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CONSTANDINOS P. CAVAFIS

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por

JUAN JOSÉ LANZ

Ten siempre a Ítaca en tu pensamiento.

Tu llegada allí es tu destino.

Mas no apresures nunca el viaje.

(«Ítaca», 1911)

El 28 de abril de 1907, en el medio del camino de su vida literaria, un día antes de cumplir sus cuarenta y cuatro años, Constandinos Petros Fotiadis Cavafis (Alejandría, Egipto, 1863-1933), nacido en el seno de una familia de comerciantes algodoneros griegos, escribía en sus notas personales:

Me he acostumbrado ya a Alejandría y lo más probable es que, aunque fuera rico, me quedaría aquí. Pero todo esto, cómo me deprime. Qué dificultad, qué carga es una pequeña ciudad —qué falta de libertad.

Me quedaría aquí (no estoy, por otra parte, completamente seguro si me quedaría) porque es como una patria, porque está relacionado con los recuerdos de mi vida.

Las palabras de Cavafis revelan su decisión de aceptar Alejandría, como su ciudad, como «La ciudad» que le acompañará toda su vida, y de la que no podrá salir; pero también, la decisión de ser el poeta de Alejandría, como lo evocarán años más tarde E. M. Forster o Lawrence Durrell. Tras sus años de vida en Inglaterra, donde había pasado parte de su infancia (1872-1878); tras su estancia en Constantinopla (1882-1885), donde descubrió y comenzó a asumir su homosexualidad; tras sus breves viajes por Francia e Inglaterra (1897), y sus visitas a Grecia en 1901, 1903 y 1905, donde confirmó su identidad cultural y poética; tras la muerte de su madre en 1899, Alejandría, la ciudad, aparecía como el destino indefectible que se asume con determinación. Ahí está, sin duda, el origen de uno de los poemas más representativos de Cavafis, cuya versión definitiva suele fecharse en 1910, aunque se publica un año antes: «La ciudad». El poeta ha estado retocando el poema durante años, para llegar a esa conclusión que asume la fatalidad de su destino:

La ciudad te seguirá. [...]

Como arruinaste aquí tu vida,

en este pequeño rincón, así

en toda la tierra la echaste a perder.

El pesimismo, la fatalidad que circunscribe el texto, que subyace al verso horaciano que le sirve de base («caelum non animum mutant qui trans mare currunt», Epístolas, I, 11, 27), la idea de que quien arruina su vida en un lugar intentará inútilmente rehacerla de un modo más ético en cualquier sitio, todo ello se ve amortiguado, según percibía el propio Cavafis, al circunscribirse a una circunstancia particular. Pero si la ciudad es una ciudad fantástica, tras ella se vislumbra una Alejandría simbólica y compleja, la que el poeta construye a través de sus textos; y si la poesía no se enfrenta a generalidades, sino a una particularidad, como apunta el alejandrino evocando la Poética de Aristóteles, esa circunstancialidad adquiere una dimensión significativa y global.

Estos datos resultan fundamentales para entender, tal como señaló Yorgos Seferis, el cambio que en torno a 1910 se produce en la obra del poeta, que se transforma a partir de entonces en un verdadero work in progress, con un desarrollo unitario. Lo cierto es que, a partir de esa fecha, Cavafis tiene un nuevo comienzo literario, que se va a manifestar en un modo diferente de dar a conocer sus poemas entre sus amigos y lectores, que había sido mediante sendas copias de poemas suyos en 1904 y 1910, y que revela una nueva conciencia de su obra. Ahora van a empezar a darse a conocer algunos de sus textos más representativos, como «Idus de marzo», «El dios abandona a Antonio», «Ítaca», «Reyes alejandrinos», etcétera. Pero también es cierto que en el período que discurre entre 1896 y 1904 habían aparecido poemas importantes, como «Esperando a los bárbaros», cuya primera redacción data de diciembre de 1898, como «Velas», «Murallas», «Voces» o «Deseos», que expresan la superación del simbolismo en que había bebido Cavafis en su formación. No, no puede hablarse del alejandrino como de un poeta exclusivamente de madurez, porque también en esos poemas de juventud hallamos logros indudables, que actualizan la herencia de Verlaine, de Baudelaire o de Tennyson que pudiera haber en sus versos, y que adelantan un cierto sentimiento elegíaco y la aceptación de la fatalidad que se percibirá en sus poemas posteriores. «Y ahora estoy aquí sin esperanza», escribe en «Murallas», y parece hacerse eco de esa frustración que manifiestan los protagonistas de «Esperando a los bárbaros» («¿Y qué va a ser de nosotros ahora sin bárbaros? / Esta gente, al fin y al cabo, era una solución»), de la asunción de la fatalidad que expresa el protagonista de «La ciudad» o de la mirada desengañada con que contemplan los alejandrinos las ceremonias de sus reyes en «Reyes alejandrinos» («Bien sabían los alejandrinos / que esto eran palabras y teatro»).

