, ese nombre es también el de un paraje que existe en la realidad.
—Entonces, ¿por qué no Refugio del Hombre de Qin?
—Menos aún —intervino Baoyu—. ¿Cómo vamos a utilizar algo que implique una huida ante las tribulaciones? Sugiero Playa de Hierbas y Puerto Florido.
—Eso tiene menos sentido todavía —dijo Jia Zheng con tono de burla—. ¿Dónde están las barcas?
—Vamos a poner cuatro barcas para recoger lotos —confirmó Jia Zhen—, pero todavía no las han terminado.
—Lástima que no podamos cruzar —se lamentó Jia Zheng.
—Podemos dar un rodeo por el sendero que cruza las colinas —dijo Jia Zhen echando a andar a la cabeza del grupo.
Agarrándose a enredaderas y mientras ascendían, los demás lo siguieron. Con la altura fueron divisando flores muertas sobre la corriente, ahora más cristalina que nunca, que se precipitaba por un sinuoso curso flanqueado por sauces llorones y albaricoqueros ocultando el sol. En el aire no había ni una partícula de polvo. Entonces divisaron un puente arqueado de madera con barandillas rojas, tendido bajo la sombra de los sauces. Lo cruzaron, y al otro lado se encontraron ante varios senderos. Pero su atención quedó fijada en un airoso recinto de ladrillos pulidos y tejas impecables que, con su muro ornamental, ocupaba una de las laderas pequeñas de la colina principal.
—Esa edificación se ve aquí muy fuera de lugar —comentó Jia Zheng.
Pero al cruzar el umbral tropezó con unas rocas trabajadas por los elementos, altas y de todas las formas imaginables, que ocultaban la construcción que había visto un momento antes. En lugar de árboles y flores se encontró ahora con una profusión de extrañas plantas trepadoras y rastreras que atigraban las montañas artificiales, crecían entre las rocas, colgaban de los aleros, abrazaban las columnas y alfombraban los escalones. Algunas parecían flotar como cinturones verdes o bandas doradas; otras estaban cargadas de bayas rojas como el cinabrio, o de flores como el osmanto dorado, cuyo aroma penetrante nada tenía que ver con el de las flores ordinarias.
—¡Encantador! —exclamó Jia Zheng—. ¿Qué plantas son éstas?
—Higueras trepadoras y glicinias —le informó alguien.
—¿Y es suya esta extraña fragancia?
—No, no es suya —intervino Baoyu—. En este lugar hay higueras trepadoras y glicinias, ciertamente, pero el aroma procede de las serpentarias. Me parece que aquello es una cineraria, y aquello es malva y regaliz. Esa planta carmín es una ruda, y aquella verde una angélica. Muchas de estas plantas raras aparecen en el «Lisao» y en el Wen Xuan [9] . Son plantas con nombres como Huona Jiangqian, Lunzu Zijiang, Shifan, Shuisong y Fuliu, Lüyi, Danjiao, Miwu, Fenglian… Pero después de tantos siglos los estudiosos no pueden identificarlas, ya que tienen otros nombres…
—¿Quién ha pedido tu opinión? —atajó su padre.
Baoyu retrocedió nervioso y no dijo una palabra más.
A ambos lados del patio había senderos techados a través de uno de los cuales condujo Jia Zheng al grupo hasta una fresca galería dividida en cinco secciones, con terrazas igualmente techadas en los cuatro costados, ventanas pintadas de verde y paredes decoradas con mayor elegancia que todo lo que habían visto hasta ese momento.
—Aquí se podría beber té y tocar la cítara sin necesidad de quemar inciensos exóticos —dijo Jia Zheng con un suspiro—. Éste es un lugar inesperado. Necesitaremos una inscripción que le haga justicia, caballeros.
—¿Viento en las Orquídeas y Rocío sobre las Angélicas? —se aventuró uno.
—Supongo que no tenemos otra alternativa. ¿Y el pareado?
—Tengo uno —intervino otro—. Pero los demás deben corregirlo.
Y recitó:
Al atardecer, la fragancia de las orquídeas envuelve el patio.
A la luz de la luna, el aroma de los lirios flota sobre la isla.
—Muy bien —opinaron los demás—. Lo único que parece inapropiado es el atardecer.
El autor, en defensa de su atardecer, citó un antiguo poema que contenía el verso «Lloran en el crepúsculo los lirios del patio».
—Demasiado triste, demasiado triste.
Otro intervino:
—Señores, someto este otro pareado a su consideración.
Y recitó:
La brisa lleva por los tres senderos [10] la fragancia de las angélicas.
La luna ilumina en todo el patio el dorado de las orquídeas.
Dándose tironcitos de la barba, meditabundo, Jia Zheng parecía estar a punto de proponer él mismo un pareado cuando, al levantar la vista, vio a Baoyu, que ya no se atrevía a decir una palabra.
—¿Y? —le dijo con dureza—. Cuando te toca hablar, permaneces callado. ¿Acaso esperas que imploremos tus enseñanzas?
