Читать книгу 100 escritores del siglo XX. Ámbito Internacional - Domingo Ródenas de Moya - Страница 5

LA LITERATURA DEL SIGLO XX: HACERLO TODO NUEVO, DE NUEVO

Оглавление

por

DOMINGO RÓDENAS DE MOYA

El lector sabe, en el acto, que el mundo puede distraer de la tierra y puede no habitarla.

PASCAL QUIGNARD

El más breve de los siglos, iniciado en 1917 con el reparto del mundo resultante de la Primera Guerra Mundial y clausurado en 1991 con el desplome de los regímenes comunistas, fue también, para las artes, el más prolífico, boscoso, contradictorio e incitante. Siglo de los extremos —como lo ha llamado Eric Hobsbawm— y de las catástrofes. La humanidad ha pasado, en el intervalo de una vida humana, de inventos asombrosos como la aviación, la bombilla eléctrica, el automóvil, el cine o la telegrafía sin hilos a la simultaneidad de las tecnologías de la información, Internet y la consolidación irreversible de la aldea global que pronosticaba McLuhan en los lejanos años sesenta. De una sociedad de clases en la que era posible alimentar la hoguera de la utopía política (la Revolución proletaria) con la madera de los sueños individuales (la esperanza de una vida mejor de cada hombre y mujer obreros) hemos acabado en una sociedad-escenario donde todo sucede con impúdica inautenticidad. No es solo aquella sociedad del espectáculo que describía Guy Debord en 1967, en la que todo se había convertido en representación de lo que fue y ese reflejo en mercancía, sino que los ciudadanos-figurantes pugnan hoy por triunfar a todo trance y a toda prisa en su papel, sin importar qué papel sea este ni poner en cuestión qué significa eso del éxito o el «triunfo».

El más breve de los siglos es también, si bien se mira, el más largo y, se mire como se mire, el más cruento: «No puedo dejar de pensar que ha sido el siglo más violento de la historia humana», ha dicho el novelista inglés (y Premio Nobel) William Golding. Es posible considerar que comenzó con la primera exhibición de poderío militar de Estados Unidos en 1898, que les reportó el control de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, y terminó su agonía el 11 de septiembre de 2001, con el primer ataque sufrido por esa nación en su propio territorio. En medio, un inconmensurable torrente de muertos en guerras, genocidios y represiones totalitarias, un caudaloso río de sangre. Y casi siempre al dictado de una sinrazón disfrazada de razones políticas: el delirio de la supremacía étnica combinada con el fascismo en la Alemania nazi, el estalinismo en la Unión Soviética, el maoísmo mezclado con un nacionalismo exacerbado en la Camboya de los jemeres rojos, las dictaduras militares latinoamericanas, la matanza de los tutsis en Ruanda perpetrada por los hutus, la limpieza étnica de los Balcanes... Qué fácil y vertiginoso ampliar esta enumeración abominable, tan fácil como sentir que la literatura se desinfla ante tanta barbarie con piel de civilización. Después de 1945, una vez descubierta la espantosa eficiencia con que la muy racional planificación nazi se puso al servicio de la irracional industria de muerte del Lager, pareció imposible restablecer la confianza en el poder civilizatorio de la música, el arte y la literatura. Escribir un poema después de Auschwitz es un acto de barbarie, proclamará Theodor Adorno en 1949. Es indecente añadir a la montaña de cadáveres fabricados por una nación de refinada cultura (la de Kant y Hegel, Goethe y Hölderlin, Bach y Wagner...) unos versos sobre la desafección amorosa o una novela sobre la vida contemplativa de un tuberculoso o sobre el ajetreo del hormiguero urbano... La cultura europea que había alumbrado la filosofía de la Ilustración y los derechos humanos revelaba una cara oscura corrompida por los vapores tóxicos de la irracionalidad. Y no escapaba a esa sombra oprobiosa el lanzamiento de bombas atómicas sobre las poblaciones japonesas de Hiroshima y Nagasaki. Ni la creación en 1930, en la Unión Soviética, de campos de trabajos forzosos conocidos por el acrónimo Gulag (en origen el término solo denominaba la Dirección General de esos campos) y que fueron inmensos mataderos: al acabar la Segunda Guerra Mundial, el colmo del horror, muchos prisioneros rusos de campos nazis fueron trasladados a gulags soviéticos; en menos de cinco años los reclusos superaron la cifra de dos millones. Aun sin conocerse los crímenes estalinistas, era tal la aplastante enormidad de lo sucedido y conocido que solo en el silencio cabía dar una respuesta.

El siglo quedó partido en 1945 y el mundo dividido en dos bloques político-militares. Ninguna actividad intelectual posterior a esa fecha podía ignorar esa grieta profunda y, muy especialmente, la brutal desautorización que había sufrido la cultura como garantía de humanidad. Pero el tiempo y la humana necesidad de rebelarse contra lo inadmisible —y la no menos humana y consuetudinaria necedad— se conjuran para que prosiga la Historia..., incluso la de la literatura. En 1947 veía la luz un libro que rebatía por adelantado a Adorno: Si esto es un hombre, donde Primo Levi narraba su inenarrable vivencia del horror en Auschwitz y confesaba escribir porque aquello era, literalmente, indecible y pertenecía a un orden de experiencia para el que solo la escritura ofrece una vía de drenaje. Hay abominaciones de las que no es posible decir nada pero sobre las que escribir es un deber en quien puede hacerlo. Y solo en la ordenación de la experiencia que brinda la escritura, en la distancia que impone el acto mismo de eslabonar las palabras, solo ahí es hacedero exteriorizar en forma verbal el abismo. El propio Adorno enmendó, ya en los años sesenta, su condena de la literatura al formular un nuevo imperativo categórico para los artistas e intelectuales según el cual era preciso actuar de modo que se estorbaran las condiciones propicias a la repetición de Auschwitz. Otras víctimas del infierno concentracionario nazi dejarían su enmudecedor testimonio (Paul Celan en Amapola y memoria, Jorge Semprún en El largo viaje o Imre Kertész en Sin destino) porque, como ha repetido Semprún, la verdad de aquella atrocidad solo se vuelve asimilable a través de la ficción, pero también porque, en versos de Celan, «Nadie / testimonia por el / testigo». Sin embargo, los testimonios no detienen la Historia y esta siguió alimentándose de nuevos holocaustos, de ignominias periódicas. Desdichadamente, el siglo, en su avance, ha ido agigantando el alarido del coronel Kurtz al final de El corazón de las tinieblas (1902) de Joseph Conrad: «¡El horror! ¡El horror!».

Desde 1900 y durante casi cuarenta años resonó en la literatura occidental aquel il faut être absolument moderne promulgado por Arthur Rimbaud al final de Una temporada en el infierno, su adiós a la literatura. Un imperativo, hay que ser absolutamente moderno, absolutamente paradójico, puesto que lo moderno es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, lo temporal y mudable (así lo definió Charles Baudelaire) y, en consecuencia, lo que no puede ser absoluto en modo alguno, sino siempre provisional y relativo. Relativo a los requerimientos del tiempo presente. Artistas y escritores se lanzaron a la aventura de vivir lo contingente como absoluto, de convertir la actualidad en horizonte único y el mundo inaugurado con el Novecientos, con sus nuevos estilos de vida, sus nuevos juguetes técnicos (automóviles, trenes y aviones, telégrafos y teléfonos, luz eléctrica, la radio...), sus nuevas perspectivas (los viajes transoceánicos, la aviación, la velocidad ganada por el automóvil...) y las nuevas ocupaciones del ocio (el deporte, el baile, el cine) en el sustrato en que enraizar su obra. No solo había que dar testimonio de ese brave new world del siglo XX, sino que había que fundirse en su tejido de novedades de la manera más congruente: mediante el rechazo del pasado y la búsqueda de la innovación a todo trance. Así, el mandato de Rimbaud, que exigía obediencia incondicional a la moda transitoria, conduce a otra divisa del modernismo, el make it new! del poeta norteamericano Ezra Pound. «¡Innova!», otro mandato, como si el arte y la literatura del siglo XX estuvieran condenados a acatar dócilmente órdenes o consignas y como si no hubiera más alternativa para la continuidad de la institución (u oficio, si se prefiere) que la del culto a lo nuevo, a menudo confundido con lo hodierno, lo reciente e identificado con lo joven. Porque, en efecto, juventud, novedad y vindicación de lo último (de lo considerado «último»), fuera en los años veinte Proust y la proustitución (por decirlo como algunos detractores del novelista francés), el tennis, los cocktails, el fox-trot o fueran, en los noventa, la estética pordiosera del grunge, el piercing, la PlayStation y el tripi o la rayita de coca —fuera, pues, la generación del jazz o a la que Douglas Coupland ungió con una X—, han ido enlazados desde el postsimbolismo hasta el post-posmodernismo, sea lo que sea esto. De la tecnolatría de los veinte (de Metrópolis de Fritz Lang) al cyberpunk de los noventa (a Matrix de los hermanos Wachowski) solo hay un cambio de acto en la misma comedia.

La conquista de lo nuevo fue el programa de los modernos (o modernistas), hasta que al crecer algunas de las novedades (o negatividades, puesto que la mayoría se sustanciaron como impugnaciones: al liberalismo, a la democracia, al positivismo, al racionalismo burgués...) se transformaron en leviatanes incontrolables llamados, por ejemplo, fascismo o estalinismo que acabaron zampándose a muchos de ellos. Pablo Neruda o Ernst Jünger, por poner algún nombre, sin perder su condición de grandes escritores, fueron engullidos por el huracán de las utopías totalitarias que se había iniciado con las refrescantes brisas de las vanguardias. Algunos pupilos de la Vanguardia fueron regurgitados y transformados en precursores posmodernos (o posmodernistas), eso sí, tras una muy larga y convulsa digestión. Por un extremo de ese tubo digestivo ingresaba, pongamos, un poeta ultraísta como Jorge Luis Borges y por otro egresaba un fabulador metafísico saturado de irónica autoconsciencia; por un lado entraba un novelista moderno, pongamos Samuel Beckett, nutrido a los pechos de Joyce (del que fue secretario) y Proust (sobre el que escribió un magnífico ensayo en 1931) y emergía un huraño nihilista o un turbador cronista de la entropía.

