Читать книгу 100 escritores del siglo XX. Ámbito Internacional - Domingo Ródenas de Moya - Страница 12
SAMUEL BECKETT
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JOSÉ LUIS RODRÍGUEZ
VLADIMIR: Esperamos a Godot.
ESTRAGÓN: Es cierto. Entonces, ¿qué hacemos?
VLADIMIR: No hay nada que hacer.
(Esperando a Godot, 1947)
Es incuestionable que el destino literario de Samuel Beckett (Dublín, 1906-París, 1989) está marcado por el estreno de Esperando a Godot, que tuvo lugar a comienzos de enero de 1953. Cuando ya ha escrito la más importante parte de su obra novelesca —de Watt a El innombrable—, recibida fríamente por la crítica, es la obra de teatro, cuya lectura había entusiasmado a Tzara y a Roger Blin, quien dirigirá el montaje en París, la que sitúa a Beckett en la primera línea de la literatura europea del siglo XX. Se trata de un acontecimiento tan injusto como satisfactorio, ya que Beckett pretendía ser ante todo un novelista y, de hecho, su destino literario está indisolublemente unido a la fortuna de la novela como género. Otras obras teatrales posteriores como Fin de partida, Acto sin palabras o Krapp´s Last Tape (‘La última cinta de Krapp’) contribuirán a que Beckett se considere miembro de esa trayectoria ambigua y compleja que es el teatro del absurdo junto a Ionesco o Adamov.
Pero la fortaleza literaria de Beckett radica en su producción novelesca. Frederick R. Karl, prologuista de El innombrable, ha remarcado que «es en sus seis novelas donde se hace patente su originalidad» y es que, en efecto, es en las páginas de su monumental trilogía, y, más tarde, en Cómo es, donde se revela la sorprendente peculiaridad beckettiana, ese esfuerzo paradójicamente baldío que juega hasta el extremo con lo que es la novela en tanto que género. Muy certeramente, Klaus Birkenhauer ha apuntado que «Beckett procura ante todo, lógicamente, hacer de cada una de sus obras, ya sean poesías, ensayos, relatos, novelas o piezas de teatro, una unidad cerrada y total».
La novela es su vocación. Después de estudiar en el prestigioso Trinity College de Dublín, y establecido en París en 1928, donde impartirá clases de inglés en la École Normale Supérieure de la rue d’Ulm, entra en contacto con Joyce y los círculos surrealistas, con lo que iniciará sus colaboraciones en distintos medios. Retornará a Dublín en 1930 para incorporarse a su viejo colegio como profesor de francés, puesto al que renunciará dos años más tarde. Conviene insistir en que, aparte de coyunturales ensayos sobre otros escritores, entre los que destaca su Proust, Beckett está centrado en la producción de una embrionaria obra de ficción cuyo primer fruto consolidado será Murphy y, oculto en el Rosellón y huyendo de la Gestapo, que había descubierto su colaboración con la resistencia, escribirá otra novela: Watt. Es el momento en que comienza a escribir en francés: entre 1947 y 1949, creará la trilogía Molloy, Malone muere y El innombrable. Trilogía monumental, sorprendente. Pero es tan escasamente leída como reducidamente considerada por la crítica: tan solo la perspicacia de Bataille motivará una elogiosa crítica de Molloy en las páginas de Critique.
¿Cómo es posible un despegue de semejante calibre? ¿Cómo atribular hasta el sarcasmo la tradición teatral? ¿Cómo situarse en la convicción de que «ya no escribimos novelas»? ¿Cómo, a pesar de ello, escribir teatro y ficción?... Es indudable que es necesario apuntar a las influencias absorbidas, cuidadas. Pero con una cautela previa y fundamental: la aproximación de Beckett a unos y otros marca una complicidad afectuosa y a un tiempo distante. Las influencias estimadas por Beckett son siempre aceptadas con reservas. Joyce, por ejemplo. Y, sin embargo, como ha apuntado Jenaro Talens, «nada más alejado de Joyce que Beckett». Lo que no corrige la impresión de una proximidad patente: más bien ocurre que Beckett, asumiendo el proyecto joyceano, lo distorsiona y lo radicaliza por entender que su paisano aún alberga una concepción de la escritura que pretende decir y compartir un sentido. Y similar consideración puede hacerse a propósito de Proust, a quien Beckett dedica en 1931 un breve y sugerente ensayo. Proust, el emperador de la memoria a la que recurre como agente y potencia de la literatura: «La creación del mundo no ocurrió de una vez por todas sino que se renueva cada día», observa Beckett para ofrecer una cabal explicación de la apertura apasionada y divergente de la misma vida recordada por unos y otros. Caleidoscopio que, a juicio de Birkenhauer, favorece «una especie de deserción del campo de atracción joyceano». Fascinado por el juego proustiano, la novelística beckettiana no se somete, sin embargo, al ordenado cuaderno proustiano: el empeño de En busca del tiempo perdido es fortalecer un acontecimiento vivido por unos y otros, mientras que la oscura y mortecina pasión de Molloy, Malone o de quien carece de nombre es algo no vivido, o, si se quiere, vivido por otro que es también materia del recuerdo como un sujeto que recuerda incomprensiblemente el sujeto que fue, que ya no es, que vivió lo que acaso se esté recordando ahora, o quizá fabulando.
