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Capítulo I

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En sueños, Zhen Shiyin ve el Jade de las

Comunicaciones Trascendentales.

En la miseria, Jia Yucun se enamora de una

flor del gineceo.

Así empieza el capítulo que abre esta novela. Su autor, que ha vivido largo tiempo entre sueños e ilusiones, admite que al emprender la escritura de estas Memorias de una roca [1] ocultó los verdaderos hechos de su vida detrás de la ficción de un jade al que llama «de las Comunicaciones Trascendentales»; por eso el primer nombre que emplea para un personaje es el de Zhen Shiyin [2] .

Pero ¿cuáles son los hechos recogidos en este libro y quiénes son los personajes?

El autor declara:

Habiendo fracasado en todo cuanto emprendí en este mundo atareado y polvoriento, vine en recordar a todas las muchachas que antaño me rodearon. Entonces, como un trueno, me asaltó la idea de que cada una de ellas me había superado en conducta y raciocinio. ¿Cómo yo, orgulloso de mi condición de varón, podía ser menos que una mujer? Pero ya la vergüenza estaba de sobra y el arrepentimiento era inútil. Sí, realmente no había nada que hacer.

En ese momento decidí divulgar de qué manera, cubierto de sedas y delicadamente atendido por el favor imperial gracias a los méritos de mis antepasados, contravine la bondad de mis padres y los buenos consejos de maestros y amigos hasta disipar la mitad de mi vida sin haber aprendido un solo oficio. No puedo eludir mi responsabilidad, pero tampoco permitiré que, por culpa de mis errores o el deseo de ocultar mis defectos, se desvanezcan en el olvido aquellas adorables muchachas que conocí. Que hoy viva humildemente en una choza con techo de paja y ventanas de estera, horno de arcilla y lecho de lianas, no ha de impedir que abra de par en par las puertas de mi corazón. La brisa matinal, el rocío nocturno, los sauces en el umbral y las flores de mi patio me animan a tomar el pincel; y, aunque no sean grandes mi instrucción y mis talentos literarios, poco importará que escriba esta historia con palabras falsas y en lengua vulgar si ha de servir para dejar testimonio de todas esas jóvenes adorables, Por eso he llamado a mi segundo personaje Jia Yucun [3] .

En este capítulo, las palabras «sueño» e «ilusión» que utilizo sirven para alertar la vista del lector, al mismo tiempo que dotan de sentido mi obra.

¿Saben ustedes, dignos lectores, cómo nació este libro? Su origen puede parecerles fantástico, pero no duden que, si se acercan a él con ánimo dispuesto, descubrirán que su lectura encierra mucho interés y puede ser de gran provecho. Permítanme explicárselo de manera que no quede en ustedes sombra de duda sobre el particular.

Cuando la diosa Nüwa necesitó rocas para reparar la bóveda celeste [4] acudió al Acantilado de lo Insondable, en la Montaña de la Inmensa Soledad, con la intención de fundir treinta y seis mil quinientos y un bloques de piedra, cada uno de doce zhang [5] de altura y veinticuatro de superficie sobre el suelo, de los que sólo empleó treinta y seis mil quinientos. El sobrante lo abandonó al pie del Pico de la Cresta. Azul. Aunque parezca extraño, aquella roca, después de ser templada por el fuego, había cobrado una esencia trascendental. Como el destino de las demás fue servir para remozar la bóveda celeste y sólo ella había sido desechada para tan alto menester, día y noche los pasaba en lamentaciones, desconsolada y llena de vergüenza.


La roca al pie del Pico de la Cresta Azul.

Anónimo de la dinastía Qing (edición de 1791).

Cierto día, mientras la roca se lamentaba de su suerte, vio venir a lo lejos a dos monjes, uno budista y otro taoísta, de porte imponente y apariencia distinguida. Se le acercaron y allí mismo se sentaron a conversar. Hablaron primero de montañas entre nubes, mares de bruma, dioses e ilusiones taoístas; luego, de las glorias y riquezas de los hombres. Al oír sus palabras, la roca se turbó con el profundó deseo de conocer ese mundo de los hombres y disfrutar ella también del placer y la felicidad. Se compadeció de sí misma por su rudeza y, sin poderse contener, habló en la lengua del género humano. Dijo al bonzo y al taoísta:

—Maestros, disculpad a este torpe discípulo que apenas es digno de saludaros. Me maravillan las glorias y riquezas de ese mundo del cual os he oído hablar. Mi cuerpo es áspero pero mi alma tiene algo trascendental, y como cuando os veo con vuestros hábitos entiendo que no sois gente ordinaria, sino con talento para salvar al mundo y virtud para procurar beneficios a la humanidad, os suplico que seáis bondadosos conmigo y me permitáis descender a ese mundo, donde pueda disfrutar algunos años de riquezas y placeres. Os quedaría agradecido eternamente por este inmenso favor.

