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LUIS MATEO DÍEZ

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por

FERNANDO VALLS


Una novela es un largo y obsesivo trabajo que se sustenta, por los caminos de la imaginación, en la construcción de un mundo donde acaece una historia vivida por unos personajes.


(El porvenir de la ficción, 1992)


De entre los narradores que inician su trayectoria literaria a comienzos de los pasados años setenta, uno de los que ha logrado construir una obra más singular y ambiciosa es, sin lugar a dudas, Luis Mateo Díez (Villablino, León, 1942). Buena prueba de ello son novelas como La fuente de la edad (1986), La ruina del cielo (1999) y Fantasmas del invierno (2004), así como la serie de novelas cortas, denominadas Fábulas del sentimiento, y las narraciones breves recogidas en El árbol de los cuentos (2006).

Nos hallamos ante un autor de la estirpe de los conscientes, profundo conocedor de la tradición narrativa, tanto de la popular como de la culta. Él mismo ha reconocido que se hizo escritor leyendo a Faulkner, aunque su ideal como narrador haya sido Kafka. Con Pavese aprende a reutilizar los mitos en historias que narran la vida cotidiana; y con Valle-Inclán, una concepción de la literatura sustentada en el lenguaje, vehículo del pensamiento. Así, su principal reto como escritor estriba en que la ficción sustituya a la memoria, que tienda a adquirir la mayor autonomía posible, deshaciéndose de aquellos asideros que la encadenan a la más explícita realidad, algo que no siempre ha sido bien entendido. Por todo ello, el estilo de nuestro narrador se sustenta en una peculiar manera de obtener un determinado clima verbal.

Después de unos primeros tanteos como poeta, en el grupo leonés de Claraboya, artífices entre 1963 y 1968 de una sugestiva revista literaria, se decanta definitivamente por la prosa narrativa, a lo largo de cuya trayectoria ha cultivado con fortuna, además de la novela, el microrrelato, el cuento, la novela corta y lo que denominamos ensayo ficcionalizado (Relato de Babia).

Con Las estaciones provinciales (1982) se inicia un ciclo que podríamos agrupar bajo el epígrafe de «novelas de la búsqueda». En esta obra, sustentada en una trama clásica y en personajes perfectamente perfilados, se narran las curiosas peripecias en las que se ve envuelto el periodista Marcos Parra, al descubrir la corrupción de las fuerzas vivas de su ciudad. Desde esta primera novela, el realismo crítico de Luis Mateo Díez es transgresor (su apuesta es por la realidad «compleja», «metafórica»), a lo que contribuye no poco la utilización de la ironía y el humor, supremos rasgos de lucidez y consuelo de sus habituales antihéroes.

Su definitiva consagración como novelista le llega con La fuente de la edad, obra con la que obtiene el Premio de la Crítica y el Premio Nacional de Literatura. En sus páginas se relatan las peregrinas aventuras de una Cofradía formada por cinco amigos que para paliar el aburrimiento caen en la tentación de buscar la fuente de la eterna juventud. Pero quizá la contribución más notable del autor a la narrativa española del momento fuera su adecuada destilación de diversos elementos del costumbrismo y del realismo, sin olvidar la sabia utilización del humor. Así, esta ambiciosa novela encierra, en suma, una fábula no menos satírica que corrosiva contra la mezquindad y el ensimismamiento de la vida provinciana en la España de los años cincuenta. Y en una lectura más esperanzadora, también puede considerarse el texto como una guía de perplejos que señala una posible vía de escape, la de la ilusión, la fantasía, el mito o la quimera, de esa realidad que a veces abruma y se nos hace insoportable.

