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GUILLAUME APOLLINAIRE

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por

MAR GARCÍA

Te acuerdas del largo orfelinato de las estaciones.

Atravesamos ciudades que giraban todo el día

Y de noche vomitaban el sol de las jornadas.

(Alcoholes, 1913)

Guillaume Apollinaire (Roma, 1880-París, 1918) fue un hombre-época cuyo nombre resucita instantáneamente el París artista donde se fraguó buena parte de la modernidad literaria de principios del siglo XX. La imagen de un Apollinaire entusiasmado con la estética cubista y las nuevas tendencias, escribiendo sus versos en la esquina de una mesa de café, preocupado por seducir y sorprender, espontáneo y locuaz, amante de la caricatura y la parodia, hábil inventor de retruécanos, capaz de absorber como propio todo aquello que escuchaba o leía, sin ser falsa, es incompleta. El trabajo de escritura que contienen los manuscritos de este poeta, prosista y pornógrafo que nunca llegó a asumir su condición de hijo ilegítimo revela una obra marcada a sangre y fuego por la fractura en todas sus formas. Vocación tanto como modo de subsistencia, la literatura de este mal amado, perseguido a lo largo de su breve y difícil existencia por las dificultades económicas y por los desengaños amorosos, encuentra su unidad en la ruptura de formas, temas y espacios, en la oposición constante de contrarios. La participación de Apollinaire en distintas colecciones eróticas y en la elaboración del catálogo del «infierno» de la Biblioteca Nacional Francesa (1913) no obedece solo, como se ha dicho, a razones pecuniarias. La práctica de la escritura erótica o pornográfica constituye una modalidad más, junto al teatro o la prosa poética, del espacio privilegiado de libertad que fue la literatura para Apollinaire. Más allá del impacto incontestable de los acontecimientos en su escritura (guerra, desamor, innovaciones artísticas), Apollinaire es el poeta de la desintegración. De ella surge el torbellino de su obra, elaborada en menos de veinte años. Alcoholes (1913) y Caligramas (1918), los dos libros de poemas por los que el autor se consideró a sí mismo como un artista maduro, son la punta del iceberg.

