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EUGENI D’ORS

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por

XAVIER PLA


Sobre las ruinas de las Naciones, edificaremos la Ciudad...


(«Per a la reconstrucció de la ciutat», El Poble Català, 9 de septiembre de 1905)


En marzo de 1908 el rey Alfonso XIII visitó Barcelona para tranquilizar a una sociedad sometida a toda suerte de atentados anarquistas. Políticos y artistas, burgueses y jerarcas, le esperaban a su llegada en el tren de las nueve de la mañana. A la misma hora, un jovencísimo escritor y periodista, Eugeni d’Ors (Barcelona, 1881-Vilanova i la Geltrú, 1954), aislado en su habitación, daba alas a su imaginación leyendo un libro sobre el emperador Carlos V. Lejos del fervor de las multitudes, a mediodía, decidió visitar el taller de unos artistas amigos. El espesor del humo del tabaco, la ingesta de los más variados licores, la contemplación de óleos y dibujos y de las últimas revistas modernistas alemanas, en definitiva, la voluptuosa intimidad creada por la tertulia entre compañeros bohemios, dieron consuelo balsámico a la triste soledad del que a sí mismo se proclamaba ya como «intelectual». A las seis de la tarde, solo el griterío del pueblo que subía desde las calles durante las «reales jornadas» interpelaba el discreto orgullo de quienes se sabían a salvo en su venerada «torre de marfil». Pero, de pronto, surgió la duda, quizás el cansancio: ¿no sería mejor abandonar esta obstinación heroica y confundirse gregariamente con las masas? ¿No valdría la pena dejarse glorificar por la multitud, incorporarse a las mayorías, recibir elogios y premios y medallas como cualquier poetastro de la corte?

Desde las páginas de la revista Empori, Eugeni d’Ors tomó una determinación de gran trascendencia para su trayectoria literaria. Diez años después de la publicación del J’accuse! de Zola, se propuso definir por primera vez al intelectual moderno en Cataluña. Desafiando «los peligros de este descenso hacia las multitudes», D’Ors llamó a la nueva generación del novecientos a la intervención en la ciudad, con una clara voluntad de orientación social y política: «Nosotros, en la Intervención, comulgamos». La posición de Eugeni d’Ors era claramente de compromiso, de un hombre de letras que abandonaba la visión de la literatura instaurada cincuenta años antes por la modernidad. Aquella que se había autonomizado de su sociedad y que adoptaba actitudes destinadas a constituirse en una aristocracia simbólica con sus propias reglas de juego.

Como tantos escritores de la Europa de las primeras décadas del siglo XX, D’Ors decidió jugar a fondo la lógica de la «invención del intelectual», descartando con menosprecio el «arte por el arte» y decidiendo dejar de ser un simple espectador ciudadano, incapaz de sentirse deudor o solidario de la sociedad que lo acogía. Ningún otro intelectual del momento llegó ni tan siquiera a vislumbrar el desplazamiento de roles dentro de la esfera literaria catalana que esto significaba. D’Ors no se dejó arrastrar por la simplificación entre arte puro y arte social, sino que, al contrario, se adhirió a un tipo de literatura de participación social sin renunciar nunca a una singular voluntad de estilo y a una ambición cultural sin precedentes en Cataluña. Por esto, pudo abandonar ciertos juegos estetizantes de sus inicios modernistas y consolidar un nuevo discurso de debate político y de ideas y, a la vez, desarrollar una prosa artística, reconocida tanto por sus contenidos como por su lenguaje. Y lo hizo siempre utilizando los periódicos, «testigos de la civilización moderna», para asumir la tarea de transformación social que proponía y para poder exponer su pensamiento.