El imperativo de la novedad implicaba la recusación de lo caduco, toda vez que lo caduco se identificaba con lo que oliera a arte realista burgués y a establishment. En el primer número de la revista Littérature, dirigida por André Breton, Louis Aragon y Philippe Soupault, se proclamaba: «Table rase, j’ai tout balayé. C’en est fait. Je me dresse nu sur la terre vierge, devant le ciel à repeupler». Esto era en 1919, pero la impaciencia venía de atrás porque el fermento de insurrección procedía de los arrabales del simbolismo decimonónico, donde los trascendentalismos de Mallarmé se amenizaban con el piano de Erik Satie (en las veladas de Le Chat Noire) y de donde salió el duende gamberro de Alfred Jarry, el muchacho que en diciembre de 1896 había escandalizado con el estreno de Ubú rey (solo hubo dos sesiones y a una acudió William B. Yeats), cuya primera palabra era un estallido de humor iconoclasta: «¡Mierdra!». Tabula rasa y recomenzar desde cero, renombrar las cosas, repoblar el país del arte previamente arrasado. El mito adánico fue el de las vanguardias. Hacer mesa limpia, empezar desde el génesis, inventándolo todo, con gesto resuelto y juvenil y sin utilizar nada de la escombrera del arte pasado. Como París todavía era la meca del arte, Marinetti publicó allí en 1909 su Manifiesto Futurista cargado de proclamas cuya toxicidad social no era entonces visible: no hay belleza sino en la guerra —«¡queremos glorificar la guerra, única higiene del mundo!», exclama—, no hay obra maestra sin asalto agresivo, hay que «destruir los museos, las bibliotecas y las academias de toda índole» y hay que fomentar «el desprecio de la mujer». El conjunto de dislates de aquel manifiesto, escrito «en la cima extrema de los siglos», su canto a «la violencia destructora e incendiaria» iba a convertirse en tópico de todas las mojigangas antisistema del siglo, incluidas bastantes vanguardias y neovanguardias. Aunque lo peor de aquellos ladridos fue que en 1914 cobraran la categoría de ominosas señales. Era de prever que Marinetti y sus acólitos futuristas se sintieran a sus anchas desde octubre de 1922 en la Italia fascista, de la que obtuvieron prebendas no pequeñas. La grandilocuencia del caposcuola italiano era muy contagiosa y, así, en 1910, en una España anclada en su historia, un jovencísimo Ramón Gómez de la Serna encontraba en ella el aire fresco que en Madrid no tenía y hacía pública su propia «Proclama futurista a los españoles» mezclando churras con merinas: «¡Futurismo! ¡Insurrección! ¡Algarada! ¡Festejo con música wagneriana! ¡Modernismo! ¡Violencia sideral!». Lo que importaba era juntar todo cuanto sirviera para escupir al rostro de los biempensantes (como su propio padre, que financiaba la revista donde se publicó el papel), desde la revuelta anarquista y la ópera de Wagner hasta la apelación programática al Futuro y lo Moderno. Lo moderno era el programa para la conquista del futuro, era un viático para ese viaje terminal y su jurisdicción era el presente ancho y ajeno. Una vez aniquilado el Pasado, el arte solo podía mirar al Futuro, una terra incognita cuya geografía había que dibujar estaba dibujándose ya gracias al progreso científico-técnico y a la profunda metamorfosis del mundo.

Para muchos, la utopía prorrumpió en el presente real en octubre de 1917. La Revolución rusa parecía diseñada para satisfacer los furores antipasatistas con que había nacido el arte del siglo: el poder pasaba de las manos de aristócratas y burgueses a las del pueblo trabajador. Cómo no entusiasmarse con aquella utopía hecha carne, cómo no arrimar el hombro y el talento al nuevo Estado, que es lo que hicieron Vladimir Maiakovski —que se quitó la vida— y Isaak Bábel —que murió en el paredón— y tantos escritores y artistas que, antes o después, en una proporción muy alta, acabarían fusilados, suicidados o deportados al Gulag, como Boris Pasternak u Osip Mandelshtam, o ninguneados, como Anna Ajmátova. Ya se estaba gestando otra utopía antiburguesa, la del fascismo nacionalista que en intelectuales de toda Europa iba a concitar semejante —aunque en algunos más discreto— entusiasmo. En la Italia de Mussolini, no solo Marinetti, sino también el novelista Curzio Malaparte o el prestigioso Giovanni Papini..., y en Alemania Gottfried Benn, el filósofo Martin Heidegger, y los franceses Drieu La Rochelle y Louis-Ferdinand Céline, el noruego Knut Hamsun, el norteamericano Ezra Pound o Eugenio d’Ors... Pero antes de estos entusiasmos, en febrero de 1916 y en plena guerra, la obscena montaña de cadáveres que estaba surtiendo la lucha, junto a la espesa atmósfera de sinsentido que se vivía en la Suiza neutral, habían provocado la coagulación del desprecio antipatriótico, el asco antimilitarista y la repulsa de la civilización —incluida en lugar preeminente su cultura— que fue Dadá. Ese rechazo radical lo había protagonizado un grupo de artistas polifacéticos reunidos en el Cabaret Voltaire de Zúrich bajo la bandera común del absurdo dadaísta: Hugo Ball —el local era suyo—, Tristan Tzara —escritor diestro que redactó los numerosos manifiestos dadaístas—, Hans Arp —llamado a hacer en el futuro una notable obra pictórica—, Richard Hülsenbeck —vocero del dadaísmo en Alemania— y Marcel Janco. No fue casual que en una de sus enloquecidas veladas se hiciera una lectura de Ubú rey, como no lo había sido que Guillaume Apollinaire agradeciera a Alfred Jarry su lirismo jocoso, o como no lo sería que André Breton lo reivindique en su Manifiesto del Surrealismo como un precursor, «surrealista en la absenta». Dadá no produjo obras duraderas porque no nació para producir nada sino para desbaratar. Si en 1913 Apollinaire podía escribir en «Zona» (de Alcoholes): «A la fin tu es las de ce monde ancien» («Al final estás cansado de este mundo antiguo»), para Dadá el mundo antiguo llegaba hasta el estricto presente y el cansancio se había transformado en violenta recusación. Su programa consistía en la negación de todo, incluso de Dadá. Su legado, en consecuencia, no podía ser otro que un anecdotario de gestos irreverentes y una actitud de burla desaforada hacia todo, empezando por el concepto mismo de arte. Dadá rebrotará en los años cincuenta en el cinismo crematístico de Salvador Dalí y en los sesenta en su discípulo Andy Warhol, pero estos (y tantos otros después) estaban resabiados y sabían que las bufonadas dadaístas y la altivez antiburguesa cotizaban alto en el mercado.

Desde las vísperas del siglo XX hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial, la literatura occidental procedió a una voladura metódica de todas las convenciones formales y lingüísticas que la habían caracterizado. Echó por la borda el estrofismo clásico y el verso medido, las narraciones apoyadas en un argumento claro y en unos personajes forjados a semejanza de los lectores, la coherencia y la linealidad, y la confianza en la capacidad del lenguaje para copiar el mundo real. Pero esta empresa de derribo no fue tarea exclusiva de las vanguardias. Antes de que el espíritu de vanguardia conspirara contra la institución literaria, la literatura ya había iniciado su lento cambio de piel en la obra de gentes viejas como Henry James, que transformó crucialmente el arte de novelar experimentando con el punto de vista narrativo (La copa de oro es de 1904), Joseph Conrad, con el que la novela adquirió una desconocida intensidad para significar las zonas de sombra del espíritu humano (entre 1900 y 1902 publicó Lord Jim y El corazón de las tinieblas), o August Strindberg, cuyas chocantes piezas teatrales (Danza macabra o El sueño, estrenadas en 1905 y 1907) están atravesadas por sueños e incongruencias, por elementos irracionales y simbólicos. Y, obviamente, esa metamorfosis se reflejaba en la producción de gentes nuevas, con escasa o nula obra anterior al cambio de siglo, como Arthur Schnitzler, que hace un precoz uso del monólogo interior en su novela El teniente Gustl (1900) o articula una obra teatral como La ronda (1903, pero estrenada en 1920) en torno a la relación sexual de una serie de personajes representativos de diversos grupos sociales, o como Thomas Mann, que renueva en la novela río Los Buddenbrook (1901) la fórmula del naturalismo novelístico, o como Luigi Pirandello en El difunto Matías Pascal (1904), donde (como Strindberg o Schnitzler) apunta la disgregación de la personalidad humana sobre la que dejará páginas definitivas; o, en fin, como Robert Walser, que en El ayudante (1907) capta bien lo inconsistente de la existencia moderna que en Jakob von Gunten (1909) se eleva satíricamente a programa educativo. O como Hugo von Hofmannsthal, quien en la breve Carta de Lord Chandos levantó acta de la renuncia a la escritura ante el fracaso del lenguaje para capturar la sutil complejidad de la experiencia. Antes, pues, de las fanfarrias del futurismo en 1909 y de los desplantes vanguardistas, la literatura contemporánea había emprendido un rumbo de renovación formal y ampliación de sus asuntos tan extraordinario que iba a transformar para siempre el modo y el sentido de la escritura.

