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Salió de la carretera de inmediato. Si aquella agente del Departamento de Policía de Hope habían sido capaz de predecir que aceptaría el desafío, lo más normal era pensar que el Departamento de Policía de Despair llegaría a la misma conclusión. Y no quería toparse con un coche patrulla de Despair porque, claro, el acontecimiento tendría un final muy diferente de la agradable charla que había mantenido con la guapa agente Vaughan.

Se alejó cincuenta metros de la carretera en dirección norte, por entre la maleza. Estaba lo bastante cerca como para no perder de vista la carretera y desviarse, pero suficientemente lejos como para que un conductor no lo viera por el rabillo del ojo. La noche era fría. El suelo era desigual. Iba despacio. Imposible acercarse siquiera a una velocidad de seis kilómetros y medio por hora. Imposible. Se tropezó. No llevaba linterna, aunque había sido una decisión consciente. Una luz podría haber sido más perjudicial que beneficiosa. Lo verían llegar a más de un kilómetro de distancia. Sería peor que subirse a una roca y gritar: «¡Estoy aquí!».

Después de recorrer muy despacio un kilómetro y medio, el reloj de su cabeza le dijo que eran las dos menos cuarto. Volvió a oír un motor de avioneta, lejos, al oeste, estabilizándose. Una avioneta de un solo motor que se preparaba para aterrizar. Una Cessna, una Beech o una Piper. Puede que la misma cuyo despegue había oído hacía horas. Se quedó escuchando hasta que le pareció que ya había aterrizado y que había llegado a donde la estuvieran esperando. Empezó a caminar de nuevo.

Cuatro horas después, el amanecer se encontraba a unos setenta y cinco minutos de allí y Reacher estaba, más o menos, a la altura del centro del pueblo, pero a unos trescientos metros, entre los matorrales. Sabía que habría dejado un terrible rastro de pisadas, pero no le importaba demasiado. Dudaba mucho de que el Departamento de Policía de Despair tuviera una perrera llena de sabuesos o que realizara patrullas aéreas con un helicóptero. Mientras se mantuviera apartado de la carretera y de las aceras, era como si fuera invisible.

Avanzó cincuenta metros más hacia el norte y notó la presencia de otra mesa de piedra, que tendría el tamaño de un bote de remos. Se agachó detrás de la roca. Aún hacía frío. Rebuscó entre sus pertenencias y apuró una botella de agua y comió una de las barritas energéticas. Luego, reorganizó la bolsa, se puso de pie por detrás de la mesa de roca y se volvió para estudiar el pueblo. La mesa le llegaba a la altura del pecho, así que se apoyó en su superficie con los codos y los antebrazos y bajó la cabeza hasta tocar la piedra con la barbilla. Al principio no vio nada, solo oscuridad, quietud y el brillo apagado y ocasional de alguna que otra ventana que se encendía. Más allá vio más luces y más actividad. Debía de ser la zona residencial, al sur del centro. Puede que fueran edificios de pisos y apartamentos. Puede que fuera un parque de caravanas. Dio por hecho que la gente empezaba a levantarse para ir a trabajar.

Diez minutos después, vio la luz de unos faros que se acercaban en dirección norte. Dos, tres pares. La luz pasaba por los cruces y subía y bajaba y proyectaba sombras largas justo en dirección a él. Siguió donde estaba, observando. Las luces se detenían en Main Street, y entonces giraban hacia el oeste en un pronunciado ángulo recto. Después de estas aparecieron más. Un poco después todos los cruces quedaron iluminados por largas y brillantes procesiones de vehículos. Era como si estuviera amaneciendo por el sur. Había sedanes, camionetas y viejos todoterrenos. Todos ellos se dirigían al norte por Main Street, hacían una pausa y giraban al oeste, hacia donde Vaughan le había dicho que estaba la planta de reciclaje de metal.

Un pueblo fabril.

Seis de la mañana.

Los habitantes de Despair, que iban a trabajar.