—Aquí no hay orquídeas ni luna, ni tampoco islas —contestó Baoyu—. Si lo que buscamos son pareados de ese tipo podríamos componer más de doscientos sin problema.
—¿Y quién te obliga a utilizar esas palabras?
—Pues entonces sugiero Puro Aroma de las Alpinias. Y el pareado:
La musa sigue siendo poderosa después de haber escrito bellos versos.
Perfumados serán los sueños si se duermen profundamente bajo los emparrados.
Jia Zheng se echó a reír.
—Eso lo has copiado del verso «Las letras siguen siendo verdes después de haber descrito las hojas del plátano». Es un plagio.
—Plagiar no es malo, siempre que se haga bien —replicaron los demás—. Hasta Li Bai plagió «El pabellón de la Grulla Amarilla» [11] para componer su «Torre del Fénix». Considerando cuidadosamente el pareado propuesto por su hijo, señor, descubrirá en él más vivacidad y poesía que en el original. Incluso parece que el otro pareado fuera un plagio del compuesto por el joven señor.
—¡Pamplinas! —dijo Jia Zheng sin poder evitar una sonrisa.
Dicho lo cual continuaron el paseo hasta llegar a unos altos pabellones rodeados por magníficos edificios conectados entre sí por serpenteantes pasajes. Verdes pinos rozaban los aleros, balaustradas blancas flanqueaban las escalinatas, las figuras de animales relumbraban como el oro y las cabezas de dragones fulguraban con mil colores.
—Éste debe ser el enclave principal —comentó Jia Zheng—. Su único defecto es el exceso de lujo.
—Eso es inevitable —razonó la compañía—. Aunque a Su Alteza le complace la frugalidad, este esplendor es el que corresponde a su elevado rango actual.
Ya estaban bajo un arco de mármol finamente tallado con dragones rampantes y serpientes enroscadas.
—¿Qué inscribiremos aquí? —preguntó Jia Zheng.
—¿Paraíso de Penglai [12] ?
Jia Zheng sacudió la cabeza sin contestar.
Baoyu, por su parte, se sentía extrañamente conmovido ante la visión de aquel paraje, como si ya lo hubiera visto antes. Cuando le fue reclamada una inscripción para el lugar, la desazón le impidió abandonar sus pensamientos. Ignorantes del estado de ánimo del muchacho, los demás supusieron que su ingenio se agotaba y que se encontraba fatigado por el largo paseo, y temerosos de que una excesiva presión tuviera consecuencias desastrosas pidieron a su padre que le concediera un día de plazo.
Jia Zheng, consciente de que la tardanza del muchacho podía tener preocupada a su abuela, le dijo con una sonrisa irónica:
—¡Así que también a ti te faltan a veces las palabras, bribón! Pues bien, te concedo hasta mañana. Pero cuídate como no hayas encontrado para entonces una inscripción. Éste es el lugar más importante del jardín, de modo que esmérate.
Continuaron con la ronda de inspección, y un poco más allá apareció un sirviente anunciando la llegada de un recado de Yucun.
—No tenemos tiempo de ver los demás lugares —dijo Jia Zheng—, pero saliendo por el otro lado nos haremos al menos una idea general.
Dicho lo cual condujo al grupo hasta un gran puente que cruzaba los vítreos cortinajes de una cascada. Este puente era la compuerta por la que entraba el agua desde el exterior. Jia Zheng pidió que se le diera un nombre.
—Ya que ésta es la fuente del Río de la Fragancia que Rezuma, podríamos llamar a este lugar Compuerta de la Fragancia que Rezuma —sugirió Baoyu.
—¡Tonterías! —dijo su padre—. Nada de «Fragancia que Rezuma».
Y así fueron pasando por serenos refugios y cabañas techadas con paja, muros de piedra y pérgolas floridas, un templo retirado entre colinas y un convento medio oculto por la fronda, largos corredores techados, grutas serpenteantes, pabellones cuadrados y quioscos redondos, sin entrar en ninguno de estos lugares. El paseo se había alargado tanto que empezaron a dolerles los pies y se sintieron cansados. Llegaron a un pabellón y Jia Zheng dijo:
—Descansemos aquí un poco.
Pasaron entre melocotoneros en flor y cruzaron un portón en forma de luna, hecho de bambú, por el que trepaban enredaderas en flor. Allí encontraron unas paredes blanqueadas y verdes sauces. A lo largo de las paredes corrían cobertizos, y el roquedal del centro del patio tenía a un lado plátanos y al otro un manzano silvestre con flores de abundantes pétalos rojos, ramas dispuestas en forma de sombrilla, lánguidos zarcillos verdes y pétalos rojos como el cinabrio.
—¡Qué maravilla de flores! —exclamaron—. Nunca las hemos visto tan espléndidas.
—Ésta es una variedad extranjera llamada Manzana Doncella —les dijo Jia Zheng señalando una—. Según la tradición, procede del País de las Doncellas [13] , donde florece con profusión. Pero no pasa de ser una conseja de viejas.
—Y si es así, ¿cómo llegó hasta nosotros el nombre? —preguntaron.