Lo cierto es que en 1911 su poesía, que ha de entenderse dentro de la atmósfera de la poesía europea contemporánea, parece despegar del simbolismo precedente, y lo hace en dos poemas que revelan ya su voz más personal: «El dios abandona a Antonio» e «Ítaca». Más allá de la fusión de epicureísmo y estoicismo, desde una visión irónica y una mirada cínica y desengañada ante las debilidades humanas, más allá del desengaño que cuestiona toda utopía en una celebración del tránsito de la vida y la experiencia que gana quien persigue una meta aunque no la alcance, los poemas muestran, como señaló C. M. Bowra, que Cavafis ha comenzado a vislumbrar que los temas del pasado tienen un sentido profundo para el presente y que nos lo revelan de modo diferente. Así, podrá ver en la figura de Antonio tras la derrota de Accio, recreada a través de Plutarco y de Shakespeare, el modelo de la premonición de la ruina inminente, asumida con dignidad y serenidad, y el desengaño ante la futilidad de la vanidad humana («Sobre todo, no te engañes, no digas que fue / un sueño, que tu oído te engañó»); o podrá evocar, a través de la recreación de un pasaje apócrifo de Petronio, un canto a la experiencia y sabidurías que nos otorga el viaje de la vida («Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia, / entenderás ya qué significan las Ítacas»). La Historia, la Cultura, se ha convertido en el cañamazo sobre el que Cavafis va a tejer el texto de sus más memorables poemas. A través de ellos veremos desfilar a Juliano el Apóstata, a Nerón, a Herodes Ático, a Manuel y Ana Comneno, a Apolonio de Tiana, a Ana Dalasena, etcétera; personajes históricos unos e inventados sobre referentes históricos otros, que reconstruyen la Historia de Bizancio, pero también el mundo personal de Cavafis. Es paradójicamente a través de la Historia como el poeta encuentra su expresión más personal, y es en ella donde encuentra la forma de modelar mejor su mundo, de particularizar experiencias generales, de objetivar sus propias vivencias en un modo no tanto narrativo, sino dramático, en tanto en cuanto que lo que le interesa no es tanto los hechos en sí mismos sino sus causas y consecuencias; no tanto la secuencia de los acontecimientos, sino la enseñanza moral que pueda derivarse de ellos («Doy mayor valor —escribirá en 1891, en un artículo sobre Shakespeare— a las observaciones de los grandes hombres que a sus conclusiones. Las mentes geniales observan con exactitud y certeza; y cuando nos muestran los pros y contras de una cuestión podemos nosotros sacar las conclusiones»). El mundo bizantino, el mundo helenístico, le ofrece así una estructura cultural estable, un modo de conformar la realidad; paradójicamente, el poeta griego moderno que se ha transformado en paradigma cultural del helenismo contemporáneo surge y se forma en los márgenes del mundo que conforma: «El helenismo de Egipto es hoy una parte significativa de nuestra raza, en la que naturalmente los de Grecia están interesados», escribirá en 1929. Ese mismo mundo bizantino (Alejandría y Constantinopla, más que Atenas, son, no lo olvidemos, los núcleos de referencia cultural de Cavafis) le ofrece una serie de personajes y una conformación de la realidad acorde con la misma ambigüedad de contrastes y la conciencia decadente que define su propio presente, en una Alejandría cosmopolita, donde conviven griegos, egipcios y británicos; donde un equilibrio inestable preside un mundo a punto de sucumbir. Todo ello contemplado, no se olvide, con la pátina y la mirada distante de una sensibilidad educada, culta y refinada que, con referentes culturales franceses e ingleses, contempla ese mundo también a través de las páginas históricas de Edward Gibbon (cuya lectura condicionará la escritura de «Esperando a los bárbaros») o de las recreaciones decadentistas finiseculares.

