Читать книгу 100 escritores del siglo XX. Ámbito Hispánico - Domingo Ródenas de Moya - Страница 13
PÍO BAROJA
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RICARDO SENABRE
La Historia tiene menos realidad que la misma novela. No hay obra histórica que dé la impresión del estado social de España en tiempo de Felipe III como Don Quijote.
(La intuición y el estilo, 1948)
Reconstruir la dilatada vida de Pío Baroja (San Sebastián, 1872-Madrid, 1956) es sumamente sencillo. Existen varias biografías minuciosas, pero, sobre todo, contamos con los siete volúmenes de Memorias que, con el título general Desde la última vuelta del camino, fue publicando el autor entre 1944 y 1949. Por otra parte, Baroja había ofrecido ya numerosos esbozos autobiográficos desde muchos años antes, en ensayos y conferencias como los contenidos en los volúmenes Juventud, egolatría (1917), Las horas solitarias (1918) o Divagaciones apasionadas (1924), sin olvidar el discurso de ingreso en la Real Academia Española (1935), titulado «La formación psicológica del escritor». Existen, además, abundantes retazos biográficos incorporados a muchas novelas, como Camino de perfección, El árbol de la ciencia o La sensualidad pervertida —entre otras—, que confirman los datos conocidos. La existencia del autor carece de zonas oscuras y de grandes acontecimientos. En las últimas líneas de sus memorias confesaba el autor que su vida le había producido «una impresión más bien gris. La infancia, poca cosa; la juventud mediocre, con una temporada de médico de pueblo y otra de pequeño industrial. Después, trabajando sin éxito, de editor. Luego, de viejo, escapando a París y otra vez la vida pobre y ramplona, ganando poco, sin dinero y sin prestigio». Sin embargo, en este marco gris y mediocre se inscribe la creación de medio centenar de novelas largas, de más de sesenta novelas cortas y otros tantos cuentos, de dos docenas de libros de ensayo, de varias obras de teatro y hasta de un libro de versos (Canciones del suburbio, 1944) que acreditan la extraordinaria laboriosidad del escritor.
«He nacido en San Sebastián el 28 de diciembre de 1872 [...] El recuerdo más antiguo de mi vida es el intento de bombardeo de San Sebastián por los carlistas». Acaso aquel recuerdo despertó en el Baroja maduro la afición a este período de la historia española, marco de las andanzas de Aviraneta en la serie Memorias de un hombre de acción y presente también, directa o indirectamente, en otras novelas barojianas, como Zalacaín el aventurero. Hacia 1892, la familia se traslada a Madrid, y poco después a Pamplona. «De la vida infantil en Pamplona he hablado en dos novelas: en La sensualidad pervertida, libro en gran parte autobiográfico, con muchas cosas disfrazadas y cambiadas, y en Silvestre Paradox». A partir de 1886, la familia se instala de nuevo en Madrid. El joven Baroja concluye el bachillerato y se plantea qué estudios emprender: «Yo sentía curiosidades; pero, en definitiva, vocación clara y determinada, ninguna». Pero es muy aficionado a la lectura: «En Pamplona, los autores y libros leídos por mí fueron: Julio Verne, Federico Marryat, Gustavo Aimard, el Robinson, algunos folletines: Las tragedias de París, El coche número 13 y Creación y redención, de Dumas». Estas novelas de aventuras y folletines truculentos forman un sustrato sin el cual no podría explicarse adecuadamente buena parte de la narrativa barojiana. «Yo devoraba en mi juventud todo lo que caía en mis manos, principalmente novelas», afirma Baroja en sus memorias. En la segunda etapa madrileña, que corresponde al final del bachillerato y a los primeros años universitarios, las preferencias confesadas del futuro escritor responden ya a una selección más exigente, aunque subsiste el trasfondo del folletín romántico: «En Madrid, mis favoritos eran: V. Hugo, E. Sue, J. Sand, Zola, Espronceda y Bécquer [...] Recuerdo haber comprado novelas famosas en traducciones españolas por entregas». Baroja se matricula finalmente en la Facultad de Medicina, publica algunos artículos y comienza a componer dos novelas que abandona: «La una se titulaba El pesimista o Los pesimistas, y la otra, Las buhardillas de Madrid. Creo que una de ellas debía de parecerse a mi novela Camino de perfección, y la otra, a Las aventuras de Silvestre Paradox».