Reacher los siguió a pie, cuatrocientos metros al norte. Se tropezó con la maleza aquí y allí mientras avanzaba siguiendo la carretera. Iba a un ritmo de unos cinco kilómetros por hora. Ellos, en cambio, hacían más de cincuenta. Aun así, les costó diez minutos dejarlo atrás. Conformaban un convoy largo. Entonces, el último de los vehículos, una camioneta, lo adelantó y Reacher siguió la cadena roja de luces traseras con los ojos. A un kilómetro y medio o dos, el horizonte se iluminaba con un brillo inmenso. No era el amanecer, que tendría lugar a su espalda, por el este. El brillo que había en el oeste lo producía una luz en forma de arco. Daba la sensación de que hubiera descomunales rectángulos de luces dispuestos en postes que rodeaban una especie de estadio gigantesco. La pista parecía tener un kilómetro y medio de largo y unos ochocientos metros de ancho. «La planta de reciclaje de metal más grande de Colorado», le había dicho Vaughan.

«Y no es broma. De hecho, parece la más grande del mundo».

De aquel brillo, aquí y allí, salían columnas de vapor y de sucio humo negro. Por delante de este, los vehículos del largo convoy iban haciéndose a derecha e izquierda y aparcaban en un inmenso aparcamiento dispuesto en una zona ganada a la maleza. Los faros giraban, botaban y, acto seguido, se apagaban. Vehículo tras vehículo. Reacher volvió a agacharse a algo menos de cuatrocientos metros de la puerta de entrada. Observó cómo los trabajadores formaban una fila y avanzaban poco a poco, arrastrando los pies, con fiambreras en la mano. La entrada era estrecha. Era la entrada del personal, no la de los vehículos. Reacher supuso que la entrada para vehículos estaba al otro lado del complejo, puesto que desde allí sería más sencillo conectar con las carreteras interestatales.

El cielo empezaba a iluminarse por detrás de Reacher y los rasgos del paisaje empezaban a hacerse visibles. En general, la zona era llana, pero, de cerca, el terreno presentaba las suficientes subidas y bajadas como para que una persona pudiera ocultarse. El suelo era de tierra arenosa. Había matorrales aquí y allí. No había nada interesante por ningún lado. Nada que atrajera a los autostopistas. No había ninguna zona atrayente para hacer un pícnic. Reacher daba por hecho que pasaría el día solo.

El último trabajador de la fila entró y alguien cerró la puerta de personal desde dentro. Reacher empezó a moverse de nuevo, esta vez dando un amplio rodeo en dirección noroeste, oculto, pero en busca de zonas elevadas cada vez que podía. Desde luego, la planta de reciclaje era enorme. Estaba rodeada por un muro grueso e interminable hecho con planchas de metal pintadas de blanco. El muro estaba coronado por un cilindro horizontal ininterrumpido de casi dos metros de diámetro. Era imposible trepar por aquel muro. Era como el de una prisión de máxima seguridad. Su estimación inicial del tamaño del lugar había sido conservadora. A decir verdad, parecía que la planta de reciclaje fuera más grande que el propio pueblo. Como si fuera el rabo el que meneara al perro. Despair no era un pueblo fabril, sino una fábrica con un dormitorio a sus puertas.

Dentro empezaba el trabajo. Reacher oía el gruñido de la maquinaria pesada y el repiqueteo del metal contra el metal, y empezó a ver los fogonazos y las chispas de los sopletes de corte. Fue hasta la esquina noroeste de la planta, oculto entre la maleza, manteniéndose en todo momento a unos cuatrocientos metros del muro. Tardó un cuarto de hora en llegar. Desde allí veía la puerta para vehículos. Había una sección del muro occidental que estaba abierta, y una ancha carretera que llegaba desde el horizonte entraba directamente por la abertura. Daba la impresión de que la carretera fuera muy lisa y muy firme. Sin duda, estaba construida para camiones de gran tonelaje.

Aquella carretera era un problema. Si Reacher quería seguir rodeando la planta de reciclaje en el sentido contrario a las agujas del reloj, en algún punto iba a tener que cruzarla, momento en que quedaría expuesto. Su ropa oscura destacaría ahora que estaba amaneciendo, aunque, ¿para quién? Supuso que la policía de Despair permanecería en el pueblo, al este, y, desde luego, dudaba mucho de que hubiera patrullas de vigilancia fuera de la planta.

