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MIGUEL DELIBES

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por

SANTOS SANZ VILLANUEVA


... ante el dilema que plantea la sociedad contemporánea, y frente a esa misma sociedad, yo, sin caer en dogmatismos políticos, he tomado parte por los débiles, los oprimidos, los pobres seres marginados que bracean y se debaten en un mundo materialista, estúpidamente irracional.


(«Confidencia» en España 1936-1950:

muerte y resurrección de la novela, 2004)


Con una plástica fórmula, de sobra conocida y citada, ha resumido Miguel Delibes (Valladolid, 1920-2010) su firme idea del género que cultiva con regular asiduidad. A su entender, una novela aglutina tres ingredientes: «Un Hombre, un Paisaje y una Pasión». Estos elementos básicos sirven a una concepción narrativa tradicional que también él mismo ha señalado con total nitidez: «Yo entiendo que novelar o fabular es narrar una anécdota, contar una historia». Estas noticias que enmarcan globalmente la prolífica obra del vallisoletano podrían hacer pensar en un escritor conformista, pero su trayectoria demuestra todo lo contrario: alguien muy consciente, siempre atento a buscar el modo de contar que mejor se adecue a sus capacidades y creencias literarias y más pertinente para su tiempo. Si se adhiere a esa concepción de asomos convencionales es por coherencia con sus facultades y con sus propias reflexiones acerca de la escritura; no por rutina, pues el recorrido general de sus libros está jalonado por cambios, algunos muy acentuados, tanto en las ideas como en la forma. En consecuencia, se entrega sin fisuras ni concesiones a la novela que responde a su insobornable idea del género. Por eso su figura tiene un espacio propio en el discurrir de la prosa narrativa posterior a la Guerra Civil.

A Delibes se le incluye por rutina entre los narradores de la alta posguerra, en la oleada donde destacan Cela, Laforet o Torrente Ballester. Es, sin embargo, autor un poco tardío ya que su primera novela, La sombra del ciprés es alargada, data de 1948. Esta opera prima tiene un aire existencialista de época, pero no cae en el tremendismo o miserabilismo del gusto de muchos autores de su promoción. Es, además, un libro un tanto atípico en su trayectoria. Casi se reduce a un ejercicio de autoliberación personal de un problema muy particular del autor, la angustia que desde niño le producía el pensamiento de la muerte. En realidad, no puede verse al Delibes primerizo como un escritor al uso ni con una vocación decidida. Era entonces profesor en la Escuela de Comercio de su ciudad natal, había leído muy poca literatura y colaboraba con dibujos y críticas de cine en el periódico local, El Norte de Castilla, que más tarde dirigió y convirtió en referente de la prensa liberal bajo el franquismo. Fue después, aunque al poco, cuando transformó ese primer impulso, esa escritura adánica, de la que ha renegado con exigencia excesiva, en una actividad consciente. En el transcurso de algo más de una década se encadenan las novelas que marcan un primer momento de temática y de planteamientos ya personales: Aún es de día (1949), El camino (1950), Mi idolatrado hijo Sisí (1953), Diario de un cazador (1955), Diario de un emigrante (1958), La hoja roja (1959) y Las ratas (1962).

