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Capítulo XV

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Xifeng abusa de su poder en el templo

del Umbral de Hierro.

Qin Zhong se entretiene en el

convento del Pan al Vapor.

Relatábamos en el capítulo anterior como Jia Baoyu, al levantar la mirada, había visto al príncipe de Pekín tocado con una gorra principesca de alas plateadas y borlas blancas, un traje blanco con bordados de olas en zigzag y dragones de cinco garras, y un cinturón de cuero rojo con incrustaciones de jade verde. Unido a todo ello, su rostro claro como el jade y sus ojos brillantes como estrellas le daban una apariencia realmente formidable.

Baoyu dio un paso adelante para hacer una reverencia, y, al ordenar desde su palanquín que le ayudaran a incorporarse, el príncipe de Pekín pudo observar que el muchacho llevaba una corona de plata en forma de dos dragones emergiendo del mar, una chaqueta de arquero bordada con serpientes blancas y un cinturón de plata con incrustaciones de perlas. Su rostro parecía una flor en primavera y sus ojos eran negros como la laca.

—Haces honor a tu reputación —le dijo el príncipe—. En verdad eres como un precioso jade. Pero ¿dónde está la joya con la que llegaste al mundo?

Baoyu extrajo inmediatamente el jade de entre su ropa y lo entregó al príncipe, que lo examinó con mucho detenimiento y leyó la inscripción.

—¿Tiene realmente poderes mágicos? —preguntó.

—Eso dicen las inscripciones —contestó Jia Zheng—, pero nunca ha sido comprobado.

El príncipe, que había quedado fuertemente impresionado por el jade, alisó el cordón con sus propias manos y lo volvió a poner en el cuello de Baoyu. Luego tomó la mano del muchacho y le preguntó su edad y lo que estaba estudiando.

La claridad y fluidez de las respuestas de Baoyu hicieron que el príncipe se volviera para comentarle a Jia Zheng:

—No hay duda: tu hijo es una cría de dragón o un joven fénix. Me atrevo a vaticinar que este joven fénix, llegado el momento, superará al viejo.

—Mi indigno hijo no merece semejantes elogios —se apresuró a responder Jia Zheng con una sonrisa cortés—. Si sus vaticinios resultasen ciertos, tanta fortuna sólo se debería al favor con que nos honra Su Alteza.

—Para que mi predicción se cumpla existe, sin embargo, un obstáculo —advirtió el príncipe—. Dado el inmenso talento de tu hijo, su abuela y su madre deben haberlo malcriado; la tolerancia es mala cosa para jóvenes como nosotros, puesto que nos hace descuidar los estudios. Yo mismo me perdí por esa ruta, y temo que tu honorable hijo pueda llegar a tomar el mismo camino. Si tiene problemas para estudiar en su casa, que se acerque a mi humilde morada cuantas veces quiera porque, aunque yo mismo carezca de talento, me honran con su visita eruditos notables de todos los puntos del imperio que pasan por la capital. De ahí que mi humilde hogar se vea frecuentemente engalanado con la presencia de hombres eminentes cuyo trato debería mejorar los conocimientos del joven Baoyu.

Jia Zheng se inclinó y aceptó sin vacilaciones. Entonces el príncipe se desprendió de un brazalete que llevaba en la muñeca y lo entregó a Baoyu diciéndole:

—Este primer encuentro entre nosotros ha sido tan imprevisto que no he traído un obsequio adecuado como prueba de mi respeto, pero, por favor, acepta este brazalete de cuentas hecho con las semillas aromáticas de una planta que Su Majestad me regaló hace unos días.

Baoyu tomó el regalo y lo entregó a su padre; a continuación ambos se inclinaron e hicieron unas reverencias formales de agradecimiento. Luego Jia She y Jia Zhen suplicaron al príncipe que regresara el primero, pero se negó con estas palabras:

—La difunta ya abandonó nuestro polvoriento mundo; ya es inmortal. Yo heredé mi título por la gracia del Hijo del Cielo, pero a pesar de eso, ¿qué derecho tengo a marchar delante del carruaje de una inmortal?

Al ver que hablaba en serio, Jia She y los demás agradecieron su respuesta y ordenaron que la música se detuviera para que el largo cortejo pudiera continuar su marcha. Pero dejemos ya este asunto.

