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LA LITERATURA HISPÁNICA DEL SIGLO XX: RIESGO Y VENTURA DE UNA UNIDAD

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DOMINGO RÓDENAS DE MOYA


Primero como lector, después como escritor, nunca he puesto en duda la unidad de nuestras letras. Es verdad que nuestra literatura abarca a dos continentes y a muchos países pero ni las diferencias geográficas ni las políticas ponen en entredicho su unidad esencial.


OCTAVIO PAZ


Apenas hay que molestarse en argumentar que el siglo XX ha sido el auténtico siglo áureo de la literatura hispánica. El remoto Siglo de Oro español (que fue mucho más que un siglo desde La Celestina hasta La hija del aire de Calderón) parece haber producido una explosión retardada de energía creativa en todos los rincones del ámbito hispánico, desde el nicaragüense Rubén Darío y el vasco Miguel de Unamuno por un extremo hasta el catalán Enrique Vila-Matas o el chileno Roberto Bolaño por el otro. La pluralidad y originalidad de esta literatura solo pueden compararse con las de las letras anglosajonas, tal vez por razones semejantes: la universalidad del idioma. El español o el inglés de muy distintas latitudes no solo dota de polifonía los conjuntos literarios respectivos sino de cosmovisiones muy dispares. La misma heterogeneidad que representan hoy Vikram Seth, J. M. Coetzee, Ian McEwan, Sandra Cisneros, Paul Auster, V. S. Naipaul o Don DeLillo es la que se halla en Juan Marsé, Alfredo Bryce Echenique, Luis Mateo Díez, Ricardo Piglia, Belén Gopegui o Tomás Eloy Martínez. Pero también en Manuel Rivas o Suso de Toro, en Ramón Saizarbitoria o Bernardo Atxaga, en Quim Monzó o Carme Riera, porque el ámbito hispánico no se define exclusivamente por la lengua sino por el entronque en una tradición cultural plagada de convergencias y divergencias, afluencias y difluencias, que no depende, como tantas cosas, de la voluntad individual. Es probable que bastantes de los autores reunidos en este volumen pudieran suscribir los versos del mexicano José Emilio Pacheco: «No amo mi patria. / Su fulgor abstracto / es inasible. / Pero (aunque suene mal) / daría la vida / por diez lugares suyos, / cierta gente, / puertos, bosques, desiertos, fortalezas. / Una ciudad deshecha, gris, monstruosa, / varias figuras de su historia, / montañas / —y tres o cuatro ríos».

Además de ser una feraz Edad de Oro literaria, el siglo XX ha sido el del encuentro, diálogo e intercambio entre las diversas literaturas del ámbito hispánico y, muy en particular, entre Latinoamérica y España. Desde las postrimerías del siglo XIX es costumbre entre los artistas americanos realizar un viaje iniciático a Europa (Roma, Londres, Berlín, pero sobre todo París) para conocer y empaparse de las corrientes estéticas y filosóficas más en boga. Desde 1896, con Rubén Darío, la Península figurará en ese itinerario, cuando no sea el destino último o único. A la zaga de Darío, en las primeras décadas del siglo, escritores como Vargas Vila, Amado Nervo, Vicente Huidobro, José Gorostiza, César Vallejo, Jorge Luis Borges, Pablo Neruda u Octavio Paz harán el viaje de ida y vuelta. Al mismo tiempo, escritores españoles como Unamuno u Ortega y Gasset siguen con enorme interés las producciones espirituales americanas, las reseñan y les consagran artículos y ensayos. En los happy twenties, las revistas literarias españolas daban cuenta de las novedades del otro lado del Atlántico con absoluta normalidad y basta hojear rarezas bibliográficas como Ariel disperso (1946), que reunió las reseñas que Benjamín Jarnés dedicó a las letras americanas, para comprobar hasta qué punto se prestaba atención incluso a lo irrelevante (aunque en ese cofre de trastos olvidados figure el primer libro de Borges, Fervor de Buenos Aires).

Como se sabe, la Guerra Civil española no fue solo un conflicto intestino sino un campo de pruebas internacional y no, por desgracia, en un sentido figurado. Muchos escritores hispanoamericanos participaron directamente en la contienda o la vivieron como propia y por eso podemos tomarla como un quicio divisorio, como un malecón donde rompe el oleaje del primer tercio largo del siglo, el de la modernidad, pero también donde se estrelló el proyecto de configurar una vasta comunidad intelectual hispánica. César Vallejo, Pablo Neruda, un joven Octavio Paz experimentan dolorosamente la lucha entre la libertad y la opresión durante la guerra. Después de 1939 todo quedó suspendido. Mientras se armaba un Estado nacional-católico sobre la España de «cerrado y sacristía», la España «inferior que ora y bosteza» y «embiste, / cuando se digna usar de la cabeza» de la que habló Antonio Machado, las naciones americanas —señaladamente México y Argentina— acogían la inteligencia exiliada pero también emprendían su propio vía crucis de regímenes despóticos y populistas. Para ser exactos, ese vía crucis había empezado mucho antes, tanto que su origen se pierde en el siglo XIX y las guerras de la independencia, que propiciaron gobiernos redentoristas y caudillajes infames. La inestabilidad política de las naciones hispanoamericanas parece —aunque no lo fue— un producto exportado desde la «madre patria» en el siglo XIX, donde tanta afición hubo al golpe militar y el ejercicio de la autoridad por gracia del espadón.

En España, dos dictaduras escribieron buena parte de la partitura política del siglo. Entre 1923 y 1930, el general Primo de Rivera, con su punto de andaluz jacarandoso, llevó las riendas del país y permitió que ese ectoplasma llamado cultura campara por sus fueros a condición de no pisar las arenas movedizas de la cosa política. Por eso Ortega y Gasset pudo inventarse una revista prodigiosa como Revista de Occidente el mismo año 1923 (mientras se inhibía ante lo que estaba ocurriendo) y por eso la literatura de los años veinte alcanzó un nivel de excelencia equiparable a la que estaba rompiendo los viejos moldes en todo Occidente. Bien es cierto que el gruñón Miguel de Unamuno había sido desterrado y lanzaba su jupiterina condena de la tiranía desde París y luego desde Hendaya (no fue el único, allí estaba desterrado también Eduardo Ortega y Gasset, hermano del filósofo y editor del folleto Hojas libres contra la dictadura), pero, pese a la persecución de la disidencia política, hubo un amplio margen de tolerancia con las manifestaciones del pensamiento y el arte, incluso cuando este entraba en conflicto con la moral católica reinante. Desde 1939, sin embargo, tales conflictos se iban a terminar: la moral iba a ser incrustada en la ideología del Estado —que no por capricho se llamó nacional-católico— y, empedernida por una Iglesia oscurantista e inquisitorial, se inculcó en las escuelas, se suministró en la radio y la prensa, en la televisión cuando la hubo, y fue empuñada por los censores para flagelar con ella a poetas, narradores, ensayistas, dramaturgos o periodistas, a cualquiera que osara poner por escrito sus pareceres discrepantes o los hijos de su imaginación. Luego, en los años sesenta, aquella tenaza (o mordaza, que fue como la metaforizó Alfonso Sastre en un drama célebre) fue aflojando, nunca mucho, no fuera a desmandarse la grey, y lo que pudo parecer a la sazón el principio del final no fue sino un larguísimo compás de espera (o de desesperación) hasta que en noviembre de 1975 la biología tomó la vez.

Para entonces, el mapa de libertades de Hispanoamérica era para echarse a llorar. En 1973 había sido asesinado en Chile Salvador Allende y un general, Augusto Pinochet, había usurpado el poder para desencadenar una sañuda —y cruenta— persecución de los opositores destinada a sembrar de veneno la memoria de los chilenos hasta el siglo XXI. Ese mismo año, otro golpe de Estado impone en Uruguay una dictadura que se prolongará hasta 1985. (La dictadura de Pinochet aún duraría cinco años más.) Más al norte, Paraguay, esa isla rodeada de tierra por todas partes, como dirá Augusto Roa Bastos, sufría al autócrata Alfredo Stroessner desde 1954, mientras que en Perú el Ejército, al mando del general Alvarado, había tomado el poder en 1968 y estaba empujando el país a la ruina económica. También Bolivia se encontraba bajo la bota de un militar, el coronel Hugo Bánzer, quien, tras tomar el poder en 1971, había suspendido los derechos civiles y había iniciado una dura represión contra la protesta de obreros y mineros. En Colombia se acababa de disolver, en 1974, el Frente Nacional que había permitido poner fin, en 1953, a la dictadura del general Rojas Pinilla y de acuerdo con el que se alternaban en el poder liberales y conservadores con exclusión de otras fuerzas. Esa disolución no impidió que se recrudeciera la acción de grupos guerrilleros revolucionarios como las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) o el FLN (Frente de Liberación Nacional), creados en los años sesenta, que han convertido el país en una pesadilla en las últimas décadas. Nada extraño resulta que algunos de los mejores escritores colombianos residan fuera del país, como García Márquez, Álvaro Mutis o Fernando Vallejo. Venezuela, sin embargo, parecía haber conquistado una relativa estabilidad democrática dejando muy atrás la dictadura personalista de Marcos Pérez Jiménez (su gobierno encargó a Camilo José Cela una novela de exaltación nacional venezolana que acabó siendo La catira para oprobio de los más nacionalistas) y los gobiernos endebles de Rómulo Betancourt y el terrorismo de los sesenta, pero no tardarían en hacerse sentir los efectos desestabilizadores de la crisis internacional del petróleo en la segunda mitad de los setenta y desde finales de los ochenta regresaría el espectro de un ejército levantisco. Con todo, la situación más terrible iba a vivirla Argentina en muy poco tiempo: solo cuatro meses después de nuestra fecha de referencia (noviembre de 1975) se producía un golpe de Estado militar que daba cerrojazo no solo al nuevo y efímero gobierno peronista (desde 1973), sino a todas las garantías y libertades constitucionales. Los militares desataron, a las órdenes de la siniestra Junta de Comandantes (Videla, Masera y Agosti), una salvaje guerra sucia que industrializó el secuestro, la tortura, el asesinato y la desaparición de ciudadanos. Fueron muchos miles, decenas de miles los desaparecidos entre 1976 y 1983, y es incalculable la vastedad del destrozo causado en la vida corriente y en el tejido social del pueblo argentino. Para qué continuar con esta relación execrable. Será suficiente añadir que las dictaduras que he mencionado (Chile, Argentina, Paraguay, Uruguay, Bolivia y también Brasil, regido por una junta militar desde 1964 hasta 1985) cooperaron en una operación conjunta y clandestina de eliminación física de los opositores y elementos subversivos que se llamó Operación Cóndor y contó con auxilio operativo norteamericano.

