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El teléfono

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El teléfono es nuestro tirano. Es un tirano arbitrario, irritable y neurasténico que nos llama con su voz gangosa en los momentos más solemnes de nuestra vida. Ha acabado uno de almorzar y se ha sentido invadido por un dulce sopor; ha subido a su cuarto, se ha aligerado de ropa y se ha echado sobre la cama; sus párpados se han entornado, su imaginación se ha perdido en un camino ideal. Inmediatamente se oye llamar a la puerta:

—Baje usted en seguida —dice la criada—; le llaman a usted por teléfono…

Ha cogido uno las manos de una señorita que le trae a uno loco. El momento es solemne, y si lo deja uno pasar, todo estará perdido. —Señorita —dice uno. Y a media declaración, la criada se presenta jadeante: —El teléfono. Vaya usted corriendo.

Hace mucho calor. Se mete uno en el cuarto de baño, gradúa la temperatura del agua, se desnuda… Ya está. Avanza uno un pie, luego el otro, y en este mismo instante la criada que golpea a la puerta: —El teléfono, señorito… Baje usted… En el acto…

¿Y cuando es uno mismo el que necesita hablar con un señor? Ha salido al aparato una persona cualquiera de la casa y le ha dicho a uno:

—¿Don Fulano? Ahora mismo estaba aquí. Aguarde usted dos minutos.

Don Fulano mientras tanto ha salido a la calle, ha comprado un periódico y se ha detenido a leerlo en una esquina. Uno vuelve a sonar: rin, rin… Don Fulano dobla su periódico y sigue andando por la calle. Tropieza con un amigo.

—¡Hola!

—¡Hola!

—¿Ha leído usted los telegramas de hoy?

Otra vuelta a la manivela. Rin… Rin, rin. Rin…

Don Fulano se despide lentamente de su amigo. Entra en un establecimiento. Pide un aperitivo.

—¿Terminó usted ya? —le pregunta a uno la telefonista.

Don Fulano paladea su aperitivo a pequeños sorbos, porque es un hombre epicúreo. Echa un párrafo con el camarero.

—¿Don Fulano? —grita uno, cargado de electricidad telefónica.

Don Fulano paga y se dirige a su casa poco a poco, gozando del espectáculo de la calle. Cuando llega le dicen que un señor le aguarda al teléfono. Don Fulano coge el auricular.

—¿Con quién hablo?

Con nadie; uno ha tenido un ataque de locura violenta y ha comenzado a golpes con el teléfono. Para sacarle de allí ha sido preciso ponerle una camisa de fuerza.

Abdul-Hamid, el ex sultán de Turquía, se había opuesto siempre a la instalación del teléfono en Constantinopla, porque temía que los revolucionarios lo utilizasen para conspirar contra él. Yo no creo gran cosa en la utilidad revolucionaria del teléfono; pero sí opino que el teléfono exacerba a los ciudadanos, que les hace irritables y violentos, y que en un país donde exista una red telefónica su Sultán no puede estar completamente tranquilo.

Ahora un sabio inglés anuncia que ha descubierto el aerófono, o sea el teléfono sin hilos. Ya no habrá cruces. Ya nunca le pedirán a uno por teléfono una remesa de camisas, ni le darán una cita amorosa, ni le revelarán un secreto de Estado. El teléfono sin hilos. ¿Qué van a hacer los saboteurs y los vaudevillistas?

Va a desaparecer la parte pintoresca del teléfono; pero no su odiosa, su implacable, su arbitraria tiranía.

Julio Camba: Obras 1916-1923

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