Joyce y Proust marcan la orientación estilística de Beckett, tejida por la invocación a la memoria y por su compleja reproducción lingüística. Acaso sea preciso aludir a otras influencias que marcan el sentido de su juego literario. La influencia de Sartre, por ejemplo, es reconocida por sus numerosos intérpretes con mayor o menor insistencia. García Landa ha observado que «el existencialismo sartreano es el marco de referencia más obvio para la versión de la subjetividad dramatizada» de El innombrable. Y otro filósofo está presente en la obra de Beckett, reapareciendo como una sombra huidiza que no se resiste a desaparecer. Se trata de Descartes, bajo cuyo amparo escribiría Beckett su breve y premiado poema Whoroscope. El filósofo le seduce en virtud de esa dualidad radical cuerpo-alma que se va a convertir en fundamental en sus procesos novelescos y, especialmente, en su gran trilogía, sin que esto signifique que Beckett sea «cartesiano», como tampoco puede afirmarse que sea «sartreano», sino que opera a partir de un ánimo o sugerencia de este o aquel.
Inútil sería aventurar los motivos que convierten la escritura beckettiana en una ilustración del sinsentido de la existencia humana. La apariencia no parece ser otra, en efecto. Vladimir y Estragón esperan inútilmente: es más, sabemos que aguardarán hasta la muerte a quien no va a llegar... Krapp, «un viejo deteriorado» se escucha en Krapp´s Last Tape. Su vida es esa cinta que le recuerda a sí mismo: «Quizá mis años han pasado. Cuando existía alguna probabilidad de ser feliz», se confiesa al término de la breve obra. Ha llegado el inevitable fin de partida. Y los protagonistas novelescos de Beckett son monstruos que creen recordar su vida cuando, en verdad, no sabremos nunca si se recuerdan o si fingen desde el deterioro de una corporalidad que, desvencijada, es en verdad incapaz de reconocerse. «Del gran viajero que fui... no queda más que el tronco (en estado lamentable)», reconoce la sombra de El innombrable, quien caza moscas con la boca, lo que le produce verdadera rabia: «¡Haber perdido los miembros y conservar los dientes, qué escarnio!». Molloy: tuerto, asmático, incapaz de orinar... Molloy ofrece una explicación a lo que ocurre: «En el relajamiento de la descomposición recuerdo aquella prolongada emoción confusa que fue mi existencia... Descomponerse también es vivir, lo sé, lo sé, no insistáis más, pero nunca es posible entregarse a ello del todo». El pesimismo-nihilismo, tan solo edulcorado por algunos acentos de humor negro o una ironía muy medida como subraya Pol Popovic Karic, parece condensar el sentido general de su obra.
¿Por qué entonces Molloy, Malone hablan y hablan, se inventan? ¿Por qué «estoy obligado a hablar. No me callaré nunca. Nunca»?, como anuncia el personaje de El innombrable, aunque le invada la sospecha de que acaso hable «para no decir nada, pero absolutamente nada». La insistente fortaleza de Murphy, Watt y los protagonistas que se acaban de recordar refieren, antes que un pesimismo universal, una nueva forma de esperar, más radical y sustancial. Talens se refirió a una «nueva apología del deseo» que anuncia «la vuelta de la fiesta y la utopía», contradiciendo, así, las consideraciones más tópicas sobre la literatura de Beckett. Debe entenderse, en efecto, que la promesa y el autoconvencimiento de los personajes novelescos y teatrales de Beckett de que estarán ahí, esperando o hablando, aguardando la epifanía que ha de retrasarse hasta nunca, corrige fuertemente su pesimismo nihilista. No hay sino la urgencia de esperar que es preciso esperar. La utopía o la sombra del futuro se reduce en pura, esforzada y heroica espera en lo que no ha de venir.