Las horas completas (1990) puede definirse, como luego tantas otras obras del autor, a manera de un cuento de cuentos construido sobre la metáfora del camino. Si algo se aprende en las obras de nuestro autor es que la auténtica vida anda siempre entre el humor y la tragedia, y resulta mucho más frágil y misteriosa de lo que pudiera parecer. Buena prueba de ello es lo que aquí se narra: el corto viaje que emprenden cinco religiosos una tarde de domingo a lo largo del Camino de Santiago. Lo paradójico es el contraste entre lo modesto del periplo y los graves trastornos, físicos y espirituales, que les acarrea a los protagonistas. Esta novela aporta también un personaje inolvidable, el inquietante peregrino con el que se topan los sacerdotes, ese loco lúcido, tan frecuente en sus ficciones, que aquí nos hace pensar en lo endeble de la existencia humana.

A esta altura de la trayectoria narrativa de Luis Mateo Díez, puede observarse ya cómo temas, motivos y estructuras se reiteran una y otra vez en ricas variaciones. De este modo, casi todas sus obras son relatos de antihéroes, en los cuales un viaje, una búsqueda, les proporciona sentido o aclara la existencia de los protagonistas. Así, las semejanzas entre el planteamiento y la estructura de su primera novela y El expediente del náufrago (1992) son evidentes: ambas se organizan a partir de pesquisas y digresiones, lo que lleva al protagonista a encontrarse consigo mismo. En el caso de la última novela citada, Fermín Bustarga, empleado del archivo municipal, al indagar en la vida del poeta Saelices acaba encontrándose con lo que podría llamarse la maravillosa mediocridad, en una novela que no sería impreciso tachar de existencial, de melancólica.

En 1995, con la publicación de Camino de perdición, empieza una nueva etapa en su obra, caracterizada por la utilización de un estilo más sencillo y depurado, menos barroco, que podríamos denominar «novela de la campiña». Puede observarse también en ella una cierta evolución, un enriquecimiento, que va del realismo a las fronteras de la fantasía, a lo onírico, así como del paso de un tiempo y una geografía real a otra inventada, símbolo —sin embargo— de aquella. El tema predominante es el del destino humano que se presenta aquí en relación estrecha con el de la identidad. Así, el protagonista, el viajante de comercio Sebastián Odollo, es un hombre de escasa voluntad y —como tal— con un destino incierto, cuya existencia transcurre entre el desarraigo y la soledad. En la novela, que podría definirse como de carreteras y pensiones, de deseos, amistad y alcohol, se narra el viaje que emprende Odollo en busca de un compañero perdido en la campiña y las trampas que tiene que sortear hasta dar con él y poder encontrarse también consigo mismo. Apuesta el autor en estas páginas por la libertad personal; lo que se apunta, en suma, es que ni siquiera la dictadura pudo con la libertad de vivir.

En las tres novelas que componen el «ciclo de la pérdida», parte el autor de una geografía real para inventar mediante el lenguaje un territorio imaginario, unas historias de leyenda. El espíritu del Páramo (1996) recoge la sustancia de un mundo narrado y perdido. En el primer episodio se traza la geografía de la Llanura, del Páramo, un lugar que fue un vergel y se convirtió en un erial para luego renacer con la construcción de un pantano. La trama se inicia con la llegada de Rapano a Celama en 1947, un personaje que actúa como hilo conductor del relato. En la soledad de su oficio, Rapano es pastor, ha intentado comprender un mundo que no hay quien entienda, de ahí que se lamente del espíritu gregario y del egoísmo humano, de la uniformidad de las vidas, de lo que pudo haber sido y no fue al llegar el agua a la comarca. Pero es la quinta historia, aquella que narra el último y «caprichoso viaje» del viejo Venancio Rivas, la que sintetiza el espíritu del conjunto. En la larga agonía del anciano, su postrer deseo consiste en recorrer «algo de lo que más me gusta de Celama». De este modo, en compañía de su hija Menina, la Cordelia muda de este Lear del Páramo, la exclamación final del anciano, «Páramo de mi vida...», condensa todo el sentido de este capítulo, así como del conjunto del libro: el dolor por la pérdida de ese erial que casi nada vale, pero que fue su vida.

