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ANTONIO BUERO VALLEJO

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ANA CASAS


Escucha: yo sé muchas cosas. Yo sé que los videntes tratan a veces de imaginarse nuestra desgracia, y para ello cierran los ojos. (La luz del escenario empieza a bajar.) Entonces se estremecen de horror.


(En la ardiente oscuridad, 1950)


Tras conmutarse la pena de muerte a la que fue condenado en juicio sumarísimo por su lucha en el bando republicano y posterior participación en la reorganización del Partido Comunista, Buero Vallejo (Guadalajara, 1916-Madrid, 2000) pasó siete años en la cárcel (1939-1946), después de los cuales se decantó por el teatro, en detrimento de su actividad anterior como dibujante. Inspirado por Ibsen, Strindberg, Pirandello, O’Neill, Valle-Inclán o Lorca, el drama de Buero presenta un doble plano a la vez social y metafísico, que arraiga en el terreno de la tragedia. La suya, sin embargo, es una tragedia abierta, pues la dialéctica fatalidad/libertad que padecen los personajes nunca acaba por resolverse, trasladándose al espectador la esperanza de un final satisfactorio. Ocurre así en la primera obra que el autor lleva a las tablas, Historia de una escalera (1949), muestra temprana de su teatro crítico, tan original como innovador en el contexto de la época: ambientado en una escalera de vecinos, este drama en apariencia costumbrista reflexiona sobre la imposibilidad de los personajes de mejorar su situación económica y de trascender el tiempo de sus existencias. De este modo, profundiza en la realidad del momento sin menoscabo de la universalidad de los significados de la pieza, ya que la escalera que los protagonistas desean abandonar, sin poder hacerlo, se configura como el signo de su fracaso social y personal. La razón para ambos es que las parejas compuestas por Fernando y Elvira, por un lado, y Urbano y Carmina, por el otro, no han sido fieles a sus ideales, ya que se han casado por razones equivocadas y no por amor. El desenlace sugiere que tal vez la nueva generación (Fernando y Carmina hijos), aunque parece repetir los mismos actos que la de sus padres, será capaz de alejarse de la escalera y superar así sus limitaciones. Pero esto es lo que el espectador tiene que decidir, pues el final de la obra queda abierto. En Las palabras en la arena, también de 1949, Buero sigue haciendo de la verdad el tema vertebrador del drama, aunque en este caso la acción aparece alejada del contexto histórico de la época y se inspira, en cambio, en un episodio bíblico.

Los rasgos simbolistas se acentúan en En la ardiente oscuridad (1950), que fue la primera obra escrita por el autor, en 1946, años antes de ser representada en el María Guerrero de Madrid. Además de una de sus piezas más conmovedoras, se trata de uno de los mejores exponentes del drama dialéctico de Buero Vallejo, ya que presenta los siguientes rasgos: la oposición entre personajes contemplativos (Ignacio) y activos (Carlos) —en la terminología de Ricardo Doménech—, la tara física como metáfora de las limitaciones humanas (aquí la ceguera), la presencia del hombre como ser histórico y existencial, y la reflexión crítica sobre el problema de España (la ceguera también alude a la percepción de la dictadura).

En el primer acto, un joven invidente llamado Ignacio ingresa en una institución para ciegos donde todos los estudiantes, alentados por el director del centro (don Pablo) y su pedagogía de la felicidad, creen no tener ningún tipo de problema. Pero él va a trastornar la plácida vida de sus compañeros —especialmente las parejas formadas por Carlos y Juana, y Miguelín y Elisa— al trasmitirles un mensaje tan terrible como lúcido, pues los insta a que se asuman como seres incompletos y dejen de vivir en la mentira consoladora de la institución. De este modo, negándose, por ejemplo, a abandonar el bastón o a emplear la palabra «invidente» en vez de la de «ciego», contagia al grupo su angustia.

