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FRANCISCO AYALA

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por

RICARDO SENABRE


En el campo de la ficción literaria mi producción se ha desenvuelto básicamente como prosa narrativa; y sin duda que, bajo la fundamental unidad del estilo personal, pueden descubrirse en sus rasgos externos las inflexiones impuestas por las diversas circunstancias histórico-sociales de cada período.


(El escritor en su siglo, 1990)


Francisco Ayala (Granada, 1906-Madrid, 2009) repitió en varias ocasiones que «la biografía de un escritor consiste en sus escritos», tanto los que hablan de la realidad inmediata como aquellos en que el autor «vierte su recóndita intimidad o despliega sus más fantásticos ensueños» (en el prólogo a Recuerdos y olvidos, 1988). No obstante, convendrá recordar algunos datos de la biografía externa del autor —que nos ha ofrecido, además, numerosas páginas de memorias—, porque permiten entender mejor aspectos esenciales de su obra. Francisco Ayala García-Duarte nace en Granada el 16 de marzo de 1906. Allí realiza sus primeros estudios y comienza el bachillerato: «Aunque solo he pasado en Granada los primeros dieciséis años de mi vida siento que soy muy radicalmente granadino en la rara mezcla de despego y nostalgia que compone mi actitud hacia la ciudad». Concluirá el bachillerato en Madrid, adonde la familia se traslada en 1922: «Madrid era para mí, magnificado, el mundo de Galdós, varias de cuyas novelas estaban en los anaqueles de mi casa y había leído medio a hurtadillas mientras se me suponía absorbido en el estudio de mis lecciones». En 1923, siendo todavía estudiante universitario, publica su primer artículo —sobre el pintor Romero de Torres— en Vida aristocrática. En 1925 termina su licenciatura en Derecho, y el mismo año aparece su primera novela, Tragicomedia de un hombre sin espíritu —acogida por una estimulante reseña de Enrique Díez-Canedo en El Sol—, donde las figuras de Miguel Castillejo y don Ismael inauguran la larga serie de personajes solitarios que poblará el mundo futuro del escritor y donde, al mismo tiempo, este ensaya un artificio narrativo que será fundamental en algunas obras mayores, como Muertes de perro: la ficción del «manuscrito hallado» y la consiguiente multiplicación de las perspectivas, todo ello aprendido en Cervantes y glosado años más tarde por Ayala en sus páginas de crítica literaria. Durante estos años se intensifica la labor de publicista en revistas como La Gaceta Literaria, Gallo o la Revista de Occidente, y junto al Ayala narrador —con relatos como Historia de un amanecer (1926), El boxeador y un ángel (1929) o Cazador en el alba (1930)—, se perfila el Ayala ensayista con el trabajo Indagación del cinema (1929), temprana reflexión acerca de una forma nueva que interesó también vivamente a otros miembros del llamado grupo del 27, en cuyo seno brotaron los primeros tratadistas de la teoría cinematográfica en España, como Manuel Villegas López. Las creaciones literarias de esta etapa se integran plenamente, por sus caracteres compositivos y por su estilo, en las tendencias de la prosa vanguardista de la época, centrada en la búsqueda a ultranza de metáforas y símiles nuevos y sorprendentes, en la línea imaginativa de muchas greguerías de Ramón Gómez de la Serna: «Los sangrientos ojales abiertos en la piel de la noche por las picas de la corneta, la hacían más imponente y trémula», leemos en Cazador en el alba (un «cazador» cuyas piezas son, sobre todo, las acuñaciones expresivas capturadas). O bien: «Su pelo rubio partía de la frente hacia un lado, como los juncos a la orilla del agua. Sus manos [...] se hundían, como perdices muertas, en los hondos bolsillos». Ayala recordará en 1949 aquellos experimentos: «El balbuceo, la imagen fresca, o bien el jugueteo irresponsable, los ejercicios de agilidad, la eutrapelia, la ocurrencia libre, eran así los valores literarios de más alta cotización».