—¡Bonitas palabras! —El bonzo y el taoísta sonrieron—. Es verdad que en el mundo de los hombres existen alegrías, pero también es cierto que no son eternas. Se dice que, allí, en la belleza se esconde el defecto, y que sólo se consigue el objetivo perseguido después de vencer muchos obstáculos. Además, en un santiamén nace del placer la tristeza, y todo, personas y cosas, se esfumará un día convirtiéndose en un sueño e ingresando en el vacío. No ir sería más sensato por tu parte.

Pero la roca estaba decidida y continuó con sus ruegos. Ambos inmortales supieron que sería imposible convencerla, así que suspiraron resignados:

—Siempre que uno permanece inmóvil mucho tiempo acaba deseando el movimiento, y todo lo que existe nace de la Nada. Puesto que tanto insistes conocerás esos placeres, pero no te arrepientas cuando las cosas te vayan mal.

—¡No me arrepentiré! —exclamó la roca.

—Tu alma es inteligente pero tu cuerpo es áspero, y además careces de algún valor extraordinario —prosiguió el bonzo—; por eso tendrás que prosperar en el mundo de los hombres haciendo un enorme esfuerzo. Ahora te ayudaré con la magia del budismo. Cuando termine el kalpa [6] retornarás a tu forma natural para poner fin a este proceso. ¿Estás de acuerdo?

La roca asintió, profundamente agradecida. Entonces el bonzo recitó ciertas fórmulas de encantamiento y puso en práctica toda su magia, de modo que redujo la roca gigante a un simple trozo de jade no más grande que un colgante de abanico; y poniéndolo sobre la palma de su mano le dijo sonriendo:

—Tienes la apariencia de un objeto precioso, pero todavía careces de auténtico valor. Te grabaré encima algunos caracteres para que la gente perciba de un simple vistazo que eres algo especial; entonces podremos llevarte a algún reino civilizado y próspero, a una familia culta de rango, a un lugar donde abunden las flores y los sauces, a un hogar de placer y de lujo donde te puedas establecer cómodamente…

La roca no cabía en sí de gozo.

—Maestros, ¿cuáles son esos dones maravillosos que me concederéis? ¿Y dónde pensáis llevarme?

—No preguntes —le advirtió el bonzo—. Ya lo sabrás a su debido tiempo.

Dicho lo cual se guardó el jade en la manga [7] y emprendió la marcha con el taoísta, pero se ignora en qué dirección.

Pasados quién sabe cuántos siglos y kalpas, otro taoísta conocido como el reverendo Vanidad de Vanidades llegó, en su búsqueda del Dao [8] y la Inmortalidad, hasta la Montaña de la Inmensa Soledad, el Acantilado de lo Insondable y el pie del Pico de la Cresta Azul. Sus ojos se posaron sobre la antigua inscripción todavía discernible de una enorme roca, y la leyó entera. Era un relato del rechazo sufrido por aquella piedra cuando se hizo la reparación del cielo, así como de su transformación en un jade y su posterior traslado al mundo de los hombres por el budista del Espacio Infinito y el taoísta del Tiempo Interminable; de las alegrías y tristezas, encuentros y despedidas, tratos cálidos y fríos que allí había experimentado. Detrás había un poema budista:

Indigno de ser parte del cielo,

¡tantos años en vano pasé en la tierra…!

Aquí se narra mi vida en los dos mundos,

¿a quién pediré que la divulgue?

Luego aparecía el nombre de la región donde la roca había ido a parar, el lugar exacto de su encarnación y la relación de sus aventuras, incluidos triviales asuntos familiares y versos livianos compuestos para aliviar las horas de ocio. No obstante, no figuraban los nombres de la dinastía, del año y del país, de modo que Vanidad de Vanidades concluyó:

—Hermano Roca, considero que la historia en ti grabada tiene cierto encanto y merecería alguna difusión; sin embargo observo que no figuran la dinastía ni el año, ni se encuentran referencias a ministros dignos y leales ni a cómo manejaron el gobierno y la moral pública. Sólo aparecen unas cuantas muchachas singulares en pasión y en locura, en pequeños dones o intrascendentes virtudes, pero incomparables en cualquier caso con aquellas damas de gran talento que fueron Ban Zhao y Cai Yan [9] . Aunque la transcribiera no sería del interés de nadie.