El conflicto abierto entre Ignacio y los valores del centro se hace evidente a lo largo del segundo acto, cuando Miguelín —caracterizado al inicio como un joven bromista— pierde su sempiterna alegría y se aleja de sus antiguos amigos, o cuando varios alumnos empiezan a sentirse inseguros y a comportarse como inválidos, ya que caminan con torpeza, se muestran menos precisos en la realización de los juegos o descuidan su aspecto. Pero sobre todo cuando, al final del acto, Ignacio declara sus sentimientos a Juana, la novia de Carlos, introduciendo la duda en la muchacha, que, entre los dos hombres, no sabrá por quién decidirse ni a qué discurso adherirse. Ignacio le propone acceder a la verdad con dolor, pues ese es el único modo de hacer frente a la realidad y trascenderla, de ser libres: «¡Me quieres con mi angustia y mi tristeza, para sufrir conmigo de cara a la verdad y de espaldas a todas las mentiras que pretenden enmascarar nuestra desgracia!», le dice, abriendo así un espacio de esperanza basado en la solidaridad y en el amor.

La trama sentimental —que ya estaba presente en Historia de una escalera— servirá de desencadenante de la tragedia, pues acentúa la rivalidad entre los dos antagonistas. Aparentemente Carlos saldrá victorioso, ya que en el acto tercero mata a Ignacio y restaura el orden primigenio: Juana regresa a él y le pide perdón; Miguelín y Elisa se reconcilian; algunos estudiantes cuchichean con maledicencia ante el cadáver de Ignacio, despreciando su ejemplo; doña Pepita, la mujer vidente de don Pablo, que ha sido testigo del crimen, calla y espera a que todo sea como antes. Sin embargo, Carlos no podrá ser ya el mismo, pues con su terrible acto ha propiciado que la utopía de Ignacio germine en él: así parece sugerirlo su parlamento final, en el que, con palabras casi idénticas a las pronunciadas horas antes por Ignacio, añora la luz de las estrellas en la noche, una luz que ni tan siquiera conoce.

A lo largo de los años cincuenta, Buero Vallejo sigue cultivando el teatro simbolista con obras como La tejedora de sueños (1952), La señal que se espera (1952), Casi un cuento de hadas (1953) e Irene, o el tesoro (1954); aunque también practica otras formas, como la policíaca en Madrugada (1953) y Las cartas boca abajo (1957) o la costumbrista en Hoy es fiesta (1955). A finales de la década inicia lo que la crítica ha dado en llamar el ciclo histórico con Un soñador para un pueblo (1958), drama basado en el fracaso de Esquilache y la política reformista de Carlos III, pero que admite una lectura en clave sobre la situación de la España de la posguerra. Las otras obras escogen igualmente momentos de crisis: el tiempo de Velázquez en Las Meninas (1960), los años anteriores a la Revolución francesa en El concierto de San Ovidio (1962) o la época de Goya en El sueño de la razón (1970), drama que, a pesar de haber sido escrito en 1969, no obtuvo la autorización para ser representado hasta un año más tarde.

No fue este el único problema que Buero Vallejo tuvo con la censura: la Dirección General de Cinematografía y Teatro prohibió en 1954 el estreno de Aventura en lo gris, que no se representó hasta 1963. Por su parte, La doble historia del doctor Valmy (escrita en 1964) se editó por primera vez en 1967 en la revista Artes Hispánicas de la Universidad de Indiana y se estrenó en España en 1976, ya periclitada la dictadura (aunque con anterioridad se montó en Inglaterra y en un college de Estados Unidos). Estos datos hablan de las dificultades que Buero Vallejo se vio obligado a sortear para poder llevar sus obras a las tablas, y eso a pesar de que, durante el proceso de creación, el dramaturgo siempre tuvo como objetivo la viabilidad de sus textos para su posterior representación. Esta cuestión fue el tema de la polémica sobre «posibilismo» e «imposibilismo» que en 1960 mantuvo con Alfonso Sastre en las páginas de la revista Primer Acto, pues mientras este prefería ignorar las prohibiciones del sistema aun a riesgo de no representar sus obras, Buero proponía, en cambio, hacer un teatro que fuese crítico pero que pudiese llegar a los escenarios, un teatro, en definitiva, «lo más arriesgado posible, pero no temerario».