Nacido en Roma de A. de Kostrowitzky, una joven procedente de la nobleza polaca que se dejó seducir por un oficial del ejército real de Dos Sicilias, el futuro Apollinaire fue bautizado como Guillelmus Apollinaris Albertus de Kostrowitzky. Ni en sus libros, ni en sus cartas menciona el poeta al padre, que lo abandona cuando tenía tres años junto a su madre y a su hermano Alberto. La etapa transcurrida en Mónaco y Niza, donde continúa sus estudios, lo familiariza con los sonidos, los olores y los colores del sur. A ellos debe, decía Gómez de la Serna, el desbordamiento pagano y el exceso de su obra. Sus primeras composiciones, poemas y relatos eróticos, muestran ya una marcada propensión a la invención fabulosa y a la superchería que se confirma en El encantador putrefacto, escrito hacia los veinte años. En 1899 se establece en París, donde sobrevive con ocupaciones poco lucrativas y se construye como poeta, ciudad que Apollinaire evoca en El paseante de las dos orillas (póstumo). En 1901, realiza una estancia en Renania como preceptor al servicio de la vizcondesa de Milhau, quien le permite entrar en contacto con el paisaje y las leyendas germanas (Las once mil vergas podría ser el eco licencioso de una leyenda de Colonia en la que perecen once mil vírgenes). También durante este período, determinante en la formación de su sensibilidad poética, Apollinaire se enamora de la joven ama de llaves de la vizcondesa, Annie Playden. Sus amores rechazados ocupan un lugar importante en Alcoholes (1913), cuya composición inicia en esta época. El paisaje de los poemas «Otoño enfermo» o «Los cólquicos» es el del amargo otoño renano que Apollinaire acaba asociando a cada nuevo amor. Dos años después de su regreso a París en 1902, el poeta es nuevamente rechazado por Annie cuando va a visitarla a Londres. La canción del mal amado, composición de notable longitud, es la crónica caótica de estos años. A partir de 1905, Apollinaire escribe para La Revue blanche y La Plume, llegando a fundar su propia revista, Le Festin d’Ésope. Amigo de Jarry y Max Jacob, acude con frecuencia a los talleres del Bateau-Lavoir, donde se gesta el cubismo pictórico. Fascinado por la obra de Picasso, el poeta reclama en Meditaciones estéticas. Los pintores cubistas (1913) una mayor libertad en la creación de imágenes y en el lenguaje poético: sin renunciar a lo anterior, el arte debe ser generador de un esprit nouveau que deje atrás el servilismo de la imitación realista, ahora suplantada por la técnica fotográfica. Su relación con Marie Laurencin, joven artista de la que Picasso le había hablado e inspiradora silenciosa de los versos de «El puente Mirabeau», también acaba en ruptura (1912). La breve estancia en prisión del poeta, acusado de complicidad en un robo cometido en el Louvre no propició un desenlace feliz. Apollinaire fue objeto de comentarios poco lisonjeros sobre su posible implicación en el robo, su origen extranjero y su contribución a la reedición de obras de carácter licencioso. Aunque fue absuelto al poco tiempo, ante el temor de ser expulsado de Francia, el poeta que mejor personificaba el espíritu vanguardista en París se vio obligado a multiplicar sus demostraciones públicas de patriotismo y a distanciarse de sus contemporáneos alemanes. El estallido de la guerra deja al poeta sin recursos económicos. Alistándose como artillero, consigue cubrir sus necesidades vitales y alejarse de Lou, su último fracaso amoroso. Apollinaire vuelve a ilusionarse con Madeleine Pagès, a quien conoce en un trayecto en tren de Niza a Marsella y que convierte en la confidente epistolar de su trabajo poético (las tres cuartas partes de Caligramas fueron compuestas en las trincheras). En marzo de 1916, un peligroso impacto de obús le perforó el casco, llegando hasta la sien, por lo que el poeta tuvo que someterse a una trepanación. Su estado de salud y su carácter se ven sensiblemente afectados y, aunque a su regreso del frente Apollinaire es considerado como un maestro por los poetas que le rodean, abandona su noviazgo con Madeleine. Tras una época de malestar profundo, surge Jacqueline Kolb, la «linda pelirroja» de Caligramas, con quien acaba casándose en mayo de 1918, seis meses antes de sucumbir a una epidemia de gripe infecciosa.

A pesar de la discreción con la que Apollinaire resume a Breton su bagaje literario, la bulimia documentalista de este cliente asiduo de las bibliotecas parisinas lo induce a anotar compulsivamente listas de palabras, ocurrencias de todo tipo que descubre en revistas de vulgarización científica, tratados de egiptología y de folclore, libros de temática obscena o insólita, manuales de esoterismo, textos literarios preferentemente marginales y populares. Esta práctica poco ortodoxa de la lectura le proporciona una reserva inagotable de la que extrae fragmentos más o menos largos, versos o vocablos insólitos hallados en léxicos especializados y cuya sonoridad o poder evocador atraen su atención, tejiendo, de título en título, un texto único. Mediante la acumulación de datos y conocimientos, el sujeto satura y sutura el agujero sin fondo de su origen bastardo. La libido sciendi de Apollinaire se convierte, así, en una vía de autoengendramiento, al igual que su pretensión de abrazar la totalidad de tendencias que atraviesan el arte de su tiempo. Abierto a todas las innovaciones artísticas, Apollinaire desconfía en sus escritos sobre arte del intelectualismo y del academicismo y privilegia la intuición y la emoción. La importancia del cubismo en la arquitectura de su poesía no le impide preferir a las personalidades carismáticas como Picasso y, si se interesa por la audacia futurista, permanece escéptico ante el automatismo y la especulación teórica. Su práctica de los poemas-conversación, en los que se propone recoger el sonido ambiente, los poemas simultáneos, los caligramas o el collage, sin olvidar la estrofa regular y el verso libre, da cuenta de una estética ecléctica que, sin romper del todo con la tradición, persigue renovar la expresión poética. No en vano, Apollinaire subtituló «drama surrealista» —acuñando el término, no el concepto— su obra teatral Las tetas de Tiresias (1917), convirtiéndola en emblema de la vanguardia.