Al paso del cortejo se oía un excitado zumbido procedente de la muchedumbre de curiosos que se agolpaba a ambos lados del camino. Los amigos y compañeros de Jia She, Jia Zhen y Jia Zheng habían instalado tiendas para sacrificios cerca de la puerta de la ciudad, y el desfile no avanzó hasta que cada uno de ellos hubo recibido el agradecimiento de la familia. Por fin dejó la ciudad y tomó el camino del templo del Umbral de Hierro.

Jia Zhen y Jia Rong pidieron a los ancianos que subieran a sus palanquines o a sus caballos para continuar la jornada. Toda la generación de Jia She montó en sus carruajes; los demás hicieron el camino a caballo.

Por el campo abierto, lejos de la vigilancia paterna, Baoyu aflojó el freno a su caballo y emprendió una loca cabalgada. Temiendo que sufriera algún percance que luego sería difícilmente justificable ante la Anciana Dama, Xifeng ordenó a un paje que corriera tras él y lo trajera de vuelta al carruaje. Llegó Baoyu de mala gana ante Xifeng, y ésta le dijo:

—Querido primo, eres digno y delicado como una muchacha. No emules a esos monos a caballo. ¿No sería más gentil por tu parte que vinieras a compartir mi carruaje?

Baoyu echó pie a tierra inmediatamente y se acomodó junto a ella. Entre charlas y risas continuaron el viaje hasta que dos jinetes desmontaron junto a ellos y dijeron a Xifeng:

—Señora, nos acercamos a una de las paradas de descanso. ¿Quiere usted detenerse, o prefiere seguir?

Xifeng preguntó si se habían detenido las damas Xing y Wang.

—No, pero Sus Señorías quieren que usted haga lo que crea más conveniente.

Entonces Xifeng ordenó hacer un alto en el camino. Obedeciendo las órdenes de Baoyu, unos pajes fueron en busca de Qin Zhong, que trotaba detrás de la silla de manos de su padre. Al ser avisado por el paje, Zhong observó que el caballo de Baoyu, sin jinete, seguía el carruaje de Xifeng, que se desviaba hacia el norte apartándose del cortejo; dedujo que su amigo debía estar con ella y espoleó su montura hasta alcanzarlos rápidamente. Los tres juntos cruzaron los portones de una granja.

Hacía rato que los sirvientes habían alejado de allí a los hombres, pero como la barraca que les servía de vivienda tenía muy pocas habitaciones, las mujeres y muchachas no encontraron un sitio donde ocultarse para evitar el encuentro con los desconocidos que ya se aproximaban. La aparición de Xifeng, Baoyu y Qin Zhong, con sus exquisitos trajes y sus refinados modales, pasmó a las campesinas. Apenas hubo hecho su entrada, Xifeng ordenó a Baoyu que se entretuviera fuera, y éste llevó a Qin Zhong y los pajes a dar un paseo. Era la primera vez que veía herramientas de las que usan los labriegos, y las palas, picos, azadones y arados, cuyos nombres y utilidad ignoraba, le intrigaron enormemente. Cuando un paje le informó de la utilidad de cada apero, él comentó con un suspiro:

—Ahora comprendo las palabras del antiguo poeta:

¿Quién sabe que cada grano de arroz sobre cada plato

es fruto del fatigoso esfuerzo de un campesino?

En su paseo por la granja encontró una rueca sobre un kang. Aquel artefacto le intrigó todavía más que los utensilios que había visto antes.

—Sirve para hilar el algodón antes de tejerlo —le informaron sus pajes.

Atraído por el instrumento, Baoyu se subió al kang para darle vueltas a la rueda. En ese momento entró una joven campesina de unos dieciséis años que, al verlo, gritó:

—¡Déjela! ¡La va a romper!

Los pajes empezaron a gritarle para que dejase de hablar así a su señor, pero Baoyu, que ya había dejado la rueca, se disculpó:

—Es que nunca había visto una. Sólo quería ver cómo funciona.

—¿Cómo iba a saber alguien como usted lo que es una rueca, señor? —le contestó sonriente la campesina—. Déjeme y se lo enseñaré.

Qin Zhong tiró discretamente de la manga de Baoyu y le dijo al oído:

—¿No te parece simpática?

