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RAYMOND CARVER

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DOMINGO RÓDENAS DE MOYA

Adoro el salto repentino de un buen cuento, la excitación que empieza a menudo en la primera frase, el sentido de belleza y misterio [y] que el cuento puede ser escrito y leído en una sentada.

(«Like poems!» [‘¡Como poemas!’],

en Where I’m Calling From

[‘Desde donde llamo’], 1988)

La radical austeridad de medios expresivos y el impiadoso objetivismo en la representación de vidas triviales y desesperanzadas fueron dos de las marcas visibles de Raymond Carver (Clatskanie, Oregon, 1938-Port Angeles, Washington, 1988), el narrador breve más influyente del último tercio del siglo XX. En sus contundentes relatos culmina el minimalismo estético de los años sesenta, la concisión estilística de los cuentos de Hemingway en la línea que va de O. Henry a Salinger y Cheever y la mirada desoladora de Faulkner sobre la ruina y el fracaso servida con impersonal distanciamiento, pero antes que todos esos autores está el magisterio de Chéjov. Siempre juzgó que era el más grande escritor de cuentos de la historia y de él aprendió las leyes de su poética: objetividad y sencillez de estilo, rechazo de las digresiones, verdad realista en la descripción de personajes, atmósferas y acciones, elusión de los clichés, máxima brevedad y humanidad cordial ante los personajes. (Sobre esto último habré de volver más adelante.) Y junto a esos principios, la revelación moral abrupta tan propia de Chéjov, esas epifanías negativas mediante las que todo se vuelve súbitamente claro de las que Carver habló en el ensayo «On Writing» (‘Sobre la escritura’) en el volumen misceláneo Fires (‘Fuegos’, 1983).

Cuando publicó Carver su primer libro, ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? (1976) aún no se había acuñado la etiqueta «realismo sucio» (dirty realism), pero aquella colección de cuentos iba a convertirse en el mascarón de proa de esa corriente y Carver, en el principal representante por encima de Tobias Wolff, Richard Ford o Jayne Anne Phillips. Cuando en 1983 la muy influyente revista Granta de Bill Buford dedica un número monográfico al «Dirty Realism. New Writing from America», Carver será quien ilustre más nítidamente las características de esa forma de realismo urbano desencantado. Había publicado ya cuatro libros de cuentos y ese mismo año aparecería Catedral, su prestigio empezaba a ser tan grande como su modestia y casi tanto como sus problemas con el alcohol, que había superado gracias a su segunda esposa, la escritora Tess Gallagher. Mal podía sospechar que un cáncer le quitaría la vida solo cinco años después.