Los años de Baroja como estudiante de Medicina y sus primeras prácticas profesionales, una vez titulado, han dejado su huella en una de sus más significativas novelas, El árbol de la ciencia (1911), que, junto con Camino de perfección (1902), constituyen acaso las dos obras más representativas del espíritu pesimista y turbulento de una generación que ha proyectado sus lecturas de Schopenhauer sobre la visión de una España sumida en el sopor y la decadencia. Concluida la licenciatura en Valencia y, poco después, el doctorado en Madrid —con una tesis titulada El dolor. Estudio de psicofísica—, Baroja ocupa una plaza de médico en Cestona durante algo más de un año, y en 1895 vuelve a Madrid para regentar, junto con su hermano, la tahona de su tía Juana Nessi. En 1900 aparecen los primeros libros: Vidas sombrías —recopilación de cuentos dados a conocer antes en revistas y periódicos, que logró un elogioso comentario de Unamuno— y La casa de Aizgorri. Sujeto aún a la pequeña industria de la panadería, que no abandonará hasta 1902, Baroja publica dos novelas más: Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox (1901) y Camino de perfección, otro de los títulos claves del autor y de su generación.
Por entonces, Baroja ha viajado ya a París —escenario de algunas novelas posteriores— y a Roma, evocada luego en César o nada. Realiza también diversas excursiones por España, con frecuencia a pie, que le servirán más tarde para ambientar escenas de distintas narraciones. De igual modo, un viaje a Londres le proporcionará materiales para su novela La ciudad de la niebla. En 1912 se perfilan ya con nitidez las características de la narrativa barojiana. Las novelas se agrupan en trilogías, algunas de ellas ya conclusas en esa fecha: «Tierra vasca», formada por La casa de Aizgorri (1900), El mayorazgo de Labraz (1903) y Zalacaín el aventurero (1909); «La vida fantástica», donde se integran Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox (1901), Camino de perfección (1902) y Paradox, rey (1906); «La lucha por la vida», una de las trilogías cuyos componentes tienen mayor trabazón entre sí, que constituye, al mismo tiempo, el más completo retrato del Madrid suburbial de los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX. En algún caso, una trilogía contiene una novela independiente y dos relacionadas, como sucede con «La raza», donde figura la ya citada El árbol de la ciencia, pero también dos novelas como La dama errante y La ciudad de la niebla, donde se narra la historia del doctor Aracil y su hija, primero en su huida de Madrid a raíz de un atentado anarquista contra el rey, y luego durante su estancia en Londres. Estos son los primeros años de una vida apacible y laboriosa, casi enteramente llena con la escritura, diversos viajes y algún homenaje inesperado, como el ingreso en la Real Academia Española en 1935, seguido poco después de una estancia en Francia, a raíz de la Guerra Civil española, y de una vuelta a Madrid, donde transcurren los últimos lustros del escritor.
En 1912 Baroja ha publicado ya cinco trilogías completas y tiene otras dos comenzadas, que concluirán tras un largo paréntesis, debido a que el autor empieza, en 1913, las «Memorias de un hombre de acción», serie de veintidós volúmenes que se inaugura con El aprendiz de conspirador (1913) y se cerrará con Desde el principio hasta el fin (1935). En ellos, Baroja trata de reconstruir novelescamente la vida de un lejano pariente, don Eugenio de Aviraneta, mezclado en todo género de conspiraciones y aventuras durante el turbulento siglo XIX. El resultado es un extraordinario fresco de la España decimonónica —con algunas salidas ocasionales a otros lugares de Europa— en la que personajes, hechos reales y fondos históricos alternan con elementos de ficción. No ignoraba Baroja que esta serie sufriría la inevitable comparación con los Episodios nacionales Galdós y que, en esto como en otros aspectos de su narrativa, él necesitaba ser distinto. En el tomo de memorias La intuición y el estilo (VIII) expuso con nitidez el narrador vasco las diferencias entre su serie y la galdosiana: «Galdós ha ido a la Historia por afición a ella; yo he ido a la Historia por curiosidad hacia un tipo; Galdós ha buscado los momentos más brillantes para historiarlos; yo he insistido en los que me ha dado el protagonista [...] Galdós pinta a España como un feudo aparte; yo la presento muy unida a los movimientos liberales y reaccionarios de Francia [...] Artísticamente, la obra de Galdós parece una colección de cuadros de caballete de toques hábiles y de colores brillantes; la mía podría recordar grabados en madera hechos con más paciencia y más tosquedad».