La ruina del cielo, quizá su novela más ambiciosa y la mejor, surge de la propia evolución de su obra. Se construye utilizando el clásico artificio del «manuscrito encontrado». En esta ocasión, el doctor Ismael Cuende se interesa por los papeles que había dejado uno de sus antecesores en el cargo. Con ellos, no solo intenta reconstruir la vida de los habitantes del Páramo sino conocer al autor de la documentación. El humor preside gran parte de los sesenta y ocho breves capítulos que componen una obra plagada de disparatados personajes, que a menudo tienen nobles objetivos, aunque en raras ocasiones consigan el poder o la fortuna. Pero quizá lo más digno de ser destacado sea que el autor utiliza la ficción para restituir la memoria y reivindica la vida vivida con intensidad y lucidez, más allá del tiempo, del espacio, pero también del no siempre afortunado destino de unos personajes condenados a perder desde que nacen. En el cómputo global de la narración, la amistad, la bondad y las pasiones se imponen a la injusticia, la desgracia o la muerte.

Con El oscurecer (Un encuentro) (2002) se cierra la trilogía de El reino de Celama (2003), uno de los grandes hitos de la narrativa española contemporánea. Aquí, el encuentro del título se produce entre dos personajes que huyen: uno, el Viejo, hacia el origen (es el Rapano de la novela de 1996), que también es el fin de sus días; y el otro, Lito, un muchacho que está empezando a complicarse la existencia, hacia un futuro mejor.

Luis Mateo Díez empezó siendo escritor de cuentos para acabar alimentando sus novelas con infinidad de historias intercaladas, hasta el punto de que podría afirmarse que no hay libro suyo que no incluya alguna narración breve. Su primer libro de cuentos, Memorial de hierbas, data de 1973, aunque sus relatos completos aparecen recogidos en El árbol de los cuentos (2006), destacando el volumen Brasas de agosto (1989). Desde el punto de vista estético, sus narraciones no difieren, en esencia, de las novelas, aunque sobre todo en sus primeras piezas se observe una mayor relación con la cultura oral. Luis Mateo Díez tiene en su haber, además, uno de los mejores libros de microrrelatos que se han escrito nunca en castellano, Los males menores (1993), subtitulado en su versión definitiva del 2002 con el nombre del nuevo género.

El autor emprendió en 2001 un ciclo de doce novelas cortas bajo el epígrafe general de «Fábulas del sentimiento» del que han aparecido hasta ahora tres volúmenes: El diablo meridiano (2001), El eco de las bodas (2003) y El fulgor de la pobreza (2005), que se completará con Los frutos de la niebla. No deben leerse como piezas independientes, puesto que encuentran su pleno sentido en el conjunto del libro, donde no han sido agrupadas precisamente al azar. El autor ha confesado en varias ocasiones lo cómodo que se siente con la peculiar «vibración» y «resonancia» de esta distancia intermedia. Solo voy a detenerme en una de las piezas, «La viuda feliz», recogida en el conjunto de 2003, quizá porque sintetiza a la perfección las virtudes de sus compañeras de género. Narra la historia, chejoviana, de una mujer solitaria, doña Dega, quien tras una infancia ingrata y tres matrimonios, huye de sus recuerdos, de su estancia en un orfanato y de la corte que le hace un niño huido que acaba convirtiéndose en un hombre extraviado, ahora recogido en un psiquiátrico, y no correspondido.

En estos últimos años, Luis Mateo Díez nos ha entregado varias novelas más. El paraíso de los mortales (1998) podría definirse como novela iniciática. En ella, el joven Mino Mera, aprovechando que su familia se ha ido de vacaciones y lo ha dejado estudiando en su casa, traspasa el denso y monótono espejo de la realidad para adentrarse en un mundo sorprendente (el de la Pensión La Eternidad y el de la Ribera del Edén, donde se halla el paraíso de los mortales, habitado por las Melchoras, las tres gracias del río Nega), en busca de su misterioso tío Fabio Mera. Los protagonistas de esta obra son de aquella misma estirpe de la que a menudo suele servirse el autor: seres lúcidos con vidas al margen, pero con una conciencia libertaria que los vuelve inconformistas con lo poco que tienen, pues intentan exprimirle al mundo las escasa gotas de satisfacción que este les proporciona. Toda la clave del relato puede resumirse en el comentario de Eterna: «siempre hay esperanza en el misterio, la vida no puede ser solo lo que vemos y tocamos».

