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IGNACIO ALDECOA

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ANA CASAS


Entre dos casas, cercanas a la estación, numeradas treinta y siete y cuarenta y uno, hay un solar que no es como los demás. Hay un solar, un hermoso solar, llamado de broma por todos los que en la vecindad lo conocen, el Paraíso.


(«Solar del Paraíso», 1955)


Ignacio Aldecoa (Vitoria, 1925-Madrid, 1969) pertenece a la generación del medio siglo, de la que también forman parte, entre otros, Carmen Martín Gaite, Rafael Sánchez Ferlosio, Jesús Fernández Santos, Juan García Hortelano o Alfonso Sastre. Como sus compañeros de promoción, empieza a publicar sus primeros textos en la prensa de la época a finales de los años cuaranta y, también como la de ellos, su obra se hace eco del fuerte impacto que le causó la Guerra Civil a muy temprana edad, así como de la situación de desigualdad e injusticia que, en los cincuanta, todavía sufría el pueblo español como consecuencia de la contienda y de las difíciles circunstancias históricas. En este sentido, puede hablarse de cohesión generacional, promovida por los frecuentes contactos personales y profesionales entre los miembros del grupo: a muchos les unían los lazos de amistad e incluso en algún caso las relaciones sentimentales, como la existente entre el propio Aldecoa y Josefina Rodríguez, que acabaron casándose en 1952.

Así, Aldecoa coincide con otros escritores en ciernes, primero en la Universidad de Salamanca y más tarde en la de Madrid; participa en las tertulias de los cafés, como las de La Granja, el Gijón o el Lyon; colabora en las revistas del SEU (La hora, Alcalá, Juventud, Haz) y en determinadas publicaciones periódicas impulsoras de la joven literatura (Clavileño, Índice). En este sentido, resulta especialmente relevante la labor llevada a cabo por Revista española —fundada por Antonio Rodríguez-Moñino—, a lo largo de cuya cortísima vida (solo vio seis números en poco más de un año) logró convertirse en el medio más importante de expresión de la generación del medio siglo, además de promover los postulados ideológicos y estéticos del neorrealismo español con el que comulgaban buena parte de los integrantes del grupo, entre ellos Aldecoa.

De este modo, desde su temprana y efímera dedicación poética —recogida en los volúmenes Todavía la vida (1947) y Libro de las algas (1949)—, la obra de Ignacio Aldecoa refleja la toma de conciencia que, de forma gradual, lo distancia de los valores vigentes y lo hace evolucionar desde el llamado falangismo de izquierdas hacia posturas más críticas. Dicho inconformismo ante la vida política, cultural y social del país lo lleva a cultivar un tipo de relato que «reproduce» la realidad, presentándola ante el lector de manera inmediata y sin mitificaciones, quedando implícita la intención de denuncia. Pero a esta vertiente social de la obra de Aldecoa hay que unir una aguda preocupación por el estilo, junto a un marcado interés por los temas de alcance general, como la soledad, la incomunicación y la muerte. De esta manera, la búsqueda estética y el contenido simbólico-existencial de sus narraciones confieren a la representación de la realidad una dimensión universal, tal y como se observa ya en su primera novela, El fulgor y la sangre (1954, finalista del Premio Planeta): en ella se cuenta la interminable espera de varias mujeres, esposas de guardias civiles, que, tras recibir la noticia de que uno de sus maridos ha sido asesinado, aguardan conocer el nombre del fallecido. Se perfila en este relato la atención prestada a las gentes humildes, así como la dialéctica que se hará recurrente entre la realidad que viven los personajes y el deseo de trascender esa realidad: en El fulgor y la sangre, las mujeres sueñan con abandonar la Casa Cuartel, salir del aislamiento que padecen; en Con el viento solano (1956) —novela que continúa la anterior adoptando el punto de vista del asesino—, Sebastián escapa de los guardias por miedo a perder su libertad; en Gran Sol (1958, Premio de la Crítica), los marineros y pescadores piensan en la tierra, aunque su vida (y su lucha por la vida) está en el mar; en Parte de una historia (1967), el narrador recala en la Graciosa (en las islas Canarias) huyendo de un conflicto personal que el lector no llegará a conocer.

