Читать книгу Nada que perder - Lee Child - Страница 8

Оглавление

3

El límite de la población lo marcaba un solar vacío para el que debían de haber planeado algo veinte años atrás, que sin embargo no habían llegado a construir. Más adelante había un aparcamiento que estaba cerrado a cal y canto, puede que abandonado para siempre. Al otro lado de la calle, cincuenta metros al oeste, había una gasolinera. Dos surtidores, ambos viejos. No es que fueran como esas antiguallas que había visto en los cuadros de Edward Hopper, pero seguían estando desfasados un par de generaciones. Al fondo había una construcción pequeña, una especie de caseta, con un ventanal sucísimo tras el cual se distinguían montones de latas de aceite apiladas en forma de pirámide. Reacher cruzó el área de aprovisionamiento y asomó la cabeza por la puerta. El interior de la caseta estaba a oscuras y olía a creosota y a madera sin tratar caliente. Detrás del mostrador había un tipo con un mono azul con manchas negras. Tendría unos treinta años y era flacucho.

—¿Tiene café? —le preguntó Reacher.

—Esto es una gasolinera.

—En las gasolineras venden café. Y agua. Y refrescos.

—En esta no. Aquí vendemos gasolina.

—Y aceite.

—Si quiere.

—¿Hay alguna cafetería en el pueblo?

—Hay un restaurante.

—¿Solo uno?

—No necesitamos más.

Reacher sacó la cabeza de la caseta, hacia la luz del día, y siguió caminando. Cien metros más adelante, en dirección oeste, a la carretera le salieron aceras y, según indicaba una señal, pasó a llamarse Main Street. Diez metros después, al lado izquierdo de la calle, al sur, aparecía la primera manzana edificada, que estaba ocupada por un cubo de ladrillo tristón de tres plantas. Cabía la posibilidad de que en su día hubiera sido una enorme tienda de telas, y sin duda seguía siendo algún tipo de tienda de venta al por menor. A través de las polvorientas ventanas de la planta baja, Reacher vio tres clientes, rollos de tela y menaje de hogar de plástico. Al lado de aquel edificio había otro cubo idéntico, también de tres pisos, y otro, y otro. El centro parecía tener unas doce manzanas, la mayoría de ellas al sur de Main Street. No es que Reacher fuera experto en arquitectura, y era consciente de que se encontraba al oeste del Mississippi, pero aquel lugar le recordaba muchísimo a los viejos pueblos industriales de Connecticut, o a la zona de Cincinnati que daba al río; sitios desnudos, severos, sin adornos y anticuados. Había visto películas de los típicos pueblos pequeños de Estados Unidos en las que habían tenido que montar escenarios para que pareciera que el paraje estaba más vivo y se acercaba más a la perfección de como era en realidad. Aquel pueblo era justo lo contrario. Daba la sensación de que un diseñador y un montón de operarios se hubieran esforzado para que pareciera que tenía peor aspecto y que era más lúgubre de lo necesario. Había poco tráfico por las calles. Sedanes y camionetas que se movían como si no fueran a ninguna parte. Ninguno de los vehículos tenía menos de tres años. Había pocos peatones.

Reacher giró a la izquierda al azar y empezó a buscar el restaurante. Recorrió una decena de manzanas y pasó por delante de una tienda de comestibles, de una peluquería, de un bar, de una pensión y de un viejo hotel con la fachada descolorida antes de dar con el establecimiento prometido. El restaurante ocupaba toda la planta baja de otro de aquellos cubos de ladrillo. El techo era alto y las ventanas eran láminas de vidrio que iban del suelo al techo, ocupando casi toda la pared. Cabía la posibilidad de que el lugar en cuestión hubiera sido un concesionario de coches en el pasado. El suelo era de baldosa, las mesas y las sillas eran sencillas, de madera marrón, y olía a verdura cocida. Nada más entrar había un atril junto al cual se encontraba un poste de latón con un pie muy pesado del que colgaba un cartel en el que ponía: «Por favor, espere a que le asignen una mesa». El mismo cartel de todos lados. La misma tipografía, los mismos colores, la misma forma. Reacher se imaginaba que en alguna parte debía de haber una empresa de suministros que los vendía como churros. Había visto carteles idénticos en Calais, Maine, y daba por hecho que los vería en San Diego, California. Se quedó junto al atril y esperó.

