Читать книгу Nada que perder - Lee Child - Страница 10
Оглавление5
Reacher se quedó quieto y preguntó:
—¿Bajo qué cargos?
—Algo se me ocurrirá.
El policía se cambió el arma de mano y utilizó la derecha para coger las esposas del cinturón. Uno de los tres matones se acercó, se las cogió y fue hasta detrás de Reacher dando un rodeo.
—Ponga las manos a la espalda.
—¿Han jurado estos tres el cargo de ayudante?
—¿Y qué más le da eso?
—A mí me da lo mismo, pero a ellos sí debería importarles, porque como me pongan las manos encima sin razón alguna, les romperé los brazos.
—Todos han jurado el cargo. Incluido el que ha tumbado usted.
El policía volvió a coger la escopeta con ambas manos.
—Ha sido en defensa propia.
—Eso cuénteselo al juez.
El tipo que estaba detrás de Reacher le echó los brazos hacia atrás y le puso las esposas. El que había hablado en todo momento se acercó al coche patrulla, abrió la puerta de atrás y se quedó sujetándola, como un botones la de un taxi a la puerta del hotel.
—Entre en el coche.
Reacher no se movió. Valoró qué alternativas tenía. No tardó mucho en hacerlo: no tenía alternativas. Estaba esposado; tenía a un matón detrás, como a un metro; tenía un policía delante, a unos dos metros y medio; había otros dos matones por detrás del policía; y la escopeta antidisturbios parecía una Mossberg y, aunque no reconocía el modelo, respetaba la marca.
—Entre en el coche.
Reacher fue hacia el coche, rodeó la puerta y se agachó para entrar, cosa que hizo con el culo por delante. El asiento estaba tapizado con un vinilo duro y se deslizó con facilidad por su superficie. El suelo era de goma granulada. La pantalla de seguridad era de plástico a prueba de balas. El fondo del asiento era corto; incómodo, teniendo en cuenta que tenía las manos esposadas a la espalda. Apoyó un pie al lado derecho de la columna central y el otro al lado izquierdo. Daba por hecho que el viaje iba a ser accidentado.
El policía se sentó al volante. La suspensión cedió bajo su peso. Guardó la Mossberg en la funda. Cerró la puerta de golpe, puso la marcha y pisó el acelerador a fondo. Reacher salió despedido hacia atrás, contra el asiento. Luego, el tipo frenó en seco frente a una señal de stop y Reacher salió despedido hacia delante, pero se giró mientras salía proyectado y el golpe contra la pantalla de plástico se lo llevó el hombro. El policía repitió el procedimiento en el siguiente cruce. Y en el siguiente. Pero a Reacher no le importaba. Era lo que se esperaba. Él también había conducido así en su día, cuando era él quien iba al volante y otro el que iba detrás. Además, aquel era un pueblo pequeño, así que, estuviera donde estuviera la comisaría, no iban a tardar en llegar.
La comisaría estaba a cuatro manzanas al oeste y dos al sur del restaurante. La albergaba otro de aquellos edificios de ladrillo sin personalidad situado en una calle lo bastante ancha como para que los polis pudieran aparcar en semibatería. Había otro coche patrulla. Nada más. Un pueblo pequeño, una comisaría pequeña. El edificio tenía dos plantas. La policía ocupaba la de abajo. Los juzgados estaban arriba. Reacher supuso que en el sótano habría celdas. En el viaje hasta la recepción no hubo incidentes. No dio problemas. No tenía sentido darlos. No era nada inteligente ser un fugitivo a pie en un pueblo cuyo límite estaba a veinte kilómetros en un sentido y puede que incluso a más en el otro. En la recepción había un patrullero que bien podría ser el hermano pequeño del policía que lo había arrestado. Era igual de grande, tenía el mismo cuerpo, la misma cara, el mismo pelo; sencillamente, parecía un poco más joven. El policía que lo había arrestado le quitó las esposas y Reacher entregó los objetos que llevaba en los bolsillos y se quitó los cordones de los zapatos. No llevaba cinturón. El policía de la recepción lo escoltó al sótano por una escalera de caracol, hasta una celda de metro ochenta por dos y medio con unas rejas que por lo menos habían pintado cincuenta veces.
—¿Abogado? —preguntó Reacher.
—¿Conoce usted a alguno?
—Me vale con uno de oficio.
El policía asintió, cerró la puerta y se marchó. Lo dejó solo. Las demás celdas estaban vacías. Tres celdas en fila y un pasillo estrecho, sin ventanas. En cada una de las celdas había una cama de hierro pegada a la pared y un inodoro de acero con un lavamanos sobre la cisterna. En el techo había una luz estanca protegida con una rejilla. Reacher se acercó al inodoro, abrió el agua del lavamanos, puso los nudillos debajo del chorro y se los masajeó. Los tenía enrojecidos, pero no se los había magullado. Se tumbó en el catre y cerró los ojos.
«Bienvenido a Despair».