Читать книгу Nada que perder - Lee Child - Страница 13
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Reacher vio la tienda de telas y menaje, la gasolinera, el aparcamiento abandonado y la parcela sin construir, y entonces el policía aceleró hasta ponerse a noventa y cinco kilómetros por hora, velocidad que mantuvo todo el viaje. Las ruedas resonaban por la dura carretera y alguna que otra piedrecita que salía disparada golpeaba la parte de abajo del vehículo, rebotaba y salía despedida hacia el arcén. Doce minutos después, el policía empezó a reducir la velocidad, se acercó al arcén, frenó y detuvo el motor. Abrió la puerta, bajó del coche, puso la mano en la culata de la pistola y abrió la puerta de Reacher.
—Salga.
Reacher se deslizó por el asiento, salió y sintió la gravilla de Despair en las suelas.
El policía hizo un gesto con el pulgar, hacia el este, donde aún estaba más oscuro.
—Por allí.
Reacher no se movió.
El policía desenfundó. Llevaba una Glock de nueve milímetros, cuadrada y mate por la ausencia de luz, sin pasador de seguridad, con un simple pestillo en el gatillo que el dedo carnoso del policía echaba hacia atrás nada más entrar en el guardamonte.
—Por favor, deme una razón —le dijo el policía.
Reacher dio tres pasos hacia delante. Vio que la luna empezaba a ascender por el cielo en el lejano horizonte. Vio el final del burdo asfaltado de brea y gravilla de Despair y el comienzo del liso y regular asfalto de Hope. Vio la trinchera de dos centímetros y medio rellena con aquel compuesto negro que había entre ambos pavimentos. El policía había detenido el coche patrulla de manera que el parachoques delantero había quedado justo encima de ella. De la junta de dilatación. Del linde. De la frontera. Reacher se encogió de hombros y la cruzó. Un largo paso y estuvo de nuevo en Hope, tenía de nuevo esperanza.
—Y no vuelva a molestarnos.
Reacher no dijo nada. No se volvió. Se quedó allí, mirando al este, escuchando cómo el policía entraba en el coche, daba marcha atrás y se marchaba pisando la crujiente gravilla. Cuando dejó de oír el vehículo, volvió a encogerse de hombros y empezó a caminar de nuevo.
Caminó menos de veinte metros antes de ver unos faros a lo lejos, como a kilómetro y medio, que venían directos hacia él desde Hope. Los haces de luz estaban muy separados y rebotaban bastante arriba aunque apuntaban hacia abajo. Se trataba de un coche grande que se movía a toda velocidad. El vehículo siguió dirigiéndose hacia Reacher a medida que la oscuridad iba en aumento. Cuando lo tenía a unos cien metros, se dio cuenta de que se trataba de otro coche patrulla. Otro Crown Victoria, este pintado de blanco y de negro —típico de la policía—, con protectores para el parachoques, luces en el techo y antenas en el maletero. El vehículo se detuvo cerca de él y el policía le apuntó dos veces con un foco que llevaba en uno de los soportes del parabrisas, no sin cierta torpeza, hasta que le enfocó la cara. Lo cegó. Luego, el policía apagó el foco, siguió adelante muy despacio, tanto que las ruedas silbaban sobre aquel asfalto liso y regular, y se detuvo con la puerta del conductor justo al lado de Reacher. Pintado en la puerta, en color dorado, el coche patrulla tenía un escudo en el que ponía DPH.
«Departamento de Policía de Hope».
El policía abrió la ventanilla, que descendió con un zumbido, y sacó la mano al tiempo que se encendía la luz interior del coche. Reacher se dio cuenta de que se trataba de una mujer con el pelo corto y rubio, iluminado desde atrás por la amarilla y débil luz interior.
—¿Quiere que le lleve?
—Puedo ir andando.
—Hay ocho kilómetros hasta el pueblo.
—He sido capaz de llegar andando hasta aquí, así que podré lograrlo de nuevo.
—En coche es más fácil.
—No, gracias.