Si en Días del desván contó los aspectos amables y misteriosos de su infancia; en Fantasmas del invierno (2004), novela de protagonista colectivo, se nos muestra una visión mucho menos complaciente de la infancia. No en vano, la acción transcurre durante 1947 en Ordial, una «ciudad de sombra» en la que resulta difícil sobrevivir, por el doloroso peso de los recuerdos y las culpas, con una guerra tan cercana. Novela sobre la fragilidad humana, cuya trama se sustenta en una indagación y en la que casi todos sus protagonistas guardan un secreto.

Luis Mateo Díez ha definido La piedra en el corazón (2006) como una novela fragmentaria, compuesta por unas breves notas, un cuento intercalado y una carta, en la que la reflexión predomina sobre la acción. La trama transcurre durante el 11 de marzo de 2004, el día de los atentados de Al Qaeda en Madrid, que aparece convertida en un espacio simbólico. Pero no es el terrorismo el tema del libro, este solo le sirve de contexto dramático en el que surgen las reflexiones y los hechos que se narran, sino la crisis de una familia, de un matrimonio, producto de la enfermedad de la hija. En La gloria de los niños (2007) se relata la soledad de Pulgar, un niño que por encargo de su padre vaga en busca de sus hermanitos, perdidos en la confusión propia de la guerra. La casa familiar ha quedado casi arrasada; a la madre, Loza, la mató una bala perdida; mientras que el padre está desahuciado en un hospital. Esta novela puede leerse como un canto a la inocencia, a la bondad, relato de cómo el ser humano, un niño, a veces en compañía de un perro, es capaz de sobrevivir en las condiciones más adversas. El sol de la nieve o El día que desaparecieron los niños (2008) es una misteriosa novela corta plagada de elucubraciones sobre qué pasó en Celama el 17 de febrero de 1964. No es un libro para niños, sino sobre ellos, centrado en la metáfora de la desaparición, aunque los críos apenas tengan protagonismo y sean los adultos quienes se dediquen a conjeturar sobre lo que pudo haberles sucedido. Así, en estas dos narraciones el autor acude a la niñez, la patria perdida del hombre, a lo que hay en ella de pureza, inocencia y libertad.

En estos últimos años ha publicado dos nuevas novelas, El animal piadoso (2009) y Pájaro sin vuelo (2011), cuya acción transcurre entre la nieve y la niebla, en ciudades simbólicas; y un libro inclasificable, testimonial, sin apenas invención, Azul serenidad o la muerte de los seres queridos (2010). En la primera, otra fábula moral, valiéndose de los mecanismos habituales de la narrativa criminal se nos presenta, a través de un viaje interior, las contradicciones y dilemas morales que acucian a Samuel Mol, un comisario jubilado (la soledad, el sentimiento de culpa y el peso de la edad), por un crimen cometido catorce años antes y nunca resuelto; mientras que en la segunda, cercana a sus fábulas del sentimiento, relata las dificultades existenciales de Ismael Cieza, hombre frágil, inútil y desamparado, pero también estreñido, otro de sus héroes del fracaso, cuyos días transcurren entre la comedia y la tragedia. Luis Mateo Díez se ha definido como «escritor ruso», quizá por el uso habitual que hace en estas novelas recientes tanto de la ironía como de lo grotesco. En cambio, en el libro del 2010, se ocupa de la muerte de dos de sus familiares (Charo, su cuñada; y su sobrina Sonia, fotógrafa de 38 años), los testimonios y las imágenes que dejaron, las cartas que le mandó el autor y alguna de las fotos que ella realizaba, del consuelo y el efecto curativo que pudo traer consigo la pervivencia de la memoria, la manifestación discreta del sentimiento.