Esta libertad, sea cual sea su alcance, puede realizarse en la inmensidad de las posibilidades lingüísticas. No se trata en Samuel Beckett de un juego vanguardista. Ni mucho menos. Como, según Olga Bernal, «quien escribe, forma parte de un mundo en el que todo se encuentra en incesante mutación», el valor y sentido de su decir es contingente y banal excepto como posibilidad prometedora y vana de la memoria. Mutación del mundo, esto es, de las cosas del mundo y de los individuos que habitan el mundo que he de contar. La literatura se convierte en representación de esta mutación radical que hace del mundo vivido y del narrado dos mundos, y del sujeto que vivió y el que recuerda dos sujetos, dos cuerpos desvinculados de la hipótesis de un alma que permanece.
Ahora bien, como se preguntaba Alain Badiou, «¿de qué habla el habla? ¿De qué puede hablar?» en un mundo en el que el pasado es líquido y el sujeto una ficción. ¿Por qué resistirse a callar cuando se sabe que nada de lo que se dice tiene sentido, hoy y para mí? ¿Por qué empeñarse si se ha caído en la cuenta, como Molloy, de que «no saber nada no es nada, no querer saber nada tampoco, pero lo que es no poder saber nada, saber que no se puede saber nada, este es el estado de la perfecta paz en el alma del negligente pesquisidor»?
Ya lo sabemos. Los personajes de Beckett hablan o esperan para reiterar que no hay nada que decir y que la espera es inútil, pero que es preciso estar para verbalizar la inutilidad del estar que deja de ser absurda al tomarse como destino y fatalidad. Beckett escribió un poema que acaso represente la paradoja con claridad: «Ganas un día más / de un día más estar vivo / pero no sin lamentar / haber un día nacido». ¿Puede escribirse tan solo, y fundamentalmente, para subrayar lo absurdo de lo que se escribe, puesto que todo es fuga y sombra, ficción que se toma como lo vivido? Olga Bernal percibió con lucidez el extraño destino de una literatura que tomó como horizonte decir la inutilidad del habla, la irrisión que ha de provocar todo decir: al final de la consideración de la obra novelística de Beckett «descubriremos que nada hay en el interior de las palabras», que toda representación carece de consistencia, que, en suma, solo resta «condenarse al drama de la imposibilidad de decir». Hablaremos una y otra vez, aunque la razón de nuestra habla sea indicar que para qué hablamos si lo vivido es galaxia invisible y el que recuerda un cuerpo al que el Tiempo acaba de transformar.
Resulta difícil una nueva vuelta de tuerca, insistir con originalidad en la advertencia de que solo se puede escribir sobre la inutilidad del escribir, sobre la falacia de la representación en un universo sin valores constantes, sin situaciones mantenidas, sin cuerpos ordenados y duraderos. ¿Qué resta? Breves textos, pavesas que alcanzan un nivel insuperable de depuración: fragmentos interrumpidos, apenas iniciados, sketches mudos, colaboraciones radiofónicas. Dos obras que pueden considerarse mayores: Los días felices, que se publica en Nueva York en 1961, el mismo año en que aparece Cómo es, el más arriesgado combate literario emprendido por Beckett y, acaso con el joyceano Finnegans wake, la más osada aventura de la literatura del siglo XX, y que merecerá el Premio Internacional de los editores compartido con Jorge Luis Borges: radicalización de su trilogía novelesca, Cómo es relata el arrastrarse de un personaje en las tinieblas, hundido en el lodo, infatigable.
Acaso astucia del destino, en 1964 rodará Film, un corto de veintidós minutos con Buster Keaton, quien no entendió nada de lo que ocurría en escena.
En 1969 le es concedido el Premio Nobel. Veinte años más tarde, el 22 de diciembre, fallece en un hospital de París.
Bibliografía
Olga Bernal, Lenguaje y ficción en las novelas de Beckett, Barcelona, Lumen, 1969; Fernando Ponce, Beckett, Madrid, Ediciones y Publicaciones Españolas, 1970; Georg Hensel, Samuel Beckett, México, Fondo de Cultura Económica, 1972; Klaus Birkenhauer, Samuel Beckett, Madrid, Alianza, 1976; Jenaro Talens, Conocer Beckett, Barcelona, Dopesa, 1979; Ludovic Janvier, Beckett, París, Minuit, 1982; José Ángel García Landa, Samuel Beckett y la narración reflexiva, Zaragoza, Universidad de Zaragoza, 1992; Anthony Cronin (1997), Samuel Beckett, el último modernista, Segovia, La Uña Rota, 2012; Manuel Montalvo, Samuel Beckett, Madrid, Ediciones del Orto, 2000; Alain Badiou, Beckett. El infatigable deseo, Madrid, Arena Libros, 2007; Julián Jiménez Heffernán (ed.), Tentativas sobre Beckett, Madrid, Círculo de Bellas Artes, 2007.