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Eso de que la policía para en las cafeterías para comprar dónuts antes, durante y después de cada turno no es sino un cliché. No obstante, lo que da pie a los clichés es el hecho de que aquello que describen en realidad sucede a menudo. Así, Reacher se deslizó en la butaca de la mesa del fondo de la cafetería de Hope a las siete menos cinco de la mañana con la sana esperanza de que la agente Vaughan apareciera diez minutos más tarde.

Cosa que, en efecto, hizo.

Reacher vio cómo la agente aparcaba el coche patrulla afuera. Vio cómo bajaba del coche a la acera y cómo apoyaba ambas manos en la parte baja de la espalda y se estiraba. Vio cómo cerraba la puerta del coche, daba la vuelta como si hiciera una pirueta y cómo se dirigía a la cafetería. Ella entró, lo vio e hizo una larga pausa; luego se acercó a su mesa y se sentó con él, enfrente. Reacher le preguntó:

—¿Fresa, vainilla o chocolate? No tienen más.

—¿De qué?

—Batidos.

—No desayuno con gilipollas.

—No soy ningún gilipollas. Soy un ciudadano que tiene un problema y usted está aquí para ayudarme. Lo dice en su placa.

—¿Y qué problema es ese?

—La chica ha dado conmigo.

—¿Ha visto usted a su novio?

—En realidad, es su marido.

—¿Ah, sí? Es muy joven para estar casada.

—Eso mismo me ha parecido a mí. Dice que están enamorados.

—Suenan violines. Bueno, ¿lo ha visto?

—No.

—Entonces ¿cuál es el problema?

—Que he visto a otra persona.

—¿A quién?

—A ver, en realidad, no lo vi. Estaba muy oscuro. Me caí encima de él.

—¿De quién?

—De un cadáver.

—¿Dónde?

—En campo abierto, cuando volvía de Despair.

—¿Está usted seguro?

—Del todo. El cadáver de un joven.

—¿Lo dice en serio?

—Muy en serio.

—¿¡Y por qué no me lo dijo anoche!?

—Necesitaba algo de tiempo para pensar al respecto.

—Me está tomando el pelo. ¿Qué cantidad de terreno puede haber ahí fuera? ¿Miles de metros cuadrados? Y resulta que va usted y se tropieza con un cadáver en mitad de la noche. Es una coincidencia tan grande como un granero, ¿no le parece?

—Lo cierto es que no. Yo diría que el joven estaba haciendo lo mismo que yo; es decir, caminar en dirección este de Despair a Hope, lo bastante cerca de la carretera como para no perderse, pero lo bastante lejos como para sentirse seguro. Eso lo sitúa en un carril bastante concreto. Podría haber pasado un metro más allá de donde él estaba, pero en ningún caso habría pasado a un kilómetro.

Vaughan no dijo nada.

—La cuestión es que no llegó a su destino. Me dio la sensación de que