—Maestro, ¿cómo puede ser tan implacable? —protestó la roca—. Si la fecha no aparece bastaría con situar esta historia en las dinastías Han o Tang [10] , pero ya que ése es un tópico común a todas las novelas, una manera de evitarlo sería transcribir sencillamente mis propios sentimientos y peripecias. ¿Qué necesidad hay de señalar tal o cual fecha precisa? Además, los lectores comunes prefieren la literatura liviana a los libros de Estado. Ya hay demasiadas obras que contienen anécdotas vilipendiosas contra soberanos o ministros, calumnias sobre las esposas o hijos de los demás, descripciones licenciosas y violentas… ¡Y son todavía peores esos escritos lujuriosos de la escuela de la brisa y la luz de luna que corrompen a los jóvenes con el veneno de su asquerosa tinta [11] ! En cuanto a las novelas galantes, aparecen a montones siendo todas iguales y ninguna deja de frisar la impudicia, llenas como están de alusiones a jóvenes apuestos y talentosos y a muchachas bellas y refinadas de la historia; no obstante, para poder insertar sus propios poemas, el autor inventa héroes y heroínas manidos frente al inevitable villano intrigante, como aquellos pérfidos bufones de las obras de teatro… En esas novelas, llenas de contrasentidos y ridículamente engoladas, incluso las criadas acaban hablando con pedantes palabras sin sentido. ¡Eran mejores aquellas muchachas que yo mismo conocí en mis días de juventud! No me atrevería a ponerlas por encima de todos los personajes de anteriores obras, pero la historia de cada una puede servir para disipar el tedio y las preocupaciones, y los pocos versitos que he intercalado pueden provocar alguna que otra sonrisa y añadir gusto al vino… En cuanto a las escenas de despedidas tristes y jubilosos encuentros, de prosperidad y decadencia, todas son puntualmente ciertas y no han sufrido la más pequeña modificación para producir alguna sensación especial o apartarse de la verdad. En estos tiempos, la preocupación cotidiana de los pobres es comer y vestir, mientras los ricos no tienen hartura: ocupan su ocio en aventuras galantes, en acumular riquezas o en complicarlo todo. ¿Qué tiempo les queda a unos y a otros para leer tratados políticos y morales? Ni quiero que la gente se maraville con mi historia ni exijo que la lean por placer; sólo espero que les sirva para distraerse sentados en torno al licor y los manjares, o en el curso de alguna huida de las tribulaciones terrenales. Dedicando su atención a esta obra y no a otras vanas actividades podrán quizás ahorrar sus energías y prolongar sus vidas, librándose del daño que producen las disputas y rencillas o la aburrida persecución de lo ilusorio. Además, este relato ofrece a los lectores algo nuevo, distinto a esos trillados y rancios revoltijos de despedidas y súbitos encuentros, repletos de talentudos eruditos y adorables muchachas: Cao Zijian, Zhuo Wenjun, Hongniang, Xiaoyu [12] y los demás. ¿No le parece, Maestro?


El bonzo tiñoso y el taoísta cojo.

Anónimo de la dinastía Qing (edición de 1791).

El reverendo Vanidad de Vanidades consideró sus palabras y volvió a leer cuidadosamente estas Memorias de una roca. Descubrió que contenían condenas a la traición y críticas a la adulación y al mal, y que no habían sido escritas para pasar la censura de los tiempos; pero en todo lo concerniente a las correctas relaciones entre los hombres y al encomio de actos virtuosos superaba a otros libros repletos de voluminosas descripciones de príncipes benefactores, ministros benévolos, padres complacientes e hijos henchidos de amor filial. Aunque el tema principal era el amor, se trataba sencillamente de una crónica de acontecimientos reales superior a aquellas falsas obras envilecidas que tratan de citas licenciosas y aventuras disolutas. Y, en fin, como no abordaba en absoluto acontecimientos de actualidad transcribió de principio a fin lo grabado y se lo llevó para buscar quien lo editara.

A partir de entonces el taoísta Vanidad de Vanidades percibió que todos los fenómenos del mundo nacen de lo vacío y despiertan la pasión, y como él convirtió la pasión en los fenómenos y desde los fenómenos percibió lo vacío [13] , se cambió el nombre por el de «monje Apasionado». Modificó también el título de la obra por el de Crónica del monje Apasionado.

Kong Meixi, de Donglu [14] , sugirió otro título: Precioso espejo de la Brisa y la Luna. Más tarde, Cao Xueqin pasó diez años en su pabellón de Luto por el Rojo revisando la obra y redactándola cinco veces sucesivas. La dividió en capítulos, a cada uno de ellos puso un encabezamiento y designó el libro con el título definitivo de Las doce bellezas de Jinling [15] . Luego añadió la siguiente estrofa:

Un reguero de lágrimas tristes,

páginas llenas de palabras absurdas.

Dicen que su autor está loco,

¿pero quién leerá su escondida amargura?

Ahora que tenemos claro el origen de la historia, veamos lo que había grabado sobre la roca.

Hace mucho tiempo la tierra entró en declive por el sudeste, y en aquel lugar había una ciudad llamada Guau [16] . El barrio de la puerta Chang de Gusu era uno de los más elegantes, ricos y bellos del mundo de los hombres. Al otro lado de la puerta se encontraba la calle de los Diez Lis [17] , en la que venía a desembocar el pasaje de la Humanidad y la Pureza; allí había un viejo templo muy pequeño conocido, por su forma, como templo de la Calabaza. Cerca vivía Zhen Fei, cuyo nombre social era Shiyin. Su esposa, nacida Feng, era una mujer virtuosa y digna con un fuerte sentido de la moral y la decencia. Aunque ni muy rica ni muy noble, su familia era muy respetada en aquella localidad.

