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MIGUEL ESPINOSA

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DOMINGO RÓDENAS DE MOYA


Permanencia de lo efímero, desvelación de lo vedado, sustanciación de lo intemporal, individual que contagia y revelación del mundo como sentir. ¡Esto es el arte!


(Escuela de mandarines, 1974)


Espinosa (Caravaca, 1926-Murcia, 1982) pertenece a la estirpe de los escritores reservados que prefieren la vida semianónima de la provincia al gusaneo de aspirantes a la gloria de la gran ciudad pero cuya obra tiene valor universal. Resolvió —o se avino a— quedarse en Murcia, empleado en una empresa privada, y consagrar a la escritura y el pensamiento (actividades que en él son una misma cosa) todo el tiempo que su actividad laboral le dejaba.

La muerte de su padre en 1943 determinó el destino inmediato del escritor, que tuvo que hacerse cargo de su familia asumiendo las representaciones comerciales paternas. Durante mucho tiempo, Espinosa fue esclavo de una situación económica adversa y hubo de luchar por salir de ella con desigual fortuna. Pero este retiro provinciano no conllevó ni mucho menos el cultivo de una literatura terruñera, localista y pintoresca, ni la adopción de un realismo social lleno de campesinos, obreros y mineros, conflictos de clase, reivindicaciones y miserabilismo. Todo lo contrario. Espinosa orientó su imaginación hacia un horizonte universalista, desasido de tiempo (ucrónico) y espacio (utópico), hacia la fabulación simbólica y mítica, hacia los universales de la conducta individual, el escrutinio de las estructuras sociales y los sistemas axiológicos y la dialéctica del poder político. La de Espinosa es una escritura nacida de inquietudes ontológicas, éticas, estéticas y políticas, pero también teológicas, tan emancipada del tiempo y del espacio como una parábola bíblica o un mito griego y tan refleja de la España del tardofranquismo como para reconocer en ellas las trazas de la indignación y el análisis demoledor de esa sociedad concreta. Su obra, de una inusitada densidad, es también un ejemplo de exploración técnica y lingüística, algo que puede explicar, junto a su excentricidad geográfica, que solo a finales de los años setenta, cuando el experimentalismo acampó en las letras españolas, empezó a salir a la luz y a ser ponderado por la crítica.

Espinosa escribió una excepcional novela alegórica sobre la dictadura como opresiva forma de gobierno, Escuela de mandarines (1972). Como él mismo declaró, se trata de una «utopía negativa del fascismo español» cuyo propósito es «pintar, pormenor a pormenor, una sociedad fascista, en su totalidad y en cada consecuencia», porque solo en España, donde «ha perdurado el fascismo casi medio siglo, creo que solo desde aquí podía pergeñarse la obra que describiera su ser inmoral». Pero, como enseguida señalaré, Escuela de mandarines supera con creces la condición de sátira del franquismo, para convertirse en una distopía (la «utopía negativa» que dice su autor) de todos los sistemas políticos dictatoriales o mandarinescos, en definitiva totalitarios.

En el aislamiento murciano de los años cincuenta, Espinosa va haciendo su obra sin claras expectativas de publicación y de espaldas a la literatura entonces en boga, la del realismo social y testimonial. Parte de su producción de esa época permanece inédita aún, pero un minucioso ensayo sobre la democracia norteamericana, Reflexiones sobre Norteamérica, gustó en Revista de Occidente y fue publicado en 1957, con prólogo de Enrique Tierno Galván, al que había conocido durante la estancia de este en la Universidad de Murcia. Gracias a su mediación había aparecido en 1956, en el Boletín informativo del Seminario de Derecho Político de la Universidad de Salamanca, el ensayo «La filosofía política mandarinesca», que se presentaba como un conjunto de reflexiones espigadas de diversas fuentes imaginarias sobre el pensamiento utópico y no era otra cosa que un anticipo de la novela en la que trabajaba desde hacía ya dos años.

El período que transcurrió hasta que tuvo que mudarse a Madrid en 1961 fueron los años de la segunda redacción de Escuela de mandarines, pero también los de una precarísima situación económica creada por la escasez de ingresos y la proliferación de las deudas. Durante los tres años que pasa en Madrid (hasta comienzos de 1964) recupera un cierto desahogo financiero al ingresar como agente comercial en una empresa multinacional y, a través de Tierno Galván y Raúl Morodo, conoce al grupo de intelectuales que procedían de Falange: Antonio Tovar, Pedro Laín Entralgo, José Luis López Aranguren y Dionisio Ridruejo. A este le pide Morodo en 1961 que ayude a Espinosa en la publicación en el extranjero de Escuela de mandarines, pero las gestiones, si se hicieron, no culminaron con éxito. Sin que la falta de salida editorial lo desalentara, Espinosa se enfrascó en la escritura de dos obras, Asklepios, el último griego, que no vería la luz sino póstumamente, y Forma y revelación del mundo (Filosofía de elucidaciones), que sigue inédita.