El lunes 1 de enero de 1906 D’Ors, convertido pocas semanas después en «Xènius», publicaba por primera vez en las páginas del diario La Veu de Catalunya, el portavoz del catalanismo político conservador, la rúbrica «Glosari», una columna periodística que obtuvo una repercusión y una influencia extraordinarias. Durante más de quince años en lengua catalana, y todavía durante casi treinta años más de «Glosario» en castellano, D’Ors supo elaborar un género literario personal e inclasificable. Desde el «Glosari», Xènius mostraba una curiosidad enciclopédica, desarrollando una habilidad admirable para tratar los temas más diversos. En poco tiempo, consiguió convertirse en el líder visible, el verbalizador, de todo un programa cultural y estético de gran incidencia política que debía llevarlo a construir cada día «nuevos sistemas metafísicos aptos para la acción». Más que un simple cronista, D’Ors se presentaba como un periodista de ideas siempre atento al presente, dispuesto a oír «las palpitaciones del tiempo». Por encima de todo, creía en un género literario que le permitía, en una clara voluntad programática, formular conceptos que se concretaban en palabras clave que se extendieron (o se impusieron), con mayor o menor fortuna, en la vida social, cultural y política de la Cataluña de la época. Porque, según sus propias palabras, su principal objetivo era «acuñar conceptos como quien acuña moneda». Entre estos conceptos está el de noucentisme («novecentismo»), que le funcionó perfectamente como relato fundador y autojustificativo. El término fue utilizado, en primer lugar, en su forma adjetiva noucentista para denominar a los jóvenes noucentistes, es decir (gracias al doble significado de nou en catalán), a los hombres del novecientos y a los partidarios de lo «nuevo».

Pero la glosa no era tan solo un artículo de expresión personal firmado por un fino observador de la realidad ciudadana. En sus glosas había poesía y ensayo, narración y análisis, tanto aparecía un triste recuerdo infantil de un D’Ors atemorizado y perdido en la Rambla de Canaletes como la genial captación poética de un instante en la playa de la Barceloneta. En el «Glosari», aparecen también, combinadas con lecturas innumerables y decenas de referencias a la actualidad cultural europea o norteamericana, conversaciones de café y potins ciudadanos, consejos útiles para la vida práctica y temas de la vida cotidiana. Xènius mostraba toda su insaciable curiosidad intentando revitalizar el espíritu crítico de una sociedad que probablemente estaba más adormecida de lo que él mismo imaginaba.

La novedad residía en que D’Ors pretendió servirse de su prestigio literario, al que no pensó renunciar ni renunció nunca, para dar credibilidad a un nuevo tipo de palabra que debía hacerse resonar en la vida civil, un discurso inaudito en una Cataluña en plena transformación política. Por una parte, D’Ors no concebía la literatura como un fin en sí mismo. Para el entusiasta D’Ors, el verbo «escribir» dejaba de ser intransitivo. Su acción intelectual se volvió doctrinal. Su palabra debía poner fin a la ambigüedad y a las contradicciones del mundo en que vivía, pretendiendo erigirse en una explicación de la realidad que debía ser irreversible. Pero su actividad no fue tampoco la de un intelectual en un sentido restringido, o la de un retórico del ensayo, sino más bien la de un teórico de la cultura. El admirador de Llull, de Erasmo, de Goethe, de Napoleón, de Carlyle o de Bergson podía haber anhelado un futuro prometedor como filósofo, psicólogo, o crítico de arte, pero también como poeta, como dibujante o como novelista. Porque cuando D’Ors ejercía como crítico de arte, su texto parecía una prolongación, un eco de las obras que interpretaba. Y cuando fabulaba, ficcionalizaba o se servía de la palabra poética, se imponían el ensayo, el breviario, en definitiva, la lección.

De ahí, la necesidad de la demostración simbólica, de plantearse cómo representar artísticamente un pensamiento complejo. Es lo que ocurre con una de sus obras más famosas, La Ben Plantada (La Bien Plantada), publicada en 1911. Aunque se puede definir esta obra como una novela, como un ensayo filosófico o hasta como un poema en prosa, La Bien Plantada plantea el problema de la representación artística de todo un ideario. Hay en este libro un conflicto constante entre la función poética y la función referencial, porque la mínima intriga narrativa coincide con la demostración máxima de una especie de alegoría metafísica y política con intención ejemplar. Así, el libro puede ser leído como un «breviario de raza», como un «manual de doctrina», como una «investigación teórica», como un «ensayo filosófico con intención patriótica» (todos estos conceptos aparecen en el libro), o bien como un relato imaginario, como una «verídica historia», en definitiva, como una «novela». Reducir esta obra a su solo argumento, la llegada a una población de veraneantes de la costa catalana de una enigmática Teresa, de rasgos idealizados y clasicizantes, la expectación que despierta entre los habitantes de la colonia su comportamiento, y su posterior desaparición, contenida en un episodio final en el que revela su lección ejemplar, no permitiría dar cuenta de toda su complejidad narrativa y simbólica.