Baoyu le dio un leve empujón:

—Bribón. Como sigas diciendo tonterías te pego un puñetazo.

Mientras tanto, la muchacha había empezado a hilar. Baoyu iba a decirle algo cuando se oyó la voz de una vieja:

—¡Hija segunda! ¿Dónde estás? ¡Ven aquí!

La muchacha se fue inmediatamente, para decepción de Baoyu.

Entonces un mensajero le trajo, de parte de Xifeng, el recado de que volviera con ella. Ya se había lavado y mudado de ropa para sacudirse el polvo del camino, y pidió a los dos muchachos que hicieran lo mismo, a lo que Baoyu se negó. Los criados llegaron con un servicio de té y una cesta de pasteles traídos expresamente para la jornada, y después de tomar un pequeño refrigerio volvieron a subir al carruaje.

Al ponerse en marcha, Lai Wang entregó un paquete a la familia campesina, cuyas mujeres salieron a agradecer el obsequio a los visitantes. Xifeng no les prestó ninguna atención; Baoyu, en cambio, buscó ávidamente a la hilandera con la mirada. Pero ella no estaba entre aquellas mujeres. Cuando habían recorrido un pequeño trecho del camino apareció con su hermanito en brazos, rodeada de otras muchachas de menor edad con las que reía y parloteaba. Baoyu deseó poder apearse del carruaje y correr a su encuentro, pero, consciente de que se lo impedirían, sólo pudo seguirla con la mirada mientras se alejaban a toda velocidad, hasta que la perdió de vista.

Al poco tiempo se habían incorporado al cortejo fúnebre. Iban por delante los tambores y címbalos del templo, los banderines y los palios. Llegaron por fin al templo, entraron y se celebraron nuevos ritos budistas, otra vez se quemó incienso y el ataúd fue instalado en una de las cámaras laterales del salón interior. Baoyu se preparó para velarlo esa noche.

Mientras, en los aposentos exteriores, Jia Zhen atendía a amigos y parientes varones, algunos de los cuales se quedaron a comer mientras otros se marchaban inmediatamente. Uno a uno, fue agradeciendo a todos su asistencia al funeral. Después, empezando por los de menor rango, se fueron yendo. A eso de las tres ya se habían dispersado todos.

Las damas fueron atendidas por Xifeng en los aposentos interiores, y también partieron primero las de menor categoría. A las dos de la tarde sólo quedaban allí unas cuantas parientes cercanas que permanecerían los tres días de oraciones por la difunta.

Como sabían que Xifeng no podría volver tan pronto a la ciudad, las damas Xing y Wang propusieron que Baoyu regresara con ellas, pero él se negó aduciendo que aquella era la primera vez en su vida que salía al campo. Insistió tanto en quedarse con Xifeng que su madre acabó por ceder y se lo encomendó a la joven.

El templo del Umbral de Hierro había sido erigido en tiempos de los duques de Rongguo y Ningguo, pero aún disponía de tierra suficiente para los enterramientos de los miembros del clan, y de lugares apropiados para el culto. Y como también había cobijo para los vivos, los deudos que acompañaban los restos mortales de los Jia a su última morada podían quedarse allí el tiempo que considerasen conveniente. Ahora bien, los miembros del clan eran numerosos y entre ellos no se ponían de acuerdo sobre el valor del lugar: los pobres se quedaban allí de muy buen grado, pero los ricos, amantes del lujo y la ostentación, argumentaban la incomodidad del sitio y preferían buscar alojamiento en alguna aldea o convento de las inmediaciones, adonde se retiraban después de las ceremonias.

No obstante, en el funeral de Qin Keqing la mayoría de los miembros del clan se alojó en el templo del Umbral de Hierro. Sólo Xifeng consideró que el lugar no resultaba conveniente, y envió a un criado a consultar a la abadesa Jingxu, del convento del Pan al Vapor, la posibilidad de que dispusiera algunos cuartos para ella. «Pan al Vapor» era como se conocía popularmente el convento de la Luna en el Agua, célebre por el excelente pan al vapor que allí se hacía. No estaba lejos del templo del Umbral de Hierro.

