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ROSA CHACEL

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DOMINGO RÓDENAS DE MOYA


... en estas narraciones laberínticas, en las que se mezcla lo real con lo imaginado, lo presente con lo pasado y lo futuro, el rigor de los hechos me parece imprescindible.


(Alcancía. Ida, 1962)


Hubo algo desconcertante por inusual en la imperiosa personalidad de Rosa Chacel (Valladolid, 1898-Madrid, 1994), una escritora que compartió el destino de tantos intelectuales de su generación, la de los felices años veinte, la República y el exilio, y que representó como ninguno la fidelidad a un proyecto literario hecho de exigentes búsquedas formales e inmersión en la intrincada conciencia humana. Así lo había predicado José Ortega y Gasset en La deshumanización del arte e Ideas sobre la novela (1925) en perfecta consonancia con los rumbos de la narrativa internacional de aquel momento y así lo asumió la escritora cuando, en Italia, donde estuvo entre 1922 y 1927, escribió su primera novela, Estación. Ida y vuelta (1930).

Había viajado a Roma acompañando a su esposo el pintor Timoteo Pérez Rubio, pensionado en la Academia de España, al que había conocido en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, siendo ella estudiante de escultura entre 1916 y 1918. Instalada en la capital italiana, tuvo noticia de la fundación de Revista de Occidente en 1923, de los citados ensayos orteguianos sobre el arte moderno y del impulso que la narrativa joven recibió con la colección «Nova Novorum» inaugurada en 1926 con dos libritos de Pedro Salinas y Benjamín Jarnés. La escritora resolvió formar parte de esa aventura estética aun en la distancia y, desde el otoño de 1927, ya de vuelta en Madrid, podrá hacerlo personalmente. Es entonces cuando se vincula de manera más directa al círculo intelectual de Ortega, publicando excelentes relatos («Chinina Migone» y «Juego de las dos esquinas») en Revista de Occidente. Cuando Ortega, defraudado del experimentalismo antinarrativo de los jóvenes, decide promover el conocimiento de las grandes figuras hispánicas del siglo XIX en una serie de biografías —y de paso obligar a los narradores vanguardistas a entrar en la vía del relato de acciones ordenado y progresivo—, encarga a Rosa Chacel la biografía de Teresa Mancha, la amante de José de Espronceda sobre la que apenas se tenían datos fehacientes. El primer capítulo vio la luz en 1929, pero el libro quedaría inédito en 1936 y no se publicaría hasta 1941 en Argentina.

De la combinación de las disquisiciones de Ortega sobre lo que había de ser la novela futura con la lectura del Retrato del artista adolescente de James Joyce traducido por Dámaso Alonso, la narrativa erizada de greguerías de Ramón Gómez de la Serna y las Obras de Sigmund Freud surgieron tanto su primera novela, Estación. Ida y vuelta (1930), como su particular concepción teórica del género. La novela no debía continuar describiendo lo que plasma mejor la fotografía o el cine, por ejemplo el paisaje o el aspecto de los personajes, sino que debía emboscarse en la interioridad de la psicología humana y, especialmente, en las mentes excéntricas u originales, las que Ortega llamó «psicologías interesantes». El principal cometido, pues, del género radica en construir con el máximo pormenor el universo mental de un individuo, lo que expulsa del texto novelístico no solo la descripción sino también, en cierto modo, la narración. El argumento pasa a tener una importancia muy secundaria y se reduce a mero pretexto para las lucubraciones (a veces prolijas y farragosas) del narrador. Junto a la indagación en el pensamiento oceánico de los personajes, lo que cobra preeminencia es la estructura y las técnicas narrativas mediante las que se presentan y manipulan los acontecimientos.

Todo ello es visible ya en Estación. Ida y vuelta, donde se canalizaba el extendido descrédito de la novela de trama y personajes definidos, de argumento lineal y coordenadas espaciotemporales claras; en su lugar encontramos una nebulosa introspección en el alma del protagonista, un hombre que parte en tren de Madrid a París y, pasado un tiempo, regresa. A través del monólogo interior, que imita la confusa superposición de datos y tiempos en el fluir de la conciencia, sabemos que tenía una relación amorosa feliz hasta que apareció Julia para perturbarla. El hombre se marcha a París para reflexionar y empezar a escribir la novela que leemos. Finalmente vuelve a Madrid decidido a reanudar su relación amorosa primera e iniciar una nueva vida no solo en el terreno conyugal sino también en el creativo literario. La meditación sobre los motivos de la conducta y la reflexión metaficcional sobre la escritura se entremezclan en un tumulto de ideas y sensaciones cuya unidad estriba en habitar en la memoria activa del narrador protagonista.

