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THOMAS BERNHARD

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por

XAVIER JOVÉ

Que el hombre espiritual tiene siempre a la masa,

por naturaleza y por tanto inevitablemente,

dicho de una forma patética,

a toda la humanidad contra él, eso está claro.

(Los comebarato, 1980)

Difícilmente se hallará, entre los autores de la más exigente literatura contemporánea en cualquier lengua, alguno más capaz de crear verdadera adicción en sus lectores que Thomas Bernhard (Heerlen, Países Bajos, 1931-Gmunden, Austria, 1989). Los devotos de Bernhard, aunque reclutados en general en el territorio habitado por el lector más cualificado e inquieto, son una auténtica legión, y no es infrecuente que, tras el descubrimiento —a menudo deslumbrador— del autor austríaco, se pase por una fase adictiva que solo se satisface con la lectura de otras obras suyas, afortunadamente numerosas. A buen seguro todo lector competente (y más aún todo escritor en incubación) debe pasar necesariamente su «fase Bernhard» —del mismo modo que es indispensable que pase también su «fase Kafka» o su «fase Borges»—. Este proceso de adscripción —si no de fascinación o de rendición— lectora, que devino característico durante las últimas décadas del siglo XX, sigue hoy sin duda vigente y acaso resulte más necesario que nunca.

El lector del siglo XXI, en efecto, cuando entra en una librería suele verse inmediatamente rodeado de productos literarios más o menos solventes, más o menos conseguidos, más o menos honestos. Por muy curtido que esté, y por gruesa que sea la capa de distancia escéptica con la que se ha cubierto al penetrar en la tienda de libros, al verdadero lector siempre le aumentan las pulsaciones y le sube el nivel de adrenalina a medida que transcurren los minutos allí, consciente de lo mucho que le gustaría leer aún. Si en ese momento clave e intenso, durante ese rato a veces agotador de la elección de lectura, cae en sus manos una obra de Bernhard, enseguida se da cuenta de que aquello no es un producto al uso, una construcción literaria previsible, una receta cuyos ingredientes resultan obvios. Aquello es otra cosa, a saber: escritura en estado puro. Una escritura torrencial, indómita y absolutamente personal. Un estilo propio (imposible de haber sido aprendido en un taller literario), visceral pero armónico, arrollador pero musical. Una voz narrativa contra todo, contra el mundo, contra el propio lenguaje. Aunque el lector no se decida ese día a llevarse el volumen que ha hojeado, cuando lo devuelva a su anaquel tendrá la sensación —hoy más que ayer— de que cualquier libro de Bernhard es, en medio de tantos y tantos otros libros, como un potro salvaje entre rebaños dóciles.

Eso no significa que la escritura de Bernhard no tuviera su propia cocina, por supuesto. Su literatura podría parecer cruda, pero en realidad está exquisitamente elaborada. Lo que la diferencia de la mayoría es que Bernhard creó su propia receta y fue desarrollando su propia carta —menos variada que intensa y sabrosa— con unos componentes que el paladar del lector pronto aprende a reconocer y a degustar con deleite. En esa comunión íntima que se establece entre la escritura de Bernhard y su receptor parece estar en juego el concepto de «desquite». El narrador bernhardiano, en su permanente diatriba, a menudo atrabiliaria pero también de una inteligente y sutil comicidad, no cesa de pasar cuentas con todas las manifestaciones pasadas y presentes de la estupidez humana. Es un puro, profundo y catártico ejercicio de desquite, y el lector lo sabe y lo agradece; por otra parte, sumergirse en aquella lectura supone también desquitarse de tanta literatura de la corrección, de la mediocridad o del oportunismo como pueda invadir el mercado.