Lo mismo ocurre, por ejemplo, al afrontar un libro como Cézanne (1921), ya que la misma naturaleza informe del texto dorsiano indicaba que se trataba de una obra inusual que solicitaba un lector activo. El proceso de lectura requerirá explorar a fondo la cartografía global de un gesto crítico insólito y muy propio de D’Ors. No es una monografía sobre un autor, ni una interpretación estética de uno de los períodos más significativos del arte moderno, ni tampoco un capítulo crítico de la historia de la cultura europea. O, dicho de otro modo: es quizás una autobiografía intelectual del mismo D’Ors que dice tanto más del biógrafo que del biografiado, es una obra de creación o de interpretación subjetiva que puede ser leída como una ficción de autor, como una «auto-bio-ficción» o ¿sencillamente? como una novela. La verdad de este libro no se encuentra en lo que se dice, sino en la aventura creativa que lo precede y que lo constituye.

Pero, a pesar de su entusiasmo culturalizador, o quizá precisamente a causa de ello, ya el estallido de la Primera Guerra Mundial había cogido a D’Ors completamente desprevenido. El conflicto bélico lo sorprendió «en uno de los más deliciosos jardines de Cultura que nunca la humanidad haya conocido». La Europa civilizada que él presentaba como modelo para construir la Cataluña ideal se había embarcado en una guerra de una virulencia inusitada. Era la «violenta irrupción de la Historia dentro de la Cultura» y Gualba, la de mil veus (Gualba, la de mil voces), publicada en 1915, narración barroca y turbadora centrada en la metáfora del incesto, debió ser el precio a pagar. Deshecha ya cualquier idea de paraíso en la tierra, la idealización de la cultura se reveló como una impostura que llevó a D’Ors a la radicalización antidemocrática y al elitismo intelectual. D’Ors ya no volvió a ser nunca más el mismo, su relación con la realidad devino más compleja, más distanciada, la ironía se le acentuó considerablemente, la afectación se hizo cada vez más evidente.

Enfrentado al irresoluble binomio de las relaciones entre el arte y el poder, que han marcado toda la cultura del siglo XX, D’Ors se convirtió en un escritor público que realizó una obra de opinión que se sustentaba solo por la autoridad de quien la suscribía y no necesariamente por su erudición o su saber académico o profesional. Identificado con el pensamiento catalanista conservador, personalizado en Enric Prat de la Riba, el primer presidente de la Mancomunidad de Cataluña, D’Ors impulsó la creación del Institut d’Estudis Catalans, de la Biblioteca de Cataluña y de la red de bibliotecas populares y ocupó varios cargos públicos en el Consejo de Pedagogía hasta su célebre «defenestración» en 1920. D’Ors había accedido a la tribuna pública sin mediación alguna, frente a frente con sus lectores. Su palabra devino instrumento y vehículo de un ideario: el europeísmo sistemático, la desprovincialización de Cataluña, el retorno a los valores clásicos, pero también, no se olvide, la lucha por la cultura, la educación de la voluntad, los conceptos de continuidad, obediencia, disciplina, obra bien hecha, que ya no despertaban las mismas adhesiones.

Al dejar de disponer de instituciones que le respaldaran, a D’Ors difícilmente se le perdonó la osadía de levantar su voz solitaria contra el poder. Se trasladó a Madrid, dejó de escribir en catalán, y prosiguió allí su particular lucha por la cultura sustituyendo «Cataluña» por «España». Escribirá algunas de sus obras más conocidas: Tres horas en el Museo del Prado (1922), el drama Guillermo Tell (1926) y El vivir de Goya (1928). El D’Ors de la segunda, tercera y cuarta décadas del siglo debía ser necesario socialmente, era admirado intelectualmente y citado por doquier, pero estuvo siempre a un punto de ser acusado de oscuro, de confuso, de intelectualista, de elitista. D’Ors probó también suerte con dos novelas vanguardistas: El sueño es vida (1922), relato psicoanalítico en que los sueños de la joven protagonista remiten sensualmente a los resortes de la memoria involuntaria de Proust, y Sijé (1928-1929), una elíptica narración en que una enigmática protagonista, toda ella luz, viaja en un tren por escenarios de una decadente Europa central. Las dos recibieron el silencio de la crítica y la indiferencia del público, y ponían en evidencia aún más, si era necesario, la soledad del intelectual enfrentado a la escritura como su único medio de subsistencia y a la búsqueda desesperada de interlocutores. En París, donde D’Ors sedujo y obnubiló, tanto como desencantó, a círculos de la vida cultural francesa con su personal «heliomaquia» o combate por la luz, publicó en francés, entre otros libros, su Picasso (1930). Su participación en los selectos encuentros de Pontigny, donde formuló sus tesis sobre el barroco, le permitió frecuentar a los grandes intelectuales europeos de la época.