El consternador retablo de espantos que se deja inferir del párrafo anterior puede ampliarse a los países caribeños y centroamericanos, desde 1959 bajo el influjo de una Revolución cubana que empezó siendo una festiva liberación de la dictadura de Batista para convertirse con el transcurso de los años en un régimen caudillista y represivo. En 1975, Honduras, Panamá o Haití vivían regímenes tiránicos y lo mismo puede decirse de Nicaragua, donde la familia Somoza retenía el poder desde 1936, de El Salvador, sujeto al designio de los militares desde 1948, o de la República Dominicana, donde Joaquín Balaguer, que se había formado políticamente bajo la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo (para siempre fijado en las páginas de La fiesta del Chivo de Mario Vargas Llosa), perpetuaba la injusticia social. Ni siquiera México, la «región más transparente», gobernado por el PRI (Partido Revolucionario Institucional) desde los años treinta, se libraba de sombras: la matanza de decenas de estudiantes, el 2 de octubre de 1968, perpetrada en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco por el Ejército mexicano es la más alargada de ellas. Ni siquiera puede considerarse irónico que el presidente Díaz Ordaz inaugurara solo diez días después unos Juegos Olímpicos que se llamaron «de la Paz».

En ese paisaje político, nada más brutalmente lógico que la persecución y el silenciamiento (valga el eufemismo) de los escritores, reprimidos, coartados, desterrados o enterrados, y no solo por motivos políticos, en un agravio a la memoria de la comunidad hispánica al que han coadyuvado casi todos los países y que supone una lucida aportación a la historia universal de la infamia. Algunos tuvieron que mirar cara a cara al mal, como Ernesto Sábato, a quien le fue encomendada en 1983 la amarga misión de presidir la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas. El resultado desolador de la investigación sacó a la luz la magnitud de los crímenes de Estado, el sadismo de las torturas, la crueldad de los asesinatos y la angustia infinita de los secuestros infantiles y todo ello se reflejó en el Informe Sábato, documento aterrador que volvía a demostrar, después del genocidio judío en Alemania, la capacidad de la barbarie para anidar en las membranas de una sociedad culta (y la argentina lo era en un alto grado). Sábato había presentido la malignidad y el infierno en el hosco Informe sobre ciegos que se halla en Sobre héroes y tumbas (1961) y había descrito la meteorología interna del apocalipsis en Abaddón el exterminador (1974), pero lo que encontró en su investigación desafiaba cualquier tentativa de expresión verbal que no fuera más que el neutro recuento de víctimas y crímenes.

La literatura hispanoamericana del siglo XX ha tenido mucho de esfuerzo de purificación de los tóxicos que han emponzoñado sus sociedades. La voluntad depurativa fue unida, durante la primera mitad de la centuria, a la inveterada crisis de identidad que venía arrastrándose desde el siglo XIX y que giraba en torno a la existencia de unos rasgos esenciales con los que aspiraba a definirse distintivamente cada una de las naciones. La dialéctica entre nacionalismo y cosmopolitismo, entre, por un lado, la construcción de una tradición autóctona y un «espíritu nacional» y, por otro, la apertura a Occidente y la modernidad internacional estuvo muy presente hasta mediados de siglo y para los pensadores más lúcidos (por ejemplo Octavio Paz) constituyó un motivo de reflexión incesante. El caso de España, con todas las salvedades que se quieran, no fue muy distinto, porque el campo de la actividad intelectual se movió entre el nacionalismo y la modernidad, entre la configuración de un espacio cultural propio (o varios espacios en innegable interacción, como sucedió con las letras gallegas y catalanas en los años diez, veinte y treinta y, tras un largo paréntesis, desde los sesenta, cuando, a la vez, empieza a definirse un aún muy precario espacio literario vasco) y la sincronización con la hora filosófica, artística y literaria europea. (Hubo quien, como Juan Goytisolo, tras librar alguna batalla a favor de una «literatura nacional popular», optó por subirse por su cuenta, con billete de ida, al tren de la literatura moderna menos popular y asumir la condición, como reza su última novela, de «exiliado de aquí y allá», sin abandonar por ello —antes al contrario— su compromiso moral contra los desmanes, injusticias y embelecos.) Afortunadamente se diría que, a los escritores del siglo XXI, preguntas azacaneadas como ¿qué es ser argentino, colombiano, mexicano, catalán, chileno o español?, tan inspiradoras y centrales hace décadas, hoy solo les inspiran indiferencia cuando no tedio.


El siglo XX amaneció en un jardín francés, más romántico que cartesiano, por el que deambulaban ceremoniosos Victor Hugo, Théophile Gautier y Leconte de Lisle, a los que miraban de reojo otros paseantes como Baudelaire, Rimbaud o Verlaine (Mallarmé llegaría más tarde). Cisnes y aves del paraíso se cruzaban con centauros y faunos en una naturaleza de mármol, esmalte y terciopelo pero, con una música de fondo que invitaba a la indolencia, no impedían que el viejo gusano de la identidad nacional royera las almas lánguidas de los poetas. Y es que, en efecto, a la vez que se propagaban, bajo la marca registrada de Modernismo, el formalista y plástico parnasianismo y el musical y metafísico simbolismo, aliñados con sus gotas de decadentismo d’annunziano y de prerrafaelismo macilento y medievalizante, crecía el sentimiento político de asimilación y fortalecimiento patrióticos. El modernismo completo está en el grandioso Rubén Darío: desde el responso a Verlaine, «Padre y maestro mágico, liróforo celeste» (donde se encuentra aquel alejandrino del que Lorca decía no entender más que el «que»: «Que púberes canéforas te ofrenden el acanto») al sobrecogedor «Lo fatal» de Cantos de vida y esperanza (1905): «Dichoso el árbol que es apenas sensitivo / y más la piedra dura, porque esta ya no siente» o, en el mismo libro, la «Salutación del optimista»: «Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda, / Espíritus fraternos, luminosas almas, salve!». Tanto la doctrina del «arte por el arte» que había defendido Oscar Wilde exonerando al arte de la moral, como los hervores nacionalistas tuvieron su origen en las tormentas románticas, pero iban a representar dos caminos divergentes a lo largo de todo el siglo: o el arte o la política y ni el arte político ni la política estetizada (la del fascismo, por ejemplo) engendraron más que mediocridad propagandística o terror y muerte. El mexicano Ramón López Velarde dirá en un verso: «la Patria es impecable y diamantina» y, aunque el poema al que pertenece advierta «Suave Patria: te amo no cual mito / sino por tu verdad de pan bendito», ese amor va a dirigir la acción de muchos intelectuales y va a inspirar a muchos creadores. Y algunos se deslizarán del verso o la prosa modernistas, esencialmente cosmopolitas, hacia una obra enraizada lingüística o temáticamente a la tierra, una obra destinada a construir los rasgos de identidad colectiva, a ensalzar el paisaje (los Llanos en Venezuela; la Pampa en Argentina; Castilla en España) o el paisanaje (el llanero, el gaucho, el estanciero, el castellano adusto...). Antes de que Ricardo Güiraldes hiciera cristalizar el mito del gaucho en Don Segundo Sombra, Leopoldo Lugones ya había publicado la novela La guerra gaucha (1905) y había pretendido asentar una idea de argentinidad en las conferencias de El payador. Pero estos esfuerzos por espigar (no poco inventivamente) rasgos aglutinantes de un concepto de lo nacional que luego se reinserta en el pueblo mediante la acción política no fueron privativos de Argentina, ni mucho menos (se practicó en México, Venezuela y España), pero en general su saldo último fue deficitario.

Como todo cansa, el modernismo se degradó en sonsonetes y lugares comunes. El poeta mexicano Enrique González Martínez exhortó a torcer «el cuello al cisne de engañoso plumaje», a huir «de toda forma y de todo lenguaje / que no vayan acordes con el ritmo latente / de la vida profunda» y a reemplazar el cisne decorativo por el búho sapiente, que no tendrá la gracia del otro, pero cuya pupila «se clava en la sombra, interpreta / el misterioso libro del silencio nocturno». Este búho procede del zoológico simbolista y, toda vez que el simbolismo constituye el hontanar de la lírica moderna, cabe suponer que lo que González Martínez reclamaba era una vinculación más directa con esa fuente. Al fin y al cabo, exhortaba a modernizar de una vez por todas la expresión poética.