La mujer policía guardó silencio un momento. Reacher se quedó escuchando el motor del Crown Victoria. Ronroneaba, paciente. Las correas giraban y el silenciador crujía a medida que se enfriaba. Reacher se puso a caminar de nuevo. Cuando había dado tres pasos, oyó cómo la policía ponía la transmisión del coche en marcha atrás. La policía se puso a su altura conduciendo hacia atrás, manteniendo su paso. Seguía teniendo la ventanilla bajada.
—Tómese un descanso, Zenón.
Reacher se detuvo.
—¿Sabe quién era Zenón?
La policía detuvo el coche.
—Zenón de Citio, el fundador del estoicismo. Le estoy pidiendo que no sea tan sufrido.
—Ya, pero es que los estoicos tenían que ser sufridos. El estoicismo habla de la aceptación incondicional del destino. Lo dijo Zenón.
—Su destino es volver a Hope. A Zenón le da igual si camina o si va en coche.
—En cualquier caso, ¿qué es usted, filósofa, policía o taxista?
—El Departamento de Policía de Despair nos llama cuando va a dejar a alguien en el linde. Ya sabe, a modo de cortesía.
—¿Sucede a menudo?
—Más de lo que imagina.
—¿Y viene usted y nos recoge?
—Estamos aquí para servir. Es lo que pone en nuestra placa.
Reacher observó el escudo de la puerta. Lo de DPH estaba escrito en mitad del escudo pero, alrededor ponía: «Para proteger (arriba) y para servir (abajo)».
—Entiendo.
—Vamos, suba.
—¿Por qué lo hacen?
—Suba y se lo cuento.
—¿Va a prohibirme que camine?
—Hay ocho kilómetros hasta el pueblo. Ahora mismo solo está usted molesto pero, para cuando llegue a Hope, estará cabreado. Créame, no sería la primera vez que lo veo. Es mejor para todos que le lleve en coche.
—Yo no soy como los demás. A mí me calma caminar.
—No voy a implorárselo, Reacher.
—¿Sabe cómo me llamo?
—El Departamento de Policía de Despair nos pasa toda la información. A modo de cortesía.
—¿Y a modo de advertencia?
—Podría ser. Lo cierto es que, ahora mismo, estoy planteándome si voy a tener que tomarles en serio.
Reacher se encogió de hombros y asió la manija de la puerta trasera.
—¡Suba delante, idiota, que estoy ayudándole, no arrestándole!
Así que Reacher rodeó el maletero y abrió la puerta del copiloto. La zona del copiloto estaba llena de consolas de radio y había un portátil en un soporte, pero el asiento estaba libre y podía sentarse. No había ningún sombrero. Reacher se embutió en aquel espacio. No tenía mucho sitio para las piernas debido a la pantalla de seguridad que había entre los asientos de delante y los de detrás. Allí delante, el coche olía a aceite, a café, a perfume y a objetos electrónicos calientes. En la pantalla del portátil había un mapa GPS. Una flechita señalaba hacia el oeste y parpadeaba en dirección contraria a una forma rosada debajo de la cual ponía «Hope». La forma era rectangular, casi cuadrada. Se trataba de una asignación arbitraria de terreno, como el estado de Colorado. Al lado, el pueblo de Despair estaba representado por una forma de color púrpura claro. Despair no era rectangular, sino que tenía forma de cuña. Su límite oriental encajaba exactamente con el límite occidental de Hope, y a partir de ahí iba ensanchándose, como si fuera un triángulo al que le habían cortado la punta. El límite occidental era el doble de largo que el oriental y al otro lado no había sino un vacío gris. Reacher supuso que se trataba de un área no incorporada. La I-70 y la I-25 pasaban por aquella área no incorporada y cerca de la esquina noroeste de Despair.