Estas siete obras muestran entre sí diferencias de enfoque, y de acierto, pero conviene subrayar que, en general, y dejando aparte matices, suponen una progresiva estilización de la escritura, un afán de poner al día las técnicas literarias, un intento de objetivar la mirada sobre el mundo mediante una creciente perspectiva analítica de la realidad (aunque todavía predomine un fuerte subjetivismo), y aportan una buena selección de figuras humanas solitarias y desvalidas que sobreviven en un medio social duro. Todo esto le distancia de sus compañeros de promoción, una vez pagado el peaje existencialista, y lo lleva a un territorio estilístico marcado por un escueto testimonio, una leve simbología y un aliento poético. Tales rasgos, más una sensibilidad social que se acrecienta día a día, lo acercan a los autores más jóvenes, a la generación del medio siglo, la de su admirado Ferlosio. No llega todavía al neorrealismo o al realismo social, pero en esa línea camina. De tal modo, Delibes, visto con esta distancia que permite observar una trayectoria en su trazo largo, viene a ser, desde el punto de vista de la dinámica literaria posterior a 1939, el enlace entre la primera generación de posguerra y los mozos de los cincuenta. La insobornable firmeza, o tozudez, con que sigue sus propios criterios, la fe en sus principios, la actitud al margen de modas y novedades ocasionales, contra las que siempre protesta y se rebela, acentúan acto seguido todavía más su perfil de escritor independiente y con su propio y distintivo mundo. Cuando los jóvenes ya maduros de los cincuenta sientan los cantos de sirena del formalismo, Delibes profundiza su conciencia crítica y social, y bastantes años más tarde, en los ochenta, se descuelga con un auténtico drama rural, una de sus grandes obras, Los santos inocentes, implacable alegato social contra la explotación y el señoritismo, bajo capa, eso sí, casi vanguardista.

Las obras mencionadas del medio siglo plantean dilemas que en algún momento se han expresado como reservas sobre el conservadurismo del escritor. En general, suponen un empeño por hallar un sentido al absurdo de la existencia y tienen un fondo pesimista por su visión negativa de la naturaleza humana. Predominan el fracaso, la soledad, el desamparo ante la muerte, y otras tribulaciones, aparte de un insociable individualismo que marca a no pocos personajes, quienes solo van a lo suyo, aunque sea movidos por razones de tanta urgencia como solventar el pan. Además, en las dos grandes obras de este momento, dos auténticas piezas maestras dentro de su modalidad, El camino y Las ratas, presenta Delibes un ostensible enfrentamiento entre lo rural y lo urbano. La nostalgia del campo impregna El camino, donde un niño se opone por fidelidad al pueblo a los propósitos de su padre de enviarle a estudiar a la capital. En Las ratas, duro testimonio de la cruda vida de un cazador de ratas y su hijo, el joven se niega a integrarse en la vida urbana. En verdad, y sin negar un fondo conservador, en estas páginas se rinde tributo a la Naturaleza, valor capital de la vida para el escritor, y se cuelan visiones arcádicas, pero no supone una aceptación intrínseca de la pobreza. Tal vez aquí no se vea del todo con nitidez, pero el mensaje del escritor quedará claro si se mira otra vez en su conjunto. Delibes sostiene un compromiso transparente para la mejora de Castilla y la denuncia de su deteriorada situación social y económica, y esa postura marca su actitud civil y su labor periodística.

Las ratas culmina un primer momento de la visión crítica de una realidad política y social que Delibes ve día a día de manera más negativa. El motivo que desembocó en esa novela explica su intencionalidad: la escribió para sortear la imposibilidad de hacer una denuncia explícita en la prensa. Si al lado de este testimonio ponemos su más conocida novela, y también una de las mejores del autor, Cinco horas con Mario (1966), andamos a un paso de la narrativa social, la modalidad predominante por los años de estas obras y por los inmediatos anteriores. El testimonio de época resulta totalizador al añadir al documento rural directo anterior la denuncia de la mentalidad de las clases medias urbanas.

Con Cinco horas con Mario Delibes aguijonea a fondo a la mesocracia provinciana. La novela expone una irrecuperable desavenencia matrimonial. Durante una noche, Carmen, insatisfecha ama de casa, desgrana, a instancias de un sentimiento de culpa, un memorial de agravios mientras vela el cadáver de su marido, Mario, profesor de instituto. El autor pone frente a frente dos mentalidades: la ultraconservadora de la mujer y la aperturista del hombre. Con Carmen se hace uno de los alegatos más contundentes de la época contra esa clase media ahormada por el nacionalcatolicismo. Pero la novela supera el riesgo de maniqueísmo al que apunta tal confrontación de mentalidades porque Mario, representante del otro catolicismo, el posconciliar, tampoco sale bien parado. En su rectitud bastante insufrible anida la intransigencia de la virtud. Fue entendida la historia de Carmen y Mario, de gran difusión y además ampliada su repercusión por el teatro, como valiente y lúcida denuncia. Hoy tal vez ha disminuido en parte ese valor y en ella apreciamos más la mostración de uno de los valores sustanciales según Delibes, la tolerancia.

