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Procesos y actores políticos subnacionales

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En la literatura sobre los poderes políticos subnacionales ha prevalecido la visión de observar sus fortalezas evaluando sus relaciones con el sistema nacional o federal, es decir, por medio de las relaciones tejidas en un nivel vertical. Dichos análisis giran en torno a cómo han sido las relaciones entre niveles de gobierno antes y después de la instauración de sistemas políticos procedimentalmente democráticos como parte de la tercera ola democratizadora. Durante el periodo en el que América Latina vivía en su mayor parte bajo sistemas políticos autoritarios, el papel de los gobiernos subnacionales consistía en sostener el poder del ejecutivo nacional obedeciendo directrices generales y manteniendo el orden regional, para disponer de un margen de maniobra en sus territorios. Gibson (2006) señala que el cambio de régimen de gobierno a uno más democrático no ha presentado el mismo significado en todos los niveles de gobierno, pues al interior de las unidades nacionales y subnacionales hay más jerarquías del gobierno que pueden no ser democráticas. Por tanto, hay sistemas nacionalmente democráticos, pero con sistemas subnacionales autoritarios.

En el caso de México, hasta antes de que se debilitara el presidencialismo,[3] los gobernadores tenían el cometido de asegurar el orden público de sus territorios y evitar levantamientos locales que arriesgaran la construcción del nuevo Estado. Al mismo tiempo, mantenían un margen de autonomía al interior de sus estados siempre que cumplieran con los lineamientos generales de la federación. De manera que no se trataba de actores totalmente subordinados al presidente de la república, sino que actuaban como intermediarios entre los niveles de gobierno federal y local (Hernández, 2003).

Ocurrida la apertura democrática en el país y con la paulatina dilución de los poderes metaconstitucionales del presidente, el papel de los gobernadores se fue modificando, lo que les permitió tomar las riendas de los procesos locales con mayores libertades y recursos. Por un lado, la dilución citada propició que los gobernadores y presidentes municipales dejaran de depender políticamente de la federación y que se pudieran presentar candidatos para competir por los cargos a través de otros partidos políticos; conforme el presidente perdía sus poderes metaconstitucionales los gobernadores ganaban independencia y poder en su jurisdicción y a nivel nacional (Modoux, 2006). Por otro, debido a que la competitividad y alternancia en los gobiernos estatales y municipales precedió a la que ocurriría en el plano nacional, algunos gobernadores se presentaron como opositores reales al gobierno federal, empoderándose como actores locales.

El clásico estudio de Alonso Lujambio, El poder compartido (2000), muestra la inserción de nuevos actores políticos en gubernaturas, Congresos locales y presidencias municipales, pintando un panorama de apertura política opuesto al autoritarismo de décadas anteriores. Pero una vez descrita la diversidad, se abrió paso el estudio de las implicaciones para los partidos políticos, sistemas electorales y mecanismos de participación ciudadana locales. Para evaluar la calidad de las elecciones y las instituciones electorales, Monsiváis (2009) encuentra que si bien hay reformas que van engrosando las fuerzas de los institutos electorales, los límites a los partidos políticos y los mecanismos de participación ciudadana, las restricciones en cuanto a la rendición de cuentas dificultan la existencia de gobiernos no solo electoralmente democráticos, sino también representativos de los intereses sociales. Méndez (2003), por su parte, apunta que hay una relación positiva entre los cambios en las reglas electorales locales y el aumento de la competencia electoral entre los actores que señala uno de los procesos de democratización diferenciada entre los estados de la república mexicana. Y, finalmente, cuestionándose sobre las implicaciones de estos cambios en las instituciones de poder, Beer (2003) y López (2007) sostienen que las implicaciones del aumento de la competitividad y las reglas electorales han modificado las dinámicas legislativas en los Congresos estatales en México.

Ciertamente, los niveles de competitividad en los Congresos estatales han sufrido modificaciones sustanciales que fueron debilitando el poder legislativo de los gobernadores, es decir, las posibilidades de influir en el Congreso a través de la mayoría de la bancada de su partido político. Mientras a finales de los noventa los Congresos estatales tenían en promedio un margen de victoria de 14% de los votos, para los últimos años de la primera década del siglo xxi el promedio del margen de victoria de los estados disminuyó casi a la mitad ubicándose en 8.9% de los votos. En las elecciones de gobernador, los márgenes de victoria en promedio están alrededor de 12% (más altos que en elecciones legislativas), por lo que no importando de qué partido se trate, hay más competencia en las elecciones del legislativo que en las del ejecutivo (Loza y Méndez, 2012).

Con estos cambios en el plano local y por la debilidad creciente del ejecutivo federal, los gobernadores dejaron de estar subordinados en la misma medida al presidente de la república, para convertirse en actores políticos más influyentes en las dinámicas políticas subnacionales y nacionales. Por si ello fuera poco, el proceso de descentralización iniciado en la década de los ochenta a raíz de la crisis económica y política, que obligó a desconcentrar facultades y acciones del ejecutivo federal en los gobernadores a fin de evitar crisis mayores, los facultó para ejercer responsabilidades nuevas. Durante el sexenio de Miguel de la Madrid (1982-1988) se descentralizó la educación a través de acuerdos entre la federación y los estados para que estos se hicieran cargo de los servicios educativos y garantizaran un derecho constitucional para todos los mexicanos. Por este medio se transfirieron decisiones como la construcción de escuelas, las capacitaciones de maestros y los principios rectores de la educación básica (Falleti, 2010) y pronto comenzaron a establecerse centros educativos dependientes de los gobiernos estatales. Este proceso se acompañó de la descentralización de servicios de salud e infraestructura que son manejados por los gobiernos estatales aunque con recursos federales.