¿Es moderna nuestra literatura?, se preguntaba Octavio Paz en 1975 ante un docto auditorio en Cambridge. Su respuesta era tan rotunda como desoladora: «Nuestra modernidad ha sido y es una mascarada». Se refería a Hispanoamérica, pero podría haber incluido la España de entonces, muy alejada ya de la España acuciosamente moderna —cuando menos en sus élites culturales— del remoto tiempo de entreguerras (1917-1936). Paz lanzaba un duro diagnóstico sobre la asimilación del ideario ilustrado en el siglo XIX y las secuelas de ello en el XX: «En Hispanoamérica esas ideas eran máscaras; los hombres y las clases que gesticulaban detrás de ellas eran los herederos directos de la sociedad jerárquica española; hacendados, comerciantes, militares, clérigos, funcionarios. La oligarquía latifundista y mercantil unida a las tres burocracias tradicionales: la del Estado, la del Ejército y la de la Iglesia. Nuestra Revolución de Independencia no fue solo una autonegación sino un autoengaño. El verdadero nombre de nuestra democracia es caudillismo y el de nuestro liberalismo es antiautoritarismo». La contundente verdad de esta sinopsis no quita que, desde los albores del siglo, escritores y artistas hispanoamericanos, forcejeando por distanciarse de las sociedades atrasadas a las que pertenecían, se empeñaran en hacer su obra en diálogo directo con las formas más avanzadas del arte y las letras europeas. Aunque ello les granjeara la descalificación de extranjerizantes o descastados. Cayó el remoquete sobre Darío y sobre Borges, sobre Huidobro y sobre Paz, sobre Xavier Villaurrutia y Salvador Novo, cayó sobre algunos poetas y prosistas del 27 y volvería a desempolvarse en los años sesenta con el boom de la narrativa hispanoamericana y la atropellada puesta en hora de las letras españolas con la modernidad interrumpida.

Los autores que en España adquirieron prestigio con los primeros bostezos del siglo XX: Unamuno, Baroja, Azorín, Antonio Machado (pero también su hermano Manuel, al que prefería Borges), Valle-Inclán, Juan Ramón Jiménez... consiguieron, sin hacer de ello mucho propósito (e incluso con melindres y despropósitos), ser inequívocamente modernos. Lo fue Azorín al utilizar la novela como pretexto autobiográfico, al descoyuntar sus resortes estructurales, al embutir en ella el ensayo y la reflexión metaficcional, al quintaesenciar el léxico y la sintaxis y lo fue en su fenomenología de los objetos inertes. Lo fue Valle-Inclán cuando se sacudió el sensualismo decadentista, en la causticidad política, en el expresionismo grotesco y la autoironía de Luces de bohemia y en eso mismo aplicado a la pulverización de la novela tradicional en Tirano banderas (1926), modelo de las «novelas de dictador» de Miguel Ángel Asturias (El señor presidente, 1946), Augusto Roa Bastos (Yo el Supremo, 1974) o Gabriel García Márquez (El otoño del patriarca, 1975). Y fue moderno Juan Ramón desde el crucial Diario de un poeta recién casado (1916) —y aun antes, en su alquitarado simbolismo anterior— y ya para siempre a través de su solitaria quête de la experiencia interior indecible. Incluso Antonio Machado o Baroja lo fueron, aun cuando se apoyaron en maneras algo caducas en apariencia, porque el primero encontró un cauce de expresión idóneo en la prosa ensayística del Juan de Mairena (1936) y el segundo depuró la novela realista burguesa hasta convertirla en una fórmula narrativa sobria y eficaz, desprovista de determinismos, con la que lo mismo armaba un testimonio de la crisis de valores generacional (Camino de perfección, 1902) que una impecable novela sobre la absurdidad de España y la ferocidad de la vida (El árbol de la ciencia, 1911), una fórmula concisa que iba a ganarse notables admiradores futuros, desde Ernest Hemingway a Eduardo Mendoza. Y, en fin, Unamuno, el recalcitrante autor del «que inventen ellos», Unamuno el africano, como se le llamó malévolamente, no es que fuera moderno sino que constituye uno de los escasísimos nombres españoles en el Parnaso de indiscutidos de la modernidad occidental. Su neurótica obsesión con la vida eterna no es más que un síntoma del morbo que, sin tanto aspaviento, recorrió todo Occidente cuando se supo que el trono de Dios estaba vacío y nadie ni nada ofrecía garantías más allá del último suspiro. Su no menos persistente preocupación por la personalidad humana, por el qué es cada uno de nosotros, para sí y para los otros, emplaza a Unamuno en el centro neurálgico de una modernidad acosada por la disolución de todas las cosas, por la contingencia de todo esfuerzo y la incertidumbre de toda percepción. La niebla epistemológica que embarga al hombre moderno y rodea el arte contemporáneo encuentra en Niebla (1914) una de sus mejores concreciones, así como La novela de don Sandalio, jugador de ajedrez pone en cuestión los límites de lo que creemos verdadero y lo que creamos como verdadero, que es asunto capital que también trata en una obra maestra como San Manuel Bueno, mártir. Incluso la aburrida proclama de este deslavazado arranque del siglo XXI acerca de la muerte de los géneros literarios (¿pero no pudrían tierra desde hace décadas?) podría apoyarse en un texto agenérico, que es relato, ensayo, panfleto político, glosa literaria, autobiografía, diario y no sé cuántas cosas más, que se llamó Cómo se hace una novela (1927) y hubo de publicarse en Buenos Aires porque entonces Unamuno estaba vetado en España. Y vio la luz justo un año después de que allí se idealizara la pampa en Don Segundo Sombra de Güiraldes y se novelara la urbe moderna en El juguete rabioso de Roberto Arlt.

Con todo, hubo una forma de modernidad subversiva y rebelde, indócil a las normas heredadas, inverecunda y adoradora de la gesticulación y el escándalo que fue la Vanguardia. En España brotó uno de los jayanes del vanguardismo europeo, Ramón Gómez de la Serna, pero lo hizo a deshora, como un alienígena caído por azar en Madrid. De una placenta de anarquismo, nietzscheanismo, simbolismo, parnasianismo, decadentismo y otros ismos de hacia 1900, surgió Gómez de la Serna en 1905 con un libro olvidable, Entrando en fuego, y reclamó la atención en 1909 traduciendo el Manifiesto futurista de Marinetti y firmando una proclama futurista para españoles. Aquello debió de parecer a los pocos que lo leyeron en la revista Prometeo un capricho de niño bien y solo a fuerza de bastantes años y un ingente trabajo lograría el escritor ser admitido en España como un autor estimable, tras dar a luz en parto múltiple, en 1917, tres libros a cuál más rupturista: Greguerías, Senos y El circo, a los que siguieron meses después la amenísima crónica de su tertulia Pombo, las prosas de El alba y la miscelánea Muestrario (1918), que dirige a los parias del mundo maltratados por los señoritos y donde postula un desajuste de la realidad, la desobediencia de las normas, la sospecha de las ideas recibidas porque «toda verdad es sospechosa». Aunque Ramón (se hacía llamar así, por antonomasia, en un tiempo en que no faltaban conspicuos Ramones, como Menéndez Pidal, Valle-Inclán o incluso Pérez de Ayala) tuvo una influencia vastísima y profunda en toda la literatura hispánica de los años veinte y treinta, fue en Francia (a través de Valéry Larbaud) donde empezó a prestársele una singular atención.

El vanguardismo de ley llegó en 1918 de la mano del chileno Vicente Huidobro, que llevaba varios años defendiendo su credo particular, el Creacionismo, en Chile, Buenos Aires y París: autonomía del arte respecto a la naturaleza, a la que no le debe ya tributo de imitación (Non serviam, había proclamado en 1914, como el ángel caído ante Dios), divinización del poeta, capaz de crear lo inexistente por la fuerza genésica de su palabra («El poeta es un pequeño Dios», había sentenciado en su «Arte poética» en 1916) e intelectualización del ejercicio literario, con la implícita repulsa del sentimentalismo: «El vigor verdadero / reside en la cabeza». De Francia traía no solo una doctrina sino una agenda de contactos que incluía a popes del esprit nouveau como Guillaume Apollinaire, Pierre Reverdy, Jean Cocteau, Max Jacob, el dadaísta Tristan Tzara, los futuros surrealistas André Breton, Louis Aragon, Paul Éluard o pintores como Max Ernst, Juan Gris, Francis Picabia, Jacques Lipchitz... Huidobro llegaba para predicar su buena nueva entre los jóvenes poetas españoles, pero solo consiguió dos prosélitos fieles, eso sí, de suprema solvencia, Gerardo Diego y Juan Larrea. Los otros andaban enredando en tertulias y cafetines, mezclados con bohemios y sablistas, repartidos entre dos patrocinios rivales, el de Gómez de la Serna y el de Rafael Cansinos Assens, y vagamente identificados con la confusa bandera del Ultraísmo. Aquello del Ultra duró poco (en 1924 era agua pasada), fue de cosecha magra pero muy fecundo en entusiasmos, chisporroteos metafóricos y talentos que irían encontrando su camino: Guillermo de Torre iba a ser el madrugador cronista de la Vanguardia en Literaturas europeas de vanguardia (1925), muy cernido de exaltaciones y asentado con amplia erudición en las páginas de Historia de las literaturas de vanguardia (1965); Antonio Espina se convertiría en un hombre de letras polifacético (periodista, narrador, poeta, crítico literario, traductor y espléndido biógrafo); otro tanto ocurriría con Juan Chabás, que añadió a esas dedicaciones la de historiador de la literatura antes de la guerra y en su exilio en Cuba; o con Rogelio Buendía y Mauricio Bacarisse y Rosa Chacel... O con Jorge Luis Borges, que en 1919 había fungido de ultraísta en Sevilla, colaborando en la revista Grecia con un ardor que en 1920 trasladaría a Madrid —adonde se mudó su familia— para conocer allí a Ramón, al que habría de ser su cuñado Guillermo de Torre, y para sellar con Rafael Cansinos Assens un pacto de lealtad pupilar a todas luces exagerado. El mismo Borges, una vez regresara todo el clan familiar a Argentina en 1921, trasplantaría allí la fe ultraísta, nucleada en torno al sortilegio creador de la metáfora, y promovería revistas como Prisma o Proa y arrebatos renovadores.

