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ANDRÉ BRETON

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por

MAR GARCÍA

Por poco que saque la cabeza de mis manos, el pequeño estruendo de lo inútil empieza otra vez a ensordecerme.

(«Discurso sobre la poca realidad», 1917)

Evocar la figura de André Breton (Tinchebray, Francia, 1896-París, 1966) conlleva, inevitablemente, hablar del autor de manifiestos, del portavoz del grupo surrealista, del descubridor de talentos, del guía. Poeta, crítico, teórico y fundador de un arte revolucionario que ambiciona unificar los contrarios (cuerpo y espíritu, realidad y sueño), Breton actualiza la figura romántica del autor investido de una misión redentora. Partiendo de la poesía y la filosofía romántica alemanas, forja una mitología propia en la que la imaginación es la llave de acceso al mundo. Dicha llave no está solo reservada a los poetas. Seres excepcionales como Vaché o Nadja, locos o niños pueden también abrir puertas con ella. Pero la imaginación no conduce a paraísos edénicos, sino a espacios que contienen a su vez otras puertas. En este sentido, Breton se distingue de sus precursores románticos al no creer en el retorno a una edad de oro y, si rechaza en bloque la civilización latina, no cae nunca en un infantilismo anticientífico, probablemente a causa de su formación. Prueba de ello fue su adhesión, aunque problemática, a la causa marxista. A diferencia de lo que ocurre con Éluard o Aragon, Breton suele asociarse a un cierto elitismo, tal vez porque nunca fue un poeta popular y porque, aunque teoriza sobre la escritura automática, aborrece la facilidad. El autor vio en la creación una forma de continuidad de lo cotidiano. Algunas de las exclusiones de miembros del grupo vinieron precisamente motivadas por considerar Breton errónea toda concepción autosuficiente de la literatura. Su modo de entender el sueño como vía privilegiada de acceso al conocimiento supremo y la escritura como medio de liberación de los poderes del inconsciente, además de comportar la invención de una nueva escala de valores artísticos, así como la elaboración de un nuevo modo de lectura y de crítica, se extiende, más allá de la literatura, a todos los ámbitos de la existencia.

La infancia gris y solitaria de André Breton transcurre en el seno de una familia de la pequeña burguesía, en la periferia norte de París. El adolescente descubre entusiasta el simbolismo y envía sus primeros poemas a Valéry. Comienza estudios de Medicina que interrumpe su alistamiento. Presta servicio en diferentes hospitales militares y lee a los clásicos de la psiquiatría, sobre todo a Freud. En 1916, se produce su encuentro con Jacques Vaché en el hospital de Nantes, el cual determina el interés de Breton por el humor. También conoce a Apollinaire y a Reverdy. La amistad que entabla con Aragon y Soupault es el preludio de la aventura surrealista. Con ellos funda la revista Littérature en 1919, donde, durante algún tiempo, apoya las manifestaciones provocadoras de los dadaístas. Entusiasmado con Lautréamont y Rimbaud, rompe con el simbolismo y cuestiona la legitimidad de la práctica literaria. Breton y Soupault viven en un estado de exaltación su primera experiencia de escritura automática: Los campos magnéticos (1920). A partir de 1922, Breton se separa de Tzara y prosigue sus exploraciones mentales (transcripciones de sueños, juegos colectivos, peligrosas experiencias de hipnosis) en el taller de la calle Fontaine junto a Crevel, Desnos y Péret, entre otros. Los poemas, sueños y juegos de Clair de terre (‘Claro de tierra’, 1923) manifiestan ya un deseo de resolver las antinomias en todos los ámbitos, cuestionando, por ejemplo, la frontera entre lo que es considerado arte y lo que no lo es: leída de manera surrealista, la relación, en el listín de teléfonos, de los Breton domiciliados en París, puede convertirse en una insólita familia de indudable valor poético en la que coexisten diputados, carboneros o veterinarios. La publicación del primer «Manifiesto del surrealismo» en 1924 aporta cohesión al grupo y reduce tensiones entre personalidades y opciones políticas diferentes. El «Manifiesto» excede los límites del campo estrictamente literario proponiendo una redefinición del hombre mediante el acceso al «funcionamiento real del pensamiento». El surrealismo, «automatismo psíquico puro», debe estar libre del control de la razón y de toda preocupación estética o moral. Las críticas que Breton dirige contra la novela realista en el «Manifiesto» denuncian la ley del mínimo esfuerzo que conduce a la acumulación de circunstancias arbitrarias. Mientras tanto, el autor no deja de cuestionar la legitimidad del ejercicio de la literatura (el abandono de la misma por parte de Rimbaud ejemplifica para él una actitud consecuente). En 1924, la creación de la revista La Révolution Surréaliste responde a la necesidad de ampliar el campo de acción del movimiento. Hasta 1929, la revista encarna la imagen del grupo surrealista en sus años de máximo apogeo creativo. Aunque en el «Segundo manifiesto del surrealismo» (1930) Breton desconfía de casi todos los autores reivindicados anteriormente por los surrealistas y excluye a Desnos, Artaud y Soupault, contribuye a consolidar la dimensión colectiva del movimiento escribiendo poemas conjuntos con otros miembros del grupo y afirmando su presencia pública mediante declaraciones colectivas, exposiciones o panfletos. Nadja (1928), por su forma y contenido, puede entenderse como el manifiesto de la «belleza convulsiva» que Breton evoca al final del libro. A comienzos de los años treinta, el poeta atraviesa dificultades de orden económico y personal a causa de su separación y de las guerras intestinas entre los miembros del grupo que no comparten su exceso de autoridad. En Los vasos comunicantes (1932), Breton conjuga la exploración del inconsciente que propone el psicoanálisis con la exigencia social marxista. A partir de su lectura de Hegel y de Freud, reflexiona sobre la riqueza poética y subversiva del humor, reacción sublime del espíritu oprimido. Resultado de este interés es su Antología del humor negro (1945), iniciada en 1935. A mediados de los años treinta, la creciente influencia internacional del surrealismo alcanza su punto álgido con la edición del Bulletin International du Surréalisme, propiciada por los frecuentes viajes de Breton, la organización en París de la exposición internacional del surrealismo en 1937 y su encuentro con Trotski en México el mismo año. El autor declara su compromiso con el bando republicano español y protesta contra los procesos de Moscú dirigidos por Stalin. El amor loco (1937) relata su radical y transformadora experiencia del azar objetivo: el encuentro rodeado de casualidades asombrosas con su segunda esposa, Jacqueline Lamba, que él mismo había vaticinado en un poema escrito once años antes. Después de su ruptura con Éluard y del establecimiento del régimen de Vichy, Breton se embarca con su mujer y su hija Aube rumbo a Nueva York, donde vive cinco años difíciles como extranjero a pesar de sus actividades con Marcel Duchamp y otros artistas y de su descubrimiento del socialismo utópico de Fourier mientras visita las reservas de los indios Hopi en Arizona. Todo ello le lleva a condenar el totalitarismo político y a replantearse el surrealismo a partir del mito, a la vez que retoma su interés por el ocultismo y la alquimia. La futura Elisa Breton orienta Arcano 17 (1944), el libro más esotérico del autor. A su regreso a Francia, el poeta inicia una nueva etapa donde combina su pasión de siempre por el coleccionismo de arte primitivo con el estudio de las conexiones entre creación y locura hasta su muerte en 1966. La llave de los campos (1953) ofrece una reflexión sobre las formas de liberación de los mecanismos creativos. En L’Art magique (‘El arte mágico’, 1957) y Le surréalisme et la peinture (‘El surrealismo y la pintura’, 1965), publicado de manera póstuma, el autor prosigue su exploración sobre el arte como modo de expresión de las angustias ancestrales del ser humano.