De este modo, ese compromiso con el pasado, que caracteriza buena parte de la poesía cavafiana, no supone una deserción del presente, sino una forma más aguda de conformarlo y comprenderlo, de analizarlo y asumirlo. La Historia y la Cultura le otorgan ejemplos concretos, actitudes particulares, que adquieren sentido universal y categoría simbólica, arquetípica, y de ese modo, a través de esa estructura secundaria, el mundo circundante adquiere sentido, es comprendido. Es ahí donde radica la dimensión que el propio Cavafis tenía de sí mismo como historiador: «Yo soy un poeta histórico [...]. Siento en mí ciento veinticinco voces que me dicen que podría escribir Historia. Mas ahora ya es tarde», confiesa en 1929. En efecto, la Historia, la Cultura, le ofrece un repertorio de máscaras útiles que conforman su gesto, un repertorio de correlatos que le permiten objetivar sus sentimientos, y que permiten otorgar a sus poemas una dimensión más realista, nada aficionada a fantasías, y más concreta, en tanto en cuanto sus referentes son personajes históricos concretos situados en una circunstancia decisiva para su existencia, que adquieren a los ojos del poeta una dimensión simbólica. La Historia, en cuyo discurso se funden el relato ficticio y lo real acontecido, le otorga una escenografía concreta, que le permite, con una economía de medios absoluta y un lenguaje rayano en la sequedad y el coloquialismo, expresar las complejidades psicológicas de los personajes que habitan sus poemas, en su ambigüedad contradictoria, en su enfrentamiento con las circunstancias o desde la mirada distante de un narrador que vierte su ironía y su escepticismo sobre los hechos que relata («Anna Comnena», «Viendo Juliano la indiferencia», «Juan Cantacuzeno prevalece», etcétera).

Pero la Historia y la Cultura bizantinas no son solo un mero correlato objetivo en la poesía de Cavafis, sino el modo de actualizar el helenismo desde una perspectiva nueva, que establece su eje, no en Atenas, sino principalmente en Constantinopla. En Cavafis no hay la ausencia de una tradición, de una cultura, no hay pérdida de raíces, sino la conciencia de que estas se encuentran en el espacio que habita, en un estrato más profundo, en el que la cultura helénica se manifiesta en su verdadera extensión mediterránea y oriental. No tanto la Grecia clásica es la base de su helenismo, sino la Grecia helenística y el Imperio de Oriente que ubica su capital en Bizancio; no tanto el mundo homérico es su referente cultural, sino sobre todo el de los ptolomeos y seléucidas, el de los Comnenos, el de Juliano, el de Darío, etcétera. Su helenismo no busca su raíz en la esencialidad de la Grecia clásica, sino en una cultura mixta, donde conviven las creencias («Hijo de hebreos, 50 d. C.»), donde se encuentran Oriente y Occidente, donde el mundo griego se funde con la sensibilidad oriental. «Mi pensamiento sueña con los grandes valores de nuestra raza, / con nuestro glorioso Bizancio», concluye «En la iglesia». La cultura bizantina, de la que Cavafis se siente heredero, muestra la continuidad entre el mundo de la Grecia clásica y el mundo helénico contemporáneo; la tradición poética y cultural bizantina demuestra, como declarará el poeta en 1892, que «la lira griega no solo no se quebró, sino que nunca cesó de emitir dulces ecos». Esa misma conciencia de continuidad, esa conciencia, como dirá Seferis, de «hombre solitario de una última época del Helenismo», condicionará la elección de su lengua poética, que ni asume la lengua demótica característica del habla popular, ni la katharevusa o lengua depurada artificial de la expresión culta; para él, no hay distingos entre una y otra, porque ambas son una y la misma lengua. La lengua griega se convierte así en patria común para el helenismo, tal como evoca en «En el 200 a. C.»:

Nosotros: alejandrinos, antioquenos,

seléucidas y los otros

griegos incontables de Egipto y Siria,

y los de Media y Persia, y tantos otros.

Con estados enormes,

con la rica influencia de nuestra hábil adaptación.

Y nuestra Común Lengua Griega,

hasta el corazón de Bactriana la llevamos, hasta la India.

Su helenismo es la lengua griega, la Cultura, la Historia, donde funda no una realidad ajena a la que él vive, sino un mundo dentro del mundo.

Esa misma fusión puede hallarse en el homoerotismo que caracteriza una parte considerable de sus poemas; homoerotismo que no tiene nada que ver con el mundo de los efebos de la Grecia clásica, sino que se identifica con el de la diáspora helenística. Siguiendo cronológicamente la escritura de estos poemas, de temática marcadamente homoerótica a partir de 1911, podremos descubrir, como señaló Robert Liddell, «la historia de la gradual revelación de su modo de ser». Y es que, si «Los peligros», de 1911, expone de modo sincero su decisión erótica y ética («Entregaré mi cuerpo a los placeres, / a los goces soñados, / a los más osados eróticos deseos, / a los impulsos lascivos de mi sangre»), en «Me fui», de 1913, hay una clara declaración de principios:

Nadie me ató. Me liberé de todo y me fui.