Mientras en España iniciaban su ascensión los poetas como Pedro Salinas o Jorge Guillén, educados en el rigor de Juan Ramón («¡Intelijencia, / dame el nombre exacto de las cosas»!, reza un famoso poema de Eternidades, 1918) y atraídos por los fulgores de las rupturas vanguardistas, al otro lado del Atlántico surgía un vanguardismo, exaltado como todos, pero muy activo y preñado de nuevas ideas. En México estallaba en 1921 el Estridentismo de Manuel Maples Arce con una pegada de carteles en las calles de Puebla al pie de los cuales se leía un «Directorio de Vanguardia» con decenas y decenas de nombres encabezado, en este orden, por Cansinos Assens, Gómez de la Serna, Lasso de la Vega, Guillermo de Torre y Borges. Y la llama que este había exportado a Buenos Aires encontró un inesperado acelerante en la personalidad magnética de Macedonio Fernández, el escritor ágrafo por excelencia, y en las fogosas rebeldías juveniles que tan bien representaron Evar Méndez y Oliverio Girondo, fundadores de la revista Martín Fierro en 1924. Las palabras de Girondo al frente del número inaugural convocan los afanes de quienes «sean capaces de percibir que nos hallamos en presencia de una nueva sensibilidad y de una nueva comprensión» a través de los que «nos descubre panoramas insospechados y nuevos medios y formas de expresión». Pero la novedad duradera no iban a anunciarla los Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922) de Girondo, sino los Veinte poemas de amor y una canción desesperada (1924) de Pablo Neruda, y ante todo iba a llegar, el mismo año 1922, en la bravura moral y lingüística, en la palabra incandescente del peruano César Vallejo en Trilce, si bien ya se había dejado oír en Los heraldos negros (1918): «Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé! / Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, / la resaca de todo lo sufrido / se empozara en el alma... Yo no sé!». Y en el crisol cubano, poetas como Mariano Brull y Nicolás Guillén ponían a bailar el idioma, como harán luego otros cubanos verbilindos y verbirrotos como José Lezama Lima o Guillermo Cabrera Infante. «Filiflama alabe cundre / ala olalúnea alífera / alveolea jitanjáfora / liris salumba salífera», escribirá Brull (y Alfonso Reyes le tomó uno de los neologismos, jitanjáfora, para denominar a estas diabluras poéticas), y Nicolás Guillén acompasaba el ritmo y la fonética de sus versos a los cantos africanos: «Yoruba soy, lloro en yoruba / lucumí. / Como soy un yoruba de Cuba, / quiero que hasta Cuba suba mi llanto yoruba; / que sale de mí». El mismo sentimiento de africanidad que inspiraba en 1933 a Alejo Carpentier ¡Écue-Yamba-Ó! (Abalado sea el señor, en yoruba). Los aires vanguardistas transatlánticos convivían con el viaje hacia el fondo de la historia, hacia las raíces, con el viaje a la geología y a la genealogía. Futuro y primitivismo.

El esplendor y la altura de la literatura hispánica en las décadas de los veinte y treinta resultan asombrosos. El laboreo de Huidobro, Vallejo, Gabriela Mistral (Desolación es de 1922), Neruda, Borges (Fervor de Buenos Aires es de 1923), Girondo, de los mexicanos cosmopolitas del grupo «Contemporáneos», Xavier Villaurrutia, José Gorostiza, Salvador Novo, Gilberto Owen o Jorge Cuesta... es coetáneo del duende sombrío y carnal de Federico García Lorca y de las aleluyas populares de Rafael Alberti y de la lírica geométrica y prístina de Jorge Guillén o de los humorismos maquinistas de Pedro Salinas y de José Moreno Villa, Dámaso Alonso... Y seguirán participando todos de un prodigioso y virtual parlamento poético cuando Huidobro revise el mito del poeta mesiánico en Altazor (1931) y Vallejo escriba con sangre los Poemas humanos que solo se publicarán póstumamente en 1938, y Borges vaya dejando atrás su querencia por los suburbios bonaerenses y por los compadritos para preferir el ensayo breve, y Neruda, cónsul en Madrid, preconice una «poesía impura como un traje, como un cuerpo, con manchas de nutrición y actitudes vergonzosas» desde su revista Caballo verde para la poesía (1935) y Lorca cante la angustia vertical de Nueva York o Alberti la angustia empozada de los abismos interiores en Sobre los ángeles (1929) o Salinas enseñe, en La voz a ti debida, que los amantes se llaman, todos y cada uno, «tú» y «yo»: «Qué alegría más alta: / vivir en los pronombres!». La densidad demográfica del genio literario en aquella época hace imposible ofrecer una síntesis plausible, porque junto a los citados han emergido con inusitada potencia la voz airada de Luis Cernuda («Diré cómo nacisteis, placeres prohibidos, / Como nace un deseo sobre torres de espanto...») y la voz ronca y hormonal del más joven Miguel Hernández («Como el toro he nacido para el luto / y el dolor, como el toro estoy marcado / por un hierro infernal en el costado / y por varón en la ingle con un fruto»), y la trepidación sorda de Vicente Aleixandre («La palabra, la palabra, la palabra, qué torpe vientre hinchado») y Emilio Prados y Manuel Altolaguirre y Eugenio Florit y Francisco Luis Bernárdez. Junto a ellos, respirando la misma atmósfera de incitaciones intelectuales y perplejidad histórica, ensayistas como el madrileño José Ortega y Gasset, el mexicano Alfonso Reyes, el peruano Carlos Mariátegui o el catalán Eugenio d’Ors están haciendo —como decía Ortega— precisión con el pensamiento.

Pero ni la poesía ni la prosa ensayística fueron toda la historia. Como Alberti, muchos narradores podrían haber proclamado: «Yo nací —¡respetadme!— con el cine», pero también podrían haber declarado, con el poeta ecuatoriano Jorge Carrera Andrade, «Nací en el siglo de la defunción de la rosa / cuando el motor ya había ahuyentado a los ángeles». En efecto, la magia del cine y la imagen, la retórica de la fragmentación (el découpage) y el montaje iban a condicionar el arte narrativo del siglo XX, pero también lo iba a determinar el éxodo de los ángeles, el combate del lirismo sentimental y empalagoso de lunas y crepúsculos (échese un vistazo a Lunario sentimental de Leopoldo Lugones y Crepusculario de Neruda). Los nuevos tiempos venían auspiciados por una estrella intelectual, el cerebro sustituía al corazón y la razón designadora y diseñadora asumía un control que nunca pasó de ser un proyecto denodado y tal vez necesario. Las novelas de Ramón Pérez de Ayala, escritas en una prosa de columnas dóricas, impiden la empatía del lector, mientras que las de Gabriel Miró, deslumbrantes de luces, colores y olores, embriagadas de formas y matices, no pueden ocultar que son hijas de un difícil matrimonio entre una inteligencia dominadora y una sensualidad irreprimible. En unas y en otras el argumento queda aplastado y le falta la respiración, pero eso no las menoscaba sino que requiere del lector una disposición distinta, una atención más refinada y paciente... Por eso las narraciones vanguardistas —que se llamaron «deshumanizadas» por pereza— fueron impopulares, porque rezumaban cálculo y un lirismo racionalista inmediatamente transformado en ingeniosas metáforas. Además, claro, de hacer añicos el soporte narrativo que brindaba la novela realista del siglo XIX (es fácil imaginar que Galdós fue mercancía averiada aquellos años, aunque muchos lo leyeran de tapadillo). Las ficciones de Ramón Gómez de la Serna, Benjamín Jarnés, Antonio Espina, Pedro Salinas, Rosa Chacel, Francisco Ayala, Max Aub o las del mexicano Jaime Torres Bodet... llevaban demasiado lejos su desafío a los hábitos del lector y en su inhibición política resultaron sospechosas, cuando el mundo se alborotó, de connivencia con los intereses conservadores de las clases medias... Pasada la guerra, la mayoría, en el exilio, rectificaría esa poética y, aun conservando un concepto arriscado de la escritura literaria, cultivarían formas de narración reconciliadas con una trama clara o elucidable y mostrarían una expresa inquietud por el incierto destino humano..., como Gómez de la Serna en la apesadumbrada novela El hombre perdido (1947), Salinas en La bomba increíble (1951), Francisco Ayala en Los usurpadores (1949) o Muertes de perro (1959), o Max Aub en el ciclo El laberinto mágico o Rosa Chacel en La sinrazón (1960), que fue la que perseveró en una fórmula desrealizadora más hermética (por fidelidad a su maestro Ortega y Gasset). Todos estos títulos se publicaban en el exilio, para un público a priori inexistente («¿Para quién escribimos nosotros?», se preguntaba Ayala en un certerísimo artículo en 1949, poniendo el dedo en la llaga de los escritores españoles de la diáspora). A ese mismo público fantasma se dirigían narraciones espléndidas, indefectiblemente evocativas —cuando no autobiográficas de par en par— de la infancia y la juventud irrecuperables, pegadas como una piel quemada al suelo del país dejado atrás: La forja de un rebelde (1952) de Arturo Barea, los varios tomos de Crónica del alba (1942-1966) de Ramón J. Sender, Los pasos perdidos de Corpus Barga, El diario de Hamlet García (1944) de Paulino Masip, El cura de Almunacied (1950) de José Ramón Arana, y tantas obras del mismo Sender (como su rotundo Mosén Millán de 1953, luego retitulado Réquiem por un campesino español), de Manuel Andújar o Segundo Serrano Poncela.

