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20

Vaughan se acabó el agua. Reacher se acabó el café y le preguntó a la policía:

—¿Me presta su camioneta?

—¿Cuándo?

—Ahora. Mientras usted duerme.

—No.

—¿Por qué no?

—La utilizará para volver a Despair, lo arrestarán y me veré implicada.

—¿Y si no vuelvo a Despair?

—¿Y adónde iba a ir?

—Quiero ver qué hay al oeste. El muerto debió de venir de allí. Tengo la sensación de que no pasó por Hope. Usted lo habría visto y lo recordaría. Igual que al marido desaparecido de la joven.

—Eso es cierto, pero la cuestión es que al oeste de Despair no hay gran cosa. De hecho, hay mucho de nada.

—Algo tiene que haber.

Vaughan se quedó callada unos instantes.

—Tendría que dar un gran rodeo. Como quien dice, tendría que volver hasta Kansas.

—Yo pago la gasolina.

—Prométame que no irá a Despair.

—¿Dónde está el linde?

—Ocho kilómetros al oeste de la planta de reciclaje.

—Trato hecho.

La policía suspiró y le pasó las llaves deslizándolas por encima de la mesa.

—Váyase, yo iré caminando a casa. No quiero que sepa dónde vivo.

El asiento de la vieja Chevy no se podía echar mucho para atrás. Los rieles eran cortos. Reacher acabó conduciendo con la espalda recta y las rodillas abiertas, como si fuera al volante de un tractor. La dirección no era muy precisa y los frenos eran blandos, pero era mejor que caminar. Mucho mejor, de hecho. Reacher no tenía intención de caminar más, al menos durante uno o dos días.

Su primera parada fue el motel de Hope. Su habitación era la última, lo cual hacía que Lucy Anderson estuviera alojada más cerca de la recepción. No podía estar en ningún otro lado. Reacher no había visto ningún otro acomodamiento nocturno en el pueblo y con amigos no estaba, porque la habrían acompañado en la cafetería la noche anterior, cuando más lo necesitaba.

El motel tenía las ventanas principales en la parte de atrás. La parte de delante de la fila de habitaciones consistía en una repetitiva secuencia de puertas, sillas de jardín y ventanucos con el cristal esmerilado y dispuestos a la altura de la cabeza, que eran los que permitían que los cuartos de baño tuvieran luz natural. Reacher empezó por su habitación y fue mirando por los ventanucos, de uno en uno, en busca de alguna prenda interior blanca secándose en la bañera. Por lo que él sabía, las mujeres como Lucy Anderson y las de su generación se mostraban muy cuidadosas con su higiene personal.

De las doce habitaciones, había dos en las que podía encontrarse la joven. En una de ellas, el borrón blanco que se veía a través del ventanuco era más grande, lo cual no tenía por qué deberse a que hubiera más cantidad de ropa interior, sino a que la ropa interior fuera más grande. Una mujer más grande o de mayor edad. Reacher llamó a la otra puerta, dio un paso atrás y esperó. Fue Lucy Anderson la que abrió, pero tardó un buen rato en hacerlo. La joven se quedó entre las sombras del interior, cauta, con una mano en el pomo.

—Hola, Lucky.

—¿Qué es lo que quiere?

—Quiero saber por qué tu marido fue a Despair y cómo llegó allí.

La joven llevaba las mismas zapatillas y un nuevo par de calcetines pequeños. Por encima de los calcetines ascendían unas piernas muy largas, suaves, torneadas y con un bonito bronceado. Puede que jugara al fútbol en el equipo de la Universidad de California. Puede que fuera una de las estrellas del equipo universitario. La parte alta de aquellas largas piernas la tapaban unos vaqueros cortados, más deshilachados por el exterior del muslo que por el interior, si es que podía decirse así, pues la parte que quedaba hasta la costura interior no debía de medir ni un centímetro.

Por encima de los pantalones cortados llevaba otra sudadera, azul claro, lisa.

—No quiero que vaya a buscar a mi marido.

—¿Por qué no?

—Porque no quiero que lo encuentre.

—¿Por qué no?

—Es evidente.

—Para mí, no.

—Quiero que me deje en paz.

—Ayer estabas preocupada por él, ¿cómo es que hoy no lo estás?

Dio un único paso y salió de las sombras. Miró a derecha e izquierda por detrás de Reacher. El aparcamiento del motel estaba vacío. A excepción de la vieja camioneta de Vaughan, que Rea­cher había aparcado a la puerta de su habitación, allí no había ni un solo vehículo. La sudadera de Lucy Anderson era del mismo color que sus ojos y sus ojos estaban llenos de miedo.

—Déjenos en paz.

La joven dio un paso atrás y cerró la puerta.

Reacher se quedó un rato sentado en la camioneta de Vaughan, mirando un mapa que había encontrado en el lateral de la puerta. El sol había vuelto a salir y la camioneta estaba caliente. Por lo que Reacher sabía, los coches, o bien estaban calientes, o bien estaban fríos, como si se tratara de un calendario primitivo. Como si solo conocieran el verano y el invierno. O el sol entraba por el cristal y calentaba el meta, o no lo hacía.