A placeres que, medio reales,

medio soñados, rondaban en mi alma,

me fui en la noche iluminada.

Y de los más fuertes vinos bebí, como

del que beben los héroes del placer.

Es justamente ese «heroísmo del placer» el que va a marcar el proceso de liberación de los prejuicios sociales («Pues la sociedad, que era / muy puritana, / sacaba estúpidas conclusiones», escribirá en «Días de 1896»), del «placer de amores rutinarios» («Con placer») (pero también la liberación estética, en una expresión más directa y desnuda) que ya apunta en una nota personal en noviembre de 1902, y que ha de vincularse a un poema muy anterior, como «Murallas», fechado en 1896. Por otro lado, es significativo constatar el progresivo tono elegíaco que va tiñendo buena parte de estos poemas de temática erótica a medida que transcurren los años, y que viene a señalar, más allá de todo lirismo romántico, del que Cavafis huye, una de las líneas más características de su poesía, donde el recuerdo se funde con el deseo para revivir el placer pasado iluminándolo. Al mismo tiempo, conforma un personaje poético que asume la confesión personal de una manera distanciada, mediante la formulación de un monólogo dramático. Es lo que encontramos en poemas como «La mesa de al lado», «Días de 1903» y sobre todo en «Recuerda, cuerpo» («Ahora que todo se halla en el pasado, / parece casi que a los deseos / aquellos te hubieras entregado»). Ese sentimiento se va acrecentando, sin duda, en poemas posteriores, como «El sol de la tarde», «Perdurar», «Su origen», «A bordo», «En la desesperación», «Antes que el tiempo los cambiara», «Vino a leer», etcétera, hasta sus últimos poemas («A los veinticinco años de su existencia», «En el pueblo deprimente», «Días de 1896», «Dos jóvenes de veintitrés a veinticuatro años», «Días de 1901», etcétera).

Pero en el erotismo cavafiano, y en su mezcla de epicureísmo y ascetismo («hallaré de nuevo en los críticos instantes / mi espíritu ascético de antaño», escribe en «Los peligros»), hay una dimensión epistemológica relevante: la reivindicación de un modo de conocimiento corporal, sensorial, sensitivo, en el que la sensación y el placer, evocados a través del tiempo, otorgan un aprendizaje que se comprende intelectual y estéticamente en el poema. Es el «cuerpo» el que recuerda («Recuerda, cuerpo»); son «los labios y la piel [los que] recuerdan» en «Vuelve». La memoria corporal, la memoria sensitiva (y ahí estamos en uno de los pilares de la poesía moderna), es la que atrae al poema la evocación del pasado y lo dota de sentido, lo comprende; sensibilidad e inteligencia se funden así en el texto poético, son su origen, y el poema acontece como un proceso de «Comprensión»:

Pero no veía entonces el sentido.

En medio de mi vida disoluta de juventud

iban formándose las tramas de mi poesía,

se iba dibujando el contenido de mi arte.

Son esas evocaciones sensitivas, esas imágenes amorosas, recordadas a través del tiempo, «las visiones de tus amoríos» («Cuando despierten») las que se comprenden en el proceso de escritura del poema; son «deseos y sensaciones / [lo que] entregué a mi arte / —rostros o trazos / apenas entrevistos» («Entregué a mi arte»). Es lo que repiten poemas como «Grises», como «Artífice de crateras», entre otros; es lo que, con maestría absoluta, plasmará uno de los poemas cavafianos más memorables: «Su origen».

El ansia de su ilícito placer

se ha saciado. Del colchón se han levantado

y aprisa se visten sin hablar.

Por separado salen, a escondidas, de la casa

y por la calle van inquietos, parece

como si sospecharan que algo en ellos les traiciona

por la clase de lecho en que hace poco cayeron.

Cómo se ha enriquecido, en cambio, la vida del poeta.

Mañana, pasado o años más tarde se escribirán

los versos vigorosos que aquí tuvieron su origen.