Pero no todo es literatura en estos años. Ayala amplía sus estudios jurídicos y los amplía con una estancia en Berlín (1929-1931), donde contrae matrimonio. A su vuelta se doctora en la Universidad Central, orientado ya hacia la ciencia política, y, tras la proclamación de la República, obtiene una plaza en el cuerpo de Oficiales Letrados del Congreso de los Diputados, y poco después gana por oposición una cátedra de Derecho político. En 1934 nace su hija Nina. Cuando, en 1936, estalla la Guerra Civil, Ayala se encuentra dando conferencias en Sudamérica, y las interrumpe para volver a su país. Durante los tres años de la contienda desempeña varios puestos, incluido el de consejero de la Legación española en Praga. Al concluir la guerra sale de España con su familia y se instala en Buenos Aires: «Con la Guerra Civil había perdido no solo mi casa y todas mis pertenencias reunidas en ella, sino mi posición oficial como letrado de las Cortes y catedrático de la Universidad, e incluso el nombre que como escritor tenía ganado y que el régimen franquista se empeñó, no sin algún éxito, en borrar y tachar».

Con la experiencia del exilio, la literatura de Ayala experimenta un giro radical. Para comenzar, se intensifica su labor como ensayista, crecientemente inclinado a la Sociología y a la literatura examinada en su vertiente sociológica, con títulos como El problema del liberalismo (1941), Histrionismo y representación (1944), Ensayo sobre la libertad (1945) o Tratado de Sociología (1947). Por otra parte, la literatura de creación se despega por completo de los juegos vanguardistas anteriores y adquiere una súbita gravedad. El «Diálogo de los muertos» (1941), subtitulado «Elegía española», acabará como cierre del libro de relatos Los usurpadores (1949), cuyas historias, muy diferentes y ambientadas en épocas pretéritas, obedecen a un único motivo central, que, según el autor —emboscado en el prólogo tras un transparente seudónimo—, «pudiera formularse de esta manera: que el poder ejercido por el hombre sobre su prójimo es siempre una usurpación». También en 1949 se publica La cabeza del cordero, una colección de novelas cortas generalmente valoradas como la aportación de Ayala a la literatura sobre la Guerra Civil, si bien solo una de ellas —«El Tajo»— se desarrolla en el frente bélico. De las otras narraciones, «El mensaje» se sitúa antes de la guerra, mientras que «El regreso» y «La cabeza del cordero» transcurren después de la contienda. Pero lo decisivo en todas ellas no consiste en recrear los acontecimientos bélicos, sino en mostrar cómo surgen enfrentamientos entre seres cercanos; cómo la Guerra Civil es una especie de tumor que el ser humano lleva dentro. Señala el autor acerca de estas novelas: «Todas ellas contemplan la Guerra Civil española [...], pues el tema de la Guerra Civil es presentado en estas historias bajo el aspecto permanente de las pasiones que la nutren; pudiera decirse: la Guerra Civil en el corazón de los hombres». La publicación de Los usurpadores coincide con la fundación en Buenos Aires de la revista Realidad, en la que Ayala consiguió reunir colaboraciones de los más destacados intelectuales del momento, actividad que se repetirá poco después, trasladado el autor a Puerto Rico en calidad de profesor de aquella Universidad, con la creación de la revista La Torre.

