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Reacher cayó hacia delante cuan largo era y algún instinto primitivo le aconsejó que evitara caer justo encima de aquello con lo que había tropezado. Se impulsó, levantó las piernas, metió la cabeza y rodó, como en el judo. Acabó de espaldas, jadeando y dolorido porque había caído encima de dos piedras puntiagudas, una que le laceró el hombro, y la otra, la cadera. Se quedó tumbado unos instantes, a continuación, rodó sobre sí mismo, se apoyó en las manos, se puso de rodillas y se volvió hasta quedar de cara a la dirección por la que había venido. Por fin abrió los ojos de par en par y se quedó mirando el negro vacío.

Estaba demasiado oscuro.

No llevaba linterna.

Avanzó de rodillas, ayudándose con una mano; la otra la llevaba baja, por delante de él, cerrada. Tras avanzar un metro con lentitud, tocó algo.

Blando.

No era pelo.

Tela.

Extendió la mano. Toqueteó con los dedos. Pasó las yemas. Apretó.

Era una pierna. Tenía la mano en la pierna de un ser humano. El tamaño y la forma de un muslo es inconfundible. Tocó un largo cuádriceps con el pulgar y el tendón de la corva con el resto de los dedos. La tela era fina y suave. Algodón, sarga, lo más probable. Y parecía que hubieran llevado y lavado la prenda en numerosas ocasiones. Unos viejos pantalones chinos, quizá.

Movió la mano hacia la izquierda y se topó con la parte de atrás de una rodilla. La pierna estaba bocabajo. Tiró hacia abajo con el pulgar, despacio, y encontró la rodilla. Estaba un poco hundida en aquella tierra arenosa. Levantó la mano, la llevó unos noventa centímetros en dirección contraria y, en efecto, se encontró con un omoplato. Con los dedos tocó un cuello, una nuca, una oreja.

No había pulso.

Carne fría. A la temperatura de la brisa nocturna.

Por debajo de la oreja notó el cuello de una prenda. Tejido, enrollado, un poco áspero. Puede que fuera un polo. Se acercó más, de rodillas, y abrió tantísimo los ojos que le dolieron los músculos de la cara.

Estaba demasiado oscuro como para que viera nada.

Cinco sentidos. Demasiado oscuro como para poder ver nada, y tampoco se oía nada. El gusto no iba a ponerlo en práctica, eso lo tenía claro. Así que le quedaban el olfato y el tacto. El olor era bastante neutral. Reacher había olido bastantes organismos muertos. El olor de aquel no era especialmente ofensivo. Ropa sin lavar, sudor rancio, pelo sucio, la piel reseca por el sol, ni la más mínima traza de metano que indicara que había empezado a descomponerse. No había evacuado ni los intestinos ni la vejiga.

No olía a sangre.

Ni a perfume, ni a colonia.

No había información de ningún tipo en los olores.

Así que iba a tener que tocar. Se puso a ello con ambas manos y empezó con el pelo. No lo llevaba ni largo ni corto, y lo tenía enmarañado. Entre cuatro y cinco centímetros. Duro, con tendencia a rizarse. Caucásico. Resultaba imposible decir de qué color era. Debajo había un cráneo pequeño y proporcionado.

¿Hombre o mujer?

Pasó la uña del pulgar por la columna. No había tira del sujetador por debajo de la camisa, pero eso no quería decir nada. Pinchó y tocó el costillar como si fuera un ciego que lee braille. Un esqueleto ligero, una columna pronunciada, una musculatura fina y fibrosa. Los hombros estrechos. O se trataba de un joven poco desarrollado o de una mujer muy en forma, de esas que corren maratones o que hacen cientos de kilómetros con la bicicleta.

Pero ¿cuál de los dos era?

«Solo hay una manera de descubrirlo».

