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Capítulo VI

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Por primera vez, Baoyu conoce las sensaciones

de la nube y de la lluvia [1] .

Por primera vez, la abuela Liu visita la mansión

Rongguo *.

Qin Keqing quedó perpleja al oír su nombre de infancia pronunciado en sueños por Baoyu, pero prefirió no preguntarle nada. En cuanto a Baoyu, se sentía aturdido y confuso, como si le faltara algo. Unos servidores le trajeron una cocción de longyan [2] , y tras tomar un par de sorbos se levantó. Xiren se acercó para ayudarle a arreglarse la ropa y, al rozarlo, sintió a lo largo de su muslo algo frío y viscoso. Asustada, retiró la mano y le preguntó qué le sucedía; Baoyu se turbó como un camarón y le apretó la mano.

Xiren era una muchacha inteligente. Tenía dos años más que Baoyu y ya sabía sobre las cosas de la vida. El estado del muchacho le reveló lo que había sucedido, y, sonrojándose ella también, le ayudó a ordenar su ropa sin hacer más preguntas.

Fueron a reunirse con la Anciana Dama, y tras cenar apresuradamente volvieron a su cuarto. Aprovechando la ausencia de las otras doncellas y amas, Xiren le dio ropa limpia y le ayudó a ponérsela.

—Por favor, hermanita, no se lo digas a nadie —suplicó Baoyu, avergonzado. Con una sonrisa, ella le preguntó:

—Pero ¿qué ha soñado para ponerse así?

—Es una historia muy larga —respondió Baoyu, y le contó detalladamente su sueño concluyendo con la escena en la que Desencanto le inicia en el «juego de la nube y la lluvia». Xiren se turbó oyéndolo y, con una risita, se cubrió la cara.

Baoyu, que no era indiferente a la amabilidad y la coquetería de Xiren, la atrajo hacia sí y le pidió que siguiera con él las enseñanzas de la diosa. Ella intuyó que, habiendo sido entregada a Baoyu por la Anciana Dama, aquella no era una licencia indebida. Acabaron probándolo en secreto, y afortunadamente no fueron descubiertos. Desde aquel día Baoyu trató a Xiren con una consideración especial; ella, por su parte, le sirvió con más fidelidad que antes. Pero dejemos este asunto por el momento.

Hablemos de la mansión Rong. Sin ser demasiado grande la habitaban tres o cuatrocientas personas, entre señores y sirvientes, y, a pesar de que no hubiera mucho ajetreo, eran muchas las cosas que atender cotidianamente. Describirlas es más difícil que desenredar una madeja de cáñamo. Justo cuando me estaba preguntando por qué suceso o criatura iniciar dicha descripción, apareció de pronto una persona humilde llegada desde más de mil li de distancia, insignificante como un grano de mostaza, que precisamente aquel día visitaba la mansión en razón de un lejano parentesco con la familia. Empezaré, pues, por su propia familia.

¿Conocen ustedes el nombre de esta familia y su remota vinculación con la mansión Rong? Si piensan, llegados aquí, que este asunto es trivial y carece de importancia, entonces, queridos lectores, mejor harían en dejar este libro y elegir otro que fuera más de su agrado. Pero si consideran que esta insensata historia les puede ayudar a matar el tiempo, entonces permitan que yo, la estúpida roca, me demore en los detalles.

El apellido de la humilde familia que acabo de mencionar era Wang. Se trataba de gente aldeana cuyo abuelo había conocido al abuelo de Xifeng, el padre de la dama Wang, cuando trabajaba como funcionario de bajo rango en la capital. Deseoso de vincularse a los poderosos Wang, «se unió a la familia» atribuyéndose la calidad de sobrino. En aquel tiempo sólo la dama Wang y su hermano mayor, el padre de Xifeng, que habían acompañado a su padre a la capital, conocían la existencia de este remoto «pariente» del clan. El resto de los Wang la ignoraba.