Bernhard solo concibe al ser humano en tanto que individuo, y su obra solo se dirige al individuo; en ella se odia a la masa y se desprecia a la colectividad. Ese rasgo identificador es otro importante polo de atracción para los seguidores de su prosa, pues el lector vocacional, irreductible y veraz suele tener un corazón solitario. Hasta cierto punto (aunque solo hasta cierto punto) sucede con el éxito de Bernhard lo que había sucedido —salvando las distancias de calidad literaria— con Hermann Hesse, que escribía para lectores que se sintieran únicos, diferentes o especiales y acabó por atraer a millones y millones en todo el mundo y a través de varias generaciones. La obra de Bernhard redime al lector o al espectador de teatro, lo purifica en el sentido aristotélico, porque expresa con inclemente veracidad todo aquello que el individuo siente, piensa y cree pero que acaso por sí mismo no osaría verbalizar sin más, pues sabe que con ello se podría rasgar el velo de autoengaño imprescindible para poder construir su vida social, familiar o profesional. Y sin embargo, más allá de su negatividad radical, más allá de su pulsión crítico-destructiva, más allá de su insobornable desdén hacia toda humana institución, la obra de Bernhard es en realidad un hermoso canto a la plenitud de la vida, una elocuente defensa del espíritu creativo, un auténtico acto de amor a la verdad como búsqueda permanente.

Melville, ávido lector de Schopenhauer, dijo que hay una sabiduría que es pesar, pero que hay un pesar que es locura. La voz narrativa bernhardiana no traspasa la frontera de la insania, aunque su hábitat natural parece hallarse justo en el borde de ese abismo. Cualquier lector percibe, palpa, que la lucidez brutal y sin concesiones que ilumina la literatura de Bernhard solo puede ser fruto de un dolor hondo y severo. Bernhard fue toda su vida, desde la adolescencia, un hombre físicamente enfermo. La distinción entre el mundo gregario y vulgar de los sanos, y el mundo clarividente y espiritual de los que conviven con alguna enfermedad, constituye uno de sus temas característicos. En Bernhard ese gesto —de raíz romántica, desarrollo finisecular y extensión contemporánea— del escritor de culto, asocial, outsider o maldito, alcanza un grado de radicalidad difícilmente superable y además particularmente original. Sin duda una de las claves esenciales de la obra de Bernhard es que se erige en una especie de poética del subjetivismo. Quizá la gran lección de esa obra es que, explícita e implícitamente, proclama que la única verdad posible es siempre, en extremo, subjetiva. Se trata de una defensa a todo trance de la razón poética, de la visión personal, de la mirada individual, y de un rechazo sin fisuras de los pilares objetivos del entramado social y de cualquier discurso (ciencia, educación, Estado) que pretenda exhibir su prepotencia objetivizadora ante el sujeto. Bernhard en el fondo no necesita demostrar o argumentar sus invectivas recurrentes: el lector sabe que hay en ellas una verdad propia, justificada e incontestable.

La repetición es el recurso estilístico fundamental en la obra de Bernhard —por ejemplo en Corrección (1975), o en su última novela acabada, Extinción. Un desmoronamiento (1986)—, y de hecho opera a distintos niveles: en la estructura de una determinada oración (a menudo exageradamente larga y repetitiva, abusando de la sintaxis y sometiéndola sin contemplaciones a las necesidades expresivas del narrador); en el andamiaje de una determinada obra (compuesta habitualmente con austeros elementos argumentales, mediante el armónico desarrollo de la partitura narrativa a partir de unos motivos de particular recurrencia); y en la producción bernhardiana vista como conjunto, un personal paisaje literario en el que los temas vuelven de obra en obra como en una letanía global integrada por otras tantas letanías de la introspección, del desvelamiento o del improperio. En su forma más característica, la prosa de Bernhard ignora el punto y aparte; no siempre consigue que el lector no lo eche en falta o no vea su necesidad en determinados momentos del texto, pero en general el narrador sabe mantener a su modo el incesante ritmo de esa propuesta discursiva, que va modelando con su típica melodía desdeñosa y obsesiva en gran medida articulada como una brillante retórica de la digresión, donde, al modo de un contrapunto, los hilos siempre acaban convergiendo.