En cuanto los monjes hubieron completado sus oraciones y terminado con las ofrendas de té, Jia Zhen, por mediación de Jia Rong, exigió a Xifeng que descansara. Ésta encomendó a sus cuñadas la atención a las visitantes y marchó con Baoyu y Qin Zhong al convento del Pan al Vapor. Demasiado viejo y frágil para soportar las largas exequias, el padre de Qin Zhong había encargado a éste que asistiera a ellas en su nombre; de ahí que el muchacho permaneciera todavía en el lugar.

A las puertas del convento fueron recibidos por la abadesa Jingxu y dos novicias, Zhishan y Zhineng. Tras intercambiar los saludos de rigor, Xifeng se retiró a un cuarto donde se cambió de ropa y se lavó las manos. Mientras se desvestía pensó que Zhineng, la novicia, había crecido mucho y se había convertido en una muchacha muy bonita.

—¿Por qué no habéis venido a visitarnos? —preguntó.

—Hace unos cuantos días le nació un hijo al señor Hu —contestó la abadesa—, y su venerable esposa nos envió diez taeles de plata para que algunas de nuestras hermanas salmodiaran el Sutra Sangre de Parto [1] durante tres días. Hemos estado tan ocupadas que no hemos tenido tiempo para ir a presentar nuestros respetos a su familia.

Pero volvamos a Baoyu y Qin Zhong, que buscaban la manera de entretenerse en el salón cuando entró Zhineng.

—¡Mira quién ha venido! —dijo Baoyu con una sonrisa.

—¿Y qué? —observó Qin Zhong, indiferente a su tono de complicidad.

—No disimules. ¿Se puede saber qué hacías abrazado a ella el otro día en las habitaciones de mi abuela aprovechando que no había nadie? No intentes engañarme, Zhong.

—No digas tonterías. Te lo estás inventando todo —protestó Qin Zhong.

—Bah, es igual. Dile que me traiga té y me callaré.

—¡Pero qué ridiculez! ¿Acaso se negará a traerlo si se lo pides tú mismo? ¿Por qué se lo he de pedir yo?

—Porque si lo haces tú lo traerá con amor; en cambio, si se lo pido yo se limitará a obedecer y no pondrá ningún interés.

Resignado, Qin Zhong dijo a la novicia:

—Hermana Zhineng, ¿puedes traerme té?

La joven Zhineng había estado entrando y saliendo de la mansión Rong desde que era una niña, y conocía a todos sus moradores; con frecuencia había jugado con Baoyu y Qin Zhong, y ahora que tenía edad para comprender qué significaban la brisa y la luz de luna se había prendado del joven y apuesto Zhong, quien a su vez se sentía enormemente atraído por la reciente belleza de la novicia. Nada había sucedido todavía, pero ya existía un recíproco deseo y cierta complicidad entre ambos. Ahora, con una radiante mirada, ella asintió y no tardó mucho en aparecer con una taza de té.

—Dámela —le pidió Zhong con una sonrisa.

—¡Dámela a mí! —exclamó de pronto Baoyu.

Zhineng rió burlona.

—¿Acaso tengo miel en las manos para que se peleen por una simple taza de té?

Adelantándose a su rival, Baoyu arrebató la taza de las manos de la muchacha y la bebió de dos tragos; en ese momento apareció Zhishan con el encargo para Zhineng de que dispusiera la mesa, y poco después volvió para invitarlos a comer algo. Pero el té y los pasteles del convento no despertaban el interés de los dos muchachos, que permanecieron en el mismo lugar y, en cuanto les fue posible, huyeron buscando entretenimiento en otro sitio.

También Xifeng se retiró a descansar, acompañada de la abadesa. Por su parte, cuando vieron que ya no quedaba nadie, las criadas mayores también se fueron a la cama dejando de guardia a unas cuantas doncellas jóvenes de confianza.

La abadesa aprovechó la ocasión para decirle a Xifeng:

—Señora, hay algo que quisiera consultar con Su Señoría, pero antes me gustaría escuchar su consejo.

—¿De qué se trata? —preguntó Xifeng.