Relegado al papel de ensayista, D’Ors acabó convirtiéndose en un intelectual disidente a su manera y siempre heterodoxo. Empezó a dar la impresión de emprender un inacabable soliloquio, convertido en un intelectual errante, en diálogo permanente consigo mismo. En un momento determinado, parece dudar: o ser un intelectual apátrida, brillante conferenciante que se codea, de hotel en salón, con la aristocracia europea y se convierte en la vedette literaria de los mundanos clubes intelectuales, o recluirse para sistematizar su pensamiento y poder, sosegadamente, ordenar su obra y solicitar infructuosamente la complicidad de unos lectores que una sociedad literaria medianamente organizada le habría asegurado. La Guerra Civil española le sorprendió en París. A mediados de 1937, se trasladó a Pamplona. En 1938, participó en la creación del Instituto de España, del que fue nombrado secretario perpetuo. Como jefe nacional de Bellas Artes, asistió a la Bienal de Venecia de 1938, reactivando sus simpatías por el fascismo italiano, y pudo recuperar las obras de arte del Museo del Prado. Después de una segunda «defenestración», en 1942, liberado ya de obligaciones políticas, se instaló en Madrid, fundó la Academia Breve de Crítica de Arte y protegió a jóvenes artistas como Tàpies. Pero, entre salones y exposiciones, el D’Ors de la posguerra parece deambular sin brújula. Intentó reanudar su contacto con el mundo literario catalán reeditando algunas de sus obras de juventud, sin obtener demasiado eco. Solitario en un mundo de máscaras, pasó temporadas en la ermita de Sant Cristòfor, en Vilanova i la Geltrú, frente al tan amado mar Mediterráneo, hasta su muerte en 1954.

Hoy D’Ors parece seguir condenado en el purgatorio. Aunque, bien mirado, quizás el purgatorio no es un mal lugar para un escritor. Entre el azufre del infierno y el incienso de los ángeles, entre el calor y el frío, en un estado de espera, de preparación, de purificación, el purgatorio también puede constituirse como un espacio que permite la reflexión, aviva la duda, sugiere el silencio o descubre el secreto. Todos ellos parecen necesarios después de una larga vida como la de Eugeni d’Ors, dedicada incesantemente a la palabra afirmativa, al diálogo y a la conversación, a la búsqueda de la luz. En definitiva, puede que D’Ors se encuentre en un verdadero espacio literario, inestable, incompleto, filtrado en la penumbra, al abrigo de las modas, no necesariamente catártico. Un espacio de destiempo al que, quizá, Xènius, definitivamente tranquilo, el guaita siempre al acecho, habría sido más que sensible. Momentáneamente expulsado del presente y quizá del futuro, alejado del teatro del mundo, sin tener dónde encajar, siempre inclasificable, sin poder incorporarse al devenir temporal de sus contemporáneos, la figura de D’Ors debe seguir repensando el lema de Kierkegaard: repetir, repetir una y otra vez, con entusiasmo renovado. Detrás de su personaje de gran escritor público, detrás de sus más diversas máscaras y seudónimos, detrás, si se quiere, de su Ángel, queda la obra más influyente, más inteligente y de más ingenio de la Cataluña del primer tercio del siglo XX.


Bibliografía


José Luis Aranguren, La filosofía de Eugenio d’Ors, Madrid, Espasa, 1981; Mercè Rius, La filosofia d’Eugeni d’Ors, Barcelona, UAB, 1992; Alicia García-Navarro, Eugenio d’Ors. Bibliografía, Pamplona, Cuadernos de Anuario Filosófico, 1994; Vicente Cacho Viu, Revisión de Eugenio d’Ors (1902-1930), seguida de un epistolario inédito, Barcelona, Quaderns Crema, 1997; Marta Torregrosa, Filosofía y vida de Eugenio d’Ors. Etapa catalana: 1881-1921, Pamplona, EUNSA, 2003; Enric Ucelay da Cal, El imperialismo catalán. Prat de la Riba, Cambó, D’Ors y la conquista moral de España, Barcelona, Edhasa, 2003; Carlos Ardavín, Eloy E. Merino y Xavier Pla, Oceanografía de Xènius. Estudios críticos en torno a Eugenio d’Ors, Reichenberger, Kassel, 2005.

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