De hecho, algunos de sus dramas cosecharon grandes éxitos, como El tragaluz (1967), que fue recibido con entusiasmo por el público y considerado por la crítica del momento como uno de sus trabajos más importantes. Lo que no quita que a partir de esta obra se intensifique la dimensión social del teatro de Buero, pues la historia-experimento que «Él» y «Ella» —dos habitantes del futuro— proyectan ante los espectadores analiza las secuelas de la Guerra Civil, presentando la realidad de la posguerra como un mundo dividido en vencedores y vencidos: mientras el primer grupo (encarnado en Vicente) goza de éxito social y económico, el segundo (encarnado en Mario y sus padres) carece de lo más necesario. En adelante y hasta el fin de la dictadura, Buero Vallejo sigue explorando este y otros temas de alcance social y político, como la tortura (Llegada de los dioses, 1971, y La doble historia del doctor Valmy, 1976) o la represión carcelaria (La fundación, 1974).

No obstante, puede afirmarse que, en su conjunto, la obra de este autor presenta una extrema coherencia. Así, cada uno de sus dramas provoca en quien lo ve la búsqueda de soluciones gracias a plantear una serie de antinomias que afectan a la caracterización de los personajes (contemplativos versus activos, víctimas versus verdugos, inocentes versus culpables), así como a la elección de los temas (verdad versus mentira, esperanza versus desesperanza, rebeldía versus resignación, libertad versus fatalismo). Pero Buero Vallejo posee también un gran sentido del espectáculo, por lo que concede mucha importancia a los signos teatrales como el sonido y la luz; por ello, no es raro encontrar en sus obras planteamientos novedosos, como la configuración de un espacio escénico múltiple en el que tienen lugar diversas acciones de manera simultánea, o la dramatización de escenas retrospectivas y, por lo tanto, anacrónicas con respecto a la línea principal de la historia. Especialmente valorados por la crítica son lo que Ricardo Doménech ha denominado «efectos de inmersión», pues muchos de los dramas de Buero exigen la activa colaboración del espectador, al obligarle a asumir el punto de vista de los personajes: así, en la escena que transcurre a oscuras en el acto tercero de En la ardiente oscuridad, participamos momentáneamente de la ceguera de Carlos e Ignacio; en Irene, o el tesoro tenemos acceso a la conciencia perturbada de la protagonista, pues, como ella, vemos al duende Juanito y escuchamos la voz que solo ella oye; en El sueño de la razón nos sumergimos en la sordera de Goya y en su mundo de pesadilla, etc.

El carácter experimental del teatro de Buero Vallejo culmina en La fundación (1974), obra en la que asistimos a la transformación física (y metafísica) del espacio escénico. De esta manera, somos testigos a lo largo de la representación de los cambios que se producen en lo que, al principio, parece una estancia de una moderna institución dedicada a formar investigadores y, más adelante, acaba revelándose la sórdida celda de una cárcel. La alteración progresiva del espacio se justifica porque la acción está sujeta a la perspectiva de Tomás, que, al no poder vencer su sentimiento de culpa, ha sufrido un brote de esquizofrenia. Se extreman, por lo tanto, los efectos de inmersión, ya que el espectador va descubriendo la verdad a la vez que lo hace el personaje: con él, despierta de un maravilloso sueño para caer en la pesadilla de lo real. Este proceso, que tiene lugar a lo largo de toda la primera parte, se extrema en la segunda, cuando Tomás recupera su lucidez y recuerda con dolor que, tras ser sometido a tortura, delató a varios de sus camaradas, entre ellos a Asel, que, junto a Lino, Tulio y Max, es también compañero de celda. La revelación pone al descubierto las diversas reacciones ante la violencia: la traición de Max a cambio de unas pocas prebendas; el aislamiento de Tulio; la acción irreflexiva de Lino, que al final acabará asesinando a Max; la comprensión y el perdón de Asel. Este último será el que sacrifique su propia vida para que Tomás y Lino tengan alguna posibilidad de escapar. Por eso, antes de morir, les transmite su mensaje de esperanza, síntesis del «sueño creador» sugerido tantas veces en las obras de Buero Vallejo como el único modo de conquistar la libertad: les invita a abandonar la cárcel aunque ello implique ir a parar a otra... «¡Y cuando estés en ella, salir a otra, y de esta, a otra! ¡La verdad te espera en todas, no en la inacción!», le grita a su joven amigo. Defiende, por lo tanto, una acción que no niega el sueño ni el ideal: «No lo olvides, Tomás —le dice Asel—. Tu paisaje es verdadero», en referencia al maravilloso paisaje que, durante su enfermedad, creía ver a través de la ventana.

