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MAX AUB

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JOSÉ-CARLOS MAINER


No sé de quién partió la pregunta. —¿Por qué escribes? Contestaron los otros —más o menos— que porque sí, sin que pareciera importarles gran cosa [...]. Me hería ese considerar frívolo de nuestra condición de escritor. —¿Yo?, contesté, para salvarme y ser famoso.


(Diarios [1939-1972] (1998, anotación del 10 de noviembre de 1943)


Fue siempre un disconforme y no es fácil ser otra cosa cuando se ha nacido en el seno mismo de algunos conflictos capitales de la civilización europea moderna. Max Aub (París, 1903-Ciudad de México, 1972) pertenecía a una familia de la burguesía mercantil judía, que había abandonado las prácticas religiosas y había hecho fortuna en el comercio de la bisutería. Por otro lado, los Aub procedían de Alemania (la rama materna de nuestro escritor tenía parentesco con Karl Marx, como manifestó alguna vez) aunque se habían establecido en Francia, una situación poco recomendable en 1914, cuando estalló la guerra europea, porque esto les obligó a buscar refugio en un país neutral, España, donde ya tenían bastantes clientes. Ya mayor, Max Aub dijo que uno es del lugar donde ha hecho el bachillerato, pero esa afirmación es síntoma de ansia de pertenencia más que otra cosa. Así lo sintió siempre aquel joven menudo y miope, lector voraz, valenciano de adopción, que en los años veinte y treinta viajó por toda España representando los negocios familiares, a la vez que iniciaba su carrera literaria y militaba en el Partido Socialista, al que fue fiel toda su vida. Siempre conservó un peculiar cariño por su tierra de adopción y por sus amigos de juventud: pintores como Genaro Lahuerta, que le retrató, intelectuales en ciernes como los hermanos Gaos o futuros universitarios de relieve como José Medina Echavarría.

Más tarde, por razón de su temprana afiliación política le tocó vivir los fuertes desgarrones internos de la izquierda española e internacional en la Guerra Civil: él se movió en el marco más radical de los militantes cercanos a Francisco Largo Caballero, desdeñando el pragmatismo de Indalecio Prieto y de Julián Besteiro. Y ya en el exilio, abominó del prietismo y de sus manejos para pactar con monárquicos y liberales una salida al franquismo. Pero se mantuvo, sin embargo, remiso a cualquier alianza con los comunistas, aunque nunca fue un anticomunista en el sentido en que lo fueron otros importantes escritores de los años de la guerra fría.

Todo el período de su largo exilio lo vivió en México, país por el que sintió una confusa mezcla de afecto y distanciamiento que fue bastante común entre sus compañeros de destierro. Hasta el puerto de Veracruz pudo llegar después de una peripecia personal digna de los protagonistas de Casablanca, el filme de Michael Curtiz. Antes de huir de Europa, fue internado por dos veces en Francia, una en París y otra en Marsella, bajo el grave cargo de ser un rojo español en el primer caso (la embajada española no quiso reconocerle como ciudadano del país y lo definió en un escrito oficial como «ciudadano alemán (israelita), naturalizado español por el gobierno rojo durante la Guerra Civil, y comunista de notorias actividades peligrosas») y por ser colaborador de la Resistencia en el segundo. Tales imputaciones significaron su internamiento en el campo de trabajo argelino de Djelfa, de donde logró con apuros pasar a Casablanca, en Marruecos, y allí embarcar para América, con avales diplomáticos mexicanos, ya en septiembre de 1942. Muy pronto, la experiencia de la guerra fría se superpuso a su previa actitud de antifascista europeo, matizándola y enriqueciéndola, casi siempre a través de sus fuentes literarias e ideológicas francesas. En un artículo de 1947, «París, a pesar de todo», concluía que «donde quiera que se esté, uno se acuerda siempre de París», porque, a fin de cuentas, «París es una manera de entender el mundo. Una manera especial de estar, de sentirse cómodo». Y es que la vida de las letras francesas le fascinaba de modo especial. En el mismo año de 1947, sus habituales colaboraciones en la prensa de la capital federal registran un recordatorio de Jean Richard Bloch, lleno de emoción por los días españoles que vivieron juntos y de reservas por los recientes años soviéticos del escritor. Y al año siguiente, hallamos una reseña más cautelosa, pero siempre admirativa, del estreno de Antígona, de Jean Anouilh, en dirección y adaptación de Xavier Villaurrutia.