Zhen Shiyin era un hombre tranquilo y sencillo. En lugar de afanarse por la riqueza o el rango disfrutaba cultivando flores, sembrando bambúes, bebiendo vino o escribiendo poemas. Disponía de su tiempo casi como un inmortal, pero una cosa le faltaba: había cumplido más de cincuenta años sin un hijo varón; sólo tenía una hija de tres años llamada Yinglian.

Cierto agobiante día de verano, mientras se encontraba leyendo en su estudio, dejó caer Zhen Shiyin el libro de sus manos y, apoyando la cabeza en el escritorio, se quedó profundamente dormido. En sueños viajó a un lugar desconocido donde divisó a un monje budista y a otro taoísta que se aproximaban enfrascados en una animada charla. Oyó que el taoísta preguntaba al bonzo:

—¿Dónde piensas llevar ese estúpido objeto?

—Ten paciencia. El telón está a punto de alzarse para un drama de amor, pero hay actores que aún no han cobrado vida. Voy a colocar este estúpido objeto entre ellos para que viva la experiencia que desea.

—Así que otra tanda de amorosos pecadores se dispone a un nuevo drama a través de la reencarnación… —comentó el taoísta—. ¿En dónde tendrá lugar la representación?

—Es una historia entretenida. Nunca habrás oído una cosa igual. Al oeste, sobre las márgenes del Río Sagrado, junto a la Roca de las Tres Encarnaciones [18] , crecía una planta de Perlas Bermejas regada cada día con dulce rocío por el jardinero Shenying, del palacio del Jade Rojo. Con el paso de los meses y los años la planta de Perlas Bermejas bebió las esencias del cielo y de la tierra y el alimento de la lluvia y el rocío hasta despojarse de su naturaleza vegetal y adquirir forma humana, si bien sólo la de una muchacha. Se pasaba los días vagando más allá de la Esfera del Dolor de la Despedida, saciando su hambre con el fruto del Amor Secreto y aplacando su sed en el Mar de la Pena Rebosante. Como no podía corresponder a las atenciones que le prodigaba el jardinero, anidaba en sus entrañas un sentimiento de ternura infinita que la obsesionaba. Precisamente en esos días, aprovechando la paz y la prosperidad de la dinastía reinante, Shenying deseó cobrar forma humana para poder visitar el mundo de los hombres. Formuló su deseo a la diosa del Desencanto, que vio una oportunidad para que Perla Bermeja pudiera saldar su deuda de gratitud. «Él me dio dulce rocío —dijo Perla Bermeja—, pero yo no tengo agua para compensar su bondad. Si baja al mundo de los hombres me gustaría acompañarlo; así podré saldar mi deuda derramando por él las lágrimas de toda una vida.» Esto indujo a muchos otros espíritus amorosos que no habían expiado sus pecados a ir con ellos y participar también en ese drama.

—Extraño asunto —comentó el taoísta—, nunca había oído hablar del pago de una deuda en lágrimas. Imagino que este relato será más fino y detallado que las vulgares historias de brisa y luz de luna.

—En los viejos relatos sólo se aportan unos pocos rasgos sobre las vidas de los personajes mediante algunos poemas —dijo el bonzo—, pero nunca se exponen los detalles íntimos de la vida familiar o las comidas cotidianas. Además, la mayor parte de las historias de brisa y luz de luna se ocupan de citas secretas y fugas, y nunca han expresado el verdadero amor entre un joven y una muchacha. Estoy seguro de que cuando esos espíritus desciendan a la tierra veremos locos de amor, enloquecidos por el deseo carnal, gente sensata, mentecatos e individuos indignos distintos a los de obras anteriores.

—¿Por qué no aprovechamos nosotros también esta oportunidad para bajar y liberar a unos cuantos de los sufrimientos que les esperan? Sería una buena acción.

—Precisamente venía pensándolo. Pero antes debemos llevar este estúpido objeto al palacio de la diosa del Desencanto para entregárselo. En cuanto todas las almas soñadoras bajen al mundo de los hombres podremos hacerlo nosotros, pero hasta ahora sólo ha bajado la mitad.

—En ese caso estoy listo para acompañarte —dijo el taoísta.

Zhen Shiyin había oído cada palabra de aquella conversación, pero ignoraba qué podría ser ese «estúpido objeto» al que se referían, de manera que no pudo resistir la tentación de averiguarlo y acudió a ellos con una reverencia.

—¡Saludos, maestros inmortales! —dijo con una sonrisa, y apenas hubieron devuelto el saludo prosiguió—: Esta oportunidad de escuchar su conversación sobre causas y efectos ha sido extraordinaria, pero soy demasiado torpe para comprenderla; si pueden ilustrarme un poco sobre el particular prometo escuchar atentamente, pues percibo que su sabiduría puede procurarme la salvación.

Ambos inmortales sonrieron.

—Se trata de un misterio que no podemos divulgar. Cuando llegue el momento piensa en nosotros. Quizás entonces consigas escapar de las llamas.