Siempre, bajo las historias claras y poco aparatosas que cuenta el vallisoletano, se descubre un fondo intencional muy fuerte en el que apuesta por ciertos principios o ideales, como queramos llamarlos. Estos valores surgen en el envés de unas anécdotas que desarrollan temas recurrentes: el descubrimiento del mundo y de la realidad de los adultos en la primera infancia, la violencia, la integración social, el abandono de los pueblos, la desculturización, la codicia, la pérdida de las raíces, las precarias relaciones sociales, la soledad, la existencia como búsqueda de un camino de rumbo siempre insatisfactorio. Estos motivos son a la manera de concretizaciones o especificaciones de lo que el propio autor ha advertido como los cuatro asuntos grandes y principales de su obra: «muerte, infancia, naturaleza y prójimo».

Un trabajo constante y regular va dando salida a estas preocupaciones en una larga lista de novelas, no todas de igual calado y empeño, aunque siempre dignas, que se encadenan desde finales de los sesenta: Parábola del náufrago (1969), fábula kafkiana contra la alienación de la sociedad contemporánea, excepcional por sus osadas técnicas experimentales, acaso de intención paródica; El príncipe destronado (1973), nueva vuelta de tuerca a la temática infantil; Las guerras de nuestros antepasados (1975), denuncia de una mentalidad colectiva que causa estragos en un ser pacífico y tolerante; El disputado voto del señor Cayo (1978), reflexión propiciada por las inmediatas elecciones democráticas; Los santos inocentes (1981), el drama rural mencionado; Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso (1983), sátira de un tipo vulgar, engreído y fracasado encarnada en un periodista; El tesoro (1985), breve episodio de cerrilismo campesino; 377A, madera de héroe (1987), incursión en la Guerra Civil una vez alcanzado el distanciamiento temporal que le parecía a Delibes inexcusable para abordar tan decisivo pasado; Señora de rojo sobre fondo gris (1991), elegía por la esposa muerta; Diario de un jubilado (1995), remate de la historia del antiguo bedel cazador, enredado ahora en la tela de araña de la sociedad de consumo; El hereje (1998), ambicioso y muy logrado colofón de la narrativa delibesana con emocionante denuncia de la intolerancia religiosa emplazada, por una vez, en el pasado lejano, la España de Felipe II.

Estas obras suponen diversas objetivaciones de una problemática social y colectiva, y, a la vez, con un obvio punto de inflexión en Señora de rojo..., aflora en los últimos tiempos una fuerte confesionalidad que viene a sustituir las memorias que Delibes se negó a escribir. Se nota en los mismos títulos de los libros que reúnen ensayos o artículos: el dietario Un año de mi vida (1972), Mi vida al aire libre (1989), El último coto (1992) o He dicho (1996). Con estos libros enlazan otros relatos viajeros y de experiencias personales, entre las cuales, y sobre todo, destaca su pasión cinegética, referida en La caza de la perdiz roja (1963), Con la escopeta al hombro (1970) o Las perdices del domingo (1981). La caza, que defiende a ultranza y que le ha hecho describirse con la simpática fórmula «un cazador que escribe», y la pesca, otra sentida afición, las entiende Delibes con un sentido conservacionista, no como una matanza, y enlaza con un motivo seminal suyo, ya indicado, la Naturaleza. A medida que pasa el tiempo, Delibes agudiza la preocupación por esta grave cuestión, a la que incluso dedica su discurso de ingreso en la Real Academia Española, SOS (1975), que convierte en leitmotiv de su vida y obra. Delibes constata la degradación irreparable del campo por culpa de la explotación salvaje de los recursos naturales y por un materialismo que lleva a poner por delante de todo el dinero, el desarrollismo capitalista sin control y el consumismo. Su pesimismo, o sea, el realismo del informado, procede de esta constatación: «Hemos matado la cultura campesina pero no la hemos sustituido por nada, al menos por nada noble». Desde esta perspectiva, Delibes figura en la vanguardia española del ecologismo y del desarrollo sostenible. Y sus posturas últimas añadieron una nueva luz a la visión ruralista de sus inicios, aunque no sin cierto tradicionalismo; no trataba tanto de abjurar de la modernidad como de plasmar una inquietud por el estado del campo que tiene algo profético en esta hora en que han sonado las alarmas por el medio ambiente y el cambio climático.