De su padre, empleado en un aserradero, y su madre, camarera, heredó la inclinación a ahogar la frustración en alcohol y el deseo temprano de llevar una vida distinta. Se casó a los dieciocho años; ella, Maryann Burk, tenía dieciséis y estaba embarazada, y en un par de años ya eran padres de dos niños, lo que les obligó a salir adelante con empleos y mudanzas diversos (bibliotecario, celador nocturno en un hospital...). Las circunstancias familiares no les impidieron trasladarse a Iowa, en cuyo Chico State College se graduó Carver y donde conoció al que fue su mentor literario, John Gardner, quien le enseñó a despojar sus textos de palabrería innecesaria: utiliza quince palabras en lugar de veinticinco, le aconsejó. Nuevo traslado a California, donde prosiguió su formación en el Humboldt State College. Eran los años sesenta y Carver consigue publicar sus primicias narrativas y sus poemas en diversas revistas hasta que en 1968 sale su primer libro, el poemario Near Klamath (‘Cerca de Klamath’, 1968), aunque el momento de gloria para él había sido la selección de un cuento para la llamada Foley Collection de 1967, la muy prestigiosa antología anual de los mejores relatos norteamericanos que editaba Martha Foley. Sin embargo se trataba de pequeñas compensaciones en alguien sin tiempo ni espacio para escribir, que tenía que meterse en su coche para garrapatear en un bloc unas líneas, y que atravesaba por una penosísima penuria económica. Fue entonces cuando Carver empezó a beber desaforadamente hasta alcoholizarse. Decía el escritor que pasó diez años infernales hasta que el 2 de junio de 1977 dejó de beber para siempre, pasando con ello de ser un bebedor a tiempo completo a ser un alcohólico «no practicante». Durante la travesía por el infierno se alejó de su familia y, en 1973, encontró un inesperado cómplice en otro gigante de la narrativa breve, John Cheever, con quien coincidió un semestre en el Taller de Escritura Creativa de la Universidad de Iowa. Meses después de abandonar el alcohol, sujeto a reuniones diarias de Alcohólicos Anónimos, conoció a la poeta Tess Gallagher, que sería su compañera e interlocutora el resto de su vida. Un año después, en 1979, se mudaron a Syracuse, a cuya universidad iban a incorporarse ambos, Tess como directora del Programa de Escritura Creativa y Carver como profesor de literatura. Se inició entonces el período más fructífero de su carrera, coincidente con el creciente prestigio internacional de su obra, que atesoraba ya tres premios O. Henry («¿Qué es lo que quieres?» en 1972, «Póngase usted en mi lugar» en 1974 y «¿Es usted médico?» en 1975), a los que se añadirían tres más en el futuro: «El baño» (1983), «Tres rosas amarillas» (1988) y «Leña» (póstumo en 1999). La notoriedad de la pareja atrajo a su domicilio de Syracuse a tantos curiosos, periodistas, doctorandos y jóvenes aspirantes a escritor que muchos días tuvieron que colgar en la puerta un rótulo que decía «Nada de visitas».

La obra de Carver no es muy extensa y, en su mayor parte, ve la luz en un período de solo doce años, entre 1976 y 1988. La forman esencialmente cuatro libros: el citado ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, De qué hablamos cuando hablamos de amor (1981), Catedral (1983) y Where I’m calling from (‘Desde donde llamo’, 1988), a los que podrían añadirse los nuevos relatos insertos en Elephant and other stories (‘El elefante y otros relatos’, 1988). Los dos primeros acumulan los relatos que consagraron a Carver como un escritor lacónico e implacable con sus criaturas, seco y despiadado, reacio a la palabrería innecesaria y tan alérgico al sentimentalismo como a la retórica. Un escritor que contempla impasible la tristeza cotidiana de gentes de clase media baja que arden en una desesperación discreta, que asisten a la consunción de sus sueños en una hoguera fría y se comportan como lo que son, seres que se desmoronan desde dentro y cuya fractura interna hay que inferir de sus palabras y gestos. Carver concentra el significado de la vida de sus personajes en una escena falsamente banal y la describe con escrúpulo notarial y el máximo grado de asepsia, concediéndoles la palabra para que se expresen, o lo intenten, y con ello revelen la tupida malla de raíces que ha tejido la neurosis en el subsuelo de los hombres y mujeres contemporáneos.