Esas obras, que miran —¿podían no hacerlo?— al pasado de forma interrogativa, con rabia o nostalgia que no entorpecen la lucidez exiliada, compartían el mercado con otras en las que era posible adivinar el rumor tumultuoso de la literatura venidera. Podía ser la «antipoesía» de Nicanor Parra de Poemas y antipoemas (1954), conectada con la calle y sus prosas y rosas marchitas, o la magna poesía sin adjetivos de Octavio Paz, recorrida por relámpagos surrealistas, por los mitos, por la historia, por la reflexión sobre la propia poesía, desde la primera salida de Libertad bajo palabra (1949; como Guillén con Cántico o Cernuda con La Realidad y el Deseo, Paz iría ampliando y rehaciendo el libro en sucesivas ediciones): «Contra el bullicio y el silencio, invento la palabra, realidad que se inventa y me inventa cada día», afirma en el pórtico del libro. Precisamente Paz, que siempre defendió la ineluctable unidad de la literatura hispánica, fue uno de los cuatro poetas que, en México y en 1941, resolvieron antologar la «poesía moderna en lengua española» en un libro que se llamó Laurel (en préstamo de Lope de Vega: «presa en laurel la planta fugitiva») y cuya factura compartió con los españoles exiliados Emilio Prados y Juan Gil-Albert y el mexicano Xavier Villaurrutia. Este, en su prólogo, observaba cómo los poetas de las dos orillas no se habían dejado seducir por el más blando irracionalismo, aun habiendo asimilado sus posibilidades, sino que «se mantienen —aun dentro del sueño— en una vigilia, en una vigilancia constantes». Vigilia y vigilancia en Parra, Paz, Lezama Lima y en tantos poetas posteriores, como atestigua otra antología, inspirada en los mismos presupuestos que Laurel, destinada a cubrir la segunda mitad del siglo y elaborada también por dos poetas españoles (Andrés Sánchez Robayna y José Ángel Valente) y dos hispanoamericanos (Eduardo Milán y Blanca Varela), que se tituló Las ínsulas extrañas (2002).

En aquel mercado latinoamericano de los años cuarenta en que apareció Laurel y la obra de los exiliados republicanos, también estaban ocurriendo importantes novedades en la prosa narrativa. Podía ser el intento de novela total de Leopoldo Marechal en Adan Buenosayres (1948) o la mezcla de existencialismo y psicología siniestra en El túnel (1948) de Ernesto Sábato, pero sobre todo eran los cuentos eruditos y metafísicos de Borges en El jardín de los senderos que se bifurcan (1941), integrados en 1944 en Ficciones, donde suele colocarse el mojón del kilómetro cero de la literatura metaficcional llamada posmoderna. Y eso a pesar de que el recurso de buscarle refugio a la ficción literaria en el comentario sobre lo ya escrito, en la glosa o reseña imaginaria, ya lo había practicado Borges, siguiendo el punto de fuga de muchos estímulos convergentes (entre los que figuran Cansinos Assens y Macedonio Fernández), en «El acercamiento de Almotásim», un relato colado de rondón entre los ensayos de Historia de la eternidad (1936). Pero el gusto por la lucubración, por las tramas con enigma y laberinto, el desprecio del psicologismo y las ironías sobre la consistencia ontológica de la realidad fue también una debilidad de un íntimo amigo suyo, Adolfo Bioy Casares. Cuando este publicó, en 1940, su novela fantástica La invención de Morel, Borges le regaló un prólogo laudatorio en el que celebraba el perfecto ajuste de trama y lenguaje, la condición de artefacto (término muy de su agrado) irreprochable. La dirección hacia el género fantástico de cierta literatura hispanoamericana contribuyó a señalarla la Antología de la literatura fantástica que ellos mismos elaboraron en 1946 con Silvina Ocampo (esposa de Bioy desde 1940 y hermana menor de Victoria Ocampo, la fundadora en 1931 de la revista Sur). Solo cinco años después, en 1951, aparecía Bestiario, el primer libro de cuentos de Julio Cortázar, el más genial de los cultivadores del género, en el que la huella de Borges —palmaria— se entreveraba con los azares del surrealismo y ciertas aflicciones existencialistas. Y al año siguiente, 1952, el mexicano Juan José Arreola concitó la admiración y el asombro con los textos breves, humorísticos y fantásticos de Confabulario, una miscelánea brillantísima donde cabían fábulas, poemas en prosa, microrrelatos, apólogos, relatos realistas e irrealistas, en fin, un muestrario soberbio de la versatilidad creativa de este prosista escrupuloso y a ratos sardónico.

Aún no estaba madura la marea de nuevos talentos que en España se promocionó (bajo la égida astuta del editor Carlos Barral) como el boom de la novela hispanoamericana. Sin embargo, la remoción de las formas narrativas periclitadas hacía mucho que se había puesto en marcha, y no solo por obra de Borges, que en 1949 daba otro libro fundamental, El Aleph, y Bioy Casares, que más discretamente publicaba en 1954 El sueño de los héroes, sino de escritores entonces más secretos como el uruguayo Juan Carlos Onetti, que en 1950 demostraba en La vida breve cómo podía armarse una narración turbia y desasosegante, entre Faulkner y Kafka, en la que todo rezuma ambigüedad y fracaso. Quizás algunos lectores privilegiados habían reconocido al autor de El pozo (1939), pero la mayoría iba a descubrir a Onetti en sus ficciones asfixiantes situadas en la decadente ciudad portuaria de Santa María, El astillero (1961) y Juntacadáveres (1964). A las obras de Arreola y Cortázar que los acreditaban como cuentistas extraordinarios debían añadirse por entonces dos delgados libros que bastaron para encumbrar a su autor entre los más grandes escritores hispanoamericanos, casi de inmediato y sin que se haya movido de ese lugar con el más de medio siglo transcurrido. Me refiero a Juan Rulfo, autor de los cuentos de El llano en llamas (1953) y la novela corta Pedro Páramo (1955). Rulfo resumía múltiples sabidurías en un puñado de páginas: ahí estaba toda la literatura generada por la Revolución mexicana, ahí también la narrativa indigenista y regionalista, ahí las conquistas técnicas de la narrativa moderna y, de manera destacada, la imaginación telúrica y violenta de William Faulkner, pero también la mitología griega, el Hades que es Comala y el Orfeo sin canto que es Juan Preciado, y la dimensión tanática de la cultura rural mexicana, cuya habla estiliza Rulfo para fraguar un español prodigiosamente expresivo. Cuando en 1994 apareció por fin una traducción inglesa íntegra y rigurosa de Pedro Páramo, Susan Sontag no tuvo empacho en afirmar que no solo era «una de las obras maestras de la literatura universal en el siglo XX, sino uno de los libros más influyentes del siglo».

La Comala mítica de Rulfo tenía poco que ver con el afán por describir la naturaleza indomeñable de la selva americana o la oposición entre barbarie y civilización, tan comunes en narradores regionalistas como José Eustasio Rivera en La vorágine (1924), Rómulo Gallegos en Doña Bárbara (1929), Ricardo Güiraldes en Don Segundo Sombra (1926), Jorge Icaza en Huasipungo (1931) o Ciro Alegría en Los perros hambrientos (1938). Los tópicos cristalizados en estas obras y otras semejantes, que se remiten a la obra pionera de Horacio Quiroga y se prolongan en novelas de Mario Vargas Llosa (La casa verde, 1966) y Alejo Carpentier (Los pasos perdidos, 1953), aquí están ausentes o transmutados en materia universal, en arquetipos y valores intemporales, en miedos y deseos consustanciales al barro del que está hecha la humanidad. Tampoco guardaba la obra de Rulfo ninguna relación con «la expresión americana», por lo menos tal como la teorizó Alejo Carpentier, que le consagró en 1957 un ensayo fundamental. Y es que si para el cubano «solo lo difícil es estimulante», este axioma de la estética barroca (válido para otro cubano, José Lezama Lima) no era de aplicación a Juan Rulfo, aunque sí constituiría una clave para un conjunto de nuevos creadores al filo de los años sesenta.

De hecho, la prosa suntuosa de Carpentier, su léxico y sintaxis lujuriantes, y su concepción de lo que había de ser la novela hispanoamericana trazan un camino doble por el que discurrirán muchos novelistas: el del barroquismo estilístico y estructural y el de unas historias emplazadas en un mundo donde el prodigio forma parte de la cotidianidad. Frente a la decadente Europa, donde se había buscado lo maravilloso «a través de trucos de prestidigitación», como hizo el surrealismo, en América la maravilla forma parte de la naturaleza y solo hay que abrir los ojos para contemplarla y describirla. Lo que en Europa se persigue a través de la visión alucinada o los sueños, en América se ofrece en la misma realidad. Por esta razón, la expresión americana debe consistir en una forma de realismo que consigne la maravilla, un «realismo mágico» que dé cuenta de lo «real maravilloso», por medio del cual, además, el escritor dé cumplida satisfacción a su compromiso social y político (en clara réplica a la doctrina del compromiso defendida por Sartre). Estas ideas, expuestas por Carpentier en el prólogo a su novela El reino de este mundo (1949) y posteriormente en numerosas oportunidades, sustentan sus impresionantes novelas Los pasos perdidos (1953) y El siglo de las luces (1962). Solo el guatemalteco Miguel Ángel Asturias puede comparársele en ambición y logros. También Asturias quiso escarbar en las raíces mayas y quichés de la cultura centroamericana, espoleado por sus estudios etnográficos en la Sorbona en los años veinte, y recreó el universo fabuloso de los mitos mayas en Leyendas de Guatemala (1930), pero no es hasta Hombres de maíz (1949) cuando cuaja una obra complejísima, de profundas resonancias mitopoéticas que envuelven toda la historia de su pueblo, desde los más remotos orígenes hasta la actualidad, una obra cosmogónica y proteica que rivaliza con el Popol Vuh, el libro sagrado de los mayas que el propio Asturias tradujo en 1927, pero que está escrita con procedimientos de rabiosa vanguardia.