Los seis años de docencia en Puerto Rico se prolongarán, a partir de 1956, en diversas universidades estadounidenses, donde surgen ensayos capitales, como El escritor en la sociedad de masas (1956) y Tecnología y libertad (1959). Estimulados sin duda por sus actividades docentes, se incrementan sus trabajos de crítica literaria —en los que la obra de Cervantes es una constante presencia—, enfocados a menudo con una enriquecedora perspectiva sociológica. Pero Ayala es un verdadero homme de lettres, y estas tareas no lo desgajan de la literatura de creación. Hay que recordar el conjunto de narraciones breves Historia de macacos (1955) y, sobre todo, la primera de sus dos grandes novelas: Muertes de perro (1958). Algunos años después, tras la primera vuelta a España en 1960, aparecerá El fondo del vaso (1962). Ambas constituyen —en palabras del autor— «las dos novelas mayores, de algún modo ligadas entre sí por su argumento». Son, en efecto, dos obras complementarias cuyo fondo común es la serie de sucesos que se desarrollan en una innominada república hispanoamericana gobernada por el dictador Antón Bocanegra. Pero, en realidad, lo que ha interesado al autor, más que el bosquejo del marco político de la historia, ha sido crear unos personajes que le sirvieran para subrayar la homogeneidad de la naturaleza y los comportamientos humanos por encima de cualquier contingencia histórica, con un planteamiento parecido al que presidía los relatos de La cabeza del cordero con respecto a la Guerra Civil española. En las dos novelas mayores, todos los personajes acaban descubriendo algún resorte maligno en su conducta, pero todos acaban también enfrentados consigo mismos en un patético desamparo que deja al descubierto la fragilidad de su existencia. Por otra parte, cuando se cataloga Muertes de perro como novela acerca de una dictadura —porque, de hecho, los sucesos narrados en El fondo del vaso son posteriores al asesinato del dictador—, se da una imagen sesgada de la obra, ya que solo afecta al marco en que se desarrolla. Incluso los hechos que parecen tener cariz político son consecuencia de pasiones personales. La muerte del dictador, por ejemplo, es consecuencia de la maquinación de una esposa adúltera, de igual modo que la mutilación del senador Rosales no se deriva de ninguna oscura represalia política, sino que constituye la venganza de una fiera mujer despechada. Lo que destaca en Muertes de perro, sobre todo, es la aplicación actualizada de la técnica novelesca cervantina. Un primer narrador, el tullido Pinedo, alterna su relato con la transcripción de las memorias del secretario Tadeo Requena (como había hecho el narrador del cuento «El hechizado» al transcribir la relación compuesta por el indio González Lobo); más exactamente, de pasajes seleccionados de esas memorias, lo que ya supone una intervención de Pinedo en el texto. No es la única, porque Pinedo cita literalmente muchos fragmentos, pero en algunos casos resume las páginas de Requena, apostilla las observaciones del secretario e incluso su estilo, juzga sus acciones y calibra la veracidad de sus asertos. Además, la imagen que el lector acaba teniendo de Requena se le ofrece en múltiples facetas, además de las que su manuscrito permite entrever. Disponemos del punto de vista de Pinedo, pero también, por ejemplo, de lo que afirman los periódicos oficiosos con ocasión del nombramiento de Requena como secretario de Bocanegra, o de la versión que expone Camarasa. Otros retazos de la historia proceden de fuentes distintas; así, los minuciosos informes del ministro de España, las cartas cruzadas entre la abadesa y la viuda del senador Rosales o las páginas del diario de la adolescente María Elena. Hay en la novela un espesor de voces, de perspectivas e informaciones que se cruzan y se complementan. Un suceso como la muerte voluntaria de don Luisito Rosales se narra o se comenta en un informe del ministro de España, en las memorias de Requena, en las cartas entre la abadesa y su prima y, naturalmente, en el relato conductor de Pinedo, que es siempre en la novela una presencia dominante, narrador principal y compilador de los demás relatos parciales que configuran la historia como discurso narrativo. Pinedo viene a ser la suma o integración de todas las perspectivas; adopta, así, lo que sería el punto de vista ideal, el punto de vista de Dios. Ya había advertido Ortega y Gasset —cuya influencia en el pensamiento de Ayala es innegable— que la realidad es indisociable de la perspectiva desde la cual la contemplamos, y que solo la suma de todas las perspectivas posibles nos proporcionaría la visión de esa realidad total, imposible de alcanzar individualmente. Pero se trata de una aspiración imposible.

