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Hay que hacer números

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Me voy a poner serio.

Muchas veces, desde que ando por el mundo, he sentido deseos de coger la pluma y enviar a España mi dimisión de humorista. España está actualmente como estaba la casa de cierto amigo mío un día en que se le había muerto su madre, y él no tenía dinero para enterrarla. Yo había ido a verle en compañía de otro amigo, hombre muy espiritual, que nunca despegaba los labios como no fuese para decir una frase de ingenio. En aquellas circunstancias trágicas, el amigo ingenioso estuvo a la altura de siempre. Se puso a hacer chistes, y él creía que de ese modo iba a distraer un tanto la tristeza que reinaba en la casa. El resultado fue contradictorio. La tristeza del pobre chico, a quien se le había muerto su madre, aumentaba visiblemente, y yo mismo comenzaba a sentir una sorda irritación contra aquel ingenio tan inoportuno.

—¿Cómo es posible —me decía yo— que un hombre inteligente se ponga a decir cosas espirituales en este momento? Hay circunstancias en las que sólo un estúpido terrible puede ser ingenioso.

Poco después llegó otro amigo, y a aquel sí que no se le podía acusar de ser espiritual. Para divertir al afligido muchacho comenzó a decirle que la vida es muy triste y que no existía en el mundo desgracia mayor que la de perder una madre. Yo estoy completamente seguro de que estas reflexiones no eran nada alegres. Sin embargo, el muchacho se consolaba escuchándolas.

Pues yo creo que, actualmente, para hacer humorismos en España, para decir cosas llenas de gracia y de ingenio, se necesita ser completamente idiota. La juventud española está hoy en el caso de esos muchachos que, por una serie de circunstancias, tienen que hacerse cargo de una casa destartalada y ponerla a flote. Hay que renunciar a toda clase de diversiones, sacrificar la juventud y trabajar en firme. Para los jóvenes intelectuales españoles, esta perspectiva no es muy halagüeña. La mayoría preferiría hacer cuentos gallegos o versos eróticos, comedias mundanas o cultivar cualquier otro género de pura literatura. ¡Qué le vamos a hacer! Hay que renunciar a todo eso y meterse a trabajar como comerciantes en los negocios de la casa. Tenemos que preocupamos de la agricultura y de la política, estudiar los precios de los cereales, hacer números… Las circunstancias lo exigen así, y toda protesta será inútil. El que se ponga ahora a hacer arte puro en España perderá su tiempo y su talento.

Por mi parte, ya he dicho que muchas veces me siento inclinado a enviarles a ustedes mi dimisión de humorista.

—Voy a ponerme serio, muy serio —me digo en esos momentos—. Voy a coger un libro muy grande, voy a encender una vela y me voy a pasar toda la noche estudiando. A la noche siguiente haré lo mismo, y seguiré así durante meses y años.

Perderé la vista, me compraré unos anteojos y continuaré estudiando. Estudiaré unas ciencias muy áridas, que me harán enfermar del estómago y agriarán mi carácter. Entonces escribiré unos artículos violentos, que es lo que hace falta escribir en España, y atiborrados de números.

Es muy triste verse obligado a hacer esto. El que más y el que menos de todos nosotros había soñado con el dulce ideal de no saber nunca nada de economía política. Que se encarguen de los negocios los políticos profesionales, y, mientras tanto, nosotros haríamos tranquilamente nuestros versos y nuestros cuentos. ¡Ay! Las cosas se han puesto de tal manera que nos es absolutamente preciso abandonar esas ilusiones. Dejemos el arte puro como una diversión para países más felices que el nuestro. Nosotros no tenemos tiempo disponible para divertimos.

Julio Camba: Obras 1916-1923

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