Desde que se proclama la República en abril de 1931 Rosa Chacel se identifica con el nuevo régimen (su esposo es nombrado director del Museo de Arte Moderno), del que obtiene una beca en 1933 para estudiar en Berlín, donde coincide con Rafael Alberti y María Teresa León. En las estribaciones de la guerra su compromiso político se expresa en la firma del manifiesto fundacional de la Alianza de Intelectuales Antifascistas y en su participación en el Frente Popular, un compromiso que se prolonga durante la Gerra Civil prestando servicios en un hospital de la Cruz Roja y colaborando en revistas como El mono azul y Hora de España. En 1937 abandona el país en compañía de su hijo Carlos e inicia un exilio que no cerrará definitivamente hasta 1974 y que tuvo dos ejes geográficos: Río de Janeiro y Buenos Aires.

Fueron más de treinta y cinco años de expatriación durante los que Rosa Chacel construyó una sólida aunque parca obra narrativa y ensayística ignorada en España. Solo en 1963, coincidiendo con sus primeros viajes de retorno, empieza a llegar a unos jóvenes Pere Gimferrer y Ana Maria Moix que se entusiasman con el talento y la sutileza de estilo y concepto de aquella remota escritora republicana.

La que iba a ser biografía de la protagonista del «Canto a Teresa» de Espronceda se transformó en la novela Teresa (1941), donde la imaginación novelesca pone lo que sustrae la falta de documentación. Algo, en cualquier caso, que a la escritora le favoreció, pues se sintió más libre para dar a luz la personalidad de su protagonista y «lograr la confianza en la verdad de una vida personal, tomar en serio a una criatura humana hasta el extremo de vivirla, de trasladarse a ella, de serla. Sin esto no hay novela», como escribió en la «Advertencia» al libro. Ahora bien, que Teresa Mancha y el trasfondo del Madrid de 1830 brotaran, a falta de datos verídicos, del poder inventivo de la escritora, no resta un ápice de vividez a la reconstrucción del clima del Romanticismo español.

Pero su verdadera primera novela del exilio fue Memorias de Leticia Valle (1945). En ella aborda un tema escabroso, la atracción que un hombre casado siente por una niña de apenas doce años, la Leticia del título; pero la autora lo trata de un modo tan perifrástico y oblicuo que el asunto queda difuminado. El principal acierto de la novela consiste en conceder la voz narrativa a la niña, pues solo desde su perspectiva confidencial se hace verosímil el juego perverso de seducir a un adulto. Ese acierto se logra por cuenta de un artificio, el de que una niña que no ha cumplido los doce años posea el amplio conocimiento del mundo que demuestra y, sobre todo, sea capaz de escribir en una prosa tan reflexiva y ponderada, tan llena de matices. Con todo, aceptado el artificio, la voz de Leticia sostiene en su paso íntimo el interés del lector, que adivina la deformación a que somete los hechos la imaginación desquiciada de la niña y advierte la culpa que contrae con sus veleidades seductoras en el desenlace trágico del hombre cautivado.

Numerosos artículos en revistas como Sur, Realidad, creada por Francisco Ayala, o el diario La Nación, además de abundantes traducciones, le ocupan gran parte del tiempo, pero no le impiden enfrascarse en la composición de su novela más ambiciosa, La sinrazón, que la absorberá diez años. Años críticos en los que el desarraigo se vuelve doloroso y nutre sentimientos de angustia y hastío que dejan huella de su lento transcurso en esa novela y en las páginas de su diario, publicado mucho después con el título de Alcancía. La escritora alterna la escritura de La sinrazón con los cuentos reunidos en Sobre el piélago (1952), sus diarios y el ensayo Saturnal, para cuya escritura obtiene una beca de la Fundación Guggenheim que le permite mudarse a Nueva York, donde se quedará, con escapadas a varias universidades norteamericanas, hasta finales de 1961. Fueron dos años liberadores durante los que conoció a algunos republicanos exiliados, a Stravinski o al nouveau romancier Michel Butor, pero fue sobre todo una etapa de fertilidad creadora. Concluida su estancia, viaja a España en una visita que se prolonga desde enero hasta junio de 1962. No será este aún el principio de su reincorporación a la vida intelectual española. Esta se inició con la reedición por Aguilar de Teresa en 1962 (gestionada en un segundo viaje a finales de ese año), tras la que reanudará su colaboración con Revista de Occidente, que había reaparecido en 1960 con decidido y discreto espíritu reivindicativo —el de Soledad Ortega— de la España derrotada, lo que era evidente en la presencia del antiguo secretario Fernando Vela.