El abuelo había muerto dejando un hijo, Wang Cheng, quien, a la vista de las estrecheces que pasaba la familia en la capital, la había enviado de vuelta a su aldea natal, situada en las afueras. No hacía mucho que Wang Cheng había muerto dejando un hijo, Gouer, que a su vez había tenido, de su matrimonio con una muchacha de la familia Liu, un hijo llamado Baner y una hija de nombre Qinger. Aquella familia de cuatro miembros vivía cultivando la tierra. Gouer trabajaba de sol a sol mientras su esposa atendía las faenas de la casa, por lo cual tuvieron que llevarse con ellos a su suegra, la abuela Liu, para que cuidara de los niños. Era una anciana viuda que había corrido mucho mundo y que ahora se mantenía a duras penas con dos mu [3] de tierra pobre, sin hijo que la ayudara; por eso la idea de ser acogida en casa de su yerno no pudo sino alegrarla, y ella hizo lo posible por serles de utilidad.

El otoño había terminado y avanzaba el frío. A falta de alimentos para enfrentarse a él, Gouer bebía en este momento unas copas para ahogar sus preocupaciones y descargaba su enfado en la familia. Su esposa no se atrevía a replicarle, pero la abuela Liu no estaba dispuesta a seguir soportando la situación.

—Disculpa que me entrometa, yerno —dijo—. Los aldeanos somos gente honrada y sencilla que comemos según el tamaño de nuestro tazón. A ti, en cambio, te malcrió tanto tu padre de pequeño que ahora eres un mal administrador. Cuando tienes dinero no guardas para mañana; cuando te falta, te enfadas. Esa actitud no es la de un hombre. Aunque vivamos fuera de la capital, estamos a los pies del emperador y las calles de Chang’an [4] están cubiertas de dinero para aquellos que saben cómo conseguirlo. ¿De qué sirve en casa tu malhumor?

—¡Qué fácil es para usted hablar desde el kang! —replicó Gouer—. ¿Acaso quiere que salga a robar? ¿O quizás que asalte a alguien?

—¿Quién te lo está pidiendo? Lo que te digo es que pensemos juntos alguna solución. ¿O es que esperas que las monedas de plata lleguen rodando solas?

—¿Cree usted que habría esperado tanto tiempo si hubiera una salida? —refunfuñó Gouer—. No tengo parientes con rentas ni amigos en cargos oficiales, y, aunque los tuviera, lo más seguro es que me ignorasen. ¿Qué puedo hacer?

—No estés tan seguro —dijo la abuela Liu—. El hombre propone y el cielo dispone. O sea, que proponer es cosa nuestra. Piensa un plan, confía en Buda y, quién sabe, quizás pronto obtengas resultados. La verdad es que yo ya tengo una idea. En los viejos tiempos, los tuyos se unieron a los Wang de Jinling, y entonces, hace de eso veinte años, los trataron bien. Claro que después, por puro amor propio, no os habéis acercado a ellos y cada vez os habéis ido alejando más. Recuerdo que en una ocasión fui en su busca con mi hija. Su segunda dama era realmente generosa, muy agradable y sin ínfulas. Ahora es la esposa del segundo señor Jia de la mansión Rong. Tengo entendido que se ha vuelto muy caritativa y siempre anda guardando arroz y dinero para entregarlo a budistas y taoístas. Su hermano ha sido destinado a la frontera, pero estoy segura de que esa dama Wang se acordará de nosotros. ¿Qué perdemos con intentarlo? Quizás nos ayude en nombre de los viejos tiempos. Si está dispuesta a hacerlo, uno de sus cabellos será más grueso que nuestra cintura.

—Mi madre tiene razón —terció la hija—. Pero ¿cómo van a franquear unos desgraciados como nosotros el portón de la mansión Rong? Lo más probable es que sus porteros se nieguen a anunciamos. ¿Por qué ir a pedir una bofetada?