La mujer policía cerró la ventanilla, que ascendió con un zumbido, estiró el cuello, miró hacia atrás y dio la vuelta en tres maniobras. A pesar de la camisa marrón, era evidente que tenía un cuerpazo. Mediría algo menos de un metro setenta de altura y no llegaría a los cincuenta y cinco kilos de peso. Tampoco debía de haber cumplido aún los treinta y cinco años. No llevaba joyas ni alianza. Llevaba una radio Motorola prendida del cuello y un distintivo de identificación por encima del pecho izquierdo, muy arriba. Según ponía en el distintivo, se apellidaba Vaughan. Debajo del distintivo había un montón de insignias de premios y reconocimientos, lo que dejaba claro que era una buena policía. Era atractiva, pero de una manera diferente a las mujeres al uso. Ella había vivido situaciones que las demás no habían vivido y eso estaba claro. A Reacher, aquello le resultaba familiar, dado que había servido con multitud de mujeres en la Policía Militar.
—¿Por qué me han echado los de Despair?
Vaughan apagó la luz interior del vehículo. Ahora, la mujer policía quedaba iluminada por delante, tanto por las luces rojas del tablero de instrumentos como por las luces de color rosa y púrpura del mapa GPS y por la luz blanca de los faros.
—Mírese.
—¿Qué pasa conmigo?
—¿Qué es lo que ve?
—Pues un tipo.
—Un trabajador con ropa de trabajo, en forma, fuerte, sano y hambriento.
—¿Y?
—¿Hasta dónde ha llegado?
—He visto la gasolinera y el restaurante. Y el juzgado, claro.
—En ese caso, no tiene usted una visión global.
La agente conducía despacio, a unos cincuenta kilómetros por hora, como si pretendiera contarle muchas cosas. Sujetaba el volante con la mano izquierda y apoyaba el codo izquierdo en la puerta. La otra mano la llevaba en el regazo. Para recorrer ocho kilómetros a cincuenta kilómetros por hora iban a necesitar diez minutos. Reacher se preguntó qué sería lo que pretendía contarle para que no pudiera hacerlo en menos de ese tiempo.
—Digamos que mi ropa de trabajo antes era verde.
—¿Verde?
—Fui militar. Policía militar.
—¿Cuándo?
—Hace diez años.
—¿Y trabaja ahora?
—No.
—Ahí lo tiene.
—¿Qué tengo?
—Es usted una amenaza.
—¿Por qué?
—Al oeste de Despair se encuentra la planta de reciclaje de metal más grande de Colorado.
—He visto el humo.
—Es de lo que se nutre la economía de Despair. La planta de reciclaje lo es todo.
—Un pueblo fabril.
Vaughan asintió.
—El dueño de la fábrica es, al mismo tiempo, el dueño de todos y cada uno de los ladrillos con los que se han construido todos y cada uno de los edificios del pueblo. La mitad de la población trabaja para él a jornada completa y la otra mitad lo hace a media jornada o siempre que él lo requiera. Los que trabajan a jornada completa viven bastante felices, pero los que trabajan a media jornada tienen una vida más insegura. No les gusta la competencia de los forasteros. No les gusta que llegue gente en busca de trabajo ocasional, gente dispuesta a trabajar por menos.
—Yo no quería trabajar.
—¿Se lo ha dicho?
—No me lo han preguntado.
—Bueno, tampoco le habrían creído. Los pueblos fabriles son muy extraños. Eso de tener que pasarse toda la mañana esperando un asentimiento del capataz te desestabiliza. El sitio es feudal. Y no me refiero solo a la fábrica. El dinero que el dueño paga en salarios le vuelve directo gracias a los alquileres. Gracias incluso a las hipotecas, porque el banco también es suyo. Y no descansa ni en domingo. En el pueblo hay una iglesia y él es el predicador laico. Si quieres trabajar, ha de verte en los bancos de la iglesia unas cuantas veces.
—¿Y eso es justo?
—Le gusta dominar y para ello se valdrá de lo que haga falta.
—¿Y por qué no se muda la gente?
—Algunos se han mudado, sí, pero los que no lo han hecho ya, no lo harán nunca.
—¿Y cómo es posible que ese tipo no quiera que llegue gente dispuesta a trabajar por menos?
—Prefiere la estabilidad. Prefiere gente a la que pueda controlar, no desconocidos. Además, da igual lo que pague, porque el dinero le vuelve al bolsillo con los alquileres y con el beneficio que les saca a las tiendas.
—Entonces ¿cómo es posible que yo los haya preocupado?