Nadja (1928) sigue siendo la obra más leída de Breton, la que mejor expresa también su condición de vigía al acecho de signos reveladores de la surrealidad. El libro contiene numerosas ilustraciones (fotografías de lugares, personas, obras de arte). Este uso de la fotografía, que aparece también en Los vasos comunicantes y en El amor loco, pretende acabar con las fastidiosas descripciones que someten la novela realista a una voluntad alienante de reproducción mimética. El relato, autobiográfico a pesar de los silencios y de las incertidumbres que contiene, comienza con un preámbulo en el que Breton se pregunta quién es. No se trata, para el autor, de un cuestionamiento de orden ontológico, sino del deseo de conocer cuál es su deber en este mundo, el que le viene dictado por su destino. De ahí la ausencia de introspección o de análisis psicológico, sustituidos ambos por una relación de anécdotas y de impresiones aparentemente insignificantes o poco consistentes que producen, sin embargo, una emoción enigmática y perturbadora, difícilmente explicable, presagio del acceso a una relación radicalmente diferente con la existencia. Cuando Breton la encuentra en 1926, Nadja habla de manera profética y realiza extraños dibujos. Parece haber sido puesta en su camino por el destino para encarnar al prototipo de mujer surrealista. Su historia se desarrolla en tres tiempos. El primero corresponde al relato detallado de sus intensos encuentros, de sus deambulaciones por París con esta enigmática criatura que se presenta como un «alma errante». En el segundo tiempo, a partir del viaje a Saint-Germain, los encuentros se espacian y el relato se vuelve más reflexivo. Breton intenta dar cuenta de la fascinación que esta mujer marginal y marginada —la miseria la conduce a la prostitución—, consciente a la vez de sus dones proféticos y de su fragilidad mental, ejerce sobre él. Nadja encarna a la vez el amor y el sufrimiento absolutos y su precariedad material no le impide creer que su existencia anuncia un futuro mejor, como expresa su nombre («esperanza» en ruso), escogido por ella misma. Breton parece no poder corresponder al amor que le ofrece Nadja y decide alejarse. En la tercera parte, su retirada ante la perspectiva de verse confrontado al verdadero rostro de la locura concluye con el internamiento sin retorno de Nadja. Ante la imposibilidad de devolver al mundo a la visionaria Nadja de otro modo que no sea la escritura, Breton experimenta un malestar que se transmite al lector. En el epílogo, redactado unos meses después, en un momento en que había iniciado una relación pasional con otra mujer, Breton expone sus dudas sobre la necesidad del libro. Encuentra una justificación al mismo en el hecho de que el testimonio de una mujer que asume, sin límite alguno, todos los riesgos de la existencia lo ha preparado para vivir la aventura de la pasión como «principio de subversión total». La definición de la belleza con la que concluye el libro —«la belleza será convulsiva o no será»— constituye, así, una respuesta a la pregunta inicial sobre la identidad del narrador. Por los espacios en blanco y las rupturas de la narración que aluden al carácter caprichoso de la memoria y al lugar que el silencio y el secreto ocupan en el relato de su relación con Nadja, por el uso sorprendente de la cursiva, las antítesis y las acumulaciones que alejan la expresión del uso utilitario, el ideal convulsivo se transmite a la propia escritura.