Pero Gouer, atraído por la sugerencia de su suegra, se rió de la objeción de su esposa y propuso:

—Ya que ésta es idea suya, madre, y como antes ya fue en busca de esa dama, ¿por qué no se acerca mañana por allí a ver de qué lado sopla el viento?

—¡Vaya! El umbral de una Casa noble es más profundo que el mar, ¿y quién soy yo para cruzarlo? Los sirvientes de la mansión Rong no me conocen; de nada serviría que fuera.

—Eso no es problema. Le diré cómo hacerlo. Se lleva con usted al pequeño Baner y pregunta por el mayordomo Zhou Rui. Si consigue verlo, vamos bien; este Zhou Rui tuvo negocios con mi padre y solía mantener buenas relaciones con nosotros.

—Yo también lo conozco, pero ¿cómo me recibirá después de tanto tiempo? Veo que tú estás demasiado asustado para ir, y mi hija es demasiado joven para andar exhibiéndose así. Yo, en cambio, tengo edad suficiente cómo para no temer un desaire. Si tengo suerte la compartiremos, e incluso si no regreso con algo de dinero mi viaje no habrá sido en vano, pues nunca está de más ver algo de la buena vida.

Celebraron a coro el comentario, y aquella misma noche el asunto quedó arreglado.

Al día siguiente la abuela Liu se levantó antes del alba para asearse y dar instrucciones a Baner. Como a todo niño de cinco o seis años, la perspectiva de un viaje a la ciudad le producía una gran excitación y le hacía acceder a cuanto se le dijera.

Una vez en la ciudad preguntaron por la calle de Ning y Rong. La abuela Liu se intimidó, al ver tantas literas y caballos y no se atrevió a llegar hasta los leones de piedra que flanqueaban la puerta principal de la mansión Rong, así que, finalmente, tras, sacudirse el polvo de la ropa y dar sus últimas instrucciones a Baner, se acercó tímidamente a la puerta lateral, donde unos sirvientes corpulentos y arrogantes, enfrascados en una animada conversación, tomaban el sol sentados sobre unos largos bancos.

La abuela Liu se acercó y los saludó. Los hombres la miraron de arriba abajo, antes de dignarse preguntarle qué quería.

—He venido a ver al señor Zhou, que llegó con la dama Wang cuando ésta se casó —les dijo sonriendo—. ¿Sería tan amable uno dé ustedes, caballeros, de decirle que estoy aquí?

Los hombres la ignoraron y continuaron su charla hasta que uno de ellos le dijo:

—Espere en esa esquina a que salga alguien de la familia.

—¿Por qué engañarla y hacerle perder el tiempo? —intervino un hombre mayor. Luego le dijo a la abuela Liu—: El viejo Zhou ha salido de viaje al sur, pero su esposa se ha quedado. La casa está a las espaldas de la mansión. Da la vuelta hasta el portón trasero y pregunta allí por ella.

Tras darle las gracias, la abuela Liu tomó a Baner y siguió sus instrucciones. Había en la puerta trasera varios mercachifles con sus mercaderías, y muchos niños de los sirvientes se arremolinaban en torno a los que vendían golosinas y juguetes.

La anciana detuvo a uno de los niños y le preguntó:

—Hijo, ¿sabes si está en casa la señora Zhou?

—¿Qué señora Zhou? —respondió—. Tenemos tres señoras Zhou y dos abuelas Zhou. ¿En dónde trabaja?

—Es la esposa de Zhou Rui, que llegó con la dama Wang.

—Ah, si Venga conmigo.

Cruzó delante de ella la puerta trasera y señaló un grupo de casas.

—Vive allí. ¡Tía Zhou! ¡Tía Zhou! —llamó el niño—. ¡Aquí hay una abuela que la busca!

La señora Zhou salió a ver quién era, y, al verla, la abuela Liu se adelantó gritando:

—¡Hermana Zhou! ¡¿Cómo estás?!

Ella tardó en reconocerla, hasta que respondió con un gesto de alegría:

—¡Pero si es la abuela Liu! Ha pasado tanto tiempo que casi no la reconozco. Pase y siéntese.