—La gente siempre se preocupa. Los pueblos fabriles son muy extraños.
—¿Y el juez le sigue el juego?
—No le queda otra. Su puesto es un cargo electo. Además, lo de la ordenanza de vagabundeo es verdad. La mayoría de poblaciones cuentan con ella. En Hope también la tenemos, se lo aseguro. Si alguien se queja, la aplicamos.
—Pero nadie se ha quejado. Pasé la noche de ayer en su pueblo.
—Es que no somos un pueblo fabril.
Vaughan redujo la velocidad. La primera manzana construida de Hope ya aparecía a lo lejos. Reacher la reconoció. Allí había una ferretería familiar regentada por un matrimonio de ancianos. Esa misma mañana había visto al hombre organizando escaleras y carretillas en la acera a modo de exposición. Ahora, la tienda estaba cerrada y a oscuras.
—¿Cómo es de grande el Departamento de Policía de Hope?
—Tres agentes y un capitán.
—¿Tienen ustedes ayudantes jurados?
—Cuatro, pero no contamos con ellos casi nunca. Para controlar el tráfico, y muy de vez en cuando, si es que nosotros estamos muy ocupados. ¿Por qué lo pregunta?
—¿Y van armados?
—No. En Colorado, los ayudantes no son sino agentes de paz civiles. ¿Por qué lo pregunta?
—¿Cuántos ayudantes tiene el Departamento de Policía de Despair?
—Creo que cuatro.
—Pues los he conocido.
—¿Y?
—En teoría, ¿qué habría hecho la Policía de Hope si alguien se hubiera peleado con uno de sus ayudantes y lo hubiera dejado fuera de combate de un puñetazo en la mandíbula?
—Lo habríamos metido en una celda de inmediato.
—¿Por qué?
—Ya sabe usted por qué. Tolerancia cero con los ataques a los agentes de paz; además, tenemos la obligación de cuidar de los nuestros... y, claro, también está lo del orgullo y lo de hacerse respetar.
—Suponga que hubiera sido en defensa propia.
—En el caso de un civil contra un agente de paz, desde luego, sería necesario que hubiera una duda razonable.
—De acuerdo.
—Seguro que era igual en la Policía Militar.
—No le quepa duda.
—En ese caso, ¿por qué me lo ha preguntado?
La respuesta de Reacher no fue directa.
—A decir verdad, no soy estoico. Zenón predicaba la aceptación pasiva del destino. Yo no soy así. Yo no soy muy pasivo. Yo me tomo los retos de forma personal.
—¿Y?
—No me gusta que me digan adónde puedo ir y adónde no.
—Vamos, que es usted tozudo.
—Digamos que me molesta.
Vaughan redujo la velocidad aún más y aparcó junto a la acera. Echó el freno de mano y se volvió hacia Reacher.
—¿Me permite que le dé un consejo? Olvídese de lo sucedido y siga su camino. Despair no lo merece.
Reacher no dijo nada.
—Cene y busque un sitio donde pasar la noche. Seguro que tiene hambre.
Reacher asintió.
—Gracias por traerme. Ha sido un placer conocerla.
Dicho lo cual, abrió la puerta y salió del coche. La versión que Hope tenía de Main Street era la calle Uno. Reacher sabía que había una cafetería una manzana más allá, en la calle Dos. Era donde había desayunado. Empezó a caminar en dirección a la cafetería y oyó cómo el Crown Victoria se alejaba. Le llegaban el ronroneo civilizado de su motor y el suave silbido de las ruedas sobre el asfalto. Dobló una esquina y dejó de oír el coche.
Una hora después seguía en la cafetería. Había tomado una sopa, un filete con patatas fritas y alubias, una porción de tarta de manzana y un helado, y en ese momento estaba tomando café. Era mejor que el del restaurante de Despair. Además, se lo habían servido en una taza que, si bien tenía el borde un poco grueso, estaba mucho más cerca del grosor ideal que la del restaurante de Despair.
No dejaba de preguntarse por qué echarlo del pueblo había sido más importante que retenerlo allí, en una celda, por asalto y agresión a un agente de paz.