Los principales maestros de Bernhard (Schopenhauer, Montaigne, Pascal) no son sin duda ajenos a cierto componente aforístico que su literatura contiene. A menudo se parte de un aforismo —hasta el cual el discurso narrativo había llegado de la forma más directa— para irlo entonces desarrollando circularmente, en espiral, insistentemente, envolviendo la conciencia seducida del lector, cerrando (un poco al modo de Kafka) todas las salidas posibles y encaminando ese discurso en una dirección que se convierte en la única necesaria y verdadera. El antiacademicismo del estilo de Bernhard está vinculado a su falta de fe en el lenguaje, al cual considera —siguiendo en eso las huellas de una ilustre tradición literaria austríaca: Hofmannsthal, Kraus, Schnitzler— una herramienta de dudosa eficacia para articular el pensamiento o transmitir cualquier verdad. El inmoderado uso enfatizador de las cursivas, tan típico de su prosa, es como una queja permanente de la insuficiencia expresiva y comunicadora de esa herramienta. El teatro de Bernhard también es formalmente particular, y está escrito sin signos de puntuación y con el texto fragmentado como si se tratara de versos. En el arte cómico-dramático de Bernhard no puede hablarse propiamente de personajes, ni de trama o enredo, ni siquiera de diálogos. Se trata básicamente de una puesta en escena de voces que monologan, de marionetas en soliloquio. La feraz vena provocadora de nuestro autor (que parecía hallarse en su elemento predilecto cuando arreciaba la polémica) brilla en ese teatro textual y estático, fiel por completo al mundo temático de su prosa, y arroja una luz propia sobre cierta concepción, presente también en sus géneros narrativos, de la existencia humana como farsa tragicómica.

Aunque nacido circunstancialmente en la localidad holandesa de Heerlen (su madre estuvo durante un tiempo en los Países Bajos trabajando en el servicio doméstico), Thomas Bernhard se crio en Austria junto a sus abuelos maternos ya desde el primer año de vida. Nunca llegó a conocer a su padre, un carpintero bebedor muerto en 1940 en Berlín en circunstancias inciertas. El hijo ilegítimo adoraba a su madre, aunque su relación con ella fue todo menos fácil: un niño sensible y complicado, una mujer que en él veía el vivo retrato del progenitor que odiaba, unas dificultades económicas permanentes y una época histórica atroz. La pregunta en torno al padre, la incomprensión por el veto estricto que pesaba de aludir jamás a él en casa, aparece en las obras autobiográficas de Bernhard. Hoy sus biógrafos (que escudriñan y documentan todos los aspectos imaginables de su existencia) nos han revelado el hecho determinante que faltó por conocer a nuestro autor para que sus piezas pudieran encajar: todo indica que su nacimiento fue el fruto de una violación. Aunque la madre se casó en 1936 y Thomas Bernhard pasó a tener un tutor, sin duda alguna la figura decisiva en su educación y en su desarrollo fue el abuelo, Johannes Freumbichler (1881-1949), un escritor regional que hoy es recordado precisamente gracias a su nieto. Como si hacia su figura hubiera proyectado Bernhard multiplicadamente —en tanto que abuelo, padre y maestro a la vez— una necesidad de identificación, lo cierto es que alrededor de ella construirá en buena medida su propia identidad de artista. De esa figura tomará Bernhard el radicalismo individualista, el compromiso vital con el arte, el cultivo exigente de una vida espiritual que a menudo se debe desarrollar no solo al margen de la sociedad, sino contra ella. Pero es más: se puede decir que la gran mayoría de protagonistas tanto en la prosa como en el teatro de Bernhard vienen a ser como una mezcla de características identificatorias del propio autor y de su abuelo. Ese típico personaje bernhardiano que vive en el más lúcido aislamiento, implacablemente crítico con todo cuanto juzga, defensor de su esfera creadora aunque conocedor también de sus peligros, entregado vitalmente a la imposible conclusión de alguna importante obra científica o filosófica, es su abuelo.