La abuela entró sonriendo y comentó:

—Cuanto más alto es el rango, peor es la memoria. ¿Cómo te ibas a acordar de mí?

La señora Zhou le dijo a una doncella que sirviera té, luego miró a Baner y exclamó:

—¡Pero cuánto ha crecido este chico!

Después de un breve intercambió de preguntas corteses preguntó a la abuela si sólo estaba de paso o venía con algún propósito concreto.

—Vine especialmente a verte, hermana, y también a interesarme por la salud de la dama. Sería estupendo que pudieras llevarme a verla, pero si no es posible te rogaría al menos que le transmitieras mis respetos.

El ruego de la abuela Liu dio a la señora Zhou una idea bastante aproximada de los motivos de aquella visita. Como Gouer había ayudado a su esposo a comprar unas tierras, le era imposible negarle el favor a la abuela. Además, estaba deseando mostrar que ella era alguien en aquella mansión.

—Descuide, abuela —le dijo con una sonrisa—. Ha venido usted hasta mí con la mejor intención y debe dar por supuesto qué la ayudaré a ver al verdadero Buda, aunque mi trabajo no consista en anunciar a los visitantes. Aquí cada uno tiene su tarea. Mi esposo, por ejemplo, sólo se dedica a cobrar los arriendos de la tierra en primavera y en otoño, y a servir de acompañante a las damas cuando salen. Pero, puesto que está emparentada con la dama Wang y ha venido a pedirme ayuda como si yo fuera alguien, haré una excepción y anunciaré su llegada. Ahora bien, debo decirle que las cosas aquí han, cambiado mucho en los últimos cinco años. La dama ya no se ocupa de muchos asuntos y deja todo en manos de la esposa del segundo señor. Por cierto, ¿quién diría usted que es ella? La sobrina de mi señora, la hija de su hermano mayor, la que tenía por nombre de infancia «Hermano Fénix» [5] .

—¡No me digas! —exclamó la abuela Liu—. Ya le pronosticaba yo grandes cosas. En ese caso tengo que verla hoy mismo.

—Claro. Ya le digo que ahora Su Señoría prefiere no ocuparse de demasiados asuntos, y deja en manos de la joven señora incluso la atención a la mayoría de los visitantes, Si no puede ver a Su Señoría, y tampoco a la joven, será como si no hubiese venido.

—¡Bendito sea Buda! Cuánto te agradezco tu ayuda, hermana.

—No diga eso. Quien ayuda a los demás, a sí mismo se ayuda. Sólo necesito decir una palabra y no supone molestia ninguna.

Envió a su joven doncella a ver si se había servido la comida de la Anciana Dama.

—La joven señora Feng no puede tener más de veinte años —comentó la abuela Liu—. ¡Habrá que verla administrando una casa tan tremenda como ésta!

—Y no conoce ni la mitad de la historia, abuela. A pesar de su juventud lo administra todo mejor que nadie. Además, se ha convertido en una belleza. ¡Hábil es una palabra muy corta para describirla! Ah, y hablando no se le puede comparar la elocuencia de diez hombres. Ya lo irá descubriendo usted por sí misma. Si algún defecto tiene, es ser demasiado dura con sus inferiores.

En ese momento regresó la doncella.

—La Anciana Dama ha terminado de comer, y la segunda señora está con la dama Wang.

La señora Zhou indicó presurosa a la abuela Liu:

—¡Vamos! Aprovechemos la hora de la comida. Luego se junta tanta gente a tratar negocios que no podríamos ni echar una mirada, y mucho menos durante la siesta.