Los cuentos de ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, en su mayor parte, fueron escritos entre 1970 y 1971, mientras Carver, en paro tras ser despedido de la editorial de libros de texto en la que trabajaba en Palo Alto, disponía por primera vez de tiempo libre. El que daba título al libro databa de 1967 (fue el incluido por Foley en Best American Short Stories [‘Los mejores relatos cortos estadounidenses’], 1967) y dos de ellos habían obtenido el Premio O. Henry: «¿Es usted médico?» aborda a través de una llamada telefónica equivocada la acuciante necesidad de comunicación en la sociedad actual, y «Póngase usted en mi lugar». En el centro de muchas de estas historias se encuentra un amor menesteroso y averiado, tan añorado como imposible de apresar o reparar, que en forma de carencia o frustración envenena la vida de vendedores y camareras, de oficinistas y obreros. El cuento que sirve de título al conjunto hurga en la enfermiza insistencia de un esposo que se obstina en arrancar a su esposa la confesión de una ocasional infidelidad dos años atrás. Llama la atención el cuidado con que Carver elabora unos diálogos en los que el equilibrio entre lo sólito y lo intenso alcanzan su perfección, donde una charla trivial logra transmitir el terremoto que se anuncia con un ligero temblor. Diálogos que reflejan a la vez la tosquedad expresiva de las criaturas, su lucha por dar forma comunicable a los sentimientos que los enervan o corroen. Esta inocuidad aparente de los diálogos es la misma de los argumentos, rara vez basados en acontecimientos excepcionales. Mediante el enfoque en primer plano de la previsible rutina cotidiana, Carver sugiere las tensiones que se esconden, la crispación contenida, el lecho de ansiedades en que aquella se asienta. En «Gordo», a través de un cliente con obesidad morbosa, se atisba la conmovedora e infundada esperanza de una camarera de que el futuro le depare una vida más risueña.

En los diecisiete cuentos de De qué hablamos cuando hablamos de amor (1981) se prolonga la representación escueta de la desesperación cotidiana que justifica que Carver haya sido considerado un «héroe de la percepción». Algunos de sus relatos más desolados se citan en este libro. Entre 1977 y 1981, habiendo superado una adicción alcohólica que le puso al borde de la muerte y tras la ruptura con su esposa, Carver escribió diversos cuentos sobre ambas experiencias, por ejemplo «¿Por qué no bailáis?» y «El señor Café y el señor Arreglos», que recogió aquí. Pero el alcohol y los desencuentros amorosos figuraban ya antes y así seguiría siendo entre sus temas habituales. Su labor de purga de estos textos fue drástica y no es extraño que afirmara haberlos reducido no ya hasta el hueso sino hasta el mismo tuétano. El minimalismo (término que disgustaba a Carver) alcanza su más alta manifestación: los mínimos elementos para narrar la máxima desesperanza. Chéjov y Hemingway le habían proporcionado la clave de esa estética purgativa: brevedad y elipsis, pero su exacerbación procedía de una fuente distinta y muy cercana a Carver, su editor de Esquire Gordon Lish.

La responsabilidad de Lish en el estilo escueto de Carver y en los finales abruptos fue muy superior a lo que los vagos rumores hacían suponer. Lish no se limitó a aconsejar tal o cual rectificación o cambio en los desenlaces, sino que llegó a reducir a la mitad la extensión de muchos cuentos y reescribió él mismo el final de diez de los trece cuentos de ese libro. No sabemos en qué medida la intromisión del editor fue convalidada de buen grado por Carver. Lo cierto es que el escritor rompió con su editor y los cuentos de Catedral ya no fueron expurgados por Lish. Esta asombrosa reescritura de Lish fue destapada en 1998 por un artículo en el magazine de The New York Times donde se ponía en evidencia cómo el editor trataba de suprimir las relaciones causales en la narración y buscaba un grado mayor de abstracción. El escritor italiano Alessandro Baricco, devoto carveriano, quiso verificar por sí mismo la noticia viajando hasta la Universidad de Indiana, a la que Gordon Lish había vendido todos los originales y cartas de Carver. Y allí comprobó que era cierto. Dos relatos de una dureza diamantina, «Diles a las mujeres que nos vamos» y «Una cosa más» debían toda su gélida contundencia a la injerencia de Lish. Del primer cuento, Lish había descartado las últimas seis cuartillas en las que el atroz crimen de Jerry no constituía una explosión de brutal vesania en una personalidad normal sino la consecuencia previsible de la conducta de un psicópata. Del segundo, en el que una pareja discute violentamente ante su hija y él decide abandonar el hogar, Lish eliminó el diálogo final en el que, de pie y con la maleta, L. D. le dice a su mujer, inopinadamente, que la ama pase lo que pase y solo obtiene una acusatoria mirada terrible y profunda. Baricco descubrió, pues, algo asombroso: que la redacción original de Carver no era menos extraordinaria que la manipulada por Lish, en parte debido a algo parecido a la compasión ante las vidas fracturadas de los personajes. Una compasión que —esto no lo observa Baricco— no es sino otra enseñanza de Chéjov y que inocula en las historias un poder de perturbación mayor, como si el residuo de humanidad que pervive bajo el mal o el horror estuviera «custodiado por el dolor de los verdugos». Dice Baricco: «Yo conocía al Carver que sabía describir el mal como cáncer cristalizado sobre la superficie de la normalidad. Pero en el original era distinto. Era un escritor que buscaba desesperadamente hallar el revés humano del mal, demostrar que el mal es inevitable; dentro de él hay un sufrimiento y un dolor que son el refugio de lo humano —el rescate de lo humano en el paisaje glacial de la vida».