En la medida en que hacen posible la fabricación de un yo literario a la vez divino e indigno, todopoderoso y humillado, las técnicas de la modernidad literaria son para Apollinaire más que una moda. Su obra constituye un inmenso puzle sin recomponer donde un sujeto desmembrado experimenta todas las metamorfosis. «La falsedad es una madre fecunda», afirma Apollinaire quien, sin embargo, no entiende la función de la poesía como un juego de malabares formalistas, sino como la fabricación de una realidad paralela más auténtica y sólida que la de las apariencias. Así como el barón d’Ormesan, en El Heresiarca y cía (1910), con el fin de filmar un asesinato verosímil, organiza junto a su equipo un crimen obligando a un transeúnte a asesinar a una pareja que también encuentra en la calle, Apollinaire hace que las cosas dejen de ser lo que se nos dice que son... a través del simulacro y la superchería. Las novelas de caballería le brindan personajes y hazañas excepcionales y maravillosas, toda la imaginación, en definitiva, del mundo celta, antítesis del cristianismo, al que responsabiliza de su nacimiento mancillado. La contestación de las apariencias comienza, así, para Apollinaire, por la irreverencia: también en El Heresiarca y cía, un cura lucha contra la falta de fe consagrando todos los panes de las panaderías de la ciudad, lo que provoca un sacrilegio colectivo, y el judío Fernisoun, convencido de que se salvará si es bautizado antes de morir, se declara culpable de todos sus pecados sin contar con que el poder redentor del agua bautismal podía quedar anulado al tornarse esta orina de caballo.

Personajes marginales que violan las reglas de buena conducta habitan esa realidad paralela cuyo principio unificador es, paradójicamente, la ruptura. Recurrente en toda su producción poética, la ruptura se manifiesta tanto en el plano formal —en la sintaxis, en la puntuación, en la tipografía, en la disposición de los elementos en la página— como en el temático —fundando un universo mítico poblado por figuras de identificación que asocian poderes sobrenaturales con sufrimiento y castigo—. El encantador putrefacto, su primer libro, ilustra, comenzando por el título, la necesidad de reinventar, bajo el signo del oxímoron, un origen en el que conviven magia y degradación. La segmentación del cuerpo —la cabeza que el soñador de «Onirocrítica» toma en sus manos para interrogarla lanzándola al mar a causa de su ignorancia, el ojo azul que en El poeta asesinado (1916) ronda obsesivamente a los pequeños moradores de un pensionado— se convierte en metáfora de un yo a la vez fragmentado y múltiple. Los poderes sobrenaturales —gigantismo, ubicuidad— de diversas figuras de identificación denotan una voluntad intermitente de inmortalidad basada en la omnipotencia creativa. El Merlín de El encantador putrefacto ve, a la vez muerto y consciente, cómo se congregan en torno a él seres reales e imaginarios de todas las épocas, mientras que la estatua del poeta Croniamantal, alter ego de su autobiografía mítica El poeta asesinado, está esculpida con un curioso material: la nada.