A esta revolución en las artes y al clima intelectual en que tuvo lugar se ha convenido en llamarlo Modernismo. Es una etiqueta cómoda y borrosa con la que tendemos a identificar a una serie de escritores y obras tan citados como poco leídos, tan fascinantes como distintos entre sí: Marcel Proust y En busca del tiempo perdido, Franz Kafka y El proceso o El castillo, Rainer Maria Rilke y los Sonetos a Orfeo, James Joyce y Dublineses o Ulises, Virginia Woolf y La señora Dalloway o Las olas, André Gide y Los sótanos del Vaticano o Los monederos falsos, Paul Valéry y El cementerio marino, T. S. Eliot y La tierra baldía o Cuatro cantos, Thomas Mann y La montaña mágica, Francis Scott Fitzgerald y El gran Gatsby, William Faulkner y El ruido y la furia o ¡Absalón, Absalón!, Ezra Pound y Los cantos pisanos, Italo Svevo y La conciencia de Zeno, D. H. Lawrence y El amante de Lady Chatterley, Robert Musil y El hombre sin atributos, Hermann Broch y Los sonámbulos o La muerte de Virgilio... La lista es farragosa, pero contiene algunas de las más grandes conquistas de la expresión literaria, lo que significa también del conocimiento humano. En cumplimiento de su deber, la crítica se ha esforzado por exprimir algunas características comunes a la imaginación literaria del extenso medio siglo que abarcaría el Modernismo y sus conclusiones menos dudosas subrayan algunas evidencias: la dificultad de sus estrategias y procedimientos y la ambigüedad de su significado (de ahí la acusación de elitismo o aristocratismo), su interés por el modo en que la conciencia aprehende y confiere forma comprensible a la realidad, por el modo en que damos sentido a la experiencia y al mundo y por el modo en que reproducimos, mediante códigos artísticos renovables, el mundo y la experiencia. Los cambios acelerados que las primeras décadas del siglo produjeron en la vida cotidiana —sobre todo urbana— y en el conocimiento de la naturaleza (la física relativista y cuántica) y de la psicología humana (el psicoanálisis freudiano) ayudan a entender el sentimiento de perplejidad y la sugestión de aluvión, rebosamiento y desorden. La realidad nueva, donde el tiempo y el espacio fluctuaban en función del observador, donde la materia se descomponía en partículas diminutas cuyo comportamiento contravenía las familiares leyes newtonianas, donde los individuos dejaban de ser entidades de una pieza para escindirse en un yo consciente con todas las trazas de un testaferro manso a las órdenes de un yo subconsciente imperioso..., esa realidad no podía ser ya representada ingenuamente como si fuera posible conocerla y abarcarla. Solo a través de una conciencia pensante y sintiente era viable asomarse una realidad súbitamente extraña, con tanto de amenaza como de apremio. Solo desde la perspectiva de un sujeto, o varios, desde su singular ángulo de visión, era posible echarle una ojeada al mundo... y a lo que sucedía dentro de ese sujeto. Toda la literatura modernista se afilió al subjetivismo y a una denodada experimentación formal (o «desesperación formal», para el eminente crítico Frank Kermode) para expandir los cauces por lo que escudriñar lo invisible. Por eso la escritura basada en la exploración de la conciencia, fuera la libre asociación de ideas, el discurso anárquico (o no) de una mente asediada por sus propios fantasmas, fuera la rememoración de lo vivido o el excurso filosófico, constituyó uno de los rasgos formales característicos del Modernismo.

Con los procedimientos de inmersión en el alma (de los personajes, del narrador o del poeta) se descubrió un paisaje subacuático vasto y penoso, habitado por complejos y traumas, pulsiones reprimidas y deseos inconfesables. La obra de Sigmund Freud tuvo una repercusión inmensa entre los escritores, que aprendieron en ella cómo funcionaban los engranajes secretos de la mente humana, su lábil tendencia a la autoprotección mediante la censura o la transferencia de unos objetos a otros, su motor libidinal y sus trastornos inhibitorios y compulsivos. En las frustraciones y deseos sexuales encontraron muchos autores una fuente insondable de exploración que fue desde las turbadoras tramas de Arthur Schnitzler (así en Relato soñado, de 1926) a las novelas escandalizadoras de D. H. Lawrence o la retadora lubricidad machista de Trópico de Cáncer (1934) de Henry Miller.

Si Friedrich Nietzsche había arrojado una ingente cantidad de incertidumbre en el escenario moderno, Freud iba a terminar el trabajo llevando esa incertidumbre al interior de cada individuo. Nietzsche había exigido una radical emancipación del ser humano mediante el enfático anuncio de la muerte de Dios y la demanda de una transmutación de todos los valores, derribando con ello dos de los pilares en que se asentaba la visión tradicional del mundo: la existencia de un Dios garante de la vida trascendente y la obediencia a los valores heredados, reguladores de la vida terrenal. Al comienzo del Libro del desasosiego de Bernardo Soares escribía Pessoa (quizás hacia 1912): «He nacido en un tiempo en que la mayoría de jóvenes habían perdido la creencia en Dios, por la misma razón que sus mayores la habían tenido: sin saber por qué». En un remolino de incertidumbre, parecía quedar a salvo el ser humano individual, encerrado en su inmanencia y dueño forzoso de su destino, pero también ese aguerrido superhombre iba a ser desvencijado por Freud, reducida su voluntad a un duelo consigo mismo, contra impulsos no conscientes y a menudo destructivos. De ahí la desesperada orfandad y la búsqueda de asideros de las voces en la poesía moderna, de ahí los personajes faltos de sustancia o atributos en la ficción teatral o narrativa, de ahí los hombres sin cualidades (Musil), sin identidad (Unamuno), de personalidad doble o múltiple (Pirandello), los hollow men de T. S. Eliot. Y de ahí que el arte y la literatura asumieran una función consoladora y prometeica, semejante a la de la religión, al prometer una visión unificadora del mundo, una rehabilitación del firmamento, por decirlo con palabras de Álvaro Pombo. La literatura se convirtió en una forma de trascendencia no sobrenatural, en una práctica casi sacramental en la que buscar refugio, aun a sabiendas de su fragilidad. Desde la literatura se conjuraron los terrores, se aventaron los miedos, pero no se restituyeron las antiguas certezas y la oquedad seguiría produciendo vértigo a quien se acercara al borde: «Nadie nos volverá a amasar de tierra y barro, / nadie conjurará nuestro polvo. / Nadie. // Loado seas tú, nadie. / Por tu amor queremos / florecer. / Hacia / ti», escribirá sombríamente Paul Celan mucho después. La literatura se convirtió en un antídoto contra el vértigo del vacío.

Y, con todo, la realidad, pese a quedarse suspendida en el aire, sin fundamentos, seguía siendo una y coherente, aunque su unicidad no cupiera en una sola mirada y su coherencia escapara a una comprensión global. El mundo aguardaba fuera del texto y el escritor se proponía arañar en su superficie, hurgar en sus grietas, observarlo por sus intersticios, contribuir a explicarlo, aunque fuera denunciando su apariencia caótica y el empobrecimiento de la vida espiritual («Nos hemos hecho pobres —escribió en 1933 Walter Benjamin—. Hemos ido entregando una porción tras otra de la herencia de la humanidad, con frecuencia teniendo que dejarla en la casa de empeño por cien veces menos de su valor para que nos adelante la pequeña moneda de lo “actual”»). Pero la literatura moderna, quizá no del todo consciente de la pignoración de la herencia humanista, confiaba en su tarea cognoscitiva y, con una reserva de escepticismo, confiaba en el lenguaje como herramienta para llevar a cabo esa tarea, aunque fuera a tientas y sin la arcaica fe en la univocidad semántica de las palabras. La literatura moderna a menudo recurre a mitos antiguos para explicar la experiencia moderna, como si la experiencia de los seres humanos fuera esencialmente la misma a lo largo de la historia y hubiera cristalizado en unos arquetipos universales. La sólida estructura narrativa y simbólica del mito permite utilizarlo como una matriz que se superpone al promiscuo mundo contemporáneo y lo dota de orden y sentido (lo hacen Joyce con la mitología griega, Eliot con los mitos bretones, Mann con la Biblia, y Hofmannsthal, Pound, Giraudoux, Unamuno...), pero es solo un procedimiento para hacer fructificar la inseguridad (la expresión es de Gide). A muchos les había revelado ese camino la lectura de La rama dorada de Frazer, y otros habían confirmado el método al conocer la psicología de los arquetipos de Carl G. Jung. Fuera como fuera, el escritor se sentía responsablemente vinculado a su época, de cuyo proteísmo, multiplicidad, desorientación y brillantez debía dar fe y elucidación con unos medios artísticos adecuados.

Y es que el desmontaje de las convenciones de escritura, la creación de nuevas técnicas y procedimientos, la insatisfacción con los instrumentos expresivos recibidos y la constante reflexión sobre todo ello fue común a la inmensa mayoría de los creadores. Había que representar con palabras un sinnúmero de sensaciones y prácticas nuevas y eso requería unos códigos también nuevos. Había que reproducir el bombardeo de estímulos en las agitadas urbes modernas, su bullicio y estilos, la simultaneidad de acciones decisivas en una misma trama vital: el collage o la disposición en contrapunto lo permitían, como probaron Apollinaire, Eliot, John Dos Passos o Alfred Döblin. Había que hacer aflorar los niveles más profundos de la conciencia, antes de que el superyó ejerciera su derecho de veto: el monólogo interior (o la corriente de conciencia), muy próximo a la escritura automática de los surrealistas, lo facilitaba. Todos y cada uno de los componentes técnicos y formales de la composición literaria fue puesto en cuarentena, sometido a chequeo y actualizado. Para los narradores no quedaron indemnes ni el tiempo ni el espacio (se eclipsaron o cobraron valor de signo metafórico), ni la caracterización del personaje ni el cañamazo del argumento. Los poetas rechazaron las convenciones métricas a favor del verso libre o blanco, pero ante todo divorciaron la voz que suena en el poema de la suya, poniendo de manifiesto cuánto tiene aquella de artificio, cómo «el poeta es un fingidor», según Fernando Pessoa, pero también cómo el artificio poético expresa una verdad profunda: «Y finge tan completamente / que finge el dolor / que de verdad siente».