Por eso la novela siguiente —y complementaria— de Ayala, El fondo del vaso, está puesta en boca de José Lino, personaje episódico de Muertes de perro, que comienza su narración, muerto ya Bocanegra, con el propósito declarado de desmentir las informaciones aparentemente verídicas del tullido Pinedo en la historia anterior, empezando por la más clamorosa falsedad: la afirmación según la cual José Lino, el actual narrador, había muerto. El castigo —literario— de la vanidad de Pinedo y de su pretensión de usurpar a Dios al intentar reunir todas las perspectivas posibles, consiste en el desmantelamiento de su creación. Lo que sucede es que la verdad absoluta no existe, y que solo poseemos puntos de vista, perspectivas parciales y amputadas. Ya el personaje de un relato del Ayala juvenil, «Erika ante el invierno» (1930), exclamaba: «¡Nunca se sabe nada, nunca!». ¿Por qué tiene que ser el punto de vista más veraz que el de Pinedo, sujeto en verdad deleznable, que concluye su actuación cometiendo un crimen? La realidad es siempre ambigua. Pero la ambigüedad —la que los artificios constructivos proporcionan a la creación artística multiplicando sus sentidos posibles— es un valor estético para Ayala, que destaca este rasgo en el Quijote. Porque, en efecto, si el sustento teórico del perspectivismo se halla en las páginas de Ortega, su aplicación práctica a la narración —un perspectivismo avant la lettre— es una de las más geniales creaciones de Cervantes, con los equívocos que trama entre los distintos «autores» del Quijote, Cide Hamete y el traductor morisco, y que lanzan sobre la historia multitud de sospechas y puntos oscuros: no estamos seguros de cómo se llama don Quijote, de igual modo que hay varios nombres diferentes para mencionar a la mujer de Sancho, e incluso a este mismo. La historia narrada no es algo conocido directamente por el compilador, sino urdido gracias a diversas fuentes —libros, manuscritos, traducciones de dudosa fidelidad—, e incluso las distintas voces narrativas encaran al personaje de manera diferente, hasta el punto de que se suceden un narrador que lo desdeña, un segundo que se apiada de él y otro que se enorgullece de su valor y se entristece con sus desdichas. El hecho de que el propio recopilador desconfíe a veces de la veracidad del texto ayuda también a transmitir la idea de que la realidad es insegura y escurridiza y solo alcanzamos a tener visiones parciales de ella. Por eso Muertes de perro y El fondo del vaso son dos novelas profundamente cervantinas. La fragmentación de la perspectiva es, por tanto, un artificio compositivo que, integrado en la órbita del pensamiento orteguiano y teniendo como modelo práctico la creación de Cervantes, resulta eficaz para materializar novelescamente la insuficiencia y la parcialidad de nuestros conocimientos. Cervantina es asimismo una novela corta, El rapto (1965), reelaboración en clave contemporánea de la historia que cuenta el cabrero en el capítulo LI de la primera parte del Quijote, aderezada con algunos elementos de la novelita del curioso impertinente, a la que también Ayala ha dedicado especial atención crítica.

La instalación definitiva de Ayala en España en 1977, tras diversos viajes privados con pasaporte norteamericano, acarreó un alud de honores y reconocimientos: Premio Nacional de Literatura (1983), Académico de la Lengua (1984), Medalla de oro de la ciudad de Granada (1987), Premio Nacional de las Letras Españolas (1988), Premio de las Letras Andaluzas (1990), Premio de Literatura Miguel de Cervantes (1991), Premio Príncipe de Asturias de las Letras (1998). Son numerosos también los doctorados honoris causa concedidos por distintas universidades: Complutense (1989), Sevilla (1994), Granada (1994), Toulouse Le Mirail (1996), UNED (1997) o Carlos III (2001). La producción literaria no quedó por ello interrumpida, aunque se orientó preferentemente hacia libros de memorias (Recuerdos y olvidos, 1982-1988; El escritor en su siglo, 1990; El tiempo y yo, o El mundo a la espalda, 1992) o ensayísticos (La imagen de España, 1986; Mi cuarto a espaldas, 1988; En qué mundo vivimos, 1996) que han prolongado la presencia viva de este agudo intelectual hasta más allá de su centenario.


Bibliografía


Keith Ellis, El arte narrativo de Francisco Ayala, Madrid, Gredos, 1964; Estelle Irizarry, Teoría y creación en Francisco Ayala, Madrid, Ínsula, 1971; Rosario Hiriart, Los recursos técnicos en la novelística de Francisco Ayala, Madrid, 1972; Andrés Amorós, Bibliografía de Francisco Ayala, Madrid, Centro de Estudios Hispánicos, 1973; Agustín Vera Luján, Análisis semiológico de «Muertes de perro», Madrid, Cupsa, 1977; Antonio Álvarez Sanagustín, Semiología y narración: el discurso literario de Francisco Ayala, Oviedo, Universidad de Oviedo, 1981; Rosario Hiriart, Conversaciones con Francisco Ayala, Madrid, Espasa-Calpe, 1982; Carmen Escudero Martínez, Cervantes en la narrativa de Francisco Ayala, Murcia, Universidad de Murcia, 1989; AA.VV., Francisco Ayala, teórico y crítico literario, Granada, Diputación Provincial de Granada, 1992; AA.VV., Francisco Ayala: el escritor en su siglo, Madrid-Granada, Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, 2006; Francisco Ayala, Obras completas, 5 vols., ed. Carolyn Richmond, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2007-2012.

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