Y esperó.

Había once clientes comiendo: tres parejas, una mesa de tres y dos solitarios. Una camarera, pero nadie más de personal. No había nadie junto al atril. No es que le resultara inusual. Reacher había comido en un millar de sitios similares y, subliminalmente, sabía bien qué ritmo llevaban. La camarera solitaria no tardaría en mirarle y en asentir, como diciendo: «Enseguida estoy con usted», después, tomaría nota, serviría un plato, se alejaría de los comensales para acercarse a él, puede que al tiempo que se soplaba un mechón de pelo para apartárselo de la mejilla, un gesto pensado para transmitir, a un tiempo, una disculpa y ganas de agradar, cogería una de las cartas del atril, lo guiaría hasta una mesa, se marcharía apresurada y, después, volvería con él, pero no sin antes repetir una serie de pasos.

Sin embargo, la camarera no hizo nada de todo aquello.

Lo miró. No asintió. Se limitó a observarlo durante un largo segundo y, luego, apartó la mirada. Siguió con lo que estaba haciendo que, dicho sea de paso, no era gran cosa. Tenía tranquilos a sus once clientes. No estaba más que repasando. Se acercaba a las mesas, preguntaba si todo estaba bien y rellenaba aquellas tazas de café que estaban por debajo de una línea imaginaria que había a unos dos centímetros y medio del borde. Reacher se volvió para mirar la puerta, no fuera a ser que se le hubiera pasado algún cartel con el horario y que estuvieran a punto de cerrar. No era el caso. Miró su reflejo en el cristal para comprobar si estaba cometiendo algún ultraje social por el modo en que iba vestido. No era el caso. Llevaba unos pantalones de color gris oscuro con una camisa a juego, también gris. Ambas prendas las había comprado dos días antes en una tienda de excedentes de Kansas que vendía ropa para conserjes. Las tiendas de excedentes de ropa para conserjes habían sido su último descubrimiento. Ropa sencilla, resistente y bien confeccionada a precios razonables. Perfecto. Llevaba el pelo corto y limpio. Se había afeitado el día anterior por la mañana. Llevaba la bragueta cerrada.

Se volvió de nuevo y esperó.

Los clientes se volvieron a su vez para mirarlo, uno a uno. Lo evaluaban abiertamente y seguían a lo suyo. La camarera describió otro circuito por la sala, despacio, mirando a todos lados menos adonde él estaba. Reacher permaneció de pie, analizando la situación con su base de datos mental para ver si conseguía comprenderla. Finalmente perdió la paciencia, dejó atrás el cartel y se sentó en una mesa para cuatro. Arrastró la silla para separarla de la mesa, tomó asiento y se puso cómodo. La camarera observó cómo lo hacía y después se dirigió a la cocina.

No volvió a salir.

Reacher permaneció sentado y esperó. La sala estaba en silencio. Nadie decía nada. Tampoco se oía nada, excepto el entrechocar de los cubiertos contra los platos, a la gente masticando, el ligero golpe de las tazas de cerámica sobre los platillos y el suave crujido de la madera de las patas de las sillas cada vez que alguno de los comensales se removía. Aquellos pequeños ruidos fueron haciéndose cada vez más intensos en aquel vasto espacio embaldosado y acabaron resultando abrumadores.

No pasó nada durante cerca de diez minutos.

Entonces, una vieja camioneta con cabina doble se detuvo junto a la acera, justo frente a la puerta del restaurante. Hubo una pequeña pausa y, a continuación, cuatro hombres bajaron de la camioneta y se quedaron juntos en la acera. Luego, adoptaron una formación cerrada, hicieron otra breve pausa y entraron en el restaurante. Una vez dentro volvieron a detenerse, miraron por toda la sala y no tardaron en dar con su objetivo. Fueron directos a la mesa de Reacher. Tres de ellos se sentaron en las tres sillas vacías y el cuarto se quedó en la cabecera de la mesa, bloqueando el camino a la puerta.

Nada que perder

Подняться наверх