Tras su regreso a Murcia, con una posición laboral estable, vuelve a reescribir Escuela de mandarines (es la tercera versión). Fueron dieciocho años de trabajo hasta 1972, cuando la da por concluida y lista para una publicación que no se haría esperar, encadenando negativas editoriales, hasta que en 1974 la aceptó Libros de la Frontera.

La novela despertó admiración unánime y mereció el Premio Ciudad de Barcelona. Asombraron sus innovaciones formales, su complejidad arquitectónica, la densidad y aplomo clásico de su estilo, el juego con las convenciones de distintos modelos de discurso y el alcance filosófico de su fábula, que consiste en un viaje del Eremita hacia la capital del Estado de la Feliz Gobernación, nombre del estado totalitario gobernado por el Gran Padre Mandarín. El viaje, de hecho, lo inicia en compañía del Gran Padre, cuya identidad desconoce y al que cuenta cómo recibió la orden de sus demiurgos de abandonar su estado de Naturaleza y encararse a la Historia. Se trata de un itinerario de conocimiento a través del que el Eremita, que asume el papel de narrador y representa la suma sabiduría, va adquiriendo noticia de las leyes que ordenan ese mundo y durante el que pone en evidencia su condición de héroe crítico frente a la hostil realidad construida y mantenida por los mandarines. Tal realidad responde a un orden injusto y absoluto que penetra en la conciencia de los ciudadanos para someterlos desde dentro, pero esta circunstancia ominosa no es desarrollada, como hace Orwell en 1984, con gravedad dramática y en torno a una intriga, sino desde una perspectiva con ribetes de ironía cervantina y sin el señuelo de una incógnita por despejar. La andadura del Eremita se ve interrumpida por numerosos encuentros que dan lugar a relatos incrustados y excursos reflexivos en los que el sabio sopesa y juzga conductas, costumbres y valores humanos intemporales.

En el hilo de la narración de camino se ensartan relatos de aventuras, apólogos morales, poemas, aforismos, apuntes historiográficos, disquisiciones sobre filosofía política, ética, religión y muchas otras materias, de manera que el conjunto ofrece una imagen enciclopédica y totalizadora en la que queda reflejada y glosada la realidad. Esta silva novelesca, sin embargo, adopta exteriormente las convenciones de un tratado académico, con un copioso aparato de notas eruditas que cierra cada uno de los setenta y dos capítulos y un índice onomástico que remite al capítulo o nota donde aparece el personaje. El empleo burlesco o paródico de las notas al pie, los índices de nombres y las remisiones internas son habituales en la literatura posmoderna (piénsese en Pálido fuego de Nabokov o en Larva de Julián Ríos), pero no de modo tan fundamental como en Espinosa, pues él se apoya en la información complementaria de las notas para dotar de sustantividad el universo mítico de la Feliz Gobernación, sin renunciar a descargar en ellas apuntaciones jocosas o detalles superfluos. Las abundantes notas proporcionan solidez referencial al mundo ficticio de la Feliz Gobernación, como si este tuviera existencia verificable, pero también incorporan pasajes metaficcionales sobre el proceso de confección del texto o sobre el género al que pertenece. Así, el concepto genérico de «utopía negativa» al que Espinosa quiso asociar su libro se encuentra precisado en dos notas del capítulo 37. En una define: «La utopía describe cómo debe ser la comunidad a través de figuras positivas. Ahora bien: si abstraemos de una determinada sociedad cuanto es contrario al bien, y, convenientemente aislado y delimitado, lo exponemos en un libro, habremos creado una utopía negativa o “expresión de lo que no debe ser”». En la otra desarrolla una controversia erudita entre dos filósofos imaginarios, Martino y Lamuro, en torno a ese concepto.

Esta erudición ficticia no es únicamente apropiación lúdica (paródica) del discurso académico, como en Borges, sino otro de los reflejos del Quijote en la novela. El Cide Hamete Benengeli de Cervantes, los «autores que del caso han tratado», el morisco traductor del Alcaná de Toledo o el curioso compilador cristiano, todos ellos se han transformado en el sistema enunciativo polifónico de Escuela de mandarines. Al Quijote remiten también el esquema del relato: el anciano sabio que emprende un periplo salpicado de innumerables encuentros y peripecias, y la primacía del diálogo sobre la narración, que traslada a la palabra viva de los personajes gran parte del interés de la lectura y produce un acusado contraste con la voz doctoral de las notas. No menos quijotesca es la figura mítica de Azenaia Parzenós, la amada del Eremita, cuyo nombre evoca el de Dulcinea y que, como esta, gravita incorpórea sobre toda la obra. Azenaia compendia las cualidades de sabiduría, gracia, belleza y bondad del arquetipo femenino en toda la obra de Espinosa. Es la misma Azenaia que aparece en Asklepios, el último griego y comparte virtudes con la Juana de Tríbada y con la Clotilde de La fea burguesía, porque todas ellas son figuraciones de una mujer real, Mercedes Rodríguez García, a la que el escritor conoció en 1954 y con la que mantuvo una profunda complicidad afectiva e intelectual hasta su muerte.