Con estos precedentes, nada tiene de extraño, pues, que a finales de los años cincuenta se produjera la eclosión de un grupo de narradores cuyo talento, inventiva y vigor lingüístico causarían, en la arrugada España que celebraba como gloria a Camilo José Cela y en la que se rastrillaba una literatura realista paupérrima en lo formal y atiborrada de buenas intenciones políticas, un estado de alarma general (con algo de recelo ante la competencia). Suele repetirse que el boom estalló en 1963, cuando La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa obtuvo el Premio Biblioteca Breve. Y, en cierto modo, así fue, aunque Vargas Llosa ya tenía publicado en Barcelona el volumen de relatos Los jefes (1959) y aunque de los maestros anteriores (Borges, Sábato, Asturias, Carpentier...) se venía hablando desde hacía algunos años. En 1961 había publicado Gabriel García Márquez El coronel no tiene quien le escriba, cuando faltaban seis años para que Carlos Barral rechazara Cien años de soledad y esta apareciera al fin en Buenos Aires. Y aun antes, en 1958, el chileno José Donoso y el mexicano Carlos Fuentes habían publicado sus primicias novelísticas, Coronación y La región más transparente, aunque serían textos posteriores los que les proporcionarían relevancia, en especial a Fuentes a partir de La muerte de Artemio Cruz (1963). Fue el año de una novela heteróclita y fetiche para la generación de los sesenta: Rayuela, de Julio Cortázar, una historia de triste desamor entre un intelectual argentino descolocado e inútil y una mujer desencantada e incomprendida, la Maga, en un París lluvioso donde suena un aire de jazz inacabable y donde la literatura es un estupefaciente que alivia pero no cauteriza las heridas. Pero Rayuela (lo dice su título) era también un juego, el de ir componiendo distintas novelas a base de saltar de una casilla (un capítulo) a otra, en una burla manifiesta de la linealidad de la narración convencional. Esa misma ejecución lúdica de la escritura, más un fastuoso malabarismo verbal le valió en 1964 al cubano Guillermo Cabrera Infante el Premio Biblioteca Breve por Tres tristes tigres, aunque la novela no vería la luz hasta 1967. Justo un año después de que otro compatriota ya veterano, José Lezama Lima, diera a la estampa Paradiso, la novela que venía urdiendo desde los años cuarenta (y la había anticipado en las páginas de su revista Orígenes) y en la que culminaba su poética del barroco tropical, arborescente y hermético. Un tour de force desarmante.

Esta catarata de novedades contrastaba lúgubremente con el panorama de racionamiento de las letras españolas desde 1939. El clasicismo poético de los años cuarenta, roto por clamores de desgarro, como Hijos de la ira (1944) de Dámaso Alonso, o por evasiones a un paraíso de felicidad destruido como Sombra del Paraíso (1944) de Vicente Aleixandre, se fue llenando de lamentos religiosos (que algo tenían de sublimación de quejas menos metafísicas) como los de Blas de Otero en Ángel fieramente humano («Luchando, cuerpo a cuerpo, con la muerte, / al borde del abismo, estoy clamando / a Dios. Y su silencio, retumbando, / ahoga mi voz en el vacío inerte») y Redoble de conciencia (reunidos en Ancia, 1950-1951), donde sin embargo se inicia un giro solidario hacia los hombres que sufren y los oprimidos («Porque vivir se ha puesto al rojo vivo / [...] / Porque escribir es viento fugitivo, / [...] / Vuelvo a la vida con mi muerte al hombro, / abominando cuanto he escrito: escombro / el hombre aquel que fui cuando callaba»). Porque en los años cincuenta los poetas españoles han resuelto no callar y convertir su voz, aclarada de retóricas confusas, en mensaje recto e incriminatorio. Sin esperanza, con convencimiento, como reza un libro de Ángel González de 1961, poetas como él, como Gabriel Celaya, Otero, José Ángel Valente, José Agustín Goytisolo o Jaime Gil de Biedma, pugnaron por la libertad y la justicia con la endeble arma del verso, a la vez que los jóvenes narradores hacían lo propio con la novela, aunque sacrificando en mayor medida que los poetas la elaboración estilística de sus obras, como sucedió en Central eléctrica de Jesús López Pacheco, La mina de Armando López Salinas o La zanja de Alfonso Grosso (todas entre 1958 y 1962). Otros supieron mantener un mayor equilibrio entre el compromiso político, convertido en crítica social más o menos incisiva, y el cuidado en la construcción de la novela, aun respetando el mandamiento de objetivismo narrativo que parecía entonces inquebrantable: fue el caso de Juan Goytisolo en Duelo en el paraíso (1956) o en El circo, Fiestas y La resaca (1957-1958), pero sobre todo fue el de Juan García Hortelano en Nuevas amistades (1959) y Tormenta de verano (1962), y el de Jesús Fernández Santos en Los bravos (1954) o Ignacio Aldecoa en el díptico que forman El fulgor y la sangre (1954) y Con el viento solano (1956) y en sus cuentos memorables. Y, desde luego, Carmen Martín Gaite, que en su primera novela, Entre visillos (1958), ponía un espejo delante del empobrecimiento y falta de porvenir de la vida provinciana española. Un par de años antes, su esposo Rafael Sánchez Ferlosio había ganado el Premio Nadal con El Jarama (1956), pieza clave del realismo objetivista y obra maestra tout court que rompía la desnutrición literaria de la novela social con una prosa iluminada por fogonazos de lirismo y sugerencias metafóricas y con una historia que bajo su anodida superficie escondía una radiografía poco lisonjera de la juventud crecida bajo el franquismo. Y puestos a romper, El Jarama también rompía la expectativa de quienes habían leído su primer libro, Industrias y andanzas de Alfanhuí (1951), un relato encantador rebosante de fantasía (la maravilla que puebla la mente infantil), reminiscente de las aventuras picarescas y escrito con una prosa de muchos quilates poéticos. Pero Ferlosio, que tras El Jarama se enrocaría en un obstinado silencio narrativo durante veinte años (hasta El testimonio de Yarfoz en 1986), había de dejar atónitos a muchos renaciendo, en 1974, con Las semanas del jardín, como un ensayista extraordinario.

Todos aquellos jóvenes narradores, privados por el exilio o la censura del conocimiento de la literatura española más renovadora de antes de la guerra, hubieron de buscar con un candil y sin brújula sus referentes. Dentro de España funcionaban como tales Camilo José Cela por La colmena (1951) —y no tanto por La familia de Pascual Duarte, de 1942, que sin embargo alentó la estética truculenta del «tremendismo»—, Carmen Laforet por Nada (1944), en cuya juventud y talento se miraron escritoras como Ana María Matute o Carmen Martín Gaite, y Miguel Delibes, que cuajó su primer gran libro en El camino (1950). Las tres novelas cuentan entre lo más granado de la cosecha novelística de la alta posguerra y las tres, cada una a su modo, reflejan la precariedad económica y moral de la vida española tras la guerra, en la ciudad y en el campo. Cada uno de esos autores tomaría un rumbo distinto: Cela el de una obra de escasa complexión narrativa muy fiada en el lucimiento de su prosa, en una estética expresionista de chafarrinón y en la visión desgarrada, primaria y nihilista del mundo (movido por el sexo y la violencia); Laforet prefirió la inhibición y durante muchos años no volvió a las librerías y cuando lo hizo, madurada como escritora, apenas se le hizo caso; Delibes fue afirmando una narrativa paulatinamente más crítica con la España franquista y también más depurada técnicamente (en Las ratas de 1962 o en Cinco horas con Mario de 1966) que lo convirtió en el gran novelista español de su generación. Gonzalo Torrente Ballester podría haber figurado entre los referentes citados, pero la suerte no acompañó sus muchos títulos hasta La saga/fuga de J.B. (1972) y obras excelentes como su irónico Don Juan (1963) o la trilogía realista de Los gozos y las sombras (1957-1962) pasaron sin hacer ruido.

Quien sí lo hizo fue, en 1962, un psiquiatra llamado Luis Martín Santos con la novela Tiempo de silencio. Echando mano de todos los recursos literarios a su alcance, muchos importados del Ulises de Joyce, fragmentando el texto en secuencias casi cinematográficas, poniendo en berlina, tácitamente, la austeridad literaria de la novela realista de obligado cumplimiento, Martín Santos narraba el estrepitoso fracaso de un médico (un intelectual) al intervenir en la realidad para mejorarla y no obtener sino su propia ruina y la de quienes lo rodean. Martín Santos se mofaba de la inoperancia política de los escritores que creían poder modificar la situación social o económica de los proletarios con una novela o un puñado de poemas y, de paso, hacía una exhibición de creatividad formal y virtuosismo idiomático. Tiempo de silencio parodiaba el realismo social con un sarcasmo que Juan Marsé empleará a espuertas en Últimas tardes con Teresa (1966) como ningún otro. Porque los otros Juanes (la nueva novela española de los sesenta tiene su más firme sustentación en tres Juanes: Goytisolo, Benet y Marsé) prefirieron desdeñar implícitamente el realismo testimonial o cancelarlo como una etapa de ingenuidad literaria. El desdén lo administró Benet en Volverás a Región (1967) —y lo argumentó en el ensayo La inspiración y el estilo (1965)—; la cancelación la llevó a cabo Goytisolo en Señas de identidad (1966), y ambas fueron novelas de extraordinaria ambición y trascendencia con las que se apostaba por una literatura no adocenada, consciente de su encarnadura lingüística, incitadora para la inteligencia y sensibilidad del lector, incisiva en la revisión del pasado histórico próximo (Benet examinaba las brechas abiertas en muchos españoles por la Guerra Civil y Goytisolo se encaraba con el deslucido papel de los intelectuales antifranquistas). Desde entonces, Benet y Goytisolo representaron sendas formas de dignidad literaria insobornable, dos ejemplos (muy distintos, desde luego) de compromiso a ultranza con la escritura como vía de conocimiento.