Al final, el espectador tiene que escoger: o los dos personajes supervivientes son trasladados a la capilla en la que esperarán su ejecución, o bien son llevados a la celda de castigo donde, tal y como ha organizado Asel, podrán intentar su evasión. Sin embargo, el espectador está llamado a tomar más decisiones, ya que, después de que Lino y Tomás abandonen la escena, reaparece el espacio de La Fundación (como al principio, suena la música de Rossini y el decorado es el mismo) y el encargado que, con una amplia sonrisa, muestra a un grupo de hombres sus nuevos aposentos. Aunque resulta evidente el paralelismo con la persecución de la disidencia bajo el franquismo, el desenlace trasciende el contenido político de la obra para extender la idea de La Fundación a nuestra sociedad en general, por lo que compete al público decidir si quiere vivir en la ficción o en la realidad, por poco amable que esta sea.

Tras el fin de la dictadura, el teatro de Buero Vallejo sigue abordando los mismos temas, pero de un modo menos alusivo y adaptándolos a las preocupaciones actuales: así, se interesa por los «nuevos» conflictos sociales, como el terrorismo (Jueces en la noche, 1979), la especulación del suelo (Caimán, 1981) o el tráfico de drogas (Música cercana, 1989), sin abandonar las cuestiones éticas y metafísicas, especialmente en torno a la verdad y la simulación, como se aprecia en Diálogo secreto (1984), Lázaro en el laberinto (1986) y Las trampas del azar (1994). Tampoco deja de interrogarse acerca del papel del arte y la actitud del creador ante los problemas de su tiempo: a través de la figura de Larra, en La detonación (1977), examina el rol del artista en tiempos de crisis (en clara alusión a su propia postura durante el franquismo), y la historia central de su último drama, Misión al pueblo desierto (1999) —el rescate de un cuadro de El Greco durante la Guerra Civil—, vuelve sobre la idea del arte como salvación.


Bibliografía


Luis Iglesias Feijoo, La trayectoria dramática de Antonio Buero Vallejo, Santiago de Compostela, Universidad de Santiago de Compostela, 1982; Mariano de Paco (ed.), Estudios sobre Buero Vallejo, Murcia, Universidad de Murcia, 1984; Enrique Pajón Mecloy, El teatro de Buero Vallejo: marginalidad e infinito, Madrid, Fundamentos/Espiral Hispanoamericana, 1991; Mary Rice, Distancia e inmersión en el teatro de Buero Vallejo, Nueva York, Peter Lang, 1992; Ricardo Doménech, El teatro de Buero Vallejo, Madrid, Gredos, 1993; Mariano de Paco, De re bueriana (Sobre el autor y sus obras), Murcia, Universidad de Murcia, 1994; Patricia W. O’Connor, Antonio Buero Vallejo en sus espejos, Madrid, Fundamentos, 1996; Virtudes Serrano y Mariano de Paco, Antonio Buero Vallejo: La realidad iluminada, Madrid, Fundación de Cultura y Deporte de Castilla-La Mancha, 2000; Mª Fernanda Santiago Bolaños, La palabra detenida. Una lectura del símbolo en el teatro de Antonio Buero Vallejo, Murcia, Universidad de Murcia, 2004; Paulino Ayuso, La obra dramática de Buero Vallejo, Madrid, Fundamentos, 2009.

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