Al oírlo, Shiyin supo que no debía insistir más.

—Sé que no debo inmiscuirme en un misterio —dijo—, pero al menos podrían enseñarme el estúpido objeto que acaban de mencionar.

—Si quieres saber de qué se trata, tu destino es verlo una sola vez —dijo el bonzo sacándose de la manga un bellísimo fragmento de jade traslúcido y entregándoselo a Shiyin.

En el anverso tenía grabadas las palabras «Jade Precioso de las Comunicaciones Trascendentales». Antes de que Shiyin pudiera observar con atención unas líneas de caracteres más pequeños grabados en el reverso, el budista se lo arrancó de las manos diciendo:

—Hemos llegado a la Tierra de la Ilusión.

Y, acompañado por el taoísta, pasó a través de un arco de piedra que mostraba la siguiente inscripción: «Tierra de la Ilusión del Gran Vacío». Sobre ambas columnas, en perfecta simetría:

Cuando se toma lo falso por verdadero, lo verdadero se torna

falso; cuando de la nada surge el ser, el ser permanece nada.

Shiyin quiso seguirlos, pero oyó de repente un pavoroso estrépito, como si las montañas se desplomaran o la tierra se resquebrajara. Despertó con un grito y miró en torno suyo. Allí estaba el sol brillando sobre las hojas de los plátanos. El sueño se había esfumado.

En ese momento se acercó la nodriza con Yinglian en brazos, y Shiyin pensó que su hija estaba más bella y adorable cada día. La tomó en brazos y la apretó contra su pecho, jugó con ella unos momentos y luego la llevó a la puerta para que viera pasar un cortejo que en ese momento desfilaba. Ya se disponía a entrar cuando, desde el otro lado de la calle, vio acercarse a un bonzo y a un taoísta riendo y platicando mientras gesticulaban como locos. El budista iba descalzo y tenía la cabeza tiñosa; el taoísta cojeaba y llevaba el cabello revuelto. Al llegar a la puerta de Shiyin, viendo a la niña, el bonzo prorrumpió en lamentos:

—¡Ay, señor! ¿Qué hace en sus brazos esa criatura de triste destino? ¡Será la desgracia de sus padres!

Pensando que el hombre desvariaba, Shiyin lo ignoró.

—¡Entréguemela! —gritó entonces el budista—. ¡Entréguemela!

Shiyin perdió la paciencia, apretó con más fuerza a la niña y se dispuso a entrar en su casa. El monje, señalándola con el dedo, dejó escapar una rugiente carcajada y recitó:

Me río de ti: quieres cuidar a esa tierna criatura

que habrá de ser un nenúfar sepultado por la nieve.

Cuídate de lo que llega: la fiesta de los Faroles:

evanescencia del humo cuando la llama se apaga [19] .

Shiyin lo oyó claramente y quedó pensativo, como si todo aquello le recordara algo. Justo cuando iba a preguntar la procedencia de ambos, el taoísta le dijo al bonzo:

—Aquí se separan nuestros caminos; cada uno debe ocuparse de sus propios asuntos. Te espero dentro de tres kalpas en el monte de Beimang [20] ; juntos podremos ir hasta la Tierra de la Ilusión para decirle a la diosa del Desencanto que la deuda está saldada.

—Muy bien —asintió el budista.

Y ambos se desvanecieron sin dejar rastro.

Fue entonces cuando Shiyin comprendió que no eran simples mortales, y lamentó no haberles prestado la debida atención. Sus lastimosas cavilaciones fueron interrumpidas por la llegada de un letrado pobre que vivía en las proximidades, en el templo de la Calabaza. Tenía por apellido Jia, y su nombre era Hua; su nombre social, Shifei, y Yucun era su seudónimo literario. Era el último de una estirpe de eruditos y funcionarios oriunda de Huzhou [21] . Sus padres, que habían consumido el patrimonio familiar, murieron dejándolo solo en el mundo. Puesto que nada ganaba quedándose en casa encaminó sus pasos a la capital con la esperanza de lograr una posición y restaurar su fortuna. Hacía dos años que había llegado, y cuando hubo gastado todo su dinero decidió mudarse al templo, donde se ganaba precariamente la vida trabajando como pendolista. De ahí que Shiyin lo viera con frecuencia.

Tras saludar a Shiyin le preguntó:

—¿Qué mira parado en la puerta, señor? ¿Algo que ocurre en la calle?

—Nada. Mi hijita lloraba, de manera que la saqué a jugar. Has llegado justo a tiempo, porque estaba empezando a aburrirme. Entra y ayúdame a pasar este largo día de verano.

Ordenó a un criado que se llevara a la niña y condujo a Yucun a su estudio, donde un muchacho sirvió el té. Apenas habían intercambiado algunos comentarios cuando entró un sirviente para anunciar la llegada de un tal señor Yan.

Shiyin se excusó diciendo:

—Disculpa mi descortesía. ¿Te molestaría esperarme unos minutos?