La experiencia placentera; su evocación a través del tiempo por la memoria sensorial («Guárdalos, tú memoria, como eran», escribe en «Grises»; «Te imploré, memoria», leemos en «Artífice de crateras»); la comprensión de su sentido profundo en su realización estética en el poema: esos son, sin duda, los tres estratos en la composición de estos poemas. Para ello, no solo hace falta, como señalaron Seferis y Bowra, el desarrollo de una «sensibilidad unificada», como la que T. S. Eliot apuntó en los poetas metafísicos ingleses y que vinculaba estéticamente a estos con los simbolistas franceses, en la que las experiencias son percibidas simultáneamente como sensibles e intelectuales, en la que no existe diferencia entre la experiencia de vida y la experiencia intelectual, porque los pensamientos son percibidos como experiencias que transforman la sensibilidad («con la intensidad del pensamiento [...] / creamos un placer que parece casi real», escribirá en «Media hora»); no solo hace falta un tipo de sensibilidad así, sino también una aguda percepción del tiempo como unidad, que permite evocar las experiencias sensibles a través de la memoria y dotarlas de un preciso contorno intelectual por el que estas se tornan significativas, simbólicas. «Yo soy poeta de vejez —declarará Cavafis en 1929—. Los acontecimientos vivos no me inspiran inmediatamente. Es preciso primero que pase el tiempo. Después los evoco y me inspiro». Es necesario, por lo tanto, que la sensación percibida, la impresión, se altere a través del tiempo, envejezca, para que así se produzca esa aprehensión sensual del pensamiento, para que esa sensación vivida adquiera el contorno intelectual que, a través de la creación estética, lo dote de sentido. El tiempo se convierte, así, en un elemento central en la construcción poética, que revela de este modo una profunda dimensión elegíaca.

Esa dimensión elegíaca que adquieren estos poemas, ese modo de conocimiento sensorial que reivindican, revierte la poesía cavafiana a la raíz del bizantinismo en que se inscribe. En ella, el conocimiento acontece como una intelección sensible, en que se funden el racionalismo del modelo clásico con la sensualidad y el misticismo materialista oriental. Por otro lado, en la poesía del alejandrino, la dimensión elegíaca, el paso del tiempo, no es percibida en absoluto como pérdida, sino como ganancia, puesto que el helenismo en el que se inscribe Cavafis es aquel que, como escribe en «Demetrio Soter (162-150 a. C.)», «incluso en su fracaso, / muestra al mundo su propia bravura indomable». El tiempo no deshace la experiencia, sino que la dota de sentido; de igual modo, la supuesta derrota de Bizancio era su manera de permanecer en la Historia y de influir a través de las épocas. La lección que la cultura bizantina le aportaba a su experiencia personal era evidente: la aparente derrota se transforma en victoria gracias a la permanencia de su recuerdo en el tiempo; el tiempo, la memoria, transforma las pérdidas en ganancias, el olvido en permanencia. Sus poemas, así, celebran la vida desde la nostalgia; cantan la juventud desde la vejez; construyen toda una moral del placer, un sentimiento ético extraído de la entrega.

Enfermo de cáncer de laringe desde junio de 1932, Cavafis, el poeta de Alejandría que había enriquecido la tradición bizantina con su obra, fallecía la madrugada del mismo día en que cumplía setenta años, el 29 de abril de 1933. Quienes lo acompañaron en sus últimos meses de vida recuerdan cómo lloró al poner sus objetos personales para ir al hospital donde sabía que la muerte le esperaba, en una maleta que había comprado treinta años atrás para irse a El Cairo en busca de placer. «Como dispuesto desde hace tiempo, como un valiente», había escrito más de veinte años atrás en «El dios abandona a Antonio».

Bibliografía

C. M. Bowra (1974), Kavafis: Una biografía crítica, Barcelona, Paidós, 2004; Luis Rodríguez de Cañigal, Constantino Cavafis, Madrid-Gijón, Júcar, 1981; José Ribas Sanpons, Kavafis, Barcelona, Barcanova, 1982; Joseph Brodsky, Less Than One. Selected Essays, Harmondsworth, Penguin, 1987; Charles Robinson, C. P. Cavafy, Bristol, Bristol Classical Press, 1988; Ramón Irigoyen, Ocho poetas griegos del siglo XX, Madrid, Mondadori, 1989; Yorgos Seferis, Diálogo sobre la poesía y otros ensayos, Madrid-Gijón, Júcar, 1989; Luis Antonio de Villena, Carne y tiempo. Lecturas e inquisiciones sobre C. Kavafis, Barcelona, Planeta, 1995; Miguel Castillo Didier, Alejandría y Kavafis: Ensayo de crónica de una ciudad y su poeta, Santiago de Chile, Universidad de Chile, 2007; página web oficial: <http://www.cavafy.com/>.

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