Alcoholes (1913) fue considerado escandaloso por muchos en el momento de su publicación. Otros lo compararon con una trastienda en la que se amontonaban todo tipo de mercancías poéticas. Las composiciones más antiguas, de inspiración simbolista, se alternan con otras, como «Zona» (la más reciente de todas), que marcan la invención de una nueva estética basada en el asíndeton, la ruptura, la dispersión y la simultaneidad. También se alternan y se yuxtaponen puntos de vista y emociones contradictorios, lo que proporciona al conjunto un aspecto de construcción cubista que incluye efectos de simetría y de circularidad. Los poemas, de temática amorosa (ciclos de Annie, de inspiración renana, y de Marie Laurencin) y elegíaca principalmente —aunque algunos abordan la naturaleza del lenguaje poético—, expresan el dolor y la tristeza que experimenta el mal amado. «Zona», el caótico balance espiritual y sentimental que abre el poemario, se presenta como un deambular urbano durante el que irrumpen retazos inconexos del pasado infernal del sujeto poético. El alcohol, que arde como la vida, simboliza sufrimientos y fracasos a la vez y remite a su transfiguración poética por medio del fuego purificador. Ambos aspectos, opuestos y complementarios, pueden observarse en la distribución temática de los poemas: por una parte, los que abordan la muerte (el paso del tiempo, el otoño, el crepúsculo, la falsedad del sentimiento amoroso); por otra, los poemas de resurrección (el martirio regenerador, el fuego como símbolo de la llama poética).

Caligramas, seguido del subtítulo «Poemas de la paz y de la guerra (1913-1916)», aparece unos meses antes de la muerte de Apollinaire (1918). Aunque el libro no contiene solo caligramas, llamados en un primer momento «ideogramas líricos», la elección del título muestra la voluntad del poeta de subrayar el carácter innovador y la dimensión visual de su obra. A quienes solo vieron en Caligramas un divertimento inofensivo, incapaz de hacer emerger una voz poética singular (se culpó de ello a la disposición visual del poema como composición gráfica), les pasó por alto lo esencial de una poesía que, no por sorprendente, es menos emotiva. La primera parte, «Ondas», contiene las composiciones más innovadoras escritas en su mayoría antes de la guerra (de ahí el subtítulo). El resto del libro se ordena siguiendo la cronología del período de guerra. Apollinaire captaba instantáneamente los gustos e ideas de sus interlocutores. Según parece, esta proverbial capacidad de mimetismo le llevaba a adoptar sus formas de hablar y sus entonaciones, lo que favoreció la incorporación en sus poemas de retazos de expresiones populares o regionales y de canciones de cuartel que oía a sus compañeros. Al igual que muchos combatientes, el poeta quiso ver en la guerra el surgimiento de un mundo nuevo para soportar la convivencia diaria con la muerte. La energía con la que Apollinaire habla de su vida en el frente se corresponde con un momento de su existencia rico en emociones en el que la espera de la victoria se asocia con el amor y la esperanza en un porvenir mejor.

De lo maravilloso a lo macabro, de lo sublime a lo abyecto, la dinámica del imaginario de Apollinaire confronta al lector con un mundo en el que no existe superación ni resolución de la ruptura que opone a los contrarios. De un extremo a otro de su obra, las más diversas situaciones en las que se oponen luz y oscuridad, ascensión y caída, inmortalidad y podredumbre remiten a una misma ficción de los orígenes en la que el nacimiento de la poesía exige un sacrificio, el desamor, ofreciendo a cambio una recompensa, el travestismo de identidades que permite al poeta disimularse detrás del mito.

Bibliografía

Guillermo de Torre, Apollinaire y las teorías del cubismo, Barcelona, Edhasa, 1967; Pascal Pia (1988), Apollinaire, Valencia, Ahimsa, 2001; Jean Burgos, Claude Debon y Michel Décaudin, Apollinaire, en somme, París, Honoré Champion, 1998; Anna Boschetti, La poésie partout: Apollinaire, homme-époque (1898-1918), París, Seuil, 2001; M.ª Elena Fernández-Miranda, Apollinaire y la guerra, Madrid, Servicio de Publicaciones de la Universidad Complutense de Madrid, 2003.

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