—Nada de formalismos, estimado amigo —dijo Yucun incorporándose—, soy un invitado habitual en su casa y no me importa esperar.

Cuando Shiyin salió del cuarto, Yucun se dedicó a hojear algunos libros hasta que oyó a alguien toser en el jardín. Se acercó a la ventana y vio a una joven sirvienta recogiendo flores; tenía los ojos brillantes y las cejas llenas de gracia, y, aunque no era propiamente una belleza, su gran encanto hizo que Yucun la contemplara absorto. Cuando se disponía a marcharse con sus flores, la sirvienta levantó de pronto la mirada y vio a un hombre que, aunque mal vestido, era apuesto, con un rostro abierto de labios firmes, cejas como cimitarras, ojos como estrellas, nariz recta y mejillas agradablemente curvadas. Se volvió pensando: «A pesar de sus harapos es un hombre de buen porte. Debe tratarse de Jia Yucun, del que mi señor habla todo el día y al que con gusto ayudaría si se le presentase la ocasión. Sí, ciertamente debe tratarse de él, nuestra familia no tiene otros amigos pobres. Con razón dice mi señor que es el tipo de hombre que no permanecerá mucho tiempo en su situación». No pudo resistir la tentación de volver a mirarlo un par de veces, lo que llenó de júbilo a Yucun, quien pensó que la muchacha se había prendado de él y que tenía buen juicio y era una de las pocas personas que podían apreciar su valor más allá de su mísero aspecto.

En ese momento volvió el sirviente e informó a Yucun de que el inesperado visitante se quedaría a cenar, lo que hacía inútil su espera. Se marchó por un corredor que conducía hasta la puerta lateral. Cuando también se hubo marchado el señor Yan, Shiyin no volvió a llamar a Yucun.

Llegó la fiesta del Medio Otoño [22] y, tras la cena familiar, Shiyin hizo colocar otra mesa en su estudio y fue paseando bajo la luz de la luna hasta el templo para invitar a Yucun.

Desde aquel día en que la doncella de los Zhen se volvió para mirarlo, Yucun se complacía pensando en su aprecio y le dedicaba sus pensamientos constantemente. Contemplando la luna llena, volvió a evocarla e improvisó el siguiente poema:

No sé si ocurrirá lo que deseo;

a menudo me toma la tristeza.

Me frunce el ceño la melancolía,

pues volvió su camino para verme.

Sombra soy en el viento, y me pregunto

si ella será quien me acompañe siempre.

Si viene a tocarme la luz de la luna,

que lleve mi amor a su pabellón.

Cuando lo hubo recitado, Yucun se revolvió el cabello y, suspirando al pensar en lo mucho que faltaba para poder ver realizadas sus ambiciones, declamó el siguiente pareado:

El jade del cofre quiere un buen precio alcanzar,

el alfiler del joyero muy alto espera volar [23] .

Shiyin, que llegaba en ese preciso momento, lo oyó con claridad y, bromeando, le dijo:

—Veo que tienes grandes ambiciones, hermano Yucun.

—Nada de eso, no aspiro a tanto —respondió Yucun algo incómodo—. Simplemente recitaba versos antiguos. ¿A qué se debe el placer de esta visita?

—Esta noche es el Medio Otoño, comúnmente conocido como la fiesta de la Reunión, y pensé que te sentirías muy solo en este templo. En mi humilde casa tengo un poco de vino y me pregunto si aceptarías compartirlo conmigo.

Yucun no necesitaba mayor aliento:

—Oh señor, su bondad conmigo es excesiva. Nada me gustaría más.

Y se encaminaron hacia el patio delantero, frente al estudio de Shiyin. Pronto terminaron con el té y pasaron a catar vinos y degustar platos selectos. Primero bebieron pausadamente, pero con la charla fueron elevándose sus espíritus y se volvieron audaces. De todas las casas del vecindario llegaban sonidos de flautas y cuerdas, y por todas partes se oían canciones. Y, sobre todo ello, la luna brillaba en todo su esplendor. Copa tras copa, fue creciendo la alegría de los dos hombres.

Yucun, casi borracho, no pudo contener su euforia e improvisó un cuarteto a la luna:

El día quince la luna llena

baña con luz pura las balaustradas de jade.

Cuando surca los cielos su luminosa esfera,

alzan su mirada los hombres de la tierra.

—¡Excelente! No creo que dure siempre tu actual pobreza. Estos versos tan buenos auguran un rápido progreso. Pronto estarás caminando sobre nubes. Permíteme felicitarte —exclamó Shiyin llenando otra copa.

Yucun la bebió de un trago y después suspiró.

—No crea usted que son incongruencias de borracho —dijo—. Estoy seguro de que si tuviera ocasión saldría airoso en los exámenes oficiales, pero no tengo dinero para el viaje y la capital está lejos. Mi trabajo de pendolista no me permite reunir bastante.