—¡Buda Amida! —suspiró la abadesa—. Cuando me hice monja e ingresé en el convento de Shancai, en el distrito de Chang’an, uno de nuestros benefactores era un hombre riquísimo apellidado Zhang. Su hija Jinge hacía frecuentes ofrendas de incienso en nuestro templo. Allí la encontró un joven señor Li, cuñado del prefecto de Chang’an, que se enamoró de ella con sólo mirarla y mandó pedirla en matrimonio. Pero la señorita Jinge ya estaba comprometida con el hijo de un anciano inspector de la guardia metropolitana de Chang’an. A los Zhang les hubiera gustado cancelar este compromiso, pero temían la oposición del inspector, así que dijeron a los Li que habían llegado tarde. El joven Li no se resignó e insistió en su solicitud, lo que puso las cosas muy difíciles para los Zhang. Cuando la familia del inspector se enteró de todo el lío, sin tomarse la molestia de averiguar la verdad, se fueron a casa de los Zhang a gritar: «¿Con cuántos hombres más piensas comprometer a tu hija?». Se negaron a aceptar la devolución de los regalos de compromiso y llevaron el asunto a los tribunales. La familia de la muchacha está desesperada. Han mandado gente a la capital a pedir auxilio y están absolutamente decididos a devolver los presentes. Pues bien, tengo entendido que el general Yun, gobernador militar de Chang’an, mantiene muy buenas relaciones con su familia. Si la dama Wang consiguiera que Su Señoría escribiese una carta al general pidiéndole que tenga una conversación con el inspector, estoy segura de que éste desistiría de pleitear. Los Zhang darían cualquier cosa, toda su riqueza si fuese preciso, a cambio de este favor.

—No lo veo muy difícil —dijo Xifeng—, pero Su Señoría no se molesta por tales asuntos.

—¿Y no podría usted misma, señora, ocuparse del caso?

—No necesito dinero, y no me suelo inmiscuir en problemas de esa índole.

Ante esta respuesta, la abadesa perdió toda esperanza de conseguir el favor. Reflexionó durante un breve silencio y luego dijo con un suspiro:

—Los Zhang saben que estoy recurriendo a su familia, señora. Si ustedes no los ayudan no pensarán que se niegan a molestarse por un asunto tan baladí, o que no quieren el dinero, sino que ya ni siquiera están en condiciones de solucionar un asunto tan nimio como éste.

Eso, naturalmente, picó el amor propio de Xifeng.

—Usted me conoce, hermana —replicó—. Nunca he creído en toda esa palabrería del infierno y el pago por deudas contraídas en vidas anteriores. Hago en cada momento lo que mejor me parece y siempre honro la palabra que doy. Que me traigan tres mil taeles y me encargaré personalmente del asunto.

—¡Bien! —exclamó exultante la abadesa—. ¡Tres mil taeles! ¡Eso no es difícil!

—No soy de las que se entromete en los problemas de la gente buscando su dinero —advirtió Xifeng—. Esos tres mil taeles apenas cubrirán los gastos de los sirvientes que enviaré, y sólo servirán para compensar sus molestias. No quiero ni un centavo para mí. En cualquier momento podría contar con treinta mil taeles si quisiera.

—Claro, claro, señora. Entonces, ¿podría usted hacerme este pequeño favor mañana mismo?

—¿No ve lo ocupada que estoy, solicitada a diestro y siniestro? Pero como me he comprometido, lo resolveré cuanto antes.

—Trivial como es, este problema confundiría a muchos hombres, señora, pero yo sé que usted es capaz de controlar asuntos mucho más graves. Como dice el refrán, «un hombre, cuanto más capaz más ocupado». No en vano Su Señoría le encarga todo lo relacionado con la mansión Rong. Debe usted descansar y no fatigarse tanto.

El fino halago de la abadesa hizo que Xifeng olvidara su cansancio y se lanzara a hablar con creciente entusiasmo.

Mientras tanto, Qin Zhong había aprovechado la oscuridad y la ausencia de gente para correr en busca de Zhineng. Al encontrarla sola en un cuarto de la parte trasera lavando el servicio de té, la abrazó sorprendiéndola por detrás y la besó.

—¿Pero se puede saber qué haces? —exclamó la novicia golpeando desesperada el suelo con el pie y amenazando con gritar.

—Amor mío —suplicó él sin hacer caso de sus amenazas—. Te deseo. Si vuelves a rechazarme esta noche me moriré aquí mismo.

—¿Pero en qué estás pensando? Espera por lo menos a que me haya librado de esta cárcel y de esta gente.

—Eso es sencillo, pero ya sabes que el agua lejana no calma la sed cercana —repuso Zhong citando un antiguo adagio mientras apagaba la lámpara de un soplo y sumía el cuarto en una oscuridad total.