Narradores, poetas y dramaturgos hicieron de la dimensión técnica y formal uno de sus objetivos prioritarios, lo que redundó en un oscurecimiento de sus obras, que resultaban difíciles cuando no ininteligibles a los lectores profanos. El arte se enajenó de las masas, se hizo impopular a fuerza de hacerse autónomo y, por la vía de la desrealización, pudo antojarse un arte no solo minoritario sino «deshumanizado», que es el término que puso en circulación Ortega y Gasset en La deshumanización del arte (1925) para referirse a la voluntad de estilización racionalista del artífice moderno. La ingeniería de la forma literaria en los grandes creadores corrió pareja con el ingenio derrochado por los partidarios de la vanguardia más audaz y se produjo un enriquecedor intercambio de fruslerías ingeniosas e inventiva estructural. La clara conciencia que el escritor tenía de sus materiales quedaba muy a menudo registrada en la obra con absoluta explicitud, a través de una reflexión metaliteraria que formaba parte indisociable de la novela o el poema o mediante un juego de espejos en el que se reflejaba la escritura del texto que se estaba leyendo. Al final de En busca del tiempo perdido descubrimos que la descomunal novela cuenta cómo el protagonista (Marcel, como el autor) ha devenido escritor; en Los monederos falsos, el novelista Édouard está escribiendo una novela titulada Los monederos falsos y sus dudas, confesadas en un cuaderno de bitácora, son las mismas del autor, André Gide, según se comprueba en el diario que el propio Gide llevó mientras escribía la novela.

Y esa reflexión constante sobre el quehacer literario, unida a la vocación aventurera, en un paisaje cultural erizado de incitaciones, tuvo que conducir a tanteos y ensayos en las fronteras de los géneros literarios y de los lenguajes artísticos. La novela se hizo poemática y su prosa de volvió lírica, plagada de tropos e imágenes que traducían la percepción de la realidad en una conciencia y no la inaprensible realidad objetiva, como en Virginia Woolf, Hermann Hesse, Djuna Barnes o William Faulkner; al mismo tiempo, la novela absorbió la energía reflexiva de la época incorporando largas digresiones filosóficas o culturales en boca de los personajes o del propio narrador, que se convertía transitoriamente en ensayista, como en Aldous Huxley, Thomas Mann, Robert Musil o Hermann Broch. A la promiscuidad de los géneros literarios se sumó el deseo de imitación de otras artes. El cubismo poético pretendió crear imágenes con palabras, y no solo delineando tipográficamente un dibujo icónico como en los Caligramas de Apollinaire, sino convirtiendo la imagen poética en célula básica de su retórica, ambición en la que lo había precedido hacia 1912 el imaginismo liderado por Ezra Pound y que Ortega y Gasset captó aforísticamente: «La poesía es hoy el álgebra superior de las metáforas». En cuanto a la música, que los simbolistas habían elevado a máxima aspiración del poeta, se convirtió para dramaturgos y novelistas en un modelo perfecto de abstracción exonerado de sentido. Algunos, como Broch, escribieron sus obras como fugas o en contrapunto, como variaciones de un único tema en despliegue sucesivo. Aunque el arte que cautivó a los artistas modernos fue la fotografía en movimiento: el cine, sus posibilidades de encuadre, ángulo y cambio de óptica (la macroscopía y microscopía), la pureza de su narración sin palabras y la técnica del montaje. La división de la narración fílmica en planos y su ensamblaje posterior de acuerdo con una intención significativa fueron envidiados e imitados por medio de la fragmentación del discurso narrativo literario (por ejemplo en la trilogía USA de John Dos Passos) y, así como el cine se nutrió para sus argumentos de la narrativa del siglo XIX, la novela se miró en el cine desde entonces como en un espejo mágico y perverso.

Cuando, en los años treinta, la crisis económica y el descrédito de la democracia liberal reabrió la herida de la falta de ideales, los fascismos y el comunismo estaban ahí para ofrecer sus miríficas y aterradoras mercancías utópicas. La gran literatura modernista se cubrió de tonos sombríos pero no capituló, si bien un contingente considerable de escritores (algunos ya citados) se entregaron a una causa política. Paralelamente a la oferta ideológica de las doctrinas totalitarias, con sus respuestas manufacturadas ante cualquier zozobra humana, crecía una literatura movida por la desazón espiritual y la falta de certezas, en cuyo sótano retemblaba el sentimiento trágico, la comezón religiosa, y que había sido anticipada por dos novelas inconclusas de Franz Kafka, El proceso (1925) y El castillo (1926), y de hecho por toda su admonitiva y triturada escritura. Pero los tambores de guerra resonaban cuando los combatientes del 14 aún conservaban frescas las imágenes del horror. Jünger había celebrado su participación en la contienda en Tempestades de acero (1920) en tanto su compatriota Erich Maria Remarque condenaba sin paliativos el militarismo en Sin novedad en el frente (1929) o el checo Jaroslav Hašek desmitificaba con humor amargo el heroísmo y el aparato del Estado en Las aventuras del valeroso soldado Schwejk (1926), un humor que Louis-Ferdinand Céline hace acerbo en Viaje al fin de la noche (1932) para narrar, con vitriolo a chorro, las vicisitudes de Bardamu desde las trincheras en la guerra hasta los bajos fondos del París coetáneo. Tenía algo de fin de fiesta esta novela, algo de apocalipsis del cosmos moderno, con ese remolcador final que remonta el río llevándose consigo «a la ciudad entera, y al cielo y al campo y a nosotros; todo se lo llevaba, el Sena también, todo, no se hable más». Pero las trompetas de Jericó habían empezado a sonar con fuerza por doquier. En la Unión Soviética, pronto se percibió que la utopía colectivista en la que iba a redimirse el proletariado iba a convertirse en una enorme cárcel gobernada por una casta de burócratas, pero nadie lo intuyó antes que Evgueni Zamiatin, que solo un par de años después de la Revolución escribió la distopía Nosotros sobre la despersonalización de los ciudadanos en un Estado totalitario (la novela consiste en el diario del matemático D-503, cuya inicial ceguera doctrinaria se resquebraja al conocer a la disidente I-330, con la que reaprende el valor del Yo frente al Nosotros dictado por el Estado). En 1932 Aldous Huxley presentaría en Un mundo feliz el futuro de un Estado mundial altamente tecnificado y dividido en castas donde los hombres son producidos industrialmente y se promueve la satisfacción de todos los placeres como narcótico de los ciudadanos. Cuando, en 1949, George Orwell imagine el mundo de 1984, en su visión antiutópica (pasada la guerra, conocidos los horrores nazis y estalinistas) habrá algo más que totalitarismo autoritario y control de las personas: habrá omnipresencia del poder en la vida privada y omnipotencia en la construcción de la verdad, sin excluir la verdad histórica, de cuya manipulación se ocupa el Ministerio de la Verdad. Casi ni es pertinente, de tan obvio, llamar la atención sobre el lúcido pronóstico de estas novelas. Aunque el sentimiento crepuscular, de liquidación de época, no se expresó solo en la fantasía de futuros amenazadores, sino en la evocación de mundos perdidos, como el Imperio Austrohúngaro, en la novela extraordinaria de Joseph Roth La marcha Radetzky (1932) o en las primicias de unos escritores jóvenes que tendrían mucho que contar en el futuro: Auto de fe (1935) de Elias Canetti o los riesgos del aislamiento del intelectual (aquí el sinólogo Peter Kien recluido en su inmensa biblioteca) respecto a la vida verdadera; los versos de Trabajar cansa (1936) de Cesare Pavese, La náusea (1938) de Jean-Paul Sartre o los vértigos de un mundo desacralizado y vacío; Ferdydurke (1938) de Witold Gombrowicz o sobre la dicotomía entre infancia y madurez, la autoridad magistral y los rituales de los adultos; Murphy (1938) de Samuel Beckett o el sinsentido de una vida corriente contado por un humorista erudito. Y en ese año, en Buenos Aires, ya estaba escribiendo Jorge Luis Borges, como un Peter Kien ahíto de libros, que ha rebajado la erudición a ornamento y ha mezclado metafísica y humor, los relatos de El jardín de los senderos que se bifurcan (1941), volumen que acabaría inserto en Ficciones (1944).

Con Canetti, Sartre, Gombrowicz, Beckett y Borges había despegado un modo de enfrentarse a la literatura que prefiguraba direcciones futuras. Los sueños revolucionarios fascista y comunista se enfrentaron durante casi diez años; desde 1936 en un ensayo general en el teatro español y desde 1939 hasta 1945 en múltiples escenarios internacionales. A pesar de que los frentes surtían su generosa remesa de muerte (o quizá también por ello), la palabra literaria no se replegó ni debilitó. André Malraux, Georges Bernanos, W. H. Auden, Hemingway o John Dos Passos escribían sobre la guerra cainita en España, a la vez que Antonin Artaud convertía el arte dramático en una desinfección colectiva en El arte y su doble (1938), abriendo el camino a Ionesco o Jean Genet, o Wallace Stevens abundaba en la indagación sobre la escritura poética en El hombre con la guitarra azul (1937) o Eugenio Montale conciliaba el viejo dolce stil novo con la epifanía modernista en Las ocasiones (1939) o Bertold Brecht escribía La vida de Galileo (1938) o Madre Coraje y sus hijos (1939, estrenada en Zúrich en 1941). No fueron años baldíos para la creación literaria. El terreno conquistado durante las tres primeras décadas del siglo no dejó de ser cultivado con el mismo refinamiento técnico, aunque las preocupaciones vinculadas con la angustia e incertidumbre de la guerra anegaron la conciencia de la mayoría de escritores. Sin necesidad de abordar de frente la sinrazón bélica, el colosal tributo de dolor o la maldad, el espanto y el absurdo, es fácil encontrar rastros en novelas como El extranjero (1942) de Albert Camus, El juego de los abalorios (1943) de Hermann Hesse, La muerte de Virgilio (1945) de Hermann Broch, en los versos de Salvatore Quasimodo, Francis Ponge, William Carlos Williams, Alberto Moravia, Benjamin Péret... o en piezas teatrales como Las moscas (1943) de Sartre, el Calígula (1945) de Albert Camus, e incluso, como un polvo suspendido en el aire, en Un tranvía llamado deseo (1947) de Tennessee Williams o Muerte de un viajante (1949) de Arthur Miller...