Se bajaron del kang y se cepillaron la ropa. Tras darle a su nieto las últimas instrucciones, la abuela Liu siguió a la señora Zhou por unos caminos sinuosos que conducían a los aposentos de Jia Lian, y esperaron en un pasillo mientras la señora Zhou franqueaba un biombo colocado en la puerta principal y hablaba con Pinger, la doncella de confianza de Xifeng, que había llegado a la mansión como parte de la dote de su señora y se había convertido en concubina de Jia Lian. Después de explicarle quién era la abuela Liu, la señora Zhou dijo:

—Ha hecho un largo viaje para presentar sus respetos a la dama. En los viejos tiempos Su Señoría la recibía siempre, así que estoy segura de que también lo hará ahora; por eso la he traído. Cuando llegue tu señora le contaré toda la historia. No creo que me riña por haberme tomado demasiadas libertades.

Pinger decidió invitarlas a que tomaran asiento, y Zhou salió a buscar a la abuela y al niño. Mientras subían las escaleras del salón principal, un soplo de perfume les dio la bienvenida al levantar una joven doncella una cortina de lana roja. La abuela Liu no supo por qué, pero se sintió como si caminara sobre el aire; tan deslumbrada estaba por todo lo que veía en el aposento que la cabeza le daba vueltas. Sólo alcanzaba a hacer saludos por doquier, chasquear la lengua y exclamar:

—¡Bendito sea Buda!

Encontraron a Pinger de pie junto al kang del cuarto oriental, que era el dormitorio de la hija de Jia Lian. Miró inquisitivamente a la abuela y la saludó de modo algo seco pidiéndole que tomara asiento.

El vestido de seda de Pinger, sus dijes de oro y plata, su rostro hermoso como una flor, hicieron que la abuela Liu la confundiera con su señora; iba a saludarla como tal cuando se dio cuenta de que la muchacha y la señora Zhou se trataban como iguales, y comprendió que no era más que una doncella de las favoritas.

La abuela Liu y Baner se sentaron sobre el kang mientras Pinger y la señora Zhou se acomodaban en el borde, una enfrente de otra. Unas doncellas trajeron té, y mientras la anciana lo sorbía oyó un ruido acompasado, como el de un cedazo de harina. Al mirar a su alrededor buscando el origen del ruido vio una caja adosada a una de las columnas del cuarto; tenía debajo una especie de pesa colgada que se mecía.

«¿Qué será eso? —se preguntó—. ¿Para qué servirá?» En ese instante le sobresaltó un fuerte ¡dong! similar al tañido de una campana o unos carrillones de bronce; el sonido se repitió ocho o nueve veces. Antes de que pudiera resolver el misterio entraron corriendo varias doncellas que exclamaron:

—¡Llega la señora!

Pinger y la señora Zhou se levantaron y dijeron a la abuela Liu que esperase allí hasta que la avisaran. Y allí se quedó aguzando los oídos, conteniendo la respiración, esperando en silencio. En la distancia se oyeron unas risas. De diez a doce sirvientes pasaron por el salón camino de otro aposento interior, mientras dos o tres de ellos aparecieron con unas cajas de laca. Al darse la orden de poner la mesa, la mayoría de las mujeres despejaron el recinto y sólo se quedaron unas cuantas para poner los platos. Siguió otro largo silencio, tras el cual aparecieron dos mujeres que traían una mesita baja cubierta de platos de carne y pescado que fueron colocados sobre el kang. Cuando vio tanta comida, Baner pidió carne ruidosamente; la abuela le dio dos bofetadas diciéndole que se mantuviera callado y aparte.

En ese momento apareció la señora Zhou para invitarles a pasar; la abuela Liu levantó a su nieto del kang y lo llevó hacia el salón. Tras unos susurros de coneja por parte de la señora Zhou, la abuela la siguió lentamente hasta el cuarto de Xifeng.

Una cortina de tela suave con dibujos de flores escarlata pendía de unos ganchos de bronce ante la puerta, y sobre el kang próximo a la ventana sur había una alfombra con los mismos colores. Apoyado en el tabique de madera de la parte oriental había un respaldo y un cojín de brocado con dibujos de cadenas, y al lado una escupidera de plata.

