Читать книгу 100 escritores del siglo XX. Ámbito Hispánico - Domingo Ródenas de Moya - Страница 12
JOSÉ MARTÍNEZ RUIZ «AZORÍN»
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DOMINGO RÓDENAS DE MOYA
«Este es un pueblo feliz», piensa Azorín; «tienen muchos clérigos, tienen muchos militares, van a misa, creen en el demonio, pagan sus contribuciones, se acuestan a las ocho... ¿Qué más pueden desear?».
(La voluntad, 1902)
La precisión léxica y el arcaísmo gustoso, el fraseo telegráfico y el estilo seco y lírico, refractario a la retórica y el almíbar modernista, la depuración ascética de la escritura irán siempre asociados a Azorín, seudónimo de José Martínez Ruiz (Monóvar, 1873-Madrid, 1967), como también la descripción del paisaje levantino y castellano, de sus pueblos y gentes, de los objetos y oficios de antaño, la capacidad para evocar sensorialmente las atmósferas que los contuvieron y la obsesiva atención al tiempo como única dimensión de la vida humana, tiempo fugaz y cíclico, tiempo cósmico, histórico y cronométrico, Tiempo como mansión del ser. Él y unos pocos más desengrasaron la prosa castellana, desarticularon su pesada carrocería decimonónica y la recompusieron para hacerla más expresiva, funcional y sugerente. Y los mismos, que los manuales escolares denominan «generación del 98», dirigieron sus ambiciones de regeneración hacia la novela con el fin de transformarla, del espejo a lo largo del camino de Stendhal, en laboratorio de investigaciones subjetivas.
El espíritu inconformista y anarcoide del joven Azorín empezó a manifestarse en sus años de estudiante en Valencia, durante los que escribió en El Mercantil Valenciano y en el periódico de Blasco Ibáñez El Pueblo, pero fue a partir de 1896, ya en Madrid y en el diario El País, donde coincidió con Maeztu y Baroja, cuando encontró en la protesta social y política su campo de expansión. Aunque fue con Charivari (1897), una arremetida contra el mundillo literario de la capital en la que no ahorraba nombres ni chismes ofensivos, con lo que ganó inmediata notoriedad, por mucho que las autoridades mandaran retirar el libro. En los dos años posteriores publicó una sátira contra el periodismo revolucionario ramplón (Pecuchet, demagogo), una diatriba contra el tratamiento que daba el Derecho tradicional a la delincuencia (La sociología criminal) y un examen polémico de la crítica literaria (La evolución de la crítica). Pero este Azorín pugnaz pronto entrará en crisis e iniciará una retirada hacia el autoanálisis pasivo y la resignación pesimista y estoica que tan bien se refleja en Diario de un enfermo (1901). No le debe poco esta inflexión (y esta obra) a la lectura de Schopenhauer. El intelectual protagonista, cuya esposa ha fallecido, se siente desustanciado en una vida opaca y sin sentido y, atraído por la «liberadora Nada», acaba suicidándose (un suicidio que Azorín suprimirá en futuras ediciones).
Su nombre prolifera en la nueva prensa (El Globo, Alma Española, Revista Nueva, Juventud...) y en los periódicos prestigiosos (ABC, El Imparcial), pero el escritor se concentra en una trilogía novelística, la formada por La voluntad (1902), Antonio Azorín (1903) y Las confesiones de un pequeño filósofo (1904). Del protagonista tomará Martínez Ruiz, en 1903, el seudónimo que lo acompañará toda su vida y en él trazó un retrato fiable de su juventud (y de la juventud intelectual española del fin de siglo) escéptica y roída por un tedio nihilista, aburrida de una sociedad minada por los privilegios de clase y de una política ineficiente y caciquil. No debe extrañar, pues, que las novelas azorinianas propendan a inmovilizar la acción y a presentar criaturas ensimismadas, escépticas y sombrías. La primera gran cristalización del tipo del intelectual caviloso en pasiva hostilidad con el medio en que subsiste es La voluntad, donde Antonio Azorín, desengañado de la inutilidad de cualquier esfuerzo por mejorar la realidad, se retira a una vida grisácea y anónima, parecida a la disolución en la nada a la que todo tiende. El protagonista conoce en Madrid la bohemia sucia y patética y la insoportable miseria de los marginados y, hastiado, regresa al terruño, a Yecla, donde se casará con Iluminada y vivirá en una suerte de exilio existencial, prisionero de la abulia y detestando el mero vivir. Las conversaciones con su maestro Yuste, en la primera de las tres partes de la novela, ponen de manifiesto la lectura de Schopenhauer y Nietzsche, cuya doctrina del eterno retorno inspira la articulación del relato (Yecla, Madrid, Yecla) y marcará indeleblemente a Martínez Ruiz. En esas pláticas se pasa revista a todo el repertorio temático del fin de siglo: la injusticia social, la corrupción, la ignorancia y credulidad del pueblo, la maldad ingénita, el determinismo histórico, el carácter español..., de modo que Yuste y Azorín asumen sin diferencias apreciables entre sí el papel de voceros del propio Martínez Ruiz.