Tomando a la muchacha en brazos, la llevó hasta el kang. En vano Zhineng forcejeó de mil maneras para librarse, pues, como no quiso gritar, él acabó haciendo su voluntad. Se enredaron en los juegos de la nube y la lluvia, y a punto estaban de alcanzar las cimas del placer cuando vieron entrar en el cuarto a alguien que, sin decir palabra, inmovilizó a la pareja apoyando las manos en los riñones de Qin Zhong y dejando caer todo el peso de su cuerpo sobre ellos. Como todo esto ocurrió en medio de un silencio y una oscuridad totales no supieron de quién se trataba, y el joven y la novicia quedaron aterrorizados. En esto, el intruso no pudo aguantar la risa. Era Baoyu.

Qin Zhong, indignado, se incorporó de un salto.

—¡¿A qué estás jugando?! —le dijo.

Y Baoyu:

—¿Harás lo que te diga o armo un escándalo aquí mismo?

Zhineng, aprovechando la oscuridad, se escabulló avergonzada mientras Baoyu sacaba de allí a su amigo.

—¿Lo sigues negando? —le preguntó.

—Eres un canalla. Está bien, haré lo que me digas. Pero, por favor, no grites.

—Dejemos el asunto así. Ya echaremos cuentas a la hora de dormir.

Cuando llegó la hora de irse a la cama, Xifeng, por temor a que el precioso jade desapareciera mientras Baoyu dormía, lo puso bajo su propia almohada. Ella ocupó el cuarto interior, los dos muchachos el de afuera, y las criadas durmieron en el suelo o montaron guardia sentadas.

En relación a las cuentas que Baoyu arregló con Qin Zhong, digamos que lo que el ojo no ve sólo puede ser sospechado, y lejos de nuestra intención inventar nada.

El caso es que a la mañana siguiente la Anciana Dama y la dama Wang mandaron decir a Baoyu que se abrigase bien y volviera a casa si no quedaba más que hacer en el convento. Eso era lo que menos le apetecía a Baoyu, y Zhong, por su parte, incapaz de separarse de su novicia, le instaba para que suplicara a Xifeng que se quedaran un poco más.

A pesar de que las exequias ya habían concluido, todavía quedaban ciertas minucias que atender, por lo que Xifeng decidió que resolverlas podía ocuparle unos días más. Eso le gustaría a Jia Zhen. Además, podría ocuparse del asunto de la abadesa. En cuanto al mensaje recibido de parte de Baoyu, pensó que a la Anciana Dama no le desagradaría saber que su nieto se estaba divirtiendo de lo lindo.

Con estas tres consideraciones en mente, respondió Xifeng a las súplicas de Baoyu:

—Yo ya he terminado aquí, pero si quieres divertirte un tiempo más no me queda otro remedio que complacerte. Ahora bien, partiremos mañana sin falta.

—Sólo un día más, primita; partiremos mañana.

De modo que dispusieron quedarse allí una noche más.

Xifeng envió un mensajero a Lai Wang para que le expusiera en secreto el caso de la abadesa. Lai Wang entendió de inmediato lo que se esperaba de él: partió enseguida a la ciudad para que el secretario mayor escribiera una carta en nombre de Jia Lian, y aquella misma noche marchó con ella al distrito de Chang’an. Como Chang’an no estaba a más de cien li de distancia, el asunto quedó resuelto en menos de dos días. El gobernador militar Yun Guang buscaba desde hada tiempo una ocasión para poder complacer a la familia Jia, y accedió con mucho gusto a solucionar un asunto tan insignificante. Lai Wang trajo de vuelta una carta suya en este sentido.

Mientras tanto, la jornada de más que pasaron en el convento fue aprovechada por Xifeng para despedirse de la abadesa y decirle que, pasados tres días, acudiera a recabar noticias sobre su gestión.

Qin Zhong y Zhineng pactaron una cita que aliviase la intolerable separación que se avecinaba. Es inútil describirla aquí detalladamente.

Xifeng realizó una última visita al templo del Umbral de Hierro, donde Baozhu insistió en quedarse. Más tarde, Jia Zhen se vería obligado a enviar a unas mujeres para hacerle compañía.

Sueño En El Pabellón Rojo

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