Sin embargo, eso era justo lo que había.

Mientras observaba la entrada a cuatrocientos metros de distancia, dos Chevrolets Tahoe blancos salieron de allí. Se alejaron unos cincuenta metros, y entonces uno de los vehículos salió de la carretera hacia la derecha, y el otro, hacia la izquierda, ambos por una zona con los matorrales aplastados por innumerables excursiones como aquella. Los Tahoes tenían la suspensión elevada y grandes ruedas con letras blancas, además de la palabra SEGURIDAD escrita en negro en las puertas. Rodaban despacio, a unos treinta kilómetros por hora, uno de ellos en el sentido de las agujas del reloj y el otro en el contrario, como si fueran a pasar el día entero dando vueltas alrededor de la planta de reciclaje.

Reacher se agachó cuanto pudo y se alejó cien metros. Encontró una roca tras la que parapetarse y se escondió. Los Tahoes seguían unas rodadas que había en torno al perímetro de la planta, como a unos cincuenta metros del muro. Si la planta de reciclaje medía kilómetro y medio de largo y ochocientos metros de ancho, o más, el circuito que trazaban las rodadas debía de andar por los cinco kilómetros y medio de largo. A treinta kilómetros por hora, cada todoterreno tardaría poco más de diez minutos en recorrerlo. Por tanto, con dos todoterrenos circulando por allí, cada uno de ellos en un sentido, el circuito solo estaría libre de vigilancia unos cinco minutos, tal vez algo más. Tan solo. Y eso, siempre que ambos todoterrenos mantuvieran la misma velocidad.

Reacher odiaba volver atrás.

Por tanto, siguió adelante, hacia el oeste, ocultándose cuanto podía en los altos y bajos del terreno y dejando atrás las rocas que iba encontrando entre la planta de reciclaje y él. Diez minutos después, el terreno natural dio paso a la zona que los operarios habían limpiado y nivelado en su día para construir la carretera. El arcén que tenía más cerca debía de medir unos diez metros de ancho y estaba hecho de arena compactada que se había ido llenando aquí y allí de plantas por efecto del crecimiento secundario. La calzada tendría entre quince y dieciséis metros de ancho. Dos carriles con una brillante línea medianera. Un asfalto liso. El arcén del otro lado mediría otros diez metros de ancho.

En total, como mínimo, treinta y cinco metros.

No es que Reacher fuera un velocista. De hecho, corría bastante despacio. Su mejor zancada como corredor no era mayor que la que daba cuando iba a paso rápido. Se agachó en la zona este de la última mesa de roca que encontró y esperó a que aparecieran los Tahoes.

Resultó que aparecían mucho menos de lo que Reacher había predicho. Los intervalos se acercaban más a los diez minutos que a los cinco y, aunque no se lo podía explicar, tampoco iba a quejarse. Lo peor era que en la carretera empezaba a haber tráfico. Era consciente de que tendría que haberlo visto venir. Sin lugar a dudas, la planta de reciclaje de metal más grande de Colorado necesitaba que le llegase material y, desde luego, seguro que también lo producía. Estaba claro que no se dedicaban a desenterrar el metal de debajo de la maleza y a enterrarlo de nuevo más tarde. El metal les llegaba en unos camiones, y otros camiones lo sacaban, pero convertido en lingotes. Mucho metal, muchos lingotes. Poco después de las siete de la mañana, un tráiler de plataforma salió rugiendo por la puerta y empezó a recorrer trabajosamente la carretera. Tenía matrícula de Indiana e iba cargado de brillantes barras de acero. Para cuando llevaba recorridos cien metros, se cruzó con otro tráiler de plataforma que iba hacia la planta de reciclaje. Este tenía matrícula de Oregón e iba cargado con decenas de coches aplastados con la pintura desconchada y estropeada como en finas rayas. Un camión contenedor con matrícula de Canadá salió de la planta y se cruzó con el de Oregón. Entonces, el Tahoe que patrullaba en sentido contrario a las agujas del reloj apareció, cruzó rebotando los arcenes y la carretera y desapareció por el otro lado. Tres minutos después, apareció su compañero, el que iba en el sentido de las agujas del reloj. Otro tráiler salió de la planta y otro entró. A un kilómetro y medio al oeste, bamboleándose y brillando por entre la niebla matutina, Reacher vio un tráiler más que se acercaba. Y detrás de este, otro.