Pero La voluntad no solo contiene un daguerrotipo de la juventud desencantada del fin de siglo sino una teoría de la novela que coincide en sus rechazos con la que se estaba imponiendo en toda Europa. El preceptista de este nuevo arte de novelar es Yuste, que en el capítulo 14 imparte su lección a Azorín durante un paseo. Un escritor, dice, «será tanto más artista cuanto mejor sepa interpretar la emoción del paisaje», pero debe hacerlo sin el subterfugio de la comparación porque comparar «es evadir la dificultad... es algo primitivo, infantil... una superchería». En lugar de la analogía, la constatación de «esos pequeños detalles sugestivos, suscitadores de todo un estado de conciencia...», creadores de una «honda emoción estética». Si hay que evitar la descripción falsificadora, más deben rehuirse los diálogos artificiosos, literarios porque en la vida se habla «con incoherencias, con pausa, con párrafos breves, incorrectos...». Y Yuste proclama:
Dista mucho, dista mucho de haber llegado a su perfección la novela. Esta misma coherencia y corrección antiartísticas —porque es cosa fría— que se censura en el diálogo... se encuentra en la fábula toda... Ante todo, no debe haber fábula... la vida no tiene fábula: es diversa, multiforme, ondulante, contradictoria... todo menos simétrica, geométrica, rígida, como aparece en las novelas...
El desiderátum, dice Yuste, ha de ser el de los Goncourt, quienes «no dan una vida, sino fragmentos, sensaciones separadas...». Si a eso se añade la certeza azoriniana de que «La sensación crea la conciencia; la conciencia crea el mundo. No hay más realidad que la imagen, ni más vida que la conciencia», es fácil inferir que la obra literaria que aspire a reflejar la vida no podrá sino representar la percepción fragmentada de la conciencia subjetiva. He ahí la teoría novelística que sostiene La voluntad y, con ella, una gavilla de rasgos de la novela modernista europea: fragmentarismo formal, destierro del argumento, representación del caos de la conciencia individual, enfoque del detalle o el matiz reveladores (que funcionan como metáforas), lirismo e intelectualismo, impugnación, en fin, del concepto decimonónico de la novela totalizadora.
Desde La voluntad, Azorín introduce en la novela su propia fundamentación teórica, haciendo que la novela (renacida como metanovela) reflexione sobre sí misma. Ese ensimismamiento autorreflexivo será una característica constante en toda su obra hasta Salvadora de Olbena (1944), como lo será la descripción delictuosa de los objetos corrientes y la morosidad narrativa (exasperante para los lectores que exigen una acción dinámica). Reflexividad, objetualismo y tempo lento que justifican el que se le haya considerado un precedente (no llega a precursor) del nouveau roman francés, no por casualidad llamado «escuela de la mirada» (école du regard).
Este Azorín también se prefigura en Antonio Azorín (1903), donde el protagonista llega a la conclusión de que es posible una percepción humilde de la realidad sobre el presupuesto de que todas las cosas son dignas de estudio. Esta novela prosigue La voluntad sin dar salida a la irresolución del protagonista, pero lo carea con dos interlocutores que representan actitudes vitales muy dispares: Sarrió, que propone descargar el espíritu de pesadumbre y gozar epicúreamente de los placeres, y Verdú, convencido de que el alma es inmortal y para quien la vida sin el consuelo de la trascendencia se vacía de sentido. Esta será la dirección en que se orientará el escritor, la de descubrir en el mundo la dimensión trascendente, la de infundir en los objetos materiales una forma de espiritualidad que los individualiza y realza. Y esta estética que Ortega motejaría de «primores de lo vulgar» pronto se combinará con un nacionalismo cultural que convertirá a Azorín en uno de los responsables del discurso nostálgico sobre la España imperial y mística del Siglo de Oro transmutada para siempre en su literatura.