En La sinrazón puede decirse que cristaliza la concepción de la novela que defendió la escritora desde su juventud: una novela enclavada en la difusa conciencia del ser humano para la que el paisaje apenas cuenta como un dato remoto y a menudo distorsionado pero en la que la circunstancia (en el sentido que Ortega daba al concepto) constituye la fragua donde aquella se moldea. Obra poligenérica, algo desflecada, con huidas hacia la disquisición, la ráfaga autobiográfica o la estampa onírica, pero impulsada por la ambición totalizadora de registrar las zozobras del hombre contemporáneo. Su protagonista vuelve a ser un hombre, Santiago Hernández, cuya vida íntima parece un trasvase directo de la de la autora, que siempre detestó la llamada «literatura femenina». Santiago redacta sus memorias y por ellas descubrimos que su historia no difiere en lo esencial de la de Estación. Ida y vuelta: un hombre casado tiene una relación con otra mujer y vuelve luego junto a su esposa que, sin embargo (aquí se separa de la novela anterior), no lo acepta y ello precipita un desenlace trágico. La sinrazón, así, debe leerse en perspectiva con la novelita de 1930, de la que no es erróneo considerarla una reescritura en clave autobiográfica, donde Chacel evacua una porción grande de sus propias cavilaciones a través de la voz masculina de su narrador y se despoja de las deudas con la retórica vanguardista (metáforas chocantes, greguerías incrustadas en la prosa) que tenía Estación.

Desde entonces irán publicándose sus obras con cierta regularidad. En 1971 ve la luz en España, por fin, Memorias de Leticia Valle, los cuentos reunidos en Icada, Nevda, Diada y el ensayo Saturnal (1972). El designio que hay detrás es análogo al de La sinrazón, la captación del complejo espíritu de época de la edad contemporánea reflejado en la conciencia existencial del sujeto, pero el resultado dista de ser un acierto. En sus cinco partes trata diversos aspectos de ese espíritu, a saber: el amor y la sexualidad, los roles sociales masculino y femenino (reflejados en el «arte nuevo» del cine), la «feminización» de la época vista desde la obra de los creadores de la modernidad (Baudelaire, Nietzsche, Kierkegaard...), la manifestación indeseable de la condición humana (la cobardía, la doblez o el egoísmo) o los actos en que todos los hombres se igualan, el nacimiento y la muerte, y la conciencia del tiempo, equivalente a la conciencia de la propia vida. Saturnal es un ensayo sembrado de intuiciones penetrantes y formulaciones verbales afortunadas pero globalmente farragoso.

Rosa Chacel escribió durante su exilio otro ensayo entroncado en su tema con La sinrazón. Se trata de La confesión (inédito hasta 1971), cuyo estímulo primero fue, de nuevo, un aviso de Ortega sobre la llamativa escasez de literatura confesional en las letras españolas. La escritora se propone indagar en las razones, no sin antes dedicar largos capítulos a delimitar el género de la confesión y a examinar las obras paradigmáticas de San Agustín, Rousseau y Kierkegaard que, en su opinión, sirven de trasfondo a otros tantos novelistas españoles, Cervantes, Galdós y Unamuno, que es de quienes va a hablar. El resultado, con todo, vuelve a resentirse de indefinición y envuelve muchas y densas apreciaciones sobre la escritura autobiográfica en un discurso divagatorio que bordea lo inconsistente. La técnica de eludir el objeto de referencia mediante un aluvión de frases alusivas —que aunque apuntan hacia ese objeto lo encubren—, aprendida en la época de las vanguardias y que tan buen rendimiento le daba en la narrativa, no acaba de funcionar en la prosa de ideas.

Pero si su inquisición sobre los libros confesionales resulta algo insatisfactoria, no ocurre lo mismo con sus propios escritos autobiográficos. Sus memorias Desde el amanecer se publicaron en 1972 y únicamente abarcaban su infancia hasta los diez años. En el moroso recuento de la remota niñez la escritora intenta anudar los hilos de su propia identidad, persuadida de que, como dijo Rilke, la infancia es la patria verdadera. La gran obra confesional de Chacel son sus diarios, que aparecieron en 1982 bajo el metafórico título de Alcancía, el recipiente donde se guardan las ganancias obtenidas en el diario vivir, «depósito de horas, pensamientos, anhelos». Dos volúmenes, Alcancía. Ida y Alcancía.Vuelta, recogen sus escritos íntimos entre 1940 y 1981, pero la intimidad que manifiestan es la propia de una bitácora de escritor —por eso son indispensables para seguir el meticuloso y lento crecimiento de La sinrazón o de otras obras suyas— y no la de un espíritu que ansía compartirse o vaciarse. Un tercer volumen, Alcancía. Estación Termini (1998), recoge los diarios entre 1981 y 1994, en los que la escritora, que ha conocido al fin el reconocimiento oficial, deja testimonio de su ajetreo mediático y editorial.