Sin embargo, aunque Aldecoa es un notable novelista, su mayor contribución a la literatura de la posguerra se debe a sus cuentos. Con ellos ha sabido captar como ningún otro narrador de la época el doloroso sentir del ser humano prisionero de sus circunstancias. Como indica el título del volumen, los relatos que componen Vísperas del silencio (1955) tienen como centro la soledad social y existencial de sus protagonistas, víctimas inocentes de una realidad que no han escogido y en la que solo cabe esperar con resignación la llegada de la muerte (identificada con el silencio). Su desamparo reaparece en El corazón y otros frutos amargos (1959), libro en el que Aldecoa profundiza en la identificación del hombre sencillo con el trabajo, destacando la simbiosis armónica que puede producirse entre ambos cuando las condiciones son las correctas, al tiempo que denuncia la explotación que muchas veces padecen los más desfavorecidos. Los cuentos de Caballo de pica (1961) —en alusión al elemento más humilde del toreo— vuelven sobre los mismos temas, así como los de Arqueología (1961) —en cuya base están los recuerdos de infancia y adolescencia del autor— o los microrrelatos de Neutral corner (1962), en torno al mundo del boxeo, aunque despojados de toda épica.

Como ocurre en los libros mencionados, el tema que unifica los cuentos de Espera de tercera clase (Madrid, Puerta del Sol, 1955) es el desvalimiento humano, encarnado en sujetos frágiles tanto desde el punto de vista social como personal. Su indefensión económica (son campesinos, emigrantes, buscavidas de los bajos fondos) le sirve a Aldecoa para denunciar la desigualdad, la rutina del trabajo, la injusticia o la alienación del individuo: en «El aprendiz de cobrador», por ejemplo, Leocadio apenas empieza a trabajar en el tranvía cuando deja de encontrar un aliciente a su labor. La mayoría de ellos no tienen casi nada, ni tan siquiera poseen las cosas más elementales, como una vivienda en condiciones (muchos viven en chabolas, como en «Hasta que llegan las doce» o «Solar del Paraíso»), y tampoco tienen acceso a la sanidad o a la educación.

De este modo, la mirada del narrador busca desvelar la realidad social, habitualmente falseada por los poderes públicos. Si en la España franquista el campo o ciertos aspectos de la vida nacional se hallan idealizados, relatos como «Seguir de pobres» muestran la auténtica cara del país: al inicio del cuento, la descripción de los carteles de las Cajas de Ahorro, donde se ve «un segador sonriente, fuerte, bien nutrido» y «un niño de amuñecada cara [que] nos mira sereno», contrasta irónicamente con «las cuadrillas de segadores que, como una tormenta de melancolía, cruzan las ciudades buscando el pan del trabajo por los caminos...». La realidad de la faena —núcleo de este relato, protagonizado por los cinco componentes de una cuadrilla de jornaleros— pone al descubierto la falacia, no solo del reclamo publicitario sino de todo un sistema de pensamiento que oculta la verdad.