Pero sobre las heridas políticas, sociales y psicológicas de la guerra, sobre sus causas, complicidades y consecuencias, sobre los fraudes y crímenes que la sostuvieron, empezó a escribirse cuando se pudo, es decir después de la batalla de Stalingrado, después de Hiroshima, unos años después, aunque no siempre pudiera publicarse lo que se escribía. Y lo hicieron, en la «era de la ansiedad» de la posguerra (así la llamó W. H. Auden), nombres eminentes como Thomas Mann en la excepcional Doctor Faustus (1947), que encierra una dura requisitoria contra toda Alemania como cómplice de la ignominia y que, aupada por el compromiso ético con la denuncia de lo acontecido, tan lejos se encuentra del intelectualismo encastillado del póstumo y fragmentario Mi Fausto (1946) de Paul Valéry; y Camus en la cuarentena angustiosa de La peste (1947) o Malcolm Lowry en el no menos angustioso descenso a los infiernos del cónsul en Bajo el volcán (1947). Pero estos eran nombres de antaño (la genialidad de Lowry no se extendió más allá de esa novela), y, aunque algunos de los grandes creadores del Modernismo todavía darían obras maestras (El viejo y el mar de Hemingway es de 1952), lo cierto es que el telón (y no solo el de acero, partiendo en dos bloques adversarios el mapa político) ya se había echado. A las muertes de Scott Fitzgerald en 1940, Virginia Woolf y James Joyce en 1941, siguieron las de Robert Musil y Stefan Zweig en 1942, Valéry en 1945 y Gertrude Stein un año después y la de Broch, exiliado en Estados Unidos, en 1951, el año que André Gide era enterrado en París.

Aquel mismo 1951 se publicaban varios libros que pueden servir como hitos de un cambio de rumbo: en Molloy, Samuel Beckett iniciaba trilogía novelesca sobre el precario estatuto ontológico del hombre contemporáneo, sobre su condición de ser mutilado, risible y menesteroso (esa misma visión, no exenta de humor, de la naturaleza humana inspirará en 1952 su farsa existencial Esperando a Godot); Julio Cortázar se revelaba en los ocho cuentos fantásticos de Bestiario como el narrador ya inexorable de un universo impredecible; Marguerite Yourcenar ponía distancia respecto a la Europa rota de la posguerra mediante la autobiografía apócrifa de un emperador romano, Memorias de Adriano, en cuyas meditaciones era sencillo adivinar la transposición del mundo del lector; Jerome David Salinger publicaba otra autobiografía ficticia, esta la del teenager airado Holden Caulfield, El guardián entre el centeno, en la que, estilizando el habla juvenil, lanzaba dentelladas contra la puritana Norteamérica; y Julien Gracq apostaba en El mar de las Sirtes por una prosa preciosista para describir la inminencia de la revelación (el pálpito del advenimiento que no se producirá).

Cuando Billy Joel evoque esa época en su canción «We didn’t Start the Fire», barajará entre otros referentes la novela de Salinger: «Rosenbergs, H-Bomb, Sugar Ray, Panmunjom, Brando, The King and I, and The Catcher in the Rye, Eisenhower, Vaccine, England’s got a new queen, Marciano, Liberace, Santayana goodbye». La subida al trono de Isabel II en 1952, la explosión de la primera bomba H en un atolón del Pacífico ese mismo año, el fin de la guerra de Corea, firmado en 1953 en Punmunjom, la ejecución del matrimonio Rosenberg acusado de espiar para la URSS, el violento Stanley de Un tranvía llamado deseo interpretado para siempre por un prodigioso Marlon Brando en 1951, la muerte, en fin, del filósofo de origen español George Santayana, todo parecía confluir en una época ambivalente de ocaso y comienzo. Y la literatura reflejó con inexorable fidelidad el desacordado clima de aquel tiempo, la incertidumbre general y la búsqueda de nuevos estímulos y compromisos, pero casi invariablemente desde la disconformidad, la protesta o el rechazo del estado de cosas predominante. Pero también cupo el pasmo, la abstención impertérrita ante la realidad, expresable mediante una objetividad llevada a su límite inhumano, convertida en pormenorizada (y a menudo tediosa) descripción de las apariencias (espacios, cosas, personas y conductas), sin interpretación, sin significado presupuesto, tal como son captadas por los sentidos: fue el Nouveau Roman. Aquella corriente nació en la Francia de la posguerra y, aunque Beckett fue considerado un precursor y Natalie Sarraute —uno de los nombres pronto asociados a la escuela— publicó Retrato de un desconocido en 1948 (aunque esta siguió siendo una exploración en los pliegues de la conciencia, como muchas ficciones modernistas), fue Alain Robbe-Grillet quien iba a convertirse desde 1952 con Las gomas (se tradujo como La doble muerte del profesor Dupont) en el más claro exponente. Su liderazgo se confirmaría con El mirón (1955) y La celosía (1957), novelas sobre la mirada de lo superficial (los títulos son elocuentes) o implícitas negaciones de lo que no se ve, es decir el sentido de las cosas. Aun así, resultan más perdurables novelas como El empleo del tiempo (1954) o la fascinante mudanza a través de un monólogo interior de La modificación (1957) de Michel Butor. (Y es irónico que fuera el menos leído —pero más prolífico— de aquellos nouveaux romanciers, Claude Simon, quien recibió en 1985 el Premio Nobel.)

La voz de los que habían sido inveteradamente excluidos o marginados empezó a cobrar una presencia literaria que había sido muy escasa. Autores de raza negra (James Baldwin, Ralph Ellison en El hombre invisible...) delataban el profundo racismo de la sociedad norteamericana y abrían el camino para la obra futura de Toni Morrison, en la que, ya en los setenta y ochenta, se fundirá la discriminación racial con la de género. A esta, a la diferencia femenina y las gabelas impuestas por la primacía de los hombres, había consagrado muchas páginas Virginia Woolf, pero ningún libro había tenido la repercusión de El segundo sexo (1949) de Simone de Beauvoir ni, quizá, la eficacia representativa de narraciones como las tres de La mujer rota, ya en 1968. El sexo había sido uno de los baluartes de la pudibundez asaltados en los años veinte y treinta (el Ulises de Joyce llegó a ser tachado de pornográfico, aunque distara de la explicitud de, por ejemplo, El amante de Lady Chatterley de Lawrence), pero la homosexualidad apenas había recibido un tratamiento oblicuo y velado (en Proust, E. M. Forster o Virginia Woolf), aparte de ciertos desafíos de André Gide (sus memorias Si el grano no muere de 1926 o, aun antes, en el ensayo Corydon). Nada de recato tendrá el tratamiento que Jean Genet da al tema en su novela Querelle de Brest (1947), aunque la crudeza de su mirada se extiende al ámbito total de las normas sociales desde Nuestra Señora de las Flores (1944), donde se sumerge en el inframundo de las noches parisinas, y, en suma, a toda su escritura, que exhibe la impronta del excluido. Y no menos escandaloso pudo resultar en la Italia de 1955 Chicos del arroyo de Pier Paolo Pasolini. Con semejante impulso autobiográfico, William Burroughs abordó en 1953 la adicción a las drogas en Yonqui, aunque la novela que le iba a dar celebridad es El almuerzo desnudo (1959). Liberación homosexual, toxicomanía, rechazo visceral de las normas sociales y de los modos de vida establecidos, exaltación de la rebeldía destructiva (principalmente hacia el lenguaje) forman parte de la ideología contracultural de Burroughs y, junto con un vago orientalismo filosófico y un no menos vago deseo de igualdad social, también del grupo de poetas (encabezado por Allen Ginsberg) y prosistas norteamericanos que se conoció como Beat Generation, cuyo famosísimo manifiesto, la novela En el camino (1957), firmó Jack Kerouac. Henry Miller fue el maestro de aquellos hippies y Charles Bukowski un discípulo indirecto aventajado.

Pero, como decía antes, los años cincuenta fueron también los de la reconciliación del escritor con su responsabilidad cívica, en especial en Europa, donde era fácil que se sintiera acusado por las cenizas de la guerra reciente. En Alemania y en Italia, las antiguos aliados del Eje, esa exhortación al compromiso se tradujo en una literatura preñada de vocación testimonial y denunciadora que no podía sino adoptar las maneras del realismo. En Alemania, desde el lanzamiento en 1946 de la revista Der Ruf en Múnich se hizo evidente el deseo de reconstrucción de una cultura de aliento democrático que desalojara el espectro del Tercer Reich, pero solo en 1947 se configuró un grupo de jóvenes intelectuales con ese objetivo, el autodenominado Gruppe 47. Para auspiciar la aparición del talento inhibido o en ciernes, convocó un premio que daría a conocer a autores como Heinrich Böll en 1951, Ingeborg Bachmann en 1953 o Günter Grass en 1958 con la brillante mixtura de fábula, depurado naturalismo, denuncia del inmediato pasado y magia que es El tambor de hojalata. Aunque para entonces las letras alemanas contaban ya con otro frente de renovación en dos autores suizos germanófonos, el dramaturgo Friedrich Dürrenmatt y el novelista Max Frisch. Este obtuvo una notable repercusión con su mordaz visión de la sociedad suiza No soy Stiller (1954) y afianzó su prestigio con Homo Faber (1957), un categórico cuestionamiento del racionalismo exacerbado a través del ingeniero protagonista y su reencuentro desestabilizador con el pasado (con las sombras del nazismo al fondo).