—¿Por qué no me lo dijiste antes? —exclamó Shiyin—. A menudo he pensado en el asunto, pero ya que nunca lo mencionabas no quise ser yo quien abordase el tema. Ser un hombre de pocas luces no me impide saber lo que se le debe a un amigo. Afortunadamente las próximas oposiciones provinciales tendrán lugar este año; debes trasladarte a la capital cuanto antes y dar muestra de tus conocimientos en la prueba primaveral. Para mí será un privilegio correr con los gastos del viaje y aun con otros que puedan surgir.

Y a renglón seguido mandó traer unos cincuenta taeles de plata y dos juegos de ropa para el invierno.

—El diecinueve es un buen día para viajar [24] —prosiguió Shiyin—. Puedes alquilar un sampán y emprender el camino hacia el oeste [25] . ¡Qué feliz seré cuando te vuelva a ver el próximo invierno, alcanzadas ya las encumbradas cimas!

Yucun aceptó el dinero y la ropa con unas reverencias formales de agradecimiento, y sin añadir más sobre el asunto siguieron bebiendo y conversando. Estuvieron juntos hasta la tercera vigilia [26] , momento en el que Shiyin despidió a su amigo y volvió a su cuarto, donde durmió hasta muy entrado el día. Al despertar recordó lo convenido durante la noche y se puso a escribir dos cartas de presentación de Yucun para algunos amigos funcionarios de la capital que podrían alojarlo.

Mandó a un sirviente que avisara a Yucun, pero aquél volvió con el siguiente recado:

—Dice el bonzo del templo de la Calabaza que el señor Jia partió a la capital esta mañana durante la quinta vigilia. Le pidió que le dijera que los eruditos no son supersticiosos en cuanto a los días favorables o nefastos, sino que actúan guiados por la razón. Todo ello le ha impedido despedirse personalmente.

Shiyin no tuvo más que resignarse.

Los días pasan rápido cuando no ocurren cosas notables. En un abrir y cerrar de ojos llegó la alegre fiesta de los Faroles y Zhen Shiyin encargó a su sirviente Huo Qi que llevara a su hija Yinglian a ver los fuegos artificiales y las linternas ornamentales. Hacia la medianoche Huo Qi dejó a la niña sobre los escalones de una casa mientras orinaba un poco más allá, y cuando volvió había desaparecido. La buscó toda la noche en vano, y al alba, desesperado e incapaz de presentarse ante el señor sin su hija, huyó a otro distrito.

La ausencia de su hija alarmó a Shiyin y a su esposa. Mandaron a los sirvientes en su busca, pero todos volvieron sin noticias. Era la única hija de esta pareja de edad madura, y su pérdida los volvió locos. Lloraron día y noche y se sintieron tentados de acabar con sus vidas. Un mes más tarde Shiyin enfermó a causa del dolor, y tras él su esposa.

Por si fuera poco, el decimoquinto día del tercer mes lunar se declaró un incendio en el templo de la Calabaza. En un descuido mientras disponía el ritual, el bonzo prendió un vaso de aceite; el fuego se extendió rápidamente a una ventana de papel, y, como la mayoría de los edificios vecinos tenían paredes de bambú, las llamas corrieron de casa en casa hasta que la calle entera ardió como un monte incendiado. Soldados y civiles intentaron aplacar el siniestro, pero el fuego escapaba a todo control. Duró toda una noche y destruyó no se sabe cuántas casas antes de consumirse. El hogar de los Zhen, contiguo al templo, quedó reducido a un montón de cenizas. Aunque unos pocos sirvientes tuvieron la fortuna de escapar con vida, al pobre Shiyin no le quedó sino patear el suelo y suspirar.

Se fueron a vivir al campo, pero en años anteriores las cosechas se habían malogrado a causa de las inundaciones y la sequía, los bandidos bullían por la región apoderándose de los arrozales sin dar respiro a la población, y las expediciones punitivas de las tropas del gobierno no hacían sino empeorar las cosas. Ante la imposibilidad de vivir allí, Shiyin se vio obligado a vender su tierra y acudir con su esposa y dos sirvientas a ponerse bajo la protección de su suegro Feng Su.

Feng Su, oriundo de Daruzhou, era un simple granjero, pero también un hombre rico al que agradó muy poco la lamentable llegada de su hija y su yerno. Por suerte, a Shiyin le quedaba un poco de dinero de la venta de sus tierras y pidió a Feng Su que lo invirtiera en alguna propiedad donde poder vivir en adelante. Sin embargo, su suegro lo engañó: invirtió sólo la mitad de lo recibido y le entregó unos campos exhaustos y una cabaña destartalada. Shiyin era un erudito que ignoraba todo acerca de los negocios y la agricultura; fue sobreviviendo durante un par de años mientras perdía paulatinamente todos sus bienes y Feng Su lo perseguía con sus reproches y, a sus espaldas, se quejaba ante toda la gente de su incompetencia, ociosidad y extravagancia.