El Azorín que, hacia 1912, reinventa y reverdece a los clásicos es ya un intelectual orgánico cuya incursión en la política conservadora ha desairado a muchos de sus lectores. Sin embargo, los ensayos de Castilla y Lecturas españolas (ambos de 1912) hacen prevalecer su novedoso acercamiento a las letras antiguas sobre las circunstancias ideológicas del autor e imponen una lectura fecundante, sensible e imaginativa de los clásicos, definidos en el prefacio al segundo libro como «un reflejo de nuestra sensibilidad moderna» (¡los mismos términos que ha utilizado George Steiner!). En buena medida, la interpretación más estimulante de la literatura clásica sigue la pauta liberadora de Azorín, la imprescindible e inverecunda apropiación del texto por parte del lector, en cuya experiencia se esponja y a la que devuelve matices desconocidos. En años sucesivos aparecerán tres volúmenes inspirados por el mismo espíritu: Clásicos y modernos, Los valores literarios y Al margen de los clásicos.
Una de las culminaciones de este revisionismo literario no fue ensayística sino narrativa. Fueron tres obras, tan problemáticas en su clasificación como casi todas las suyas, en las que recreó temas y mitos tradicionales: El licenciado Vidriera (1915, rebautizado en 1941 como Tomás Rueda), Don Juan (1922) y, pieza maestra, Doña Inés (1925). Aunque por su título las dos últimas pueden sugerir un díptico, se trata de narraciones independientes. Doña Inés, escrita como una sucesión de viñetas líricas, sin apenas ilación argumental, esboza una mínima trama en torno a una joven madrileña que, tras recibir una carta con noticias adversas, parte hacia Segovia, donde conocerá al poeta local, Diego de Garcilán, del que se enamora. Un beso en público suscita un escándalo y provoca la marcha de Inés hacia América, donde fundará un orfanato. Este débil hilo argumental ensarta los distintos capítulos que, como cuadros o tapices, muestran escenas y figuras (por ejemplo la de su tío don Pablo, contrafigura de Azorín) descritas con primor pero sin movimiento en una sugestión de la eterna repetición de lo mismo.
La atomización del discurso narrativo y, en general, la experimentación con la estructura novelesca se acentuaron en las que Azorín calificó de «Nuevas Obras»: Félix Vargas. Etopeya (1928) y Superrealismo. Prenovela (1929), retituladas tras la guerra El caballero inactual y El libro de Levante respectivamente. A ellas habría que añadir Pueblo. Novela de los que trabajan y sufren (1930), que parece alertar vanamente sobre un cierto carácter testimonial, coincidiendo con el auge de la narrativa social. Las dos primeras obras conectaban con las exploraciones formales de los jóvenes vanguardistas, que las recibieron con entusiasmo, pero encerraban bajo la elaboración poemática del texto, los bucles temporales de sus leves tramas y la presencia de elementos fantásticos la persistencia de los temas azorinianos de siempre: la circularidad del tiempo, la escritura como refugio y recomposición de la experiencia, la tradición eterna... Félix Vargas pretende ser el retrato impresionista de un escritor enfrascado en su trabajo para el que la realidad cotidiana (el San Sebastián donde veranea o la familia de su amiga Andrea) se confunde con las realidades inactuales en las que trabaja: la Francia dieciochesca de Benjamin Constant y Madame de Récamier primero y la Castilla del Quinientos cuando acepta impartir un curso sobre Santa Teresa y debe prepararlo. La existencia espiritual de Félix Vargas tiene más asideros en esos universos mentales que en el mundo empírico en el que se desenvuelve, pero descubre que la reconstrucción del tiempo pasado y la vivificación de quienes lo habitaron solo son hacederas desde el único tiempo donde las sensaciones siguen vivas, el presente. Con todo, a Azorín le atrajo un reto técnico, el de escribir una novela fragmentaria, a base de retazos sueltos de texto, sin más argumento que la errancia psicológica de su protagonista, y que, no obstante, tal novela fuese profundamente orgánica. Este experimento podía aburrir a los lectores inexpertos pero resultaba fascinante para cualquier creador que se debatía en el filo cortante entre un arte transgresor y un arte coherente, entre la impugnación de los cánones pasados y el hallazgo de formas nuevas y perdurables.