Muy presente había estado el reciente acontecer histórico (el fascismo y la guerra) en las letras italianas desde los años cuarenta, cuando, a la vez que la poesía prolongaba el enclaustramiento en el hermetismo de Salvatore Quasimodo y Giuseppe Ungaretti, se impuso en la narrativa una forma de testimonialismo costumbrista que se llamó «neorrealismo». Esta tendencia produjo, en su vertiente cinematográfica, joyas como Roma, ciudad abierta (1945) de Rossellini, pero no fue menos fecunda para novelistas como Elio Vittorini (Conversación en Sicilia, 1941), Vasco Pratolini (Crónicas de pobres amantes, 1947), Alberto Moravia (La romana, 1947) o Cesare Pavese. Este, sin embargo, prefirió ahondar en la manifestación de formas ancestrales de la vida rural (De tu tierra, 1941) y en la persistencia de arquetipos míticos (La luna y las fogatas, 1949) con una prosa cuajada de imágenes y tonos poéticos. Pavese no podía sospechar (o no del todo) que su nombre estaría asociado para siempre a un impresionante diario póstumo, El oficio de vivir, que se publicó tras su suicidio en 1950 y que conviene leer junto a los versos póstumos de Vendrá la muerte y tendrá tus ojos (1951). Tras ellos, un grupo de escritores más jóvenes (Carlo Cassola, Giorgio Bassani) se dedicaron a contar la guerra o a radiografiar el tejido social y las lacras morales. Uno de ellos, Italo Calvino, tras publicar la novela política El sendero de los nidos de araña (1946) y algunos cuentos del mismo jaez, pronto se alejó de la estética neorrealista rumbo a una mezcolanza de fabulación fantástica e implícito compromiso social cuya máxima cristalización fue, entre 1952 y 1959, la trilogía narrativa Nuestros antepasados (compuesta por El vizconde demediado, El barón rampante y El caballero inexistente). Por la vía fantástica, Calvino iba a llegar a la ciencia-ficción de Cosmicómicas (1965) y al juego de recombinar los signos lingüísticos y manipular la estructura del relato de El castillo de los destinos cruzados (1969) y Las ciudades invisibles (1972). En estos libros deja su huella el estructuralismo lingüístico entonces en boga, la lectura del Borges de los laberintos, la ironía culturalista y la metaficción, y sobre todo su colaboración con los escritores experimentales de OULIPO (acrónimo derivado de «Ouvroir de littérature potentielle»), comandados por Raymond Queneau y François Le Lionnais. El grupo cobrará importancia con la incorporación en 1966 de Georges Perec, cuya idoneidad para los retos verbales iba a convertir las constricciones oulipianas (el lipograma u omisión sistemática de una letra o las variaciones sobre una misma anécdota) en un mecanismo generador de jugosa creatividad. Quizá su logro más célebre sea, en 1965, la novela policiaca El secuestro (La disparition en su título original), escrita con la supresión sistemática de la letra «e», pero su obra maestra será La vida, instrucciones de uso (1978), amenísimo puzzle narrativo donde el fragmentarismo viene a ser fiel transposición de las vidas que comparten un edificio de la rue Simon-Crubellier.

Eso había empezado a suceder en los años sesenta, cuando la dimensión política de la creación literaria retrocedió ante el avance de las seductoras teorías estructuralistas que subrayaban que un texto es ante todo una red de significantes (de signos a los que hay que atribuir sentido), un artefacto fabricado con palabras que funciona de acuerdo con unas reglas. Y, siendo que la palabra lo único que ofrece al lector de verdad es su presencia material, las letras o sonidos que la forman, con un concepto asociado convencionalmente con ellos, era evidente que la cosa, el referente, solo comparecía como ausencia. Por consiguiente, la literatura no podía incurrir en la ingenuidad de creer que a través del lenguaje se podía «convocar» lo ausente, la realidad material. Pretender utilizar el texto como receptáculo de otra materia diferente del lenguaje (por ejemplo de sentimientos o emociones, de historias interesantes o aleccionadoras, de personajes de ejemplar o atormentada personalidad...) era, no ya reprobable por aprovecharse de la buena fe del lector (de hecho el lector de buena fe dejó de importar un carajo), sino cometer un delito de lesa modernidad (o posmodernidad, aunque el terminacho estaba aún por acuñar); la osadía de contar una historia constituía un anacronismo estético, era enfangarse en una concepción retardataria de la literatura. Por eso, cuando el ruso Alexandr Solzhenitsyn publicó su primera novela en 1962, Un día en la vida de Iván Denisovich, en la que narraba de manera convencional su experiencia carcelaria bajo el régimen estalinista, fue recibido en la Europa occidental con suficiencia y cierto desdén. Al cabo se trataba de un libro de estética caduca, una vieja novela testimonial, y se subestimó la denuncia de la atrocidad que iba a ser el eje de toda la trayectoria del disidente ruso hasta Archipiélago Gulag (1973). (Sin embargo, cuando pudo al fin ver la luz El maestro y Margarita, que Mijaíl Bulgákov había empezado a escribir en los años treinta, la sutileza técnica, la ironía y el simbolismo de esa novela espléndida pareció de perlas.) Aquel mismo año de 1962 habían aparecido dos novelas, Pálido fuego de Vladimir Nabokov y El cuaderno dorado de Doris Lessing, que sí marcaban el norte de la nueva ortodoxia moderna: superposición de voces narrativas, confusión entre realidad y simulacro, conciencia expresa de la escritura y su retórica, juegos de impostura y usurpación, ruptura de la expectativa del lector e implicación del mismo. Claro que era posible conciliar el legítimo deseo de búsqueda artística con la cortesía hacia el lector (Nabokov lo había hecho, con escándalo para pacatos incluido, siete años antes con Lolita, una escabrosa historia de pederastia narrada por el propio pederasta) y esa sería la opción de los creadores más dotados, pero la resurrección del espíritu vanguardista en los sesenta iba a alentar una práctica literaria que haría de la oscuridad y el enmarañamiento pretendidos valores en sí mismos. La concesión del Premio Formentor —otorgado por el Congreso Internacional de Editores— en 1961 ex aequo a Jorge Luis Borges y Samuel Beckett acertó a señalar a dos de los escritores modernistas que mayor influencia iban a ejercer en la literatura posterior, aun cuando ni las transgresiones formales del segundo ni las fábulas paradójicas del primero tienen nada de gratuitas o intrantisivamente lúdicas. Y si Beckett, que se consideró siempre un novelista, convertía el teatro en un oratorio del absurdo, Peter Weiss lo transformaba, en Marat Sade (1964), en un manicomio donde se libraba la suerte de los principios de la Revolución.

Por entonces, albores de los años sesenta, el novelista norteamericano John Hawkes declaró en una entrevista: «Empecé a escribir ficción convencido de que los verdaderos enemigos de la novela eran la trama, el personaje, el escenario y el tema y que una vez descartadas estas formas familiares de pensar la ficción, lo único que de hecho permanecía era la visión de conjunto, la estructura. Y la estructura —la coherencia psicológica y verbal— es todavía mi máxima preocupación como escritor». Sus palabras las podrían haber suscrito innumerables narradores que combinaban la obsesión por los diseños estructurales y el lenguaje con un conglomerado de nihilismo, existencialismo y estructuralismo, a los que, según los casos, podía añadirse algo de marxismo o, en cualquier caso, anticapitalismo. Habían regresado los ismos, menos ingenuos, más encanallados y cínicos que en los años veinte. Se propagaba un espíritu neodadá y se desempolvaban lugares comunes del desván surrealista (el amour fou, el azar objetivo, el absurdo y la irreverencia, la agresividad antisocial, el simbolismo onírico...), como era visible en la Rayuela (1963) de Cortázar. Mientras en Europa la teoría de la escritura nacida en torno a la revista Tel Quel (fundada en 1960 y alrededor de la que pululó la plana mayor del estructuralismo: Roland Barthes, Julia Kristeva, Jacques Derrida, Michel Foucault, Jean Ricardou o Philippe Sollers) inspiraba la obra de Robbe-Grillet, Natalie Sarraute, Claude Simon, Robert Pinget o Michel Butor (y luego la de Italo Calvino), en Estados Unidos, en cuyas universidades iba a encontrar devota acogida los teóricos citados, la literatura se dividía entre los experimentales que iban a convergir con los franceses y los renovadores que renunciaban a cortar la comunicación con sus lectores. El citado Hawkes militó entre los primeros, pero careció de la relevancia de John Barth, que había debutado en 1957 con una novela sobre el suicidio, La ópera flotante, y que desde El plantador de tabaco (1960) y sobre todo los cuentos metaficcionales de Perdido en la casa encantada (1968) había de convertirse en uno de los narradores más destacados. Casi tanto como Thomas Pynchon, aunque desprovisto del halo de misterio que envolvió pronto a este novelista huidizo desde la publicación en 1963 de V. La negativa de Pynchon a conceder entrevistas y a ser fotografiado (como Salinger) ha contribuido a crear un mito en torno al escritor, pero esto no pasa de ser anecdótico al lado de la magnitud de sus empeños literarios, de una ambición extraordinaria, en los que suele abarcar vastos períodos históricos con personajes evanescentes y simbólicas conspiraciones para retratar críticamente las sociedades acomodadas (en particular la norteamericana) de la segunda mitad del siglo. Sin embargo, fue su segunda novela, La subasta del lote 49 (1966), la que sirvió de modelo a bastantes aspirantes a la corona de posmoderno: parodia, absorción de la cultura pop, juegos intertextuales y metaficcionales, crítica ácida contra el sistema y la convenciones sociales y divertimentos textuales varios. Al menos hasta que en 1973 publicó El arco iris de la gravedad, novela desmesurada en todos los órdenes, inmensa fragua donde se funde la alta cultura del modernismo con la cultura popular del cine, el cómic, la subliteratura... pero también las ciencias teóricas (la física) y aplicadas (ingeniería, economía, psicología...) y donde el espíritu crítico (casi diría crítico-paranoico) de Pynchon se aplica a denunciar las tramas de intereses espurios que subyacen a la realidad (aquí el final de la Segunda Guerra Mundial y la primera posguerra). Como ellos, Robert Coover, Donald Barthelme, Ronald Sukenick, Raymond Federman y una caterva de aprendices de mago se lanzaron a subvertir todas las convenciones de la ficción narrativa, todas las que habían sobrevivido a las galernas del modernismo.