Libro a libro, consciente de sus posibilidades literarias, Luis Mateo Díez ha intentado siempre ir un poco más allá, procurando ensanchar el territorio de sus ficciones; afinar la prosa, adaptándola a las exigencias de cada una de sus obras. Cultivador del realismo, con la bien aprendida lección de los mejores maestros del XIX, ha enriquecido aquel marco cultivando lo que él ha llamado un «realismo sin límites». Ha explorado los recovecos de los géneros narrativos y, como casi todos los grandes escritores contemporáneos, ha barajado con suma habilidad la práctica y la reflexión teórica; buena prueba de esto son los libros El porvenir de la ficción (1992) o bien Las palabras de la vida (2000).

Podríamos afirmar, a modo de conclusión, que Luis Mateo Díez realiza el siguiente recorrido: parte de una realidad legendaria, la del Apócrifo del clavel y la espina (1977); se instala después en la España de la provincia, en los años cincuenta (Las estaciones provinciales y La fuente de la edad), de la que se aleja progresivamente para construir un territorio cada vez más simbólico y metafórico, hasta conseguir crearse un mundo, un espacio propio, la Celama de El espíritu del Páramo y La ruina del cielo, donde podemos hallar seres que provienen de los cuentos populares, pero también de las obras de Cervantes y Shakespeare.

Su operación estética estriba en el enriquecimiento de la tradición realista mediante la utilización de un lenguaje rico, culto y preciso; de unas narraciones sustentadas en el diálogo y en la complicidad del narrador con sus protagonistas y, en fin, por medio del uso de una particular visión de la realidad distorsionada por los sueños. No contribuye poco a ello el empleo que hace de todos los géneros narrativos (microrrelato, cuento, novela corta y novela); de sus peculiares ensayos, a menudo trufados por componentes ficticios, o bien del apócrifo. Especial relevancia poseen sus singulares personajes, quienes se enfrentan a la realidad siempre con extrañeza y asombro, quizá porque sus esperanzas no les conducen mucho más allá de la mera supervivencia. Utiliza con este propósito el recurso al humor, al vitalismo, donde la bebida, el amor y la sexualidad desempeñan un papel principal. Sus personajes son seres inadaptados, inconformistas, antihéroes, en suma, que se pasan la vida huyendo, indagando, dudando, y en ese ir y venir en pos de alguna quimera, en ese vagar, es cuando encuentra sentido su existencia. Sus peripecias resultan, con frecuencia, más mentales que físicas, además tienen que inventarse una vida, autoengañarse, ya que la existencia real es poco gratificante. Si algo queda claro en la obra de Luis Mateo Díez es que lo universal nada tiene que ver con lo cosmopolita y que en el último pueblo perdido se hallan todas las historias posibles.

Todo este importante bagaje literario ha convertido a Luis Mateo Díez en uno de los principales protagonistas de la literatura, de la novela española, de estas últimas décadas; no en balde ha cumplido con creces el ideal de fundar un nuevo universo literario con su palabra medida.


Bibliografía


AA.VV., monográficos de la revista La página (La Laguna), 1, 1989 y 36, julio-septiembre de 1999; AA.VV., Luis Mateo Díez, Cuadernos de narrativa (Universidad de Neuchâtel, Suiza), 4, diciembre de 1999 (reeditado en Madrid, 2005); Fernando Valls, «Introducción» a Luis Mateo Díez, Los males menores. Microrrelatos, Madrid, Alfaguara, 2002, págs. 9-112; Santos Alonso, «Introducción» a Luis Mateo Díez, La fuente de la edad, Madrid, Cátedra, 2002, págs. 9-83; y Asunción Castro Díez y Domingo-Luis Hernández (eds.), Luis Mateo Díez: los laberintos de la memoria, Santa Cruz de Tenerife, La Página, 2003; VV.AA., Cartapacio de la revista Turia, núms. 93-94, mayo del 2010, pp. 137-337; Tomás Val y Carmen Toledo, eds., Inventario de Luis Mateo Díez, Segovia, Fundación Instituto Castellano y Leonés de la Lengua, 2010.

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