Durante el mismo periodo se inició la descentralización política, que empoderó a los municipios con autonomía, facultades y obligaciones que antes no tenían y por las cuales se ha dispuesto la capacidad de cada estado para plantear sus políticas de desarrollo y encargarse de la gestión pública de manera más autónoma, aumentando las capacidades de generación de recursos propios, por ejemplo, a través de algunos recursos conferidos a los estados y municipios (Cabrero y Orihuela, 2002). Finalmente, el último de los procesos de descentralización, el fiscal, comenzó con la reforma a la ley de coordinación fiscal en 1995 que acrecentó las participaciones otorgadas a estados y municipios desde la federación (Falleti, 2010). Esta ulterior reforma ha tenido una incidencia enorme en opinión de algunos especialistas, pues engrosó las facultades y posibilidades de acción de los actores locales, pero grados similares de responsabilidad por el uso de los recursos (Hernández, 2006). A pesar de que las partidas que se distribuyen están etiquetadas por la federación, hay una tercera parte que no lo está y que decide el gobernador, lo que le permite un amplio margen de discreción en el uso de los recursos. E incluso las partidas etiquetadas también se pueden ejercer a discreción (Hernández, 2006). Esto concuerda con el aumento de los montos presupuestales estatales, que crecen exponencialmente, pero no obedecen a las necesidades de la población. Mientras que en 1996 se ejercían en promedio cuatro mil millones de pesos por estado, en 2010 esta cifra se elevó a más de 28 mil millones de pesos (Loza y Méndez, 2012).

Existe un debate acerca de los alcances de esta distribución del poder, pues se ha observado que en pocos casos se ha transferido el poder y la toma de decisiones. De ambos lados de la ecuación aparecen diversos obstáculos que van desde la resistencia del gobierno central, hasta las incapacidades de las instituciones subnacionales para tomar las decisiones. Lo cierto es que estos movimientos centrífugos implican una redistribución del poder vertical (Cabrero, 1998).

En general tales procesos de descentralización colocan a los gobernadores en una posición mucho más activa que en la época de los gobiernos del Partido Revolucionario Institucional (pri), de manera que pueden incluso influir y mostrar sus preferencias en el Congreso de la Unión vía sus diputados y senadores (Olmeda, 2009), y pueden oponerse y asociarse para hacer frente al gobierno federal. En 2002 varios gobernadores fundaron la Confederación Nacional de Gobernadores (Conago), una organización de ejecutivos subnacionales primero conformada con priistas y perredistas porque eran la oposición del gobierno federal de la alternancia, pero que actualmente incluye a los panistas, con lo que ya es un claro frente orientado hacia el gobierno federal con el principal objetivo de conciliar, negociar y dialogar, dado que ya no hay solo lazos de subordinación, sino la posibilidad de hacer valer sus preferencias locales y regionales. Por ello, una de las tareas más importantes de la Conago ha sido ampliar los procesos descentralizadores para adquirir mayores recursos y autonomía (Preciado, 2005).

Ante este panorama parece no haber duda de que los gobernadores han adquirido facultades y poder que antes monopolizaba la federación, sin que ello signifique tener claros los beneficios o perjuicios para la ciudadanía, los estados y la federación. Arturo Alvarado señalaba en 1996 que las facultades de los ejecutivos estatales eran muy amplias y los empoderaban hasta el punto de representar un peligro que podía eliminar el objetivo de la separación de poderes en los estados que es un poder equilibrado (Alvarado, 1996). Para Rogelio Hernández el riesgo es haber transferido tantos recursos y facultades sin instaurar controles por parte de la federación, pues se vuelve inminente el peligro de llegar a sistemas muy parecidos al cacicazgo, en los que los ejecutivos hagan lo que mejor les parezca sin tener responsabilidades de los resultados a largo y mediano plazo, una responsabilidad que se delega a los siguientes gobernadores y al gobierno federal (Hernández, 2008). Para otros autores, los resultados dependerán de cómo se vayan adaptando los cambios en cada contexto subnacional y cuánto esté dispuesta a hacer la federación (Cabrero, 1998).

Si bien esta literatura muestra los cambios en la relación entre el nivel nacional y subnacional en sistemas federales, se han explorado mucho menos las relaciones de tipo horizontal al interior de los sistemas subnacionales, en donde se encuentran las tres ramas de gobierno de la misma manera que a nivel federal. En su lugar, la tendencia es pensar que los estados son “enclaves autoritarios” en los que los mecanismos democratizadores no se han activado ni por los cambios políticos ocurridos a nivel nacional, ni por los ocurridos en cada estado. En esta investigación se incursiona en la exploración del conocimiento de lo subnacional tomando en cuenta las dinámicas propias de este nivel de gobierno y no las que provienen de las relaciones con el sistema federal, es decir, se atienden las relaciones horizontales de poder en los estados mexicanos. Se parte del reconocimiento de que los cambios democratizadores a nivel nacional no han impactado por igual a nivel subnacional, y que por lo tanto es útil preguntarse si existen condiciones locales que fortalecen o debilitan el poder de los ejecutivos estatales. Por ello la primera tarea es identificar el grado de influencia de los ejecutivos subnacionales en su contexto político local, lo cual se desarrolla en el siguiente apartado.

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