En efecto: uno de los problemas que debió afrontar Baroja al comenzar su carrera de novelista fue el de la presencia y la popularidad de Galdós en España. El entonces joven narrador vasco tuvo que proponerse forzosamente, para encontrar su manera personal, distanciarse del modelo galdosiano y buscar fórmulas renovadoras que afirmaran su propia personalidad. Y la renovación no tenía por qué ser temática, sino formal. Si Galdós había tocado en muchos casos asuntos relacionados con problemas de conciencia y conflictos religiosos, como en Doña Perfecta, Gloria o La familia de León Roch, Baroja no rehuyó adentrarse en motivos análogos en Camino de perfección o El cura de Monleón. Tampoco le importó descender al mundo de los arrabales urbanos en «La lucha por la vida», que ya Galdós había atisbado en Misericordia. Pero Baroja somete el modo galdosiano de novelar a una intensificación derivada de una poda radical de adherencias discursivas y de informaciones accesorias. En El árbol de la ciencia, por ejemplo, la escena del suicidio de Andrés se omite por completo y solo queda, narrado con la frialdad de un informe forense, el relato de la descripción del cadáver. Pueden compararse estas escuetas líneas con las numerosas páginas que preceden al suicidio de Julia en La pródiga, de Alarcón, o con el suicidio de don Ramón de Villamil en Miau, de Galdós, precedido de las minuciosas reflexiones y dudas del personaje. Algo parecido sucede con el suicidio de Tonet en el capítulo final de Cañas y barro (1902), de Blasco Ibáñez. No solo asistimos a él, sino a la búsqueda del cadáver por parte del tío Tòni. Y algo parecido, en cuanto a la premiosidad del desarrollo, podría decirse del suicidio de Rafaela en Genio y figura (1897), de don Juan Valera. Todos estos y otros muchos casos muestran la «manera» barojiana de narrar, donde la reducción tajante de informaciones secundarias va acompañada de una ampliación de las perspectivas. En las pocas líneas que cierran El árbol de la ciencia se nos ofrecen, elusivamente, los puntos de vista de Andrés y de los otros dos médicos, mientras que en Miau, por ejemplo, solo conocemos las reflexiones de don Ramón Villamil.
Otro aspecto compositivo característico de la obra novelesca barojiana es el planteamiento de la narración. En muchos relatos el punto de partida es el de un personaje que llega a un lugar y vive unas experiencias. La composición en sarta va añadiendo personajes y situaciones hasta llegar a un final, casi siempre doloroso o melancólico. Es el caso de Manuel en la trilogía «La lucha por la vida»; de Quintín en La feria de los discretos; de don Fausto Bengoa en Los últimos románticos; de María Aracil en La ciudad de la niebla; de César Moncada en César o nada, enérgico alegato contra el mal endémico del caciquismo, que habían denostado Costa y los escritores regeneracionistas. Baroja comienza por situar al personaje en un ámbito físico y topográfico: «No podría hablar de un personaje secundario sin conocerle algo y sin saber dónde vive y en qué ambiente se mueve». El autor confiesa su preferencia por un tipo de composición narrativa que consiste en «dejarse impresionar por el medio y buscar lo característico entre el conjunto de las impresiones». Pero esta búsqueda de lo característico exige la aplicación de unos criterios selectivos, y aquí es donde se pone de manifiesto la modernidad de Baroja. Puede ejemplificarse esta modernidad en el uso del paisaje, que ya no es un simple marco de las acciones, sino el reflejo psicológico de un personaje, el símbolo de una situación o, como hubiera dicho Amiel, de un estado de ánimo. En La busca (III, 2), Manuel, cada vez más descontento con el derrotero de su vida, ha pasado la noche guarecido con golfos, vagabundos y hampones en el pórtico del Observatorio. Al amanecer —anota el narrador— «el cielo, aún oscuro, se llenaba de nubes negruzcas». La mirada se extiende, por encima de tejados y chimeneas, hacia las afueras de la población, y la descripción concluye así: «Por encima de Madrid, el Guadarrama aparecía como una