Xifeng vestía una capucha de marta cibelina oscura con una banda de perlas, que era su prenda de andar por casa. Lucía también una chaqueta floreada de color rojo durazno, una capa turquesa forrada de piel de ardilla gris y una falda importada de crepé color carmín forrada de armiño. Estaba sentada con una postura rígida, deslumbrantemente maquillada, y revolvía las brasas de su estufa con un pequeño atizador de bronce. Junto al kang estaba Pinger, que sostenía una tacita cubierta sobre una pequeña bandeja de laca; pero Xifeng, con la cabeza inclinada, ignoraba el té mientras no dejaba de atizar las brasas.

—¿Por qué no la has hecho pasar todavía? —preguntó por fin.

Al levantar la cabeza para coger el té, vio delante de ella a la señora Zhou con sus dos acompañantes. Hizo ademán de incorporarse y los saludó con una radiante sonrisa. A la señora Zhou le llamó la atención que no hubiera hablado antes.

La abuela Liu hizo ante Xifeng repetidos koutou, y ésta dijo:

—Ayúdala a levantarse, hermana Zhou; no debe hacerme reverencias. Dile que se siente. Soy demasiado joven para recordar cuál es nuestro parentesco, así que no sé cómo llamarla.

—Ésta es la anciana de la que le hablé —dijo la señora Zhou a modo de introducción.

Xifeng asintió con la cabeza.

La abuela Liu ya se había sentado al borde del kang, y Baner se escondió detrás de ella. A pesar de la insistencia para que se adelantara e hiciera una reverencia, se riego a moverse de donde estaba.

—Los parientes que no se visitan acaban distanciándose —observó Xifeng—. Quienes nos conocen dirían que ha estado descuidando nuestra amistad; los mezquinos, que no nos conocen tan bien, pensarían que miramos por encima del hombro a los demás.

—¡Bendito sea Buda! —exclamó la abuela Liu—. Somos demasiado pobres para andar de un lado a otra. Aunque Su Señoría no nos diera con la puerta en las narices si viniéramos de visita, sus mayordomos nos tomarían por pidienteros.

—¡Vaya manera de hablar! —rió Xifeng—. Nosotros sólo somos pobres funcionarios que intentan vivir a la altura de la reputación de sus abuelos. Esta casa tan grande es sólo una enorme cáscara vacía que nos legó el pasado. Como dice el adagio, «hasta el propio emperador tiene parientes pobres»; cuanto más nosotros.

Preguntó a la señora Zhou si había avisado a la dama Wang.

—Esperaba que la señora me lo ordenase —respondió.

—Anda y mira si está muy ocupada. No la molestes si tiene visita, pero si está libre infórmala y trae su respuesta.

Cuando la señora Zhou hubo salido con el encargo, Xifeng ordenó a las doncellas que dieran unos confites a Baner. Estaba haciéndole unas preguntas a la abuela Liu cuando Pinger anunció la llegada de un tropel de sirvientes que venían a dar cuenta de los asuntos que tenían a su cargo.

—Ahora tengo visita. Que vuelvan esta noche —dijo Xifeng—. Haz pasar sólo a los que traigan algo urgente.

Pinger salió, y luego volvió para decir:

—No traen nada urgente, así que les he dicho que se retiren.

En ese preciso instante llegó la señora Zhou.

—Su Señoría está ocupada —dijo—. Espera que usted atienda a los visitantes y les agradezca su interés. Si sólo han venido a saludarla, transmítales su agradecimiento; si traen otro asunto, que lo expongan.

—No traigo ningún negocio en particular —intervino la abuela Liu—. Sólo vine a saludar a Su Señoría y a la señora Lian, en vista de nuestro parentesco.

—Si no trae nada especial, bien está —dijo la Señora Zhou, guiñándole un ojo a la abuela—. Pero si lo trae, debe saber que decírselo a la segunda señora es como decírselo a Su Señoría.

La abuela Liu captó la sugerencia y, con el rostro enrojecido de vergüenza, tragándose el orgullo, empezó a explicar abiertamente el motivo de su visita.

