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La cocina de la huelga
ОглавлениеUna miss en estofado.
En vez del par de huevos de todos los días, la criada me ha subido esta mañana al cuarto dos tomates con jamón. Yo no estoy acostumbrado a estas fantasías culinarias, y le pregunto a la muchacha si es día de fiesta. No es día de fiesta, sino día de huelga. Me desayuno, me visto y bajo al salón cantando.
Tomate, niño, tomate:
cómprame unos tomatitos…
—Está usted muy contento —me dicen—. ¿Es que no ha visto usted los periódicos? La huelga se extiende…
—¡Bendita sea! —exclamo—. Los huelguistas modificarán un poco la vida de Londres. Por de pronto, la cocina de casa comienza a reformarse. Es posible que mañana no haya rosbif. ¡Viva la huelga!
—¿Y el día en que no tengamos nada que comer?
—Ese día nos comeremos los unos a los otros —digo por salir del paso.
Sin embargo, esta perspectiva no me entusiasma. Las inglesas son flacas, poco apetitosas. Habrá que echarles una barbaridad de mostaza. Prefiero los ingleses: estos ingleses encarnados que parece que ya están cocidos. Yo creo que están cocidos en realidad. El ejercicio puede colorear las mejillas, pero no la frente ni la calva. Estos colores son los colores de la cocción. Los ingleses se cuecen a fuego lento en el baño de todos los días.
—¿Y si le toca a usted la bola negra —me pregunta una señorita—, nosotros nos le comemos a usted?
—En ese caso, les deseo a ustedes un buen apetito. La cocina española no está tan mal que digamos. Modestia a un lado, yo me considero bastante apetecible. Soy tierno todavía, y tengo bocados muy recomendables.
—¡Quién le diría a usted que iba a ser devorado por las inglesas!
—La verdad, yo no me lo esperaba. Las inglesas saben comer con una gran delicadeza, lo cual me agrada; pero parece que nunca tienen apetito, y esto me humilla. Algunas inglesas poseen una garganta admirable, y a mí me gustaría mucho pasar por allí; pero me mortifica mucho el pensar que esas gargantas son insensibles. Las inglesas carecen de paladar y no saben hacer los honores de un plato delicado. Están acostumbradas a las comidas frías y no tienen la menor idea de la cocina española. Comen por necesidad y no por placer.
Hay una vieja muy peripuesta que me dirige una mirada gourmande:
—¿Cuál es —me pregunta— el mejor plato de la cocina española?
—Señora: la recomiendo a usted los callos. La conversación sigue por este camino.
—¿Y si me toca a mí dejarme guisar? —dice desde un rincón otra miss. Es el mejor bocado de la casa.
—¿Qué? ¿Protestaría usted?
—Yo, no, si no se había hecho trampa; pero gritaría mucho.
—Eso no sería extraño.
—¿Y cómo me preferirían ustedes?
—Yo, a la mode —dice un inglés que es un poco snob.
—Yo, al natural —dice otro inglés.
—¿Y usted? —me pregunta ella a mí.
—¿Yo? Yo soy un gourmet sentimental. Yo le pondría a usted mucha cebolla. La cebolla enternece las comidas hasta el punto de que los comensales muy sensibles no pueden contener las lágrimas. Los italianos, que son gentes blandas de corazón, usan la cebolla en todos sus guisos. Usted estaría muy bien con cebolla, señorita.
—¿Y de beber? ¿Me comería usted con cerveza?
—¡Oh, no! Con un vino romántico.
El auditorio sonríe. Sin embargo, llegado el caso de no tener alimentos, yo estoy perfectamente convencido de que en esta casa inglesa nos comeríamos los unos a los otros.