—Es probable que el nombre «doncella» haya sido puesto por algún poeta —observó Baoyu—, pues esta flor tiene el rojo de las mejillas coloreadas y la fragilidad de una muchacha enfermiza. Luego, seguramente, algún bruto inventó esa historia y los ignorantes, con el tiempo, acabaron dándole crédito.
—Explicación plausible —acotaron los demás.
Tomaron asiento sobre unos bancos del corredor, donde Jia Zheng pidió otra inscripción.
—Plátanos y Cigüeñas —sugirió uno.
—Esplendor Poderoso y Tembloroso Fulgor —dijo otro.
Jia Zheng y los demás aprobaron las sugerencias; también lo hizo Baoyu que, sin embargo, objetó:
—Pero sería una lástima…
—¿El qué? —preguntaron a coro.
—El plátano y las manzanas silvestres sugieren el rojo y el verde. Sería una lástima referirse a uno y no al otro.
—¿Qué sugieres entonces? —le preguntó su padre.
—Algo como Fragancia Roja y Jade Verde señalaría el encanto de ambos, me parece.
—¡Demasiado flojo! —opinó Jia Zheng sacudiendo la cabeza.
Dicho lo cual, se dirigió seguido del grupo hacia el edificio, que tenía una disposición extraña, sin divisiones claras entre los diversos cuartos. Sólo había tabiques formados por estantes de libros, trípodes de bronce, materiales de escritura, floreros con dibujos de jardines en miniatura, unos redondos, otros cuadrados, otros con forma de girasol, hojas de plátano o intersecciones de arcos. Tenían bellísimos relieves con motivos tales como «las nubes y los cien murciélagos [14] » o «los tres compañeros del invierno» —pino, ciruelo y bambú—, así como paisajes y figuras, pájaros y flores, volutas, imitaciones de objetos curiosos y símbolos de buena fortuna y longevidad, todos ellos realizados por los mejores maestros, con colores brillantes e incrustaciones de oro y piedras preciosas. El efecto era espléndido; la calidad del trabajo, exquisita. Aquí una franja de gasa multicolor cubría una pequeña ventana, allá una espléndida cortina escondía una puerta. También había en las paredes hornacinas para las antigüedades, liras, espadas, jarrones y otros adornos, que colgaban sin sujeción aparente. La perplejidad y la admiración del grupo por el trabajo de los artesanos no tuvieron límite.
Cruzaron dos tabiques. Y se extraviaron.
A su izquierda vieron dos puertas, y una ventana a su derecha; pero cuando quisieron avanzar, el pasadizo estaba bloqueado por una estantería de libros. Volviéndose, vieron el camino a través de otra ventana, pero al llegar a la puerta se tropezaron con un grupo idéntico al suyo, una inversión de su propia imagen; en realidad estaban contemplando un gran espejo. Lo sortearon y franquearon nuevos umbrales.
—Por aquí, señor —indicó Jia Zhen con una sonrisa—. Permítame llevarlo de vuelta al patio trasero por un atajo.
Les hizo pasar frente a dos biombos de gasa hasta un patio emparrado de rosas. Al pasar junto a la cerca, Baoyu vio ante él un arroyo. Todos exclamaron atónitos:
—¿De dónde viene el agua?
Por toda respuesta, Jia Zhen señaló un punto lejano.
—Llega desde aquella compuerta que vimos en la hondonada —dijo—, luego pasa del valle del nordeste a la pequeña granja, donde una parte del caudal es desviada hacia el sudoeste. Allí se unen ambas corrientes y salen por debajo del muro.
—¡Maravilloso!
Entonces apareció frente a ellos otra colina, y perdieron por completo el sentido de la orientación.
Pero el risueño Jia Zhen les pidió que lo siguieran, y apenas hubieron bordeado la falda de la colina se encontraron sobre un sendero liso, no muy alejado de la entrada principal.
—¡Qué divertido! —exclamaron—. ¡Realmente ingenioso!
Y salieron del jardín.
Baoyu estaba deseando volver con las muchachas, pero al no haber obtenido un gesto de su padre en ese sentido tuvo que seguir sus pasos hasta el gabinete de estudio. De pronto Jia Zheng se acordó de su presencia.
—¿Qué haces aquí todavía? —tronó—. ¿Todavía no has vagabundeado bastante? La Anciana Dama debe estar preocupada. Desperdicia su amor contigo. Anda, lárgate rápido.
Y por fin Baoyu pudo retirarse.
* En su origen, este capítulo y el siguiente estaban unidos con el título: «En el jardín de la Vista Sublime, la composición de inscripciones pone a prueba el talento. / Durante la fiesta de los Faroles, Yuanchun visita a sus parientes». Más tarde fueron divididos en dos para facilitar la lectura o mantener el equilibrio con el resto de los capítulos.
En algunas versiones aparecen, encabezando estos dos capítulos, los versos siguientes:
El lujo provoca envidia,
pero duele la separación.
Aunque ganó fama vacía,
quién conoce su aflicción.