Aquella década de los sesenta, además, había supuesto un despertar de la literatura catalana, que había subsistido gracias a la ejecutoria de los maestros procedentes de la preguerra, en especial los poetas Carles Riba, Salvador Espriu (La pell de brau [La piel de toro] es de 1960), Josep Vicenç Foix, que reúne sus Obras poéticas en 1964, Joan Oliver, o prosistas como Josep Pla (su Quadern gris sale en 1966), Llorenç Villalonga (Bearn o la sala de nines vio la luz en 1961, aunque la versión castellana es de 1956) y Mercè Rodoreda, que en 1962 publicaba La plaça del Diamant. A ellos se agregaron poetas algo más jóvenes como Joan Vinyoli, Josep Palau i Fabré, Vicent Andrés Estellés o el industrioso Joan Brossa, inagotable experimentador con las imágenes y las palabras, o Gabriel Ferrater, magnífico poeta del desencanto cotidiano en los tres libros que reunió en Les dones i els dies (1968). Y narradores como Joan Perucho, enciclopedista taimado y socarrón, autor en 1960 de unas Històries naturals que tenían de todo menos naturalidad (se trata de una fábula de vampiros); Joan Sales, que en 1969 veía publicada al fin completa su novela sobre la guerra Incerta glòria (la edición de 1956 había sido mutilada), o como Pere Calders, que aún exiliado en México publica los cuentos transgresores, entre fantásticos y humorísticos, de Cròniques de la veritat oculta (1955), aunque solo en los años ochenta Calders obtendría reconocimiento merecido.

Y tales novedades eran simultáneas al desembarco de los escritores latinoamericanos con su inagotable cornucopia de sorpresas. En la desfavorable comparación entre la fecundidad, el impulso renovador, la complejidad estructural, imaginación argumental y riqueza expresiva de la narrativa hispanoamericana y la indigencia de la española muchos hubieron de aleccionarse, máxime cuando aquella literatura provenía de países que no gozaban de mayores libertades ni holguras que España, sometidos casi secularmente a regímenes dictatoriales. Rayuela, Sobre héroes y tumbas, Tres tristres tigres, La casa verde o Cien años de soledad fueron libros revulsivos que alteraron el curso de la narrativa en español. Es cierto que coincidían con el quehacer discreto de algunos creadores como el gallego Álvaro Cunqueiro o los citados Calders y Perucho, o el Alfanhuí de Ferlosio o con algunos títulos de Ana María Matute..., pero, a vista de pájaro, la literatura venida de América desentumeció y despabiló la narrativa peninsular y contribuyó a configurar un mercado y un auditorio únicos. Desde entonces es difícil hablar de una novela española o colombiana o argentina o venezolana porque todas comparten unas amplias zonas de intersección donde circulan libremente las influencias y, claro, los rechazos.

No puede afirmarse lo mismo de la poesía, que tiende a discurrir por cauces más estrechos y modestos. Sí, el Canto general (1950) de Neruda fue leído copiosamente, pero no así Libertad bajo palabra o ¿Águila o sol? (1957), de Octavio Paz, más intensos en su lirismo, menos aullados, que se leyeron por cuenta —o a la zaga— del ensayista de El arco y la lira o Los hijos del limo (1974), ni la poesía de Borges, que se reunió por primera vez en Obra poética (1964), ni, con más razón, la poesía de Nicanor Parra, Emilio Adolfo Westphalen, Jorge Eduardo Eielson, Gonzalo Rojas, Cintio Vitier, Roberto Juarroz, Carlos Germán Belli, Enrique Lihn, Blanca Varela, José Emilio Pacheco o Juan Gelman, y la relación de grandes poetas latinoamericanos que habían publicado libros en los cincuenta y sesenta podría continuar y nos acercaría hasta el fin del siglo, cuando Rojas, Varela, Gelman, Pacheco o Parra han recibido prestigiosos reconocimientos (por ejemplo, los Premios Cervantes de 2003, 2007, 2009 y 2011 a Rojas, Gelman, Pacheco y Parra, respectivamente, y el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana de 2007 a Varela o el de 2012 a Ernesto Cardenal). El influjo de Darío, Huidobro, Vallejo y Neruda es común a casi todos ellos, pero también fueron estos poetas minuciosamente leídos en España —lo que no significa imitados— por Claudio Rodríguez, José Ángel Valente, Celso Emilio Ferreiro, Carlos Barral, José Manuel Caballero Bonald o Gabriel Ferrater. Y también por los poetas más jóvenes, surgidos en las postrimerías de los sesenta, ansiosos de nutrientes foráneos, aburridos de tanto engagement y tanto prosaísmo didáctico y tanta gabela política, lectores políglotas, cinéfilos, cultos y jocundos, los denominados «novísimos», entre los que militaban Pere Gimferrer, Guillermo Carnero, José Miguel Ullán, Antonio Martínez Sarrión, Manuel Vázquez Montalbán y Félix de Azúa. Porque ellos empezaron por leerlo todo, escuchar toda la música, ver todo el cine y toda la pintura y, en la embriaguez culturalista, hacer ostentación de esa turbamulta de referencias a través de citas, pastiches, parodias, collages, juegos polifónicos y probaturas con distintos códigos y estéticas, desde el modernismo sensualista al surrealismo visionario, desde la poesía pura hasta la elegía latina o la copla y la tonadilla. Ya en los años setenta, el panorama poético se enriqueció con la incorporación de nuevas voces, como la decadentista de Luis Antonio de Villena, la neorromántica de Antonio Colinas, la neoclasicista de Jaimes Siles, la neobarroca de Antonio Carvajal o la neopurista de Andrés Sánchez Robayna. Y es que, aunque simplifico a través del prefijo, entonces todo tenía un cierto aire de neo, de regreso a corrientes y formas del pasado, de revisión y aggiornamento. Se pusieron de moda lo camp (sobre esta estética del mal gusto sofisticado escribió Susan Sontag en 1964) y lo kitsch (y sobre el mal arte imitativo, sobre la copia de baja estofa ya en 1933 había reflexionado Hermann Broch). Bien es cierto que, ya en los años ochenta y noventa, contra el telón de fondo del eclecticismo estético (cada quién elige a sus predecesores), resurtieron dos viejas concepciones de la escritura poética que, a grandes y burdos rasgos, enfrentaban la poesía como conocimiento y aventura intelectual (representó esta dirección José Ángel Valente) a la poesía como comunicación narrativa de una experiencia (el paradigma fue Jaime Gil de Biedma). La dicotomía, más que nimia, es engañosa, porque toda poesía es una forma de indagación epistemológica a la vez que constituye una búsqueda inexorable de orden ontológico: al cabo, el lenguaje que informa al ser (del que está construida nuestra conciencia) es una vía de conocimiento y una experiencia. Y las obras de Sánchez Robayna, José Miguel Ullán, Luis García Montero o Carlos Marzal, por disímiles que se antojen, lo corroboran. De igual modo que lo prueba la extraordinaria poesía de Antonio Gamoneda, emergida de un pozo de silencio en 1984 con la antología Edad y ubicada, tardíamente, en el lugar de excelencia que le corresponde.

Es lo cierto que ya a finales de los años sesenta se había abierto una bifurcación análoga a la que he señalado entre experimentalismo y narratividad, entre hermetismo y legibilidad, en definitiva entre un texto que privilegia el tejemaneje con el lenguaje y otro que prima la narración de una historia. Por regla general, discurso e historia van solidariamente cosidos, pero se dio alrededor de 1970 una propensión a sobrevalorar en la novela los dédalos estructurales, los embrollos superfluos y los pasatiempos lingüísticos que dejaban al lector a dos velas y al otro lado de la verja. Pudo servir de estímulo la narrativa latinoamericana (por ejemplo el cubano Severo Sarduy, tan fascinante como esotérico en Cobra, de 1972), pero si algo caracterizó en conjunto aquel aluvión narrativo fue la admirable conciliación de estructura y lenguaje con una trama capaz de capturar el interés. En este sentido, Conversación en La Catedral (1969) de Vargas Llosa dio una lección del todo memorable, y no se desviaron de ese equilibrio los más jóvenes Alfredo Bryce Echenique desde Un mundo para Julius (1970) o Manuel Puig desde La traición de Rita Hayworth (1968). Algunos autores españoles exacerbaron sus experimentos y produjeron textos resistentes a la lectura (algunos las llamaron antinovelas), como Una meditación (1970) de Juan Benet, que constaba de un solo párrafo, o Juan sin Tierra (1975) de Juan Goytisolo, la monumental Escuela de mandarines (1974) de Miguel Espinosa, o, en fin, la apoteosis experimental Larva (1983) de Julián Ríos; pero a lo largo de la década se reequilibraron los afanes del cómo con el imperativo del qué en algunas de las mejores novelas de la época: la tetralogía Antagonía (1973-1981) de Luis Goytisolo, Si te dicen que caí (1973) de Marsé o, de la mano de un desconocido Eduardo Mendoza, La verdad sobre el caso Savolta (1975), una mixtura de novela histórica y novela negra con puntas picarescas y su dosis de crítica social que supo a gloria y catapultó a su autor al éxito.

Entre aquel año dichoso y 1986, que fue cuando se consolidó de verdad la democracia parlamentaria española, se renovó el censo de escritores y empezaron a hacer de la educación sentimental (y la otra) bajo el franquismo, de las componendas de la transición y del presente de un país aceleradamente modernizado (por segunda vez, después de haberlo logrado antes de la guerra) los escenarios de sus invenciones y de sus desahogos. El periodista Francisco Umbral —que iba a ser el cronista de la transición en sus columnas— compuso un hermoso planto novelesco a su hijo fallecido en Mortal y rosa (1975), mientras que el también periodista (y poeta, y narrador y teórico de la comunicación...) Manuel Vázquez Montalbán se las ingeniaba para realizar una autopsia al cuerpo vivo de la sociedad española a través del detective Pepe Carvalho (y su primer campanazo lo dio con Los mares del sur en 1979, que arrancó el Premio Planeta). En 1981, el mismo año en que los veteranos Torrente Ballester y Delibes publicaban dos de sus más perfectas ficciones, La isla de los jacintos cortados y Los santos inocentes, o en que un narrador joven pero con muchas horas de vuelo, José María Guelbenzu, lograba su mejor novela, El río de la luna, dos de los bárbaros de los sesenta, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, causaban estupor con dos artefactos narrativos de insuperable precisión, Crónica de una muerte anunciada y La guerra del fin del mundo, en los que diseccionaban sendas manifestaciones de irracionalidad: la fatal consumación de un asesinato conforme a bárbaras normas de honor y la rebelión de los ignorantes en Canudos conducidos por un santón alucinado.