Al golpe sufrido por Shiyin el año anterior y a las penurias que siguieron, vino ahora a sumarse la amarga evidencia del error cometido al confiar en su suegro. Entrado ya en años, y tan cercano a la miseria y la enfermedad, empezó a verse con un pie en la tumba.

Un día que se esforzaba por distraer sus tribulaciones paseando por las calles apoyado en su bastón, se le acercó de pronto un monje taoísta que andaba como un loco dando cojetadas, con sandalias de cuerda y cubierto de harapos. A gritos recitaba:

Los hombres anhelan la inmortalidad,

pero nunca olvidan los lujos y el rango.

¿Dónde andan ahora los grandes de antaño?

Las hierbas silvestres recubren sus tumbas.

Los hombres anhelan la inmortalidad,

pero nunca olvidan la plata y el oro;

se pasan la vida amasando dinero

para que la muerte les selle los ojos.

Los hombres anhelan la inmortalidad,

pero no olvidan a las bellas esposas

que juran amor eterno a sus maridos

y se vuelven a casar en cuanto mueren.

Los hombres anhelan la inmortalidad,

pero traen hijos al mundo sin cesar;

padres cariñosos veréis a montones,

¿quién ha visto que un hijo ame a su padre?

Hacia el final del parlamento, Shiyin se acercó:

—¿Qué es eso que recitaba a gritos? —preguntó—. Me dio la impresión de que trataba acerca de la vanidad de todas las cosas.

—Algo entiendes si eso has comprendido —respondió el taoísta—. Has de saber que en este mundo todo lo bueno tiene su fin, y que acabar es bueno, pues todo lo bueno se acaba. Mi canción se llama Todas las cosas buenas se acaban.

Con su natural inteligencia, Shiyin comprendió en el acto lo que le estaba diciendo. Sonriendo le contestó:

—Espere un momento. ¿Puedo hacer una glosa sobre lo que acaba de decir?

—Por supuesto —dijo el taoísta.

Y entonces Shiyin recitó:

Chozas humildes y salas vacías

donde colgaron antaño blasones;

hierbas marchitas, álamos resecos

que vieron cantar, danzar a los hombres.

Las telarañas recubren las vigas labradas,

retorna la gasa verde a los ventanales rotos;

frescos siguen y perfuman los afeites,

¿por qué en un segundo encanecen las sienes?

Ayer mismo acogió unos huesos la arcilla amarilla

y hoy rojas linternas alumbran el nido de los amantes;

ayer hubo unos hombres cargados de plata

que hoy son mendigos que todos desprecian.

La muerte ajena les hace suspirar,

pero ignoran que ya está llamando a su puerta.

¡Con qué celo a sus hijos educan!

¿Quién les asegura que bandidos no serán?

Con un joven noble la hermosa quiere casarse,

¿quién supone que en el Barrio Rojo [27] ha de acabar?

Un hombre se queja de su rango inferior

y le ponen entonces un cepo en el cuello.

Ayer apreció mucho su abrigo raído,

y hoy se queja de que le queda larga su túnica morada. [28]

Todo es lucha y tumulto en el escenario:

apenas uno acaba su canción, hay otro cantando.

Es locura incomparable confundir

con él propio hogar los parajes extraños,

y al final nuestro esfuerzo consiste

en coser las ropas que otra gente lucirá.

—¡Eso es! —exclamó satisfecho el taoísta excéntrico y cojo dándole una palmada en la espalda.

—Vamos —añadió escuetamente Shiyin. Y colgando de su hombro la alforja del monje, sin pasar por su casa, echaron a andar.

La noticia corrió por el vecindario y pronto llegó a la esposa de Shiyin, que se echó a llorar con desconsuelo. Tras consultar con Feng Su, éste organizó una búsqueda exhaustiva que no dio resultado alguno, con lo cual ella se vio obligada a volver al hogar de sus padres. Afortunadamente le quedaban dos doncellas, y así las tres, cosiendo día y noche, ganaban lo suficiente para pagar a Feng Su los gastos que ocasionaban. A regañadientes, Feng tuvo que aceptarlo así.

Un día la mayor de las doncellas se encontraba comprando hilo en la puerta cuando oyó a unos hombres que gritaban para despejar la calle, y a la gente comentando la llegada del nuevo gobernador. Se ocultó en el umbral para observar. Primero pasaron los soldados y los agentes de dos en dos, luego pasó un palanquín que llevaba a un funcionario con bonete de gasa negra y túnica roja. La doncella miró sorprendida y pensó: «Ese rostro me resulta familiar. ¿No lo habré visto antes?». Pero una vez que entró ya no volvió a pensar en el asunto.

Aquella noche, cuando ya se disponían a dormir, oyeron un clamor de voces y unos fuertes golpes en el portón. Unos mensajeros de la prefectura ordenaron a Feng Su que se presentara para ser interrogado por el gobernador. Al oírlo, Feng Su se quedó boquiabierto y consternado. ¿Acaso iban a continuar las calamidades?

Sueño En El Pabellón Rojo

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