Otros escritores norteamericanos prefirieron cultivar formas avanzadas de la novela moderna que, sin renunciar a una cierta sofisticación técnica, resultaran accesibles a sus lectores porque tenían cosas que decir y querían ser entendidos sin tener que ser antes descifrados. Como Norman Mailer en su potente visión de la guerra en Los desnudos y los muertos (1948), John Updike desde Corre, Conejo (1960), donde da a luz a su alter ego Harry Angstrom, protagonista de varias novelas más sobre las vicisitudes de un protestante de clase media, o Saul Bellow desde la seudopicaresca Las aventuras de Augie March (1953) o la introspección desoladora de un intelectual fracasado, judío por añadidura, de Herzog (1964). Otro judío crítico, Philip Roth, había hecho su aparición en 1959 con los cuentos de Goodbye, Columbus, premiados con el Premio Nacional, pero fue El lamento de Portnoy (1969) el que, debido al explosivo tratamiento de la represión sexual masculina, proporcionó inmediata notoriedad al autor, que luego se ha convertido en uno de los más grandes novelistas estadounidenses. Aquel mismo año aparecieron otras tres novelas llamadas a ser referentes futuros de un cambio de guardia estético: en Matadero cinco, Kurt Vonnegut desandaba la historia reciente para enfocar, entre el humor negro y el delirio (al protagonista lo abducen unos extraterrestres), el terrible bombardeo norteamericano de la ciudad de Dresde en la Segunda Guerra Mundial; con semejante originalidad formal, en Pricksongs and Descants (se tradujo como El hurgón mágico), Robert Coover, echando mano de mitos y arquetipos como había hecho John Barth y barajando materiales pop como Pynchon, hurga en la fragilidad del hombre contemporáneo; y en La mujer del teniente francés, el inglés John Fowles (famoso ya por su angustiosa narración de un secuestro en El coleccionista, de 1963, que William Wyler llevó al cine un par de años después) realizó un impecable ejercicio de pastiche y autoconciencia literaria imitando nostálgicamente una novela victoriana y rompiendo la ilusión narrativa con sus propias dudas y disquisiciones de autor.

Esta inclinación a deshacer el juguete literario, recomponiéndolo en otro orden contra la lógica racional, causal o temporal, este gusto de los escritores por advertir a los lectores que la novela no es más que un montón de palabras enfiladas por su ingenio, esta compulsión a convertir el texto en tapiz de alusiones, casi siempre irónicas, a todas las tradiciones culturales y a todos los acervos informativos, recibió cuando despuntaba la década de 1970 el nombre de «Posmodernismo». Eso hizo que, entonces, la literatura posmoderna se identificara con la literatura autorreferencial, de un experimentalismo jeroglífico y lúdico, que contaba con un auditorio exiguo (y sectario en el orbe académico) de lectores. Pero eso, claro, no era en absoluto todo, porque la autoconciencia literaria también comprendía una reprise multiforme de la narratividad, una reinterpretación de la Historia y un discurso crítico hacia las formas de control ideológico y represión obscena o subliminal de la libertad. La novela de John Fowles, pese a su ruptura de la ilusión narrativa, no requería un fatigoso esfuerzo de lectura, sino que proponía una historia bien contada a la antigua usanza, y también fue considerada característicamente posmoderna. Por aquellos años, Cien años de soledad (1967), de Gabriel García Márquez, y Viernes o los limbos del Pacífico (1967) de Michel Tournier, fueron revelaciones de talentos deslumbrantes y ambos volvían al gozo de narrar, aunque sin la omnisciencia paternalista de los antiguos contadores, sino, más bien, desde la propuesta de compartir un universo de imaginación y experiencia, un universo que podía nacer de un fondo de arquetipos ancestrales como en García Márquez o de la misma historia de la literatura, como en Tournier. De este modo, la rehabilitación del deleite narrativo se convirtió también (y un tanto paradójicamente) en un rasgo del posmodernismo, término que iniciaba así su hipertrofia semántica hacia la inoperatividad. En la holgura de la etiqueta cupieron también los escritores procedentes de las antiguas colonias que, desde mediados de siglo, habían empezado a denunciar las consecuencias perniciosas de la codiciosa política colonialista, de modo que tanto el indotriniteño V. S. Naipaul, que había alcanzado renombre en 1961 denunciando en Una casa para Mr. Biswas la mutilación de las ambiciones individuales infligida por el colonialismo, como el indio Salman Rushdie en su exuberante Hijos de la medianoche (1980), ingresaron por derecho en el club posmoderno. Y también cupieron los escritores pertenecientes a minorías étnicas (algunas no tan minoritarias, como la comunidad negra norteamericana) o grupos diferenciados por razones de género. En la medida en que expresaban la voz silenciada de los desposeídos, de los segregados, de los márgenes y las fronteras sociales en definitiva, constituían plausibles negaciones de la ortodoxia autoritaria representada por los hombres blancos detentadores del poder y ofrecían perspectivas hasta entonces acalladas, las voces de la diferencia. O, como se diría desde que Jean-François Lyotard brindó la fórmula en La condición posmoderna (1979), desautorizaban con sus pequeñas narraciones los «grandes relatos» en que se había sustentado la Historia de Occidente (el cristianismo, la Ilustración, el marxismo...). Arquitectos (ellos lanzaron el concepto y el debate), filósofos, sociólogos, historiadores, críticos de arte..., todos adoptaron el término y todos lo utilizaron con significados diferentes. A la ceremonia de la confusión contribuyó la casta académica con una caudalosa producción de uso interno, pero no tardaron en sumarse a la fiesta los periódicos y con ellos se propagó el uso (tan posmodernos era ya cineastas distintos entre sí como Almodóvar, David Cronenberg o Quentin Tarantino como ¡el Quijote, el Tristram Shandy de Sterne o Denis Diderot!). «Posmodernismo» acabó siendo la carabina de Ambrosio o, si se quiere un símil literario, la cueva de Montesinos de críticos y teóricos literarios, que se zambullían en el concepto para encontrar dentro su propio conciliábulo de fantasmas. La fluctuación semántica del término, con todo, manifiesta palmariamente el eclecticismo de la literatura de la época contemporánea (si se quiere decir «posmoderna», sea), su irrestricta multiplicidad, que convalida cualquier modelo o fórmula, que habilita cualquier estética o antiestética, que reactiva la novela histórica —en lo que se ha llamado metaficción historiográfica— y la futurista y utópica, a condición —es el único peaje— de perder la inocencia.

El escepticismo, el distanciamiento descreído e irónico y la exhibición de una actitud de suspicacia inespecífica nutrieron el corazón de la literatura posmoderna. Aquel viejo verso de «Brise marine» de Mallarmé: «La chair est triste, hélas! et j’ai lu tous les livres» («La carne es triste, ay, y he leído todos los libros») podría reformularse así: «La carne es triste —para quien no la goza— y he leído (o como si lo hubiera hecho) todos los libros, de los que estoy de vuelta». En 1980, el semiólogo Umberto Eco, uno de los europeos que parece haber leído todos los libros, probó suerte como novelista con un homenaje a las bibliotecas infinitas de Borges pero también a la ficción de intriga absorbente, cuya quintaesencia es el relato policiaco, el que va en pos de una verdad escurridiza. El nombre de la rosa fue un éxito en todo el mundo y pronto cayó sobre el libro la unción de posmoderno. Eco se animó a explicar algunos secretos de taller de su novela en las deliciosas Apostillas a El nombre de la rosa, donde hubo de plantarse cara a cara con la definición de lo posmoderno, que para él constituye una suerte de espíritu de época. «Desgraciadamente —escribe— “posmoderno” es un término que sirve para cualquier cosa»; no obstante, si algo significa es una posición ante la cultura del pasado, pues «consiste en reconocer que, puesto que el pasado no puede destruirse —su destrucción conduce al silencio—, lo que hay que hacer es volver a visitarlo; con ironía, sin ingenuidad». De este modo, el arte y la literatura del pasado cobran la categoría de un parque temático (o un hipermercado) al que el artista puede acudir con plena libertad de elección, un espacio deshistorizado en el que escoger modelos, formas, géneros, códigos ya archivados: un soneto renacentista o barroco, una novela bizantina, un cuento didáctico, un bestiario o una fábula moralizante, una narración realista o futurista o una ficción introspectiva modernista. El único tributo (a atributo) que hay que satisfacer es la autoconsciencia, el empleo de cualesquiera estratagemas para comunicarle al lector el artificio de la obra, lo que esta tiene de artefacto verbal y de simulación de la experiencia, no vaya a pensar el lector que el autor se toma eso en serio... (Aunque ciertos autores cetrinos se tomen el “no tomarse en serio la literatura” con la maravillosa seriedad de los profetas.) Un año antes, Italo Calvino había demostrado en los principios de novela que componen Si una noche de invierno un viajero (1979) —y que imitan a Gombrowicz, Nabokov, Onetti, Solzhenitsyn, Schnitzler, Greene y otros— hasta qué punto la literatura contemporánea puede ser reescritura y en qué medida el lector actual está obligado a ser cooperativo. No tiene nada de extraño, pues, que cuando en 1980 John Barth —canonizado como posmoderno— tenga que señalar con el dedo a un autor genuina, auténticamente posmoderno, apunte a Calvino, encantador y proteínico, que, a su juicio, ejemplifica como nadie lo que llama «programa posmoderno», a saber: la síntesis o trascendencia de las antítesis formadas por los principios premodernos (el realismo y la linealidad del XIX, el orden causal y temporal, el lenguaje transparente, la consistencia psicológica, el sistema moral burgués, la racionalidad aplicada a un argumento articulado...) y los principios modernos (antirrealismo, autonomía del arte, irracionalismo, disgregación psicológica, simultaneidad y fragmentarismo, lenguaje opaco, elitismo, relativismo moral...). En resumidas cuentas, Calvino ilustra el pluralismo estético que define la literatura posmoderna.