Este «rescate de lo humano» aflorará de una manera evidente tras su ruptura con Lish y, muy acusadamente, en los cuentos escritos en los años ochenta.

El mismo año de su muerte, Carver publicó Where I’m calling from, una antología que incluía un conjunto de new stories entre las que están sus últimos relatos magistrales: «El elefante», «Cajas» y «Tres rosas amarillas» (el título original era «Errand»). No los consideró él como piezas culminantes sino como meros trayectos hacia una escritura narrativa que debía aunar la gravedad ante los destinos humanos con la verdad a que aspiraba Tostói, una forma de realismo moral sobrio y arraigado en la vida social de la gente que trabaja y sufre. Con todo, sabía que el libro reunía algunos de sus mejores cuentos. En estas narraciones se vislumbra un tratamiento distinto de la misma materia de sus libros anteriores, la derrota sigue en el centro de su universo, pero una pátina de estoicismo ha rebajado su filo y aligerado su peso. El nuevo enfoque comprende el manejo de ingredientes humorísticos y la homeopática dosificación de sentimientos que antes parecían proscritos. Humor y emociones que, juntos o por separado, buscan subrayar el lado eterno, divino, de las pequeñas cosas, la posibilidad de que la gloria o la hermosura o la bondad echen raíces momentáneas en el instante de un modo inexplicable, misterioso, por obra de la gracia.

Es imposible no leer «El elefante» sin sonreír a pesar de que no sea la comicidad la intención última. El narrador está ahogado por las cargas económicas: debe mantener a su madre, pagar la pensión a su exmujer, sustentar a su hija y al parásito que vive con ella, sufragar los estudios universitarios de su hijo que, mira por dónde, despotrica del materialismo y se lamenta de no poder hacer carrera de traficante de cocaína al descubrir que es alérgico (lo que le impediría probarla) y encima su hermano Billy, un perdedor irredimible, le pide un préstamo de quinientos dólares, seguido de otro, tiempo después, de mil dólares. Pero hacer frente a esta inmensa hipoteca familiar que le obliga a ciertas privaciones le hace plantearse una huida a Australia. Dos sueños en la misma noche cambian las cosas: en uno su padre lo lleva montado a hombros («Te tengo bien sujeto. No vas a caerte», le dice) y él se siente seguro y feliz, como sobre un elefante; en el otro sigue casado con su exmujer, todo es bienestar hasta que alguien le ofrece un whisky y todo se viene abajo. Por la mañana se siente contento de que lo peor (la recaída en el alcohol, la enfermedad) no haya sido más que una pesadilla y, sin tener que expresarlo, experimenta que, al igual que su padre, él también sostiene y eleva y conduce, como un elefante, a la gente que quiere.