—En realidad, señora, creo que no debería tratar este tema en mi primera visita. Pero como he hecho un camino tan largo para pedir su ayuda, más valdrá que hable…

En ese momento se oyeron unos pajes en la segunda puerta que anunciaban la llegada del joven señor de la mansión del Este; interrumpiendo bruscamente a la abuela, Xifeng preguntó:

—¿Dónde está el señor Rong?

Se oyó un ruido de botas, y tras él apareció un apuesto joven de diecisiete o dieciocho años. Esbelto y elegante con su abrigo de pieles ligeras, llevaba una faja enjoyada, ropa fina y un espléndido sombrero. La abuela Liu no supo si levantarse o permanecer sentada, y en ese momento deseó poder esfumarse.

—Siéntate —dijo Xifeng al muchacho con un gesto.

Y a la abuela:

—Es mi sobrino.

La abuela Liu se acomodó con mucha cautela al borde del kang.

Jia Rong anunció jubilosamente:

—Tía, mi padre me envía a pedirle un favor. Espera mañana la llegada de un huésped muy importante, y pregunta si podría llevarse prestado ese biombo de vidrio para kang que le regaló nuestra tía abuela Wang. Se lo devolverá enseguida.

—Llegas tarde —repuso Xifeng—. Ayer mismo se lo presté a otra persona.

Jia Rong soltó una risita y se acercó medio arrodillado al pie del kang.

—Si no me lo presta, tía, voy a recibir otra paliza, esta vez por no saber pedir las cosas adecuadamente. ¡Tenga piedad de su sobrino!

—No sé por qué siempre parecéis imaginar que todas las cosas de los Wang son especiales. ¿No tenéis bastantes cosas propias? —contestó Xifeng.

—Nada que se pueda comparar. ¡Por favor, tía, sea usted buena!

—De acuerdo, ¡pero ay de ti si le pasa algo!

Ordenó a Pinger que buscara las llaves de los cuartos de arriba y que reuniera gente de confianza para entregar el biombo.

—Yo he traído gente para cargar con él —el rostro de Jia Rong enrojeció, y sus ojos brillaron—. Me encargaré personalmente de que tengan cuidado.

Ya se iba cuando, de repente, Xifeng le ordenó que volviera.

La gente de fuera pasó la voz:

—Señor Rong, que vuelva usted.

El joven regresó a ver qué quería su tía. Xifeng, pensativa, dio un sorbo a su té y luego dijo riendo:

—Déjalo, vuelve después de la cena. Ahora tengo visita y no es el momento de decírtelo.

Jia Rong se retiró lentamente sin dejar de mirarla.

Por fin la abuela Liu se sintió cómoda para hablar, y dijo:

—El motivo de que haya traído conmigo a su sobrino de usted es que sus padres no tienen qué comer, y el invierno empeorará las cosas. Sí, por eso lo he traído. —Tocó con el codo a Baner—. ¿Qué te dijo tu papá? ¿Para qué te mandó aquí? ¿Sólo para comer dulces?

La manera vulgar que tenía la abuela de expresarse hizo sonreír a Xifeng.

—No diga más. Ya entiendo.

Y preguntó a la señora Zhou:

—¿Ha comido ya la abuela?

—Salimos tan temprano y con tanta prisa que no nos dio tiempo a comer nada —dijo rápidamente ella.

Xifeng hizo traer comida para los visitantes, y a la señora Zhou le dijo que dispusieran una mesa para ellos en el cuarto del este.

—Hermana Zhou, encárgate de que no les falte nada —dijo Xifeng—. Yo no puedo acompañarlos. Cuando los hubo llevado al cuarto, Xifeng volvió a llamar a la señora Zhou para que le contara qué había dicho la dama Wang.