La vida no le ahorró ni una sola consecuencia de sus circunstancias y opciones personales. Siempre hubo algo que denotaba su excepcionalidad de extranjero en las sociedades donde vivió y quizá, por eso, buscó obsesivamente reconocerse en personas, grupos, movimientos o ideas generales, lo que —como veremos— llegó a convertirse en un tema capital de su propia obra. En España se había movido en los ámbitos y preocupaciones de la llamada «generación del 27», pero ni la nómina más amplia de esta le ha acogido nunca. Y cuando en 1951 esgrimió su condición de nacido en Francia para poder viajar por Europa, el gobierno de Vincent Auriol le negó el pasaporte, aunque tiempo después —en 1964 y 1965— fue designado como jurado del Festival de Cannes, cuando su amigo André Malraux era ministro de Cultura. Fue por entonces cuando tuvo la humorada de fundar una revista de corta duración, Los Sesenta (cuatro números entre 1964 y 1965), que agrupara a escritores sexagenarios, y para su consejo de redacción pudo contar con Alberti, Aleixandre, Dámaso Alonso y Jorge Guillén: fue como su ingreso tardío en la generación más prestigiosa. Porque en México nunca se sintió reconocido y vio obstaculizada su carrera por la envidia de algunos dramaturgos nacionales y, en fin, por el cortés recelo de muchos que se titulaban anfitriones del exilio español; pese a lo cual, en la citada revista contó con colaboraciones de amigos como Salvador Novo, Carlos Pellicer, Julio Torri y Xavier Villaurrutia. Quince años antes, en 1949, había tenido que fundar otra revista, Sala de Espera (treinta breves entregas hasta 1951), de la que fue redactor único y en la que dio a conocer sus escritos que no encontraban editores propicios.

Lo cierto es que la fama solamente le llegó después de 1958 y del éxito internacional de su libro Jusep Torres Campalans. También en busca de raíces personales acudió a Israel, a finales de 1966, invitado por la UNESCO a la Universidad de Jerusalén, con más curiosidad que convicción, pero halló que no tenía nada que ver con aquel país que acababa de iniciar la guerra de los Seis Días; a propósito de esta, ideó y publicó un volumen de poemas apócrifos, Imposible Sinaí (póstumo, 1982), donde fingió transcribir los versos que se habían hallado entre las pertenencias de combatientes árabes y judíos muertos en aquellas batallas. Es quizá su mejor libro de versos y también un testimonio de su difícil aunque decidida imparcialidad. También viajó a la Cuba revolucionaria en 1968, como huésped de su gobierno, pero consignó en sus diarios de la estancia (Enero en Cuba, 1969) lo mucho que su concepción del socialismo distaba de la sustentada por el castrismo, e incluso por los entusiastas compañeros de congreso en el Hotel Habana Libre. Por fin, cuando pudo regresar a España, entre agosto y noviembre de 1969, comprobó con amargura que no quedaba nada del país que había conocido en su juventud y que la mayoría de sus colegas más jóvenes eran unos frívolos esnobs (como escribió en las duras páginas de su diario La gallina ciega, 1971). En definitiva, este peregrino en busca de un lugar donde reconocer su identidad se resistió a aceptar los términos en que se le ofrecían todas y fue, a su manera, un precursor del posnacionalismo.