Pero la indefensión de los personajes también es existencial, pues son víctimas de su condición de hombres: por eso, a menudo los personajes de Aldecoa sufren la enfermedad, la soledad y la muerte. En «A ti no te enterramos», por ejemplo, a las dificultades de la vida campesina y de la emigración se suma la certeza de la muerte próxima: Valentín, el hijo mayor de una familia de labriegos, decide instalarse en la ciudad y buscar allí una colocación, ya que la tuberculosis que padece le impide seguir realizando su trabajo; pero no solo no encuentra un medio de subsistencia, sino que su mal empeora. La empatía hacia el débil deriva en una postura humanitaria, basada en la bondad y en el amor, razón por la que la solidaridad con el prójimo también es uno de los temas frecuentes de estos cuentos: en «A ti no te enterramos», la familia de Valentín gasta casi todos los beneficios de la cosecha en medicinas para el hijo; en «Seguir de pobres», los segadores dan una parte de sus exiguas ganancias al Quinto porque, al enfermar, no ha podido trabajar todos los días; Miguel y Muñoz ponen fin a su rivalidad de chulos de los suburbios en «Los atentados del barrio de la Cal»; en «Quería dormir en paz», el guardia se apiada de José Fernández Lonaiga ante la visión del hijo muerto y le deja unos billetes que probablemente ayudarán a pagar el entierro, etc. Aunque Aldecoa evita cualquier tipo de maniqueísmo, por lo que en ningún caso estos personajes aparecen retratados como héroes, sino como hombres, con todas sus limitaciones y defectos. Por eso, Roque, el humilde vendedor de melones de «Muy de mañana», oculta avergonzado que una noche golpeó a su perro Cartucho —por otra parte, su único amigo— y que esa es la causa de que el animal ande cojo.

Al contrario que en otros autores del neorrealismo, en Aldecoa la técnica asociada a este tipo de testimonio no es la presentación objetiva y distanciada de los hechos, ya que, generalmente, aparecen dos niveles de discurso: por un lado, el de la acción y los diálogos, caracterizado por la sobriedad expresiva, y, por el otro, el de las descripciones ambientales, muy subjetivo en cambio. Sucede así en «La humilde vida de Sebastián Zafra», donde el empleo de los coloquialismos y el lenguaje prosaico de la narración o de las escenas contrasta con el lirismo de las extensas descripciones del paisaje (palpable en el uso de metáforas, repeticiones, aliteraciones e, incluso, en el barroquismo verbal). Este recurso intensifica la visión poetizada de lo real basada en la proyección del personaje en la naturaleza, hasta el punto de que la relación que Sebastián establece con su entorno lo libera simbólicamente de su condición de antihéroe. De igual modo, el niño protagonista de «Chico de Madrid» se caracteriza por su capacidad de superar la sordidez del medio; de ahí que el lugar en el que vive —la orilla del Manzanares, entre el campo y la ciudad— sea descrito como un locus amoenus, con el que el personaje se identifica plenamente: «[su sitio está] en aquel terreno de nadie, suyo, con gorriones vestidos de saco y lagartijas pizpiretas, con perros famélicos y sabios y gatos alucinantes, con ratas y mariposas, con grillos y ranas, con el hedor de un río y el perfume lejano del tomillo campesino». Y lo mismo ocurre en «Solar del Paraíso», pues, tal y como indica el título, la mirada del narrador (fiel a la perspectiva humanista y cristiana del neorrealismo) convierte el espacio misérrimo donde habitan los personajes en el Paraíso de los pobres.

Por esa época, Aldecoa cultiva también el relato de viajes: en la revista Clavileño aparecieron «Álava, provincia en cuarto menguante» (1953) y «Viaje a Filabres» (1954), textos que se alejan de las modulaciones tradicionalistas del género que por esos años tendían a cimentar los supuestos ideológicos del régimen franquista. Al contrario, al margen de la historia y los mitos del discurso oficial, plasman lo que el viajero ve y encuentra a su paso, aunando, igual que en los cuentos, lirismo y denuncia social. En la siguiente década, el autor publicó los libros de viajes Cuaderno de Godo (1961), que recoge sus impresiones de las islas Canarias, y El país vasco (1962), sobre su tierra.

A lo largo de los años sesenta, los cuentos de Aldecoa incluidos en Pájaros y espantapájaros (1963) y sobre todo en Los pájaros de Baden-Baden (1965) siguen inscribiéndose en la órbita del realismo testimonial, aunque presentan algunos cambios relevantes coincidiendo con la crisis de la estética social y el desarrollo de la narración subjetiva: por una parte, reflejan la realidad española a raíz de las transformaciones sociales y económicas experimentadas por el país, por lo que prestan una mayor atención a la burguesía acomodada, en detrimento del personaje de extracción humilde; por otra parte, introducen determinadas innovaciones técnicas, sobre todo la deformación esperpéntica y la sátira como mecanismos de denuncia, así como el empleo de un lenguaje muy elaborado que fusiona los registros coloquial y culto, y que, en ocasiones, puede llegar a ser hiperbólico o altamente sugestivo.