—Su Señoría dice que no pertenecen realmente a nuestra familia. Su Señoría también dice: «Las familias se unieron por llevar el mismo apellido y porque su abuelo fue funcionario en el mismo lugar que nuestro anciano señor. En estos últimos años los hemos visto poco, pero, cuando han venido, nunca han vuelto con las manos vacías. Como sus visitas son bienintencionadas, no debemos tratarlos mal. Si piden ayuda, la señora debe actuar según su propio entendimiento».

—Ya decía yo que era muy raro que siendo parientes no supiera absolutamente nada de ellos.

Mientras Xifeng hablaba, volvieron la abuela Lin y Baner de su comida con enfáticas muestras de gratitud.

—Ahora siéntese y escúcheme, estimada abuela —dijo Xifeng alegremente—. Sé lo que me estaba insinuando hace un rato. No deberíamos esperar a que los parientes llamen a nuestras puertas para acudir en su ayuda, pero aquí tenemos muchos problemas, y ahora que Su Señoría va envejeciendo se olvida a veces de las cosas. Además, cuando hace poco acepté encargarme de los asuntos de la casa no llegué a informarme exhaustivamente de nuestros contactos familiares; por otra parte, a pesar de que aparentamos prosperidad debe comprender que una casa tan grande tiene sus dificultades, aunque le cueste creerlo; Pero en fin, como ha venido desde tan lejos y es la primera vez que solicita mi ayuda, no puedo permitir que se vaya con las manos vacías. Afortunadamente ayer mismo me dio Su Señoría veinte taeles de plata para la ropa de las doncellas, y todavía no los he tocado. Si le parecen suficientes, acéptelos por el momento.

Las referencias a problemas y dificultades habían acabado con todas las esperanzas de la abuela. Por eso le llenó de júbilo la promesa de los veinte taeles.

—Ay —exclamó—, yo sé lo que es pasar: apuros. Pero un camello, aunque esté muerto de hambre, es más grande que un caballo y, sea como sea, uno solo de sus cabellos es más grueso que nuestra cintura.

La señora Zhou le hacía señas a la abuela para que no hablara con esa ordinariez, pero a Xifeng no parecía importarle y se reía sin parar. Envió a Pinger a que trajera la bolsa con la plata y una sarta de monedas, y lo entregó todo a la anciana.

—Aquí hay veinte taeles para que le hagan ropa de invierno al niño —dijo Xifeng incorporándose—. Si no los acepta, pensaré que lía he ofendido. Con las monedas pueden alquilar una carreta para volver a vernos cuando tengan tiempo, como debe hacerlo todo pariente. Pero ya es tarde y no debo: hacerles perder más tiempo. Presente mis saludos a su gente, y espero que no me olviden.

Tras expresar una vez más su agradecimiento, la abuela Liu tomó la plata y las monedas y salió detrás de la señora Zhou.

—¡Alabado sea Buda! —exclamó la señora Zhou—. ¿Por qué tuvo usted que decir lo de «su sobrino»? A riesgo de ofenderla, tengo que decirle una cosa: aunque se hubiera tratado de un auténtico sobrino, no lo debía haber dicho. El señor Rong sí que es un sobrino verdadero, ¿de dónde iba a sacar ella un sobrino como Baner?

—¡Querida hermana! —La abuela Liu estaba radiante de alegría—. Cuando la vi me aturullé y no supe lo que decía.

Así charlando llegaron hasta la casa de Zhou Rui, donde se sentaron un momento. La abuela Liu quiso dejar un trozo de plata para que los hijos de la señora Zhou se compraran golosinas, pero ésta se negó a aceptarlo porque sumas tan pequeñas no significaban nada para ella. Luego, infinitamente agradecida, la abuela partió por la puerta trasera. Por cierto,

Cuando las cosas marchan bien es normal la caridad;

alguien profundamente agradecido es mejor que parientes o amigos.

* En algunas versiones aparecen los siguientes versos encabezando este capítulo:

A la puerta de los ricos llama un día,

y hasta los ricos se quejan de estrecheces y de faltas;

no le regalan mil piezas de oro,

pero resultan de la misma sangre.

Sueño En El Pabellón Rojo

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