Siempre sintió la comezón de ir más allá de lo que los demás aceptaban como solución. En 1949, en una carta abierta al hispanista Roy Temple House (luego incluida en su libro de ensayos Hablo como hombre, 1967), se desvinculó del reciente existencialismo, aunque admiró y leyó mucho a Jean-Paul Sartre, y dijo sentirse ligado a «otro movimiento de las letras contemporáneas, más claro y más normal —y, si usted quiere, heroico— [...] donde se encuentran gentes solo dispares en apariencia, como lo son, por ejemplo, Hemingway, Malraux, Ehrenburg, Koestler, Faulkner, O’Neill. Gentes que, desde luego, a pesar de sus esfuerzos no pueden pasar de reflejar su época. Con fe distinta, pero con fe». La mayoría de ellos y otros personajes cercanos —como Elio Vittorini y Tristan Tzara— figuraron también en un libro póstumo, Cuerpos presentes (2001), donde Aub había querido recoger las necrológicas y evocaciones escritas en sus últimos años. Pero allí están también los escritores a los que despreció, como José López Rubio o Edgar Neville, conniventes con el franquismo, o también hallamos una visión entre melancólica y agria del añorado grupo poético de 1927. Reconoció su valor literario pero, en asuntos españoles, solo se rindió a la superioridad de otros escritores más lejanos en el tiempo: sobre todo, de Galdós y de Unamuno; en menor grado y con discrepancias, de Pío Baroja y Azorín. Aunque su ajuste de cuentas más significativo con la tradición literaria española fue su ficticio discurso de su ingreso en la Academia Española, que escribió en los años cincuenta e imprimió, como si fuera real, en 1971, reproduciendo (era un experto en tipografía) las características editoriales de los libros que plasman esos textos de ingreso y recepción. Bajo el título «El teatro español sacado a la luz de las tinieblas de nuestro tiempo», su presunto discurso contó lo que podía haber sido el rumbo de la escena nacional, si la Guerra Civil no hubiera existido, y donde presentó su propia obra como una parte del proceso; en un apéndice, incluyó —como es preceptivo— la relación de los académicos titulares a la fecha de 1956. Y así configuró su Academia ideal, donde estaban escritores asesinados como Lorca, buena parte de los exiliados y, por supuesto, también sus enemigos y aquellos que, como Cela, Buero Vallejo y Delibes, habían alcanzado notoriedad en los años recientes.

Aub nunca perdonó a Franco y al franquismo aquella continuidad rota y, por ende, la pérdida de sentido de su propia ejecutoria personal. Antes de 1936, y a reserva de un primer poemario postmodernista (Los poemas cotidianos, 1925), la trayectoria del escritor se atuvo a los cánones de la joven literatura moderna, tanto en la prosa de imaginación (Geografía, 1929; Fábula verde, 1932) como, sobre todo, en el teatro (El desconfiado prodigioso, 1926; Narciso, 1928; Espejo de avaricia, 1935). Sin duda, aquella actividad escénica fue su faceta más original y la que le llevó a dirigir en Valencia el teatro universitario «El Búho» e incluso difundir a sus expensas un Proyecto de estructura para un Teatro Nacional y Escuela Nacional de Baile, dirigido al presidente Manuel Azaña e impreso en Valencia en 1936. Hijo de su época, Aub creía en la interacción del Estado y la Cultura y por eso, durante la Guerra Civil, estuvo vinculado a dos grandes proyectos de esa naturaleza: como agregado del embajador Luis Araquistáin en París, asesoró y organizó el Pabellón español de la Exposición Universal de 1937 (lo que incluyó el encargo del Guernica, de Picasso), y después, fue asistente y traductor de André Malraux en el rodaje del filme Sierra de Teruel. Siempre guardó un recuerdo magnificado de aquellas dos empresas y, en rigor, echó de menos los días heroicos de una Cultura popular tan vinculada al Estado. Y aunque en México se movió también en un medio creativo muy mediatizado por la administración (dio clases sobre teatro y filmografía en la Universidad Nacional Autónoma de México y dirigió desde 1960 sus servicios radiofónicos), nunca contó con los medios que hubieran requerido sus ambiciosos proyectos teatrales.

Obras tan ambiciosas como la tragedia San Juan (1943) —drama coral de los viajeros judíos de un barco que huye de Europa, sin ser admitido en ningún puerto—, como Morir por cerrar los ojos (1944) —que presenta con técnica casi cinematográfica los días de la invasión francesa por los nazis— y como NO (1952), que se desarrolla en una de las absurdas fronteras que impuso la guerra fría, no subieron nunca a los escenarios de su tiempo. Y el escritor acusó siempre el golpe infligido a lo que llamó su «teatro mayor», aunque el que denominó «menor» —comedias más convencionales y, sobre todo, interesantes obras en un acto— corrió mejor suerte. Pero puede también que en ese teatro breve, a veces cercano a la inmediatez del agit-prop, brillen mejor sus aciertos de lo que lo hacen en las obras más extensas: los caracteres muy definidos, las situaciones estáticas, el estilo sentencioso y conceptista, la intensificación de la escenografía.