El mismo interés presenta Superrealismo, cuyo subtítulo establece el estatuto del texto y desarma las objeciones sobre su condición o no de novela: «Prenovela». Borrador o bosquejo, por tanto, despensa de materiales para una novela futurible y algo más que «híbrido carnet de notas», como la llamó un crítico. Este libro puede leerse como la novela sobre la gestación intelectual de una novela acerca del paisaje levantino (en concreto el que rodea el pueblo natal de Azorín, Monóvar), en la que se nos abre una ventana a los procesos cognoscitivos del escritor y a su respuesta a los estímulos sensoriales recibidos del entorno a la vez que se nos «transcribe» parte del texto que ese escritor va redactando. Conviene advertir que el «superrealismo» azoriniano tiene poco en común con la escuela vanguardista francesa. Para Azorín «lo superrealista» connotaba lo misterioso, los «aspectos ignorados de la materia» que la ciencia estaba sacando a la luz, como declara a un periódico en 1928. Conforme a esa convicción, organiza la novela como un doble camino, uno geográfico y otro metafísico, hacia el misterio. El primero conduce al nebuloso protagonista de Madrid a Monóvar (un regreso que evoca el de Antonio Azorín en La voluntad) y el segundo recorre el proceso que va del magma que precede a la creación literaria hasta la definición de las ideas, los personajes, los lugares y los tiempos, pero sin que toda esta materia cosmológica llegue a cristalizar en una obra, pues no en vano Azorín pretende hacer una prenovela. Si esta comienza así: «Propósito de escribir una novela», hay que esperar que culmine con el logro de ese propósito y así ocurre, pues el capítulo final, «Aurora», refiere tanto al amanecer del día (en que un monje se dispone a escribir en su celda) como al principio de esa novela que ya queda fuera de nuestro texto como una imposibilidad.
Tras estas incursiones en la narrativa experimental, Azorín se refugia en el ensayo literario (Lope en silueta, 1935) y, durante la guerra, exiliado en París, en las notas memorialísticas con las que arma dos de sus mejores libros, Madrid y Valencia (ambos de 1941), en los que refulge su capacidad para evocar atmósferas y sensaciones pretéritas.
Todavía publicará seis novelas en los años cuarenta que no carecen de interés, aunque quedan lejos de La voluntad, Doña Inés o Félix Vargas. Los temas apenas han cambiado y persiste la propensión a interiorizar en el relato la reflexión teórica sobre el ejercicio de escribir o de novelar. Esa querencia metaliteraria se manifiesta sobre todo en las tres novelas del bienio 1942-1943: en El escritor Azorín se desdobla en Antonio Quiroga, el escritor maduro, y Luis Dávila, el escritor joven, para reflejar el temor a la decrepitud y el relevo generacional; en El enfermo se proyecta en Víctor Albert, nombre que remite al protagonista de Superrealismo, escritor sesentón que encuentra en la escritura una forma de asilo; en Capricho, en fin, la teoría se enquista en el capítulo XVII mientras el relato se convierte en un homenaje a los poderes de la imaginación.
En 1944 se despidió Azorín de la narrativa con tres novelas: La isla sin aurora, Salvadora de Olbena. Novela romántica y María Fontán. Novela rosa. La primera pone en escena a un novelista, un poeta y un dramaturgo que emprenden un viaje hacia una isla donde nunca amanece, una travesía que oscila entre lo soñado y lo realizado que permite confrontar a los tres sus visiones de la creación literaria y a Azorín interrogarse sobre el sentido de toda una vida consagrada a la escritura, de toda una escritura que fagocitó una vida.
Bibliografía
José María Martínez Cachero, Las novelas de Azorín, Madrid, Ínsula, 1960; Leon Livingstone, Tema y forma en las novelas de Azorín, Madrid, Gredos, 1970; José María Valverde, Azorín, Barcelona, Planeta, 1971; Santiago Riopérez, Azorín íntegro, Madrid, Biblioteca Nueva, 1979; Antonio Risco, Azorín y la ruptura con la novela tradicional, Madrid, Alhambra, 1980; Kathleen M. Gleen, Azorín (José Martínez Ruiz), Boston, Twayne, 1981; Darío Villanueva (ed.), La novela lírica I. Azorín, Gabriel Miró, Madrid, Taurus, 1983; Anales Azorinianos, 1987-2008; Miguel Ángel Lozano (ed.), Azorín, renovador de géneros, Madrid, Biblioteca Nueva, 2009; Santiago Riopérez y Milá, La voz española de Montaigne: Azorín, Madrid, Ediciones 98, 2011.