Campo y naturaleza tienen en Delibes nombre propio: Castilla, topónimo que plasma muchas veces en el rótulo de sus libros; unos narrativos: Viejas historias de Castilla la Vieja (1964), relato novelesco fraccionado y de episodios casi independientes por el que siente «debilidad»; otros ensayísticos o reporteriles: Castilla, lo castellano y los castellanos (1979) o Castilla habla (1986); y al menos en una ocasión, en la salida conjunta de tres de sus novelas, con acento regeneracionista: Castilla como problema (2001). Casi toda la obra de Delibes se levanta sobre el escenario castellano, al que dota de un sentido singular y medio inédito. Su Castilla se aleja tanto de la épica antigua como de la emoción paisajista del 98. La deshistoriza y desnoventayochiza, y a cambio propone la pura constatación de una realidad empobrecida y de un paisaje esquilmado por donde circulan unas gentes de duro presente e incierto futuro.

Este mundo unitario se distingue, además, por un estilo que tiene el unánime reconocimiento de un gran acierto y que es rasgo capital de su escritura. Un proceso de depuración de una prosa algo engolada, según calificativo del propio Delibes, conduce a un castellano rico, exacto, sobrio y coloquial. Su ideal, próximo al clásico de escribir como se habla, consigue además una jugosa expresividad. Limpieza y sencillez y rescate no arqueologista ni casticista de voces de un depósito común popular producen una peculiar prosa de marcada oralidad y cuyas páginas resultan como habladas, no escritas.

Un sustrato muy unitario sostiene la obra entera de Miguel Delibes, lo cual es compatible con una fuerte evolución. De un cierto adanismo formal en los comienzos pasa a muy desenvueltas construcciones narrativas si bien siempre con el horizonte de una historia tradicional. De un ruralismo escapista salta a la literatura social, dicho sin rodeos. Esta evolución, consumada por sus pasos y sin saltos espectaculares, y obediente a un criterio que expresa con la fórmula «mi ética es mi estética», ha sembrado un par de incertidumbres razonables, sendos polos que concitan posturas divergentes sobre su obra: ¿es antiguo o moderno?, ¿es conservador o progresista? No parece pertinente una respuesta cerrada a ninguno de los dos interrogantes, aunque en momentos y obras concretas se halle más cerca de una opción que de la otra. En perspectiva global, Delibes es un narrador comunicativo que busca participar al prójimo la experiencia de un mundo injusto. La desazón de esta realidad, sostenida primero en planteamientos éticos de corte humanitario cristiano y luego en asomos casi sociales, marca toda su obra. La novela de base tradicional aunque abierta a innovaciones expresivas (a renovar pero sin matar el género, dirá en alguna ocasión) sirve de inventario contemporáneo, una época terminal que renuncia a valores establecidos y los sustituye por una fe ciega en el progreso y el becerro de oro.


Bibliografía


Manuel Alvar, El mundo novelesco de Miguel Delibes, Madrid, Gredos, 1987; José Francisco Sánchez, Miguel Delibes, periodista, Barcelona, Destino, 1989; César Alonso de los Ríos, Conversaciones con Miguel Delibes, Barcelona, Destino, 2ª ed., 1993; Ramón García Domínguez, El quiosco de los helados. Miguel Delibes de cerca, Barcelona, Destino, 2005; Isabel Vázquez Fernández, Miguel Delibes: el camino de sus héroes, Madrid, Pliegos, 2007; Ramón Buckley, Miguel Delibes, una conciencia para el nuevo siglo, Barcelona, Destino, 2012.

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