Las cuatro narraciones que componen Los pájaros de Baden-Baden (Madrid, Cid, 1965) se centran en la clase media acomodada, connotada negativamente desde su identificación con los «pájaros» que dan título tanto al volumen como a los cuentos. Dicha animalización de los personajes indica cuál es la óptica de Aldecoa, en la medida en que estas narraciones enfrentan la mejoría económica del país con la pérdida moral de un mundo cada vez más insolidario y deshumanizado. «Ave del Paraíso» es la excepción, ya que este relato manifiesta una abierta simpatía por el «Rey», su protagonista, un joven aventurero que, en cada viaje, no ceja de buscar su particular paraíso sin acabar de encontrarlo. El cuento se ambienta en una isla —fácilmente identificable con Ibiza—, donde el «Rey» y sus «gentilhombres» disfrutan de una vida dedicada al ocio y al placer, libres de las convenciones de la sociedad burguesa a la que, por origen, pertenecen. Sin embargo, su «huida» no lleva a ninguna parte, porque para el «Rey» el paraíso es aquel que se ha perdido o aquel que todavía no se ha encontrado.

Los personajes de las otras tres narraciones sí se pliegan, aunque hipócritamente, a los convencionalismos de la sociedad burguesa. La trama de «Los pájaros de Baden-Baden» transcurre a lo largo de un verano en el que Elisa se queda en Madrid para acabar el libro de psicología que está escribiendo, pero el relato lo que nos muestra es el sufrimiento de esta mujer que a los treinta y cuatro años sigue soltera y a la que solo se acercan los maridos de sus amigas —de Rodríguez en la ciudad— y algún que otro joven en busca de diversión. «Un buitre ha hecho su nido en el café» traza las vidas tan rutinarias como vacuas de unos pocos personajes en torno a la cafetería en la que suelen coincidir: Encarna, que acude con su amante de turno, un hombre de cierta edad y posibles; doña Frasquita, que, aunque observa a todos y todo lo critica, se considera a sí misma un dechado de virtudes; el joven que cada tarde observa con descaro las piernas de Encarna; Domingo, el cerillero, etc. Estructurado como el tablero del ajedrez, el cuento acaba en jaque mate, pues el amante de Encarna (identificado con la figura del caballo) no ha sabido defender a su dama y esta termina yéndose con otro. En «El silbo de la lechuza» se extrema la crítica satírica, al ser el relato que mayores dosis de humor destila: presenta a tres mujeres mayores que, a falta de mejor ocupación, pasan sus horas espiando a sus convecinos, urdiendo infinidad de complots contra ellos; sin embargo, el control social y la maledicencia no son solo patrimonio de las tres señoras, sino que en el «juego de la buena sociedad» participa toda la comunidad de notables de la provinciana ciudad en la que se ambienta el relato.


Bibliografía


Charles Richard Carlisle, Ecos del viento, silencios del mar: la novelística de Ignacio Aldecoa, Madrid, Playor, 1976; Jesús Mª Lasagabaster, La novela de Ignacio Aldecoa. De la mímesis al símbolo, Madrid, Sociedad General Española de Librería, S. A., 1978; Drosoula Lytra (ed.), Aproximación crítica a Ignacio Aldecoa, Madrid, Espasa-Calpe, 1984; José Luis Martín Nogales, Los cuentos de Ignacio Aldecoa, Madrid, Cátedra, 1984; Irene Andres-Suárez, Los cuentos de Ignacio Aldecoa. Consideraciones teóricas en torno al cuento literario, Madrid, Gredos, 1986; Florentino Martínez (ed.), Ignacio Aldecoa, veinte años después, Vitoria, Diputación Foral de Álava, 1991; Carmen Martín Gaite, Esperando el porvenir: Homenaje a Ignacio Aldecoa, Madrid, Siruela, 2006.

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