Años después de aparecer Escuela de mandarines, el propio autor redactó una «Crítica aproximada del libro» que dio a conocer en 1998 el crítico Luis García Jambrina. Se trata de una crítica realizada con una fingida objetividad, como si estuviera realizada «por cierto alumno, para cumplir con una asignatura, en junio de 1978». En aquel escrito asignaba a las notas la función de enclaustrar al lector en un mundo autónomo mediante la acumulación de detalles anecdóticos, pues en estos estriba (afirma) la verosimilitud literaria. Su intención era configurar una Cultura y encerrar en ella al lector, pero los materiales de esa Cultura imaginaria proceden de la sabiduría (que no del saber) que destila la experiencia vital. De ahí el humanismo de la obra, que el autor emparenta con las de Cervantes, Montaigne, Dante o Rabelais: creadores que han querido volcar en la escritura la sustancia del vivir mismo. Siendo así, la novela puede ser considerada una obra realista y no una fantasía (sigue siendo Espinosa quien hace la autocrítica), pese a sus hipérboles y alegorías.

Tras el enorme esfuerzo de esa monumental obra, Espinosa aún conserva energías para acometer varios proyectos. Entre ellos, uno le absorbe de manera especial, una novela que pretende ser una anatomía fenomenológica de la clase media, de sus actitudes, su sistema de valores, sus hábitos y rituales. Solo ocho años después de su muerte verá la luz La fea burguesía (1990). De nuevo el libro escapa a la fácil clasificación, pues carece de la trabazón de una novela de argumento definido y se asemeja a una colección de cuentos enmarcados que, aun configurando una totalidad de sentido, no pierden su independencia. Dividida en dos partes, «Clase media» (que iba a ser el título del libro) y «Clase gozante», recorre la vida de cinco parejas burguesas que han crecido al arrimo del poder establecido en una transacción moral que les ha supuesto una manifiesta degradación. Cuatro de estos matrimonios protagonizan los cuatro capítulos en que se subdivide la primera parte, titulados intencionadamente con el apellido del esposo (el que hace carrera) y el nombre de pila de la mujer: «Castillejo y Cecilia», «Clavero y Pilar», «Krensler y Cayetana» y «Paracel y Purificación». Ocupan solo noventa páginas y todos representan una misma inconsciencia ante la propia indignidad moral y una misma estulticia: el catedrático, el publicista, el fabricante y el cirujano. Añadir otras parejas hubiera sido fútil porque todas ilustran por un igual una misma vulgaridad, una misma lesión moral, idénticas imposturas e idéntica fealdad. Solo el matrimonio del diplomático Camilo merece una atención más detenida, pues ocupa las casi doscientas páginas de «Clase gozante». Su particularidad es que Camilo sí es consciente de su degradación aunque acalle su conciencia con la mordaza de los privilegios de clase. Espinosa, en cuya escritura siempre hay un signo de implacabilidad moral, se muestra tan severo con los burgueses necios que parasitan el sistema con autocomplacencia como con los burgueses lúcidos que, cínicamente, dan por bien empleados los remordimientos de conciencia a cambio del confort y los placeres de la existencia mesocrática.

Espinosa nutre su escritura, solapadamente, de su propia materia biográfica y, aunque la correlación entre ambas puede establecerse entre casi todas sus ficciones y los hechos conocidos de su vida, es en el díptico Tríbada. Theologiae Tractatus donde ese vínculo resulta más directo. Las dos novelas se inspiran en los hechos que vivió el propio autor, lo que no condiciona la lectura pero subraya la profunda interpenetración de su vida y su obra, de su ética y su estética. La tríbada falsaria se publicó en 1980 y levantó cierto revuelo en la sociedad murciana, una repercusión que utilizó el escritor —de nuevo cervantinamente— para retroalimentar la continuación de la obra, La tríbada confusa. Trabajaba en ella de forma obsesiva, consciente de que la enfermedad coronaria que sufría desde 1974 podía acortar sus años activos, como así ocurrió en abril de 1982. La obra explora una vía contraria a la de Escuela de mandarines, pues si ahí pretendió erigir un universo comunitario, político y extensivo, en Tríbada se propuso construir el universo privado, ético e intensivo de un personaje, Daniel, y tres mujeres, Damiana, Lucía y Juana, involucrados en un suceso sencillo y sórdido. Daniel descubre que su amada Damiana se ha convertido en la amante de Lucía y se obstina, con desmedido sufrimiento, en conocer los porqués. Pero la anécdota de una infidelidad reveladora del lesbianismo de Damiana (su condición de tríbada) carece en el texto de otra importancia que la de servir de objeto de análisis, interpretación y comentario infinito. En efecto, Tríbada ofrece un excepcional estudio de las acciones humanas mediante su reflejo en los otros, pacientes y lectores de conductas.