En Los vasos comunicantes (1932), Breton propone un intento de conciliar idealismo y materialismo, realidad y sueño. Si, en un primer momento, había reivindicado el derecho del surrealismo a proseguir sus actividades sin límites impuestos (Légitime défense [‘Legítima defensa’]), Breton acaba adhiriéndose al partido comunista francés en 1927, junto a Éluard, Péret y Aragon. En el «Segundo Manifiesto del surrealismo», critica duramente a quienes no se comprometen con la causa política y la revista La Révolution Surréaliste se convierte en Le Surréalisme au Service de la Révolution. Un argumento para la conciliación perseguida en Los vasos comunicantes lo encuentra Breton en el lugar de procedencia de los materiales oníricos, que no es otro que la vida diurna, y en el hecho de que esta última también puede organizarse como los sueños. La continuidad entre ambos espacios lo lleva a distanciarse de Freud, poco apreciado por el partido, por otra parte. Breton persigue ofrecer al sueño un papel de anticipación que lo convierte en respuesta a la necesidad de transformar una realidad injusta. Desmiente, así, el verso de Baudelaire según el cual «la acción no es la hermana del sueño» a través, precisamente, de la imagen de los vasos comunicantes, que supone una realidad contenida en la surrealidad y viceversa. Con todo, Breton no olvida precisar en Los vasos comunicantes que el surrealismo no soportará ninguna mutilación de la vida y que, para transformar el mundo, hay que interpretarlo. Paralelamente, las singulares coincidencias que caracterizan una serie de encuentros con figuras femeninas, impulsan al autor a elaborar el concepto de «azar objetivo». El azar objetivo consiste para Breton en el encuentro de una causalidad externa y de una finalidad interna. Esta coincidencia pone de manifiesto la existencia de vínculos entre el hombre y el mundo ignorados por la razón. Al igual que sucede con la escritura automática, la emergencia de lo inesperado en la cotidianeidad que posibilita el azar objetivo no debe comportar la disolución de la personalidad psíquica, sino su exploración hasta los límites más recónditos. Como el automatismo o el humor negro, el azar objetivo hace estallar las paredes de la lógica para reconstituir la unidad del espíritu consiguiendo resolver todas las antinomias y contradicciones: vigilia y sueño, realidad y sueño, razón y locura, pasado y futuro, representación mental y percepción física.

Se ha insistido mucho sobre la fascinación tiránica que lo irracional ejerció en el surrealismo. Esta idea merece ser revisada. El objetivo de Breton no consiste en sustituir un racionalismo corto de miras por un irracionalismo igualmente pobre, sino en integrar lo que escapa a los límites de la razón. Ya en Los pasos perdidos (1924), su confianza en la poesía como motor para cambiar el mundo se basaba en una reflexión sobre el lenguaje. Breton reclama una liberación del uso utilitario del mismo y de sus manidos referentes colectivos, afirmando que la mediocridad del mundo proviene de la restricción del poder de enunciación. Para evitar la reclusión en prisiones o en sanatorios, hay que seguir «llamando a un gato un gato», cuando la imagen poética es, sin duda alguna, tanto o más real que la realidad: «La idea de una cama de piedra o de plumas me resulta igualmente insoportable: qué quieren ustedes, no puedo dormir sino en una cama de corazón de saúco». La manera de «perderse» que propone Breton no consiste en promulgar el naufragio del significado. En este sentido, su reivindicación de una revolución semántica que sea, a la vez, revolución del pensamiento, tiene una larga vida por delante.

Bibliografía

Michel Carrouges (1950), André Breton y los datos fundamentales del surrealismo, Madrid, Gens, 2008; Alexandrian Sarane (1971), Breton según Breton, Barcelona, Laia, 1974; Gérard Durozoi y otros (1974), André Breton. La escritura surrealista, Madrid, Guadarrama, 1975; Marguerite Bonnet, André Breton. Naissance de l’aventure surréaliste, París, José Corti, 1975; Mark Polizzotti (1995), La vida de André Breton, México, Fondo de Cultura Económica, 2009; Michel Murat (dir.), André Breton, París, Éditions de l’Herne, 1998.

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