Cogió la ropa por los pliegues a la altura de la cadera y del hombro y le dio la vuelta al cuerpo. Pesaba bastante. Por la distancia a la que Reacher tenía espaciadas las manos, supuso que mediría algo más de metro setenta y calculó que andaría por los sesenta y cinco kilos, de modo que probablemente se trataba de un hombre. Una corredora de maratones no habría pesado tanto, más bien habría andado por los cuarenta y cinco kilos. Siguió sujetando el cuerpo por la ropa y fue dejándolo caer más allá de la vertical, hasta que lo puso de espaldas. Estiró los dedos y empezó de nuevo por la cabeza.

Era un hombre, estaba claro.

Tenía arrugas en la frente huesuda, y la barbilla y la zona superior del labio estaban ásperos después de unos cuatro días sin afeitarse. Las mejillas y el cuello tenían un tacto más suave.

Era joven, poco más que un crío.

Tenía los pómulos pronunciados. Los ojos estaban duros y secos como canicas. La piel de la cara estaba dura y apergaminada, y además se le había pegado algo de tierra y arena. La piel estaba demasiado seca. Tenía la boca reseca por dentro y por fuera. Se le marcaban los tendones del cuello. Sobresalían como cables. Aquel cuerpo no tenía ni una gota de grasa; de hecho, apenas tenía carne.

«Ha muerto de hambre y de deshidratación».

El polo tenía dos botones, ambos desabrochados. No había bolsillo, pero sí que tenía un símbolo bordado en la zona izquierda del pecho. Por debajo había un pequeño músculo pectoral y un costillar duro. Los pantalones le quedaban holgados en la cintura. No llevaba cinturón. Calzaba una especie de zapatillas de deporte con cierres de velcro y suela gruesa.

Reacher se limpió las manos en sus propios pantalones y volvió a empezar, pero esta vez de los pies a la cabeza, en busca de una herida. Se puso a ello como un meticuloso guardia de seguridad de aeropuerto cuando lleva a cabo la revisión de cuerpo entero de un pasajero. Buscó por delante, le dio la vuelta al cuerpo y buscó por detrás.

No encontró nada.

Ni cortes, ni disparos, ni sangre seca, ni hinchazones, ni contusiones, ni huesos rotos.

Tenía las manos pequeñas y un tanto delicadas, aunque con algún que otro callo. Tenía las uñas desiguales. No llevaba anillos; ni en el meñique, ni el de graduación, ni alianza.

Rebuscó en los bolsillos del pantalón, dos delante y dos detrás.

No encontró nada.

Ni cartera, ni monedas, ni llaves, ni teléfono. Nada de nada.

Se quedó en cuclillas, mirando al cielo con la esperanza de que alguna nube se moviera y la luz de la luna lo iluminara un poco. Ninguna lo hizo. La noche permaneció a oscuras. Había estado caminando en dirección este, se había caído, se había dado la vuelta. Por tanto, estaba de cara al oeste. Se puso de pie. Dio un cuarto de vuelta hacia la derecha. Así estaba de cara al norte. Empezó a caminar, despacio, dando pasitos, concentrándose en seguir recto. Se agachó y buscó con las manos en el suelo hasta que encontró cuatro piedras del tamaño de pelotas de béisbol. Volvió a ponerse en pie y siguió caminando, cinco metros, diez, quince, veinte.

Se topó con la carretera. La maleza aplastada dio paso a gravilla embreada. Utilizó el pie para dar con el borde. Se agachó y dejó en el suelo tres de las piedras, juntas, formando un triángulo, con la cuarta encima, como si se tratara de un túmulo en miniatura. Luego, giró ciento ochenta grados con cuidado y volvió sobre sus pasos. Cinco metros, diez, quince, veinte. Se detuvo, se agachó y buscó con las manos.

Nada.

Avanzó con los brazos por delante, dando golpecitos con las manos, buscando, hasta que la mano derecha dio con el hombro del cadáver. Miró hacia el cielo. Seguía encapotado.

«No puedo hacer nada más».

Se levantó, giró a la izquierda y siguió caminando a trompicones en la oscuridad, hacia el este, hacia Hope.

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