Un dramatis personae, como en Escuela de mandarines, recibe al lector para dar paso a sendas listas de los apelativos (apodos, insultos, metáforas...) aplicados a Damiana y Lucía. Es el primer signo de extrañamiento, tras el que la novela se inicia con una categórica declaración de la primera: «No creo en Dios», llamada de alerta sobre la falta de principios fundantes (o trascendentes pero no necesariamente religiosos) del personaje, a cuya presentación se dedica el primer capítulo de La tríbada falsaria. Sigue luego el relato de su relación con Daniel hasta que este toma la palabra (hasta aquí cuenta un narrador anónimo) para referir, en un diario personal, los hechos. El capítulo cuarto, el más extenso, recoge las cartas entre Daniel y Juana en las que se examinan, a los pocos meses, antecedentes y consecuentes de todo ello. La tríbada confusa (1984) se compone de las cartas que los mismos se cruzan años después y que le permiten a Espinosa reconstruir los sutiles mecanismos con los que negocia consigo misma la conciencia, practicando con ello una forma de realismo radical o de la ultimidad, es decir, de la raíz ontológica o de las cuestiones últimas del hombre. Decía el autor: «la realidad primera que aparece ante los ojos es una pura apariencia, hay que ahondarla y profundizarla, describir lo que hay debajo de esa engañosa apariencia; entonces se hace realismo» y, desde esta perspectiva, Tríbada excava en esa tierra profunda de la intimidad subjetiva.

Mucho del talento para el buceo psicológico de Espinosa reside ahí, y también algo de su talante, aunque de este trazó una imagen limpia en Asklepios, el último griego (1985). Es la autobiografía de una especie extinta, la del griego, con el que se identifica el propio Espinosa. Los atributos de este Asclepios/Espinosa son la ilimitada curiosidad intelectual, el optimismo de la voluntad, la concordia con la naturaleza, el juicio desembarazado, la espontaneidad en la conducta y el amor generoso. Estamos ante una autobiografía en clave mítica circunscrita a sus años de infancia, adolescencia y juventud que, en conjunto, constituye una apología de la inocencia en tanto que disposición de asombrarse ante el mundo. La edad de la inocencia es la edad de la inexperiencia, la niñez, y conforme aumenta el caudal de la segunda se reduce el de la primera. Como lo que persigue Espinosa es enfocar la ingenuidad primordial y sus formas de pervivencia, las tres partes que componen el libro presentan una extensión decreciente: trece capítulos la niñez, siete la adolescencia y seis la juventud, de tal modo que la infancia abarca tanto como las otras dos edades. En ella el ser humano está cerca del origen, de la naturaleza (a eso lo llama naturidad) y aún lejos de la noción de culpa, en ella los valores son fuertes (lo bueno y lo malo) y la apertura a la maravilla es completa. Grecia simboliza esta edad primigenia y Asklepios la vislumbra en la mujer y en el pueblo laborioso que, con no poco idealismo, describe como «la inocencia oprimida, ultrajada, expoliada por las castas gobernantes». Conviene tener en cuenta que el libro se escribió en los años cincuenta, cuando el régimen franquista estrangulaba todas las libertades y España se encontraba aislada de su propia historia anterior a la guerra y del resto de Europa. En ese clima adquiere un sentido más claro el sentimiento de extranjero o exiliado que transmite la novela. Quizá porque el autor no había cumplido aún los cuarenta años el periplo por las edades del hombre se detiene en la juventud y no progresa hasta la madurez y la vejez, edad esta en la que tal vez hubiera descubierto Asklepios el reflujo de la experiencia hacia una forma de ingenuidad colmada de vivencia pero sin expectativa.


Bibliografía


Quimera, 84 (1987); Carmen Escudero Martínez, La literatura analítica de Miguel Espinosa. (Una aproximación a Escuela de Mandarines), Murcia, Consejería de Turismo y Cultura, 1989; Victorino Polo García (ed.), Miguel Espinosa: Congreso, Murcia, Comisión para la Conmemoración de V Centenario del Descubrimiento de América, 1994; Juan Espinosa, Miguel Espinosa, mi padre, Granada, Comares, 1996; El Urogallo, 119 (1996); Luis García Jambrina, La vuelta al Logos, Madrid, Ediciones la Torre, 1998.

100 escritores del siglo XX. Ámbito Hispánico

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