Pronto empezarían a sonar nombres como los de Álvaro Pombo, cuyos Relatos sobre la falta de sustancia (1977) habían anunciado a un narrador de un bagaje filosófico y una sutileza prosística poco común, algo que iba a confirmarse en los tres decenios siguientes con títulos como Donde las mujeres (1986) o El metro de platino iridiado (1990), o Juan José Millás, que desde Cerbero en las sombras (1975) venía trazando la topografía de un universo onírico, entre perverso y amenazante, lleno de pliegues y recovecos, duplicidades y extrañas simetrías, o los de los leoneses José María Merino, que anduvo escarbando en la frontera entre realidad y ficción (en Novela de Andrés Choz, de 1976, y La orilla oscura, de 1985), y Luis Mateo Díez, que asumió el deleite de contar en historias provinciales de prosa rutilante desde La fuente de la edad (1986). Y, con ellos, una caterva de narradores salidos de la recién estrenada democracia: Javier Tomeo (aunque sus inicios son bastante anteriores), Jesús Ferrero, Alejandro Gándara, Soledad Puértolas, Ignacio Martínez de Pisón, Adelaida García Morales, Javier García Sánchez, Cristina Fernández Cubas, Andrés Trapiello, Miguel Sánchez-Ostiz... que algún maledicente quiso contar por cientos. Pero estos nombres llegados con los biorritmos democráticos no solo escribían en castellano, porque empezaban a recuperar su pulso las literaturas vasca y gallega y catalana, si bien esta no había dejado de producir excelentes frutos a despecho de la inclemente helada franquista. Entre los continuadores de la gran literatura catalana figuraron Miquel Martí i Pol y un Pere Gimferrer que adoptó finalmente su lengua materna pero no cedió un ápice de brillantez en verso o en prosa (son memorables sus Dietaris de 1980-1981), y, más ligados a la cultura de masas, Terenci Moix o un magistral cuentista satírico, Quim Monzó, alimentado tanto por la alta literatura como por la cultura de masas (ambos empezaron en los setenta) o una narradora de cuerda intimista como Carme Riera o novelistas proclives al grand style como Jesús Moncada o Miquel de Palol. La literatura vasca, que contaba con el valioso ejemplo de Ramón Saizarbitoria (su primera novela en euskera apareció en 1969), conoció un fenómeno impredecible en 1988 cuando Bernardo Atxaga convirtió el libro de cuentos Obabakoak en un éxito internacional combinando elementos costumbristas y fantásticos, y algo semejante consiguió el gallego Manuel Rivas con los relatos de ¿Qué me queres, amor? (1995), aunque ha demostrado excelentes dotes de novelista en O lápiz do carpinteiro (1999) y sobre todo Os libros arden mal (2006). Pero Rivas no era una planta brotada en el aire, porque las letras gallegas, que durante la dictadura tuvieron pocos cultivadores aparte de Álvaro Cunqueiro, Celso Emilio Ferreiro, Xosé Luis Méndez Ferrín y Carlos Casares, se habían vivificado con las narraciones (traducidas y premiadas) de Víctor Freixanes y Alfredo Conde.

Pero regresemos a aquellas alturas, las de 1986, el año de la muerte de Borges, cuando Eduardo Mendoza revalidaba con La ciudad de los prodigios los créditos obtenidos diez años atrás. Era ya entonces incuestionable la pujanza de la narrativa peninsular, por fin equiparable a la que escribían los autores hispanoamericanos, que seguían distribuyendo, ya de forma ordinaria, sus obras en España. Con la perspectiva de más de veinte años, se advierte que no fue pequeña la contribución a ese estado de cosas de la obra particular de unos cuantos creadores: Juan José Millás, Javier Marías, Enrique Vila-Matas y Antonio Muñoz Molina, si bien los tres primeros tenían tratos con la imprenta desde mucho antes, porque Millás se estrenó (ya se ha dicho) en 1975, Marías entró en fuego con Los dominios del lobo en 1971 y Vila-Matas, con La asesina ilustrada en 1977. Pero es alrededor de 1986 cuando se pone de manifiesto la originalidad de los respectivos proyectos creativos con novelas como El desorden de tu nombre de Millás, El hombre sentimental de Marías, Beatus ille de Muñoz Molina y, de 1985, Historia abreviada de la literatura portátil de Vila-Matas. El escrutinio moral de una generación madurada en el tardofranquismo, la revisión crítica de la historia inmediata y la apuesta por una literatura autorrefleja y metaficcional iban a señalar derroteros de la ficción española hasta el 2000 y esos autores, poco complacientes con la degradación de la literatura en producto de consumo, iban a cosechar algunos de los mejores frutos: La soledad era esto (1990), Tonto, muerto, bastardo e invisible (1995) de Millás, Todas las almas (1989), Corazón tan blanco (1992) o la novela triple Tu rostro mañana (2002-2007) de Marías, El jinete polaco (1991), Plenilunio (1997) o Sefarad (2001) de Muñoz Molina, o Lejos de Veracruz (1995), Bartleby y compañía (2000) o Doctor Pasavento (2005) de Vila-Matas, que se había revelado, además, un narrador breve eficacísimo en Suicidios ejemplares (1993) e Hijos sin hijos (1995). A esa eficacia narrativa no era ajena la asimilación de los maestros del cuento latinoamericano Quiroga, Bioy, Borges, Cortázar, a los que en estos años se agregaron Sergio Pitol y Augusto Monterroso, ambos nacidos en los años veinte y treinta pero cuya obra no había tenido una adecuada difusión. Piénsese que el primer libro (delgado y delicioso como todos los suyos) de Monterroso data de 1959 y lo llamó irónicamente Obras completas (y otros cuentos), donde incluía la celebérrima ingeniosidad «Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí» que ayudó a propagar la epidemia de microrrelatos que asuela las revistas, los suplementos y los programas radiofónicos. Sin embargo, la obra de Pitol tardó en gozar de una recepción condigna de su altura y solo desde la miscelánea El arte de la fuga (1996) empezó a ganar numerosos adeptos en España.

En los noventa ingresaron en el ruedo literario narradores como Almudena Grandes y Luis Landero, que se dieron a conocer en 1989 con sendos éxitos, la erótica (y moralizante) Las edades de Lulú y la quijotesca Juegos de la edad tardía, que, en claves distintas, regresaban a una narración de urdimbre argumental fuerte y maneras realistas para desenredar madejas íntimas. Aunque quien se ganó de verdad a los lectores fue el periodista Arturo Pérez Reverte por la vía de la inmarcesible novela de aventuras, contada con brío y astuta gradación de la intriga, desde El maestro de esgrima (1988) y La tabla de Flandes (1990), una vía que amplió en 1996 con las peripecias seriadas de El capitán Alatriste. Mientras Pérez Reverte se inventaba el bestseller en español (con la precedencia de Isabel Allende), Belén Gopegui demostraba en La escala de los mapas (1993) cómo compaginar la inquietud por los desperfectos de la realidad con una vocación literaria de exigencia insobornable. Y a la vez que surgían nombres jóvenes en España (Antonio Soler, Juan Manuel de Prada, Ray Loriga, Mercedes Abad, Lorenzo Silva, Juana Salabert o Javier Cercas, el más notorio de ellos desde Soldados de Salamina, en 2001), seguía entrando un flujo de voces refrescantes procedentes de Hispanoamérica, unas también nuevas, como las de Jaime Bayly, Rodrigo Fresán, Fernando Ampuero, César Aira, Juan Villoro o Laura Restrepo, y otras menos nuevas que llegaban con algún retraso, como Manuel Scorza o Ricardo Piglia o los mexicanos Alejandro Rossi, Elena Poniatowska y el ensayista Carlos Monsiváis, o el cubano Pedro Juan Gutiérrez... Pero como esto no debería ser un listín telefónico, será suficiente trazar un círculo alrededor de dos autores extraordinarios —y antagónicos— en la última década del siglo: el colombiano Fernando Vallejo y el chileno Roberto Bolaño. En Vallejo lo literario (en lo que pueda tener de impostura o de artificio) resulta afrentado, igual que la corrección política o el progresismo inconsciente y el idioma y la primera persona narrativa (solo el yo no le parece indecoroso). Sus juicios y dicterios cobran una perturbadora fuerza disolvente, el poder devastador del ácido sobre la carne, que en él es la memoria autobiográfica y la Iglesia y la dolorida Colombia en La virgen de los sicarios (1994) o en El desbarrancadero (2001). Muy al contrario, Bolaño acarreó el hálito formidable de la invención, la avidez de transmutar el mundo (con él dentro) en lenguaje narrativo, la excentricidad de sustituir a fin de cuentas la vida por la literatura, de enterrar el yo en un boscaje de palabras, criaturas y acciones que lo acabara devorando todo, suplantando una realidad demasiado real como para no necesitar salir afuera, a menudo, a respirar aire fresco, y esa es la ganancia del lector en Los detectives salvajes (1998) y en la póstuma 2666 (2004). «La poesía —ha escrito otro chileno, Jorge Teillier— / es un respirar en paz / para que los demás respiren, / un poema / es un pan fresco, / un cesto de mimbre». Cuántos cestos, cuántos panes y cuánto aire en las letras hispánicas del siglo pasado.

D. R. DE M.

100 escritores del siglo XX. Ámbito Hispánico

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