Frustrado como dramaturgo y limitado al papel de guionista o de auxiliar en sus incursiones cinematográficas (en Los olvidados, de Luis Buñuel, ni siquiera figuró en los créditos), el mundo de la narrativa se le presentó como una mejor oportunidad. Poco antes de la Guerra Civil había dado a conocer su primer relato de tono realista, Luis Álvarez Petreña (1935), etopeya bastante negativa de un intelectual desorientado de los años treinta que, con el tiempo, modificó y amplió en 1965 y 1971, prolongando la vida de su personaje más allá del suicidio que cerraba la primera versión. La novela anticipa dos pautas de toda su obra posterior: en primer lugar, la importancia concedida al mundo íntimo de los intelectuales y artistas como signos y como conciencias —no siempre fieles ni abnegadas— de su tiempo histórico; en segundo lugar, su interés por la creación de personajes que, en virtud de su representatividad, alcanzan alguna suerte de autonomía vital, al modo que Unamuno instauró en Niebla. Como veremos, los más significativos personajes de sus relatos se ajustan a la primera condición y Aub les cedió generosamente la voz para expresar y discutir sus opiniones. Pero de añadidura, en dos momentos capitales de su vida, se planteó la construcción novelesca de dos grandes protagonistas —el uno ficticio; el otro real— que encarnaran los dos movimientos artísticos más significativos de su tiempo: el cubismo y el surrealismo. El primer propósito cuajó en Jusep Torres Campalans (1958), una curiosa falsificación literaria que se presentó como una monografía acerca de un inexistente pintor autodidacta, amigo de Picasso y rival de Juan Gris, que acabó viviendo como uno más entre los indios chiapanegos. Ilustrado por el propio Aub (que realizó los cuadros atribuidos a Torres Campalans), el libro obtuvo notable repercusión internacional y engañó a muchos (entre ellos, a su amigo Vicente Aleixandre). No llegó a concluir, sin embargo, el segundo empeño: se trataba de una biografía del cineasta Luis Buñuel, presentada como «Novela», y solo un fascinante material de entrevistas con el protagonista y sus allegados fue transcrito y publicado en 1985 bajo el título de Conversaciones con Luis Buñuel.

El grueso de la obra narrativa de Max Aub se engloba bajo el título de «El laberinto mágico» y su designio fue la exploración y clarificación de lo sucedido en España entre 1936 y 1940. El propósito y hasta el diseño quedan muy explícitos en la palabra «campos» que está en el título de los principales tomos: «campo» es el ámbito físico de encuentros y también el objeto de conocimiento y análisis. Y los adjetivos o atribuciones correspondientes pautaron perfectamente el período analizado: Campo cerrado (1943) y Campo de sangre (1945) se refieren a los primeros momentos de la contienda, Campo abierto (1961) y Campo del Moro (1963) al desarrollo de la guerra y a sus últimos días en Madrid; Campo francés (1964), a la vida de los refugiados en Francia, y Campo de los almendros (1968), a la situación de los confinados republicanos en las cercanías de Alicante, justo al final de la guerra. Pero «El laberinto mágico» arrancó con «El cojo», cuento publicado en 1938, y su despliegue incluye también las numerosas colecciones de relatos cortos en que volvió sobre sus temas de siempre: No son cuentos (1944), Cuentos ciertos y Ciertos cuentos (1955) e incluso Cuentos mexicanos (con pilón) (1959) y La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco y otros cuentos (1960), donde habló de los españoles desterrados en México. E incluso dos excelentes novelas sueltas pueden ser entendidas como apostillas del «laberinto»: Las buenas intenciones (1954), un relato de ambición y dedicatoria galdosianas que empieza en la dictadura y acaba en la guerra, y La calle de Valverde (1961), donde perfiló un fascinante retrato del mundo literario de Madrid en las vísperas de la República, trufado —al modo de Troteras y danzaderas, de Ramón Pérez de Ayala— de personajes inspirados en figuras de la vida real.


Bibliografía


José Monleón, El teatro de Max Aub, Madrid, Taurus, 1971; Cecilio Alonso (ed.), Actas del Congreso Internacional Max Aub y el laberinto español (1993), Valencia, Ayuntamiento de Valencia, 1996, 2 vols.; Eleanor Londero, Formas de la elusión. Cinco estudios sobre Max Aub, Catanzaro, Rubbettino, 1996; Ignacio Soldevila Durante, El compromiso de la imaginación. Vida y obra de Max Aub, Segorbe, Fundación Max Aub, 1999; Manuel Aznar Soler, Los laberintos del exilio. Diecisiete estudios sobre la obra literaria de Max Aub, Sevilla, Renacimiento, 2003; Juan María Calles (ed.), Max Aub en el laberinto del siglo XX, Valencia, Generalitat Valenciana, 2003; Francisco Caudet, Galdós y Max Aub, poéticas del realismo, Alicante, Universidad de Alicante, 2011.

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