alta muralla azul, con las crestas blanqueadas por la nieve [...] El esquilón de una iglesia comenzó a sonar alegre, olvidado en la ciudad dormida». Sobre la muchedumbre de pícaros y desheredados entre los que se encuentra el conturbado Manuel, la cima blanca del Guadarrama aparece como un símbolo de elevación y pureza, lo que explica que inmediatamente comience a oírse una campana cuyo sonido se siente como «alegre». El paisaje está visto a través del filtro del personaje; convertido, en suma, en expresión de un estado de ánimo. En Camino de perfección, acaso la novela barojiana con más descripciones de la naturaleza, la correlación entre el paisaje y el espíritu de Fernando Osorio es permanente. Al final de La feria de los discretos, Quintín, resignado a renunciar a Remedios, contempla el cortijo en que ella vive, iluminado por la luna llena cuya luz «al pasar por entre las hojas de una parra, bordaba en el suelo preciosos encajes». Decide alejarse, monta a caballo y emprende la marcha. Vuelve la cabeza para ver por última vez el cortijo y «un nubarrón se interpuso delante de la luna; todo el campo quedó en las tinieblas». He aquí un paisaje simbólico: la luna es la felicidad soñada e inalcanzable junto a Remedios, mientras que el nubarrón que la oculta y oscurece el campo y el camino de Quintín tienen un valor perfectamente descifrable. Se trataba de no nombrar directamente las cosas, como había preconizado Mallarmé como principio de la estética simbolista de la que los escritores llamados del 98 participan. El propio Baroja califica un paisaje de El árbol de la ciencia —los jardines del colegio de niñas y del convento de frailes que se divisan desde la casa de Iturrioz— como «algo alegórico». Y esta concepción del relato, de indudable parentesco con algunos postulados del simbolismo, no afecta únicamente a las descripciones, sino a otros aspectos de la narración, como la separación entre el plano de la historia narrada —externo, lo que se puede contar o resumir— y el tema de la obra, la estructura profunda que proporciona su auténtico sentido. Así, la historia de El árbol de la ciencia, que es, para Baroja, «el libro más acabado y completo de todos los míos», relata la vida de Andrés Hurtado —que posee muchos rasgos del autor— desde su época de estudiante de Medicina hasta su muerte voluntaria, después de haber perdido a su mujer y a su hijo. Pero el tema, la idea motriz que se materializa en personajes y acciones, no es otro que la contradicción entre vida y pensamiento, uno de los más constantes núcleos de preocupación noventayochista.
Lo que mantiene en pie la narrativa barojiana ha sido la extraordinaria capacidad narrativa del autor, su percepción casi impresionista del detalle, su flexibilidad para acomodarse a las estructuras de una novela filosófica, como El árbol de la ciencia, o a las del relato de aventuras, como Las inquietudes de Shanti Andía o Los pilotos de altura. Ha creado personajes inolvidables, representativos de una época, como Andrés Hurtado, Fernando Ossorio o César Moncada, ha dignificado ciertos recursos de la novela de folletín y ha dado entrada, en la literatura española contemporánea, a la narración marinera. Ha sido a la vez Stevenson y Conrad sin dejar nunca de ser Baroja.
Bibliografía
Luis S. Granjel, Retrato de Pío Baroja, Barcelona, Barna, 1953; J. Uribe Echevarría, Pío Baroja: técnica, estilo, personajes, Santiago de Chile, Universitaria, 1957; Fernando Baeza (comp.), Baroja y su mundo, Madrid, Arion, 1962; Carlos O. Nallim, El problema de la novela en Pío Baroja, México, Ateneu, 1964; Sebastián J. Arbó, Pío Baroja y su tiempo, 2ª ed., Barcelona, Planeta, 1969; Biruté Ciplijauskaité, Baroja, un estilo, Madrid, Ínsula, 1972; J. Martínez Palacio (ed.): Pío Baroja, Madrid, Taurus, 1974; Pío Caro Baroja (ed.), Guía de Pío Baroja. El mundo barojiano, Madrid, Caro-Raggio-Cátedra, 1987; Miguel Sánchez-Ostiz, Pío Baroja, a escena, Madrid, Espasa-Calpe, 2006; Julio Caro Baroja, Los Baroja, Barcelona, RBA, 2011; José-Carlos Mainer, Pío Baroja, Madrid, Taurus, 2012.