El mapa le confirmó lo que le había dicho Vaughan. Iba a tener que conducir a lo largo de tres lados y medio de un enorme rectángulo, primero hacia el este, casi hasta llegar a la frontera de Kansas, luego al norte por la I-70, en dirección oeste y, por último, al sur, por el mismo ramal de la autopista que utilizaban los camiones que iban y venían de la planta de reciclaje de metal. Trescientos veinte kilómetros en total. Tardaría cerca de cuatro horas en recorrer esa distancia. Además de las otras cuatro horas y los otros trescientos veinte kilómetros de vuelta, siempre que cumpliera con la promesa que le había hecho a la policía de mantenerse alejado de Despair.

Promesa que pretendía cumplir.

Probablemente.

Salió del aparcamiento y se dirigió al este por la misma ruta por la que había venido con el anciano en el Grand Marquis. El sol de media mañana estaba bajo a su derecha. El viejo tubo de escape de la camioneta no dejaba de soltar humo, por lo que solo llevaba abierto un resquicio de la ventanilla. No eran ventanillas eléctricas, sino antiguas ventanillas de manivela. Reacher las prefería porque permitían que fueras más preciso. Bajó la ventanilla izquierda poco más de dos centímetros y la derecha, poco más de uno. A una velocidad constante de noventa y cinco kilómetros por hora, el viento silbaba al entrar por las ventanillas y sonaba como si fuera un melifluo acorde agudo, medio silenciado por el gruñido grave de una dirección defectuosa y por el balbuceo sostenido de un motor viejo y cansado. La camioneta fue una agradable compañera de viaje por las carreteras estatales. En la I-70, sin embargo, no lo fue tanto. Cada vez que se cruzaba con un camión, parecía que se fuera a salir de la carretera. La geometría no ayudaba y el vehículo carecía de estabilidad. Después de los primeros quince kilómetros, a Reacher le dolía la muñeca de tener que aguantar el volante con tanta fuerza. Paró una vez para echar gasolina y otra para tomar café, y en ambas ocasiones se alegró de poder descansar.

El ramal salía de la I-70 al oeste de Despair e iba hacia el sureste hasta que, pasados cincuenta kilómetros, se convertía en una carretera comarcal de dos carriles para tráfico pesado. Reacher la reconoció enseguida. Era la misma carretera que salía de la planta de reciclaje. La misma construcción compacta, la misma anchura, el mismo asfalto áspero, los mismos arcenes de arena. Exactamente cuatro horas después de haber salido del motel, redujo la velocidad, pasó por encima de la banda sonora del arcén y se detuvo con dos ruedas en la arena. Había poco tráfico, camiones de todo tipo que entraban y salían de la planta de reciclaje que había treinta kilómetros más adelante. La mayoría de vehículos eran semirremolques de plataforma, pero también había camiones contenedores y camiones de caja. Casi todas las matrículas eran de Colorado y de estados adyacentes, pero también las había de California, de Washington, de Nueva Jersey e incluso alguna de Canadá. Pasaban a toda velocidad y la aspiración que provocaban hacía que la vieja camioneta se balanceara sobre su suspensión.

Despair no se veía desde allí, a menos que tuvieras en cuenta el manchurrón de humo del horizonte y la fina cortina humeante suspendida inmóvil en el cielo. Ocho kilómetros más cerca, pero todavía a unos veinticinco kilómetros, estaba el grupo de edificios bajos y grises que Reacher ya había visto y que ahora quedaban a su derecha, si bien seguían siendo poco más que una manchita en la lejanía. Puede que una gasolinera. O un motel. O ambas cosas. Puede que fuera una enorme área de servicio para camiones, de esas con restaurante. Puede que fuera uno de esos sitios en los que sirven comidas hipercalóricas.

Puede que fuera uno de esos sitios en los que el marido de Lucy Anderson y el cadáver sin identificar hubieran tomado una comida hipercalórica de camino a Despair. En el caso del cadáver sin identificar, puede que hasta hubiera sido su última comida.

Puede que alguien se acordara de ellos.

Puede que el sitio estuviera fuera del límite de Despair.

Puede que no.

Reacher miró por el retrovisor, puso primera, volvió a meter las ruedas del lado derecho en la carretera y se dirigió hacia el horizonte. Doce minutos después volvió a detenerse, justo al lado de un pequeño cartel verde que decía: «Está usted entrando en Despair. Población: 2.691».

A cien metros del lado opuesto del linde se encontraba el grupo de edificios bajos.

No eran grises. Había sido un efecto óptico provocado por la luz, la neblina y la distancia lo que le había llevado a percibirlos así.

En realidad, eran de color verde oliva.

Aquello no era una gasolinera.

No era un motel.

No era un área de servicio para camiones.

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