En «Tres rosas amarillas» no hay humor sino una exquisita delicadeza en la narración de las últimas horas de vida de Chéjov, en quien no es erróneo ver una proyección sublimada del propio Carver. La tuberculosis del escritor ha corroído ya sus pulmones, ha sufrido una hospitalización, durante la que lo visita Tolstói, y ahora, en compañía de su esposa Olga Knipper, ha viajado hasta el balneario de Badenweiler en la Selva Negra. Ese será el escenario de su agonía. Sereno, aliviando con mentiras la angustia de su familia, Chéjov sabe que se muere y espera. Hasta que la noche del 2 de julio de 1904 empieza a delirar. Olga llama al doctor Schwöhrer, que comprueba que apenas le quedan unos minutos de vida y conoce la grandeza del escritor, por lo que pide una botella de champán y tres copas. Olga, el doctor y un Chéjov lúcido y agradecido beben sin brindar («¿En honor de qué diablos iban a brindar? ¿De la muerte», se pregunta el narrador). Luego expira. Olga lo acompaña toda la noche y por la mañana aparece el joven camarero con tres rosas amarillas, ignorante de quién pueda ser Chéjov y de que ha fallecido. No entiende el ruego de Olga de que avise con recato a una funeraria y mientras ella habla y habla y él sujeta el jarrón con las rosas, observa con incomodidad el tapón de corcho en el suelo, junto a su zapato, hasta que se agacha y lo recoge encerrándolo en su mano. ¿Sugería Carver que la excepcionalidad de Chéjov iba a ser disuelta en la ignorancia de la masa ignorante, que el genio está condenado a hundirse en el olvido de la mayoría? El relato es de una belleza inolvidable, sutil y vital, y aborda el tránsito de la vida a la muerte con misterioso aplomo. Lejos de las vertiginosas elipsis de sus primeros cuentos, Carver opta aquí por la sugerencia y un suave simbolismo.

Resulta impresionante pensar que poco después de escribir «Tres rosas amarillas» Carver descubrió que estaba enfermo de cáncer y solo seis meses más tarde, en mayo de 1988, supo que la lucha estaba perdida. Las pocas semanas hasta el 2 de agosto en que murió fueron, en palabras de Tess Gallagher, «como si de pronto hubiéramos descubierto que podíamos volar cabeza abajo». Cada instante adquirió una trascendencia incalculable, como si la certidumbre de la muerte próxima produjera la materialización de la felicidad potencial que encierra la vida, algo sobre lo que él mismo había escrito algunos de sus últimos relatos. Desapareció en el ápice de su esplendor, cuando la escritura se le ofrecía como un hospitalario recinto donde merodear lo enigmático de la existencia. Su amigo Richard Ford aseguró tras su muerte: «Ray era un hombre que creía en la inviolabilidad de la gran literatura».

Carver también escribió poesía durante toda su vida, desde Near Klamath (1968) hasta Bajo una luz marina (1986) o el volumen póstumo Un sendero nuevo a la cascada (1989). Parte de su producción ensayística se rescató en el citado Fires (1983) y en el volumen póstumo Sin heroísmos, por favor (1991), ampliado en Si me necesitas, llámame (2000).

Bibliografía

Raymond Carver (1991), Sin heroísmos, por favor: prosa, poesía y crítica literaria, prólogo de Tess Gallagher, Madrid, Bartleby, 2005; Sam Halpert, Raymond Carver: An Oral Biography, Iowa City, University of Iowa Press, 1995; Adam Meyer, Raymond Carver, Nueva York, Twayne, 1995; Kirk Nesset, The Stories of Raymond Carver, Athens, Ohio University Press, 1995; Arthur F. Bethea, Technique and Sensibility in the Fiction and Poetry of Raymond Carver, Nueva York, Routledge, 2001; G. P. Lainsbury, The Carver Chronotope: Inside the Life-World of Raymond Carver’s Fiction, Nueva York, Routledge, 2004; Jesús Pieters, El silencio de lo real: sentido, comprensión e interpretación en la narrativa de Raymond Carver, Caracas, Monte Ávila, 2004; Carol Sklenicka, Raymond Carver. A writer’s life, Nueva York, Scribner, 2009; Ayala Amir, The visual poetics of Raymond Carver, Plymouth, Lexington Books, 2011.

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