Todo cuanto escribió Thomas Bernhard es en mayor o menor medida autobiográfico —y paralelamente, su célebre pentalogía autobiográfica contiene también elementos de ficción—. Por otro lado, tanto por los temas principales de que se ocupa como por los que va incorporando a modo de excurso, toda su obra muestra un marcado y atractivo componente culturalista (más orientado en general hacia la música y el pensamiento que hacia la literatura); se trata sin embargo de un culturalismo muy particular, directo, elemental, en cierto modo naíf: en definitiva un culturalismo mucho más propio de un artista que de un erudito —que Bernhard (autodidacta que abandonó el bachillerato) nunca fue—. Sin contar la lírica de sus inicios, su obra más significativa —en lo literario y en su repercusión pública— abarca el cuarto de siglo que media entre su tremenda y premiada novela primeriza Helada (1963) y su último y apoteósico escándalo teatral Heldenplatz (Plaza de los héroes) (1988). Veinticinco años de imprecación contra Austria y de irritación de sus compatriotas. Como personaje público amante del éxito, Bernhard se consagró a una especie de prolongada performance vital que consiguió incluso llevar hasta más allá de su muerte, cuando —y una vez enterrado sin haberse dado a conocer su óbito— se supo que prohibía testamentariamente la edición y la representación futura de sus obras dentro del Estado austríaco.

Bernhard fue un patriota en el más puro sentido del término: no un ramplón cantor de las esencias, sino un intransigente denunciador de las excrecencias. Hoy la germanística lo ha elevado al canon y se ha convertido en un verdadero autor nacional austríaco presente en los libros de texto. En su momento, esa voz insultante encarnó la necesidad colectiva de una reflexión sobre la suciedad nacionalsocialista que había quedado oculta bajo las impolutas alfombras de la neutralidad política y del turismo melómano. Como uno de esos artistas que ahora manipulan atrozmente su cuerpo para mostrar la brutalidad de ciertos valores vigentes, la vida y la obra de Bernhard, el enfermo, el insano, el inadaptado, el autoexcluido, fue y es un síntoma y una metáfora de la enfermedad de Austria: en definitiva, de las enfermedades del mundo.

Dado su carácter en cierto modo más redundante que evolutivo, la producción de Thomas Bernhard permite que el lector la recorra en el orden que desee o que el azar disponga. Sin embargo son los cinco libros de su autobiografía (cada uno con la extensión de una novela breve) los que —además de suscitar la más favorable unanimidad crítica— suelen considerarse como la mejor introducción al mundo bernhardiano. Son sus títulos: El origen. Una indicación (1975); El sótano. Un alejamiento (1976); El aliento. Una decisión (1978); El frío. Un aislamiento (1981) y Un niño (1982). El conjunto constituye no solo una absoluta obra maestra del género, sino una lectura estrictamente imprescindible para todo amante del arte literario. Se encuentran allí muestras en prosa tanto del Bernhard más manierista como también de un narrador que sabe desplegar una efectividad deslumbrante y demoledora. Contiene inolvidables páginas maestras de otros subgéneros literarios como pudieran ser la literatura de balnearios (mucho menos amable, claro está, que en Thomas Mann) o la literatura de internados (la sórdida institución nazi-católica de Bernhard convierte a las de Musil, Joyce o Pérez de Ayala en confortables residencias). El relato abarca —si bien no exactamente en este orden— la infancia, adolescencia y primera juventud, y en cada momento la voz narrativa parece adaptarse maravillosamente (aun cuando siempre habla el hombre adulto) al período descrito. Más allá de cualquier retórica del artista adolescente o enfermo, en ninguna parte se ve como aquí lo que se llamaría «un destino de escritor», y pocas, muy pocas lecturas son tan capaces como esta de reconciliar al lector con el auténtico poder de la literatura.

Bibliografía

Thomas Bernhard (1986), Tinieblas: Relato autobiográfico: Discursos: Textos: Entrevista, estudio crítico dirigido por Claude Porcell, Barcelona, Gedisa, 1987; Kurt Hofmann (1988), Conversaciones con Thomas Bernhard, Barcelona, Anagrama, 1991; íd. (1991), Thomas Bernhard: Un encuentro: Conversaciones con Krista Fleischmann, Barcelona, Tusquets, 1998; Miguel Sáenz, Thomas Bernhard: Una biografía, Madrid, Siruela, 1996; Chantal Thomas, Thomas Bernhard, le briseur de silence, París, Seuil, 2006.

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