Aquello era como Times Square.

Dentro de la planta de reciclaje, unas gigantescas grúas de caballete se movían de un lado para el otro y se veían cascadas de chispas de soldadura por todos lados. Empezaba a salir humo de aquí y de allí, y los feroces fogonazos que se producían en los hornos distorsionaban el aire. Se oían ruidos amortiguados, el golpeteo de los martillos neumáticos, estruendos metálicos, el ruido chirriante de las planchas de metal al rasgarse, el sonoro y profundo repicar de los martillos del herrero en el yunque.

Reacher bebió más agua y comió otra de las barritas energéticas. Después, volvió a acomodar el contenido de la bolsa de basura y esperó a que los Tahoes pasaran una vez más, momento en que se incorporó y cruzó la carretera andando. Pasó a unos cuarenta metros de dos camiones, uno que entraba y el otro que salía. Aceptó correr el riesgo de que lo vieran. Primero, porque no le quedaba otra opción y, segundo, porque dio por hecho que se trataba de una cuestión de grados de separación. ¿Le diría el conductor de un camión a uno de los capataces de la planta que acababa de ver a un caminante? ¿Llamaría el capataz a la oficina de seguridad? ¿Llamaría la oficina de seguridad a la policía?

Era improbable y, aunque sucediera, el tiempo de respuesta sería largo. Reacher volvería a estar entre la maleza muchísimo antes de que llegasen los Crown Victoria. Además, a los Crown Victoria no se les daría bien avanzar por entre la maleza y, por otro lado, seguro que los Tahoes no abandonaban su itinerario particular.

Cruzar era bastante seguro.

Siguió adelante, hacia donde estaban los montículos y las rocas, y empezó a desviarse hacia el sur, hacia el lateral de la planta de reciclaje. El muro de metal seguía y seguía. Debía de tener unos cuatro metros de altura y estaba construido como en cuña a partir de lo que parecían techos de coches viejos. Cada panel tenía una ligera curva convexa que creaba la sensación de que el muro estaba acolchado. El cilindro de casi dos metros que coronaba el muro parecía hecho del mismo material, pero daba la impresión de que lo hubieran moldeado prensas gigantes hasta darle el contorno adecuado, y de quse después lo hubieran soldado de una sola pasada, sin costuras. Para acabar, habían pintado aquella estructura de blanco brillante.

Reacher tardó veintiséis minutos en recorrer el otro largo de la planta de reciclaje, que medía más de kilómetro y medio. En la esquina suroeste descubrió por qué los Tahoes tardaban más tiempo en aparecer. Había un segundo complejo amurallado; otro rectángulo gigantesco de tamaño similar. Estaba construido siguiendo un eje que iba de noreste a suroeste y que no estaba alineado con la planta de reciclaje. Su esquina noreste estaba a unos cincuenta metros de la esquina suroeste de la planta. Había huellas de rodadas que indicaban que los Tahoes también patrullaban aquel complejo, dando pasadas y más pasadas a través de aquel cuello de botella de cincuenta metros, para, a continuación, describir un ocho gigante y distorsionado. De pronto, Reacher quedaba expuesto. Su posición era buena en relación con el primer complejo, pero no tan buena en relación con el segundo. El Tahoe que iba en el sentido de las agujas del reloj iba a pasar por el cuello de botella y a girar bastante cerca de él. Reacher se retiró hacia el oeste en busca de una roca tras la que parapetarse. Llegó hasta una zona un poco hundida y rodeada de maleza.

Entonces, oyó ruedas sobre la tierra arenosa.

Se echó al suelo bocabajo y observó.

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