En 1974 obtuvo una ayuda de la Fundación March para terminar la novela Barrio de Maravillas (1976), destinada a ser la primera entrega de la vasta trilogía «Escuela de Platón», otro proyecto que manaba de su memoria personal. Ambientada en el barrio madrileño de Maravillas, donde la escritora pasó la infancia, la novela pivota sobre la joven Elena y sus inquietudes intelectuales y artísticas para trazar un amplio cuadro de las ilusiones y sueños de un grupo de muchachas adolescentes, entre ellas sus amigas Isabel y Araceli. Es obvio que en Elena recrea Chacel su propia pubertad dada a la lectura, la fruición del arte y la ensoñación intelectualista, como lo es que esa coloración autobiográfica se mantiene en el segundo título de la trilogía, Acrópolis (1984), que alude al emplazamiento de la Residencia de Estudiantes en lo que Juan Ramón Jiménez llamó «la colina de los chopos». Elena ya ha madurado y se encuentra en una gloriosa encrucijada de estímulos intelectuales, la eclosión de fuerzas creativas a que responde la generación histórica del 27. Pero, a diferencia de otras evocaciones novelescas de aquel momento, como La calle de Valverde de Max Aub o Los pasos perdidos de Corpus Barga, Acrópolis no describe el ambiente de calles, cafés y redacciones ni los conciliábulos del poder cultural sino que se sumerge en la subjetividad de los personajes y convierte sus percepciones en la materia aglomerada del texto, ofrecida en densos monólogos interiores. El periplo vital de la protagonista, acompasado con el de la autora, se completa en Ciencias Naturales (1988), tercer volumen de la trilogía, que cubre el período del exilio de Elena hasta su regreso a España. Como en los dos títulos anteriores, la crónica de acontecimientos desaparece para dejar paso a una obstinada introspección en la que se reflejan como sombras pálidas los hechos de la vida corriente y que se vierte en el diario que el personaje (como la propia Chacel hizo) va escribiendo durante su destierro.

El fallecimiento de su esposo en 1977 pudo estar detrás de la biografía que le dedica en 1980, Timoteo Pérez Rubio y sus retratos del jardín, que acaba convirtiéndose en otra revisitación nostálgica del clima artístico e intelectual de los años veinte y treinta. Algo de nostálgico tiene el volumen Novelas antes de tiempo (1981), donde reúne embriones novelísticos que quedaron abortados y los comenta en un ejercicio de confidencia de taller.

Sus artículos y ensayos se reunieron en diversos volúmenes, Los títulos (1981), Rebañaduras (1986) y La lectura es secreto (1989), recuperados en el tercer tomo de su Obra completa (1992), y en ese conjunto sobresalen sus evocaciones del clima y proyecto literarios de su generación, la de los años veinte, en textos como «Sendas perdidas de la generación del 27» o «Cómo y por qué de la novela».

Por último, Rosa Chacel también escribió poesía. Su primer libro, A la orilla de un pozo (1936), estaba formado por una treintena de sonetos-semblanza dirigidos a diversos amigos, entre ellos María Zambrano, Rafael Alberti o Pablo Neruda, en los que la combinación de barroquismo neogongorino y de imágenes ilógicas de estirpe surrealista da lugar a retratos relampagueantes. Un segundo poemario, Versos prohibidos (1972), rescata composiciones clasicistas de los años cuarenta (lo «prohibido» del título alude al veto que la propia Chacel impuso a aquellos poemas debido a su estética), de las que sobresalen las Epístolas morales a imitación de la de Fernández de Andrada. Finalmente, en 1992 se reunió ese corpus lírico con nuevos poemas en Poesía (1931-1991).


Bibliografía


Anthropos, 85 (junio de 1988), núm. monográfico; Ana Rodríguez-Fischer, prólogos a Rosa Chacel, Obra completa, 9 vols., Valladolid, Diputación, 1989-2004; Barcarola, 30 (junio de 1989), núm. monográfico; Rosa Chacel. Premio Nacional de las letras españolas 1987, Barcelona/Madrid, Anthropos, 1990; María Asunción Mateo, Retrato de Rosa Chacel, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 1993; M.ª Pilar Martínez Latre (ed.), Actas del congreso en homenaje a Rosa Chacel, Logroño, Universidad de La Rioja, 1994; Cora Requena, Rosa Chacel (1889-1994), Madrid, Ediciones del Orto, 2002; Carmen Morán Rodríguez, Figuras y figuraciones femeninas en la obra de Rosa Chacel, Málaga, Diputación, 2008.

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