La dialéctica entre lo anterior y lo venidero, lo heredado y lo creado, lo viejo y lo nuevo ha dictado su ley a lo largo de todo el siglo, incluso cuando esa tensión parecía haber caducado para convertirse en un atractivo catálogo de destinos vacacionales. Lo nuevo tiene una cita con su propia decrepitud, a la que los creadores más jóvenes se encargarán de que no falte porque ellos llegarán pertrechados de sus novedades para sustituir las anteriores. Un crítico habló del ocaso de lo nuevo (Irving Howe), pero sería más adecuado hablar de la perennidad de lo viejo como blanco contra el que arremeter. Lo nuevo tiene unas demarcaciones tan vastas y unos cauces tan diversos desde los años setenta que no puede caracterizarse en conjunto más que por esa vastedad multidireccional, su propensión a la autorreflexión y, con escaso margen de error, su condición de mercancía, aunque a veces esta circule en un mercado reducido, y no por gusto de quienes la fabrican.

Cuando la novela de Eco se convierte en un bestseller y John Barth ironiza sobre los críticos que se fatigan dando vueltas alrededor del «posmodernismo», hace algún tiempo que han empezado a publicar sus primicias autores que servirán para esclarecer con su obra el sentido del marbete, como Martin Amis o Ian McEwan o Julian Barnes (aunque este no debuta hasta 1980 con Metroland), y otros a los que una concepción reduccionista del mismo expulsaría a las afueras, como el austriaco Thomas Bernhard, que ya ha publicado la extraordinaria Corrección (1974) o el norteamericano Raymond Carver, que ha reunido los cuentos adustos y desolados de ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? (1976). Y, con ellos, los grandes creadores del último cuarto de siglo habían empezado a hacerse oír: el sudáfricano J. M. Coetzee había emprendido su autopsia del cadáver social de su país en En medio de ninguna parte (1977) —como también haría Nadine Gordimer en La hija de Burger (1979)—; el húngaro Imre Kertész lograba que viera la luz, casi sin eco, su novela autobiográfica sobre su reclusión en Auschwitz Sin destino (1975); Toni Morrison invocaba en La canción de Salomón (1977) la necesidad de que los afroamericanos asuman las marcas en esa comunidad ha infligido el pasado de esclavos y la discriminación racial; o, por terminar, el checo Milan Kundera describía en El libro de la risa y el olvido (1979), a través de varias historias entrelazables, la opresión de un Estado comunista en la conciencia de los intelectuales y en la vida cotidiana de cualquier ciudadano. En estas obras y en otras semejantes de los setenta, el utillaje técnico desarrollado a base de sucesivas oleadas de creativo inconformismo, más que supeditarse, se funde con unos temas y preocupaciones muy reales, cuando no acuciantes (las iniquidades del totalitarismo, el apartheid o la exclusión, por ejemplo). Aunque la forma y el contenido no puedan discernirse en una valoración responsable de un texto artístico, en estas obras la elaboración del discurso y la dimensión significativa se ennoblecen mutuamente y orientan el curso de la mejor y más perdurable literatura del fin de siglo.

Ese equilibrio entre elaboración del discurso y designio comunicativo, en efecto, distingue la gran literatura de los últimos veinte años del siglo XX. Lo ponen de manifiesto pronto autores excepcionales como los portugueses José Saramago con Memorial del convento (1982) y El año de la muerte de Ricardo Reis (1984) y António Lobo Antunes desde su debut con Memoria de elefante (1979); como Peter Weiss en su trilogía Estética de la resistencia (1975-1981), como Paul Auster, que publica su Trilogía de Nueva York entre 1985 y 1987, como Mario Vargas Llosa desde La guerra del fin del mundo (1981) o García Márquez con Crónica de una muerte anunciada —y novelas muy distintas pero de la misma añada como Perorata del apestado del siciliano Gesualdo Bufalino o La costa de los mosquitos de Paul Theroux—, como Javier Marías con El siglo (1983) o Martin Amis con Dinero (1984) o Milan Kundera con La insoportable levedad del ser (1984) o Cormac McCarthy con Meridiano de sangre (1985, aunque de 1979 es otra novela rotunda, Suttree) o, en fin, Thomas Bernhard con su obsedente y terminal Extinción (1986). Aunque se publicaron textos rayanos en el hermetismo, residuales respecto al experimentalismo de los sesenta y setenta, prevaleció la necesidad de expresar, comunicar o contar algo y superar el funambulismo verbal o la probatura intrascendente. La innovación arriesgada se interiorizó como parte indisociable de la ética del creador genuino, que sin embargo había aprendido que no puede operar en el vacío sino en una comunidad de lectores potenciales. El inglés Julian Barnes demostró haber asimilado esa lección en la brillante —y divertida— El loro de Flaubert (1986), donde, a la vez que narraba delicada y casi imperceptiblemente una historia triste, embutía toda la reflexión posmoderna sobre las aporías de la representación histórica (del pasado) y literaria (de lo imaginado) en una ristra de pastiches y burlas de diversos géneros discursivos.

Fueron los tiempos del «realismo sucio» capitaneado por Raymond Carver y sus amigos Tobias Wolff y Richard Ford, quien con El periodista deportivo puso en 1986 la cabeza del puente que le conduciría en 1995 (El día de la independencia) y 2007 (Acción de gracias) a la enésima realización de la «gran novela americana». La apuesta fuerte por el realismo seguía encarnándola en Estados Unidos Truman Capote —lejano ya el boom de la non-fiction novel que desató A sangre fría en 1966—, quien en 1980 publica los cuentos Música para camaleones amasados con harina documental, así como el preboste del new journalism norteamericano, Tom Wolfe, se proponía levantar acta, con modos dickensianos, del ascenso y caída de uno de los dueños de Wall Street. Pero también fueron los años del diseño a ultranza y la estetización de la violencia que supo representar en grado sumo, ya en 1991, Breat Easton Ellis en American Psycho (obscena en su charcutero naturalismo). El mismo Easton Ellis había sido recibido como un genio precoz al retratar la degradación moral de la juventud de clase acomodada (como él) en Menos que cero (1985). Y también fueron tiempos de bestsellers internacionales con más o menos hechuras literarias, fuera El perfume (1985) de Patrick Süskind, fuera La casa de los espíritus (1981), ficción con la que Isabel Allende rentabilizaba los tópicos del realismo mágico latinoamericano, fuera, en fin, la novela de espías de John Le Carré (sobre todo desde La gente de Smiley, 1979, y La chica del tambor, 1982). La literatura inglesa se regeneraba y diversificaba con un coro de voces procedentes de todos los rincones del mundo anglófono y de grupos sociales hasta entonces poco audibles, y ese proceso continuará hasta hoy mismo. Hanif Kureishi describió con humor en Mi hermosa lavandería el día a día de unos jóvenes londinenses de familia paquistaní (y Stephen Frears la trasladó al cine con acierto), Salman Rushdie confirmaba su talento en Vergüenza (1983) sin sospechar que a la vuelta de un lustro iba a ser condenado a muerte por el fanatismo de un ayatolá iraní por publicar la novela Versos satánicos, Kazuo Ishiguro se había dado a conocer con Pálida luz en las colinas (1982), pero hasta Los restos del día (1989, con su subsiguiente película) no consiguió una merecida notoriedad. Sandra Cisneros narraba en La casa de Mango Street (1984) las peripecias de una familia de inmigrantes en los suburbios de Chicago para conseguir y mantener una vivienda digna. Mucho después, la india Arundhati Roy iba a seducir a millones de lectores con la sensibilidad y el presumible autobiografismo de El dios de las pequeñas cosas (1996).

Pero ya entonces abundaban las pistas que conducían a los ambulacros y pasajes de la literatura del fin de siglo menos dócil a rutinas y consignas. Por un lado, la guerra contra las demarcaciones rígidas entre géneros literarios, que se había iniciado en las vanguardias de los años veinte, libra su batalla final. Como consecuencia, los límites entre novela y ensayo se desdibujan y vuelven porosos, permitiendo que la reflexión inunde el texto narrativo, y lo mismo sucede con lo novelesco y lo autobiográfico, que dejan de estar claramente delimitados y un yo pertrechado de atributos y experiencias que son las del autor penetra en la ficción y la electriza. Esta colonización de la novela por la autografía acentúa la perplejidad del lector cuando ese yo adopta el nombre mismo del autor o sus rasgos externos; un artificio este que forma parte de la deliberada ambigüedad entre datos ficticios o imaginados y datos verídicos o documentados. Todo se vuelve incierto excepto la existencia material del texto que leemos y, con frecuencia, la robusta dimensión ética de la obra, reforzada ineluctablemente por ese yo que finge poseer toda la fuerza compromisiva de la palabra en el mundo real. Desde mediados de los ochenta fueron muchos los escritores que proveyeron su obra en su experiencia biográfica o que se instalaron en una tierra de nadie disputada por varios géneros. De manera ejemplar lo hizo Claudio Magris en Danubio (1986) y Microcosmos (1997) y W. G. Sebald en casi toda su corta producción, en Vértigo (1990), Los anillos de Saturno (1999) y Austerlitz (2001) y J. M. Coetzee en Diario de un mal año (2007) y, entre los de lengua española, Fernando Vallejo, Javier Marías o Enrique Vila-Matas... La escritura extraterritorial, gobernada en cualquier caso por un yo imperioso, tornadizo o fugitivo, ejerce una fascinación irresistible en los escritores del fin del milenio, como si la subjetividad de la poesía, la autobiografía o el diario y el libre discurrir del ensayo, que permite aquilatar todas las facetas de la realidad, supusieran desafíos que el viejo arte de contar historias, no pudiendo hacerles frente, engulle y metaboliza. El futuro de la ficción literaria estriba en el reservorio de la escritura autobiográfica y ensayística. «Yo» nunca ha significado tanto, ni tan líquido al mismo tiempo. Parafraseando un título de John Ashbery, todos los autorretratos se realizan en espejos cóncavos.

D. R. DE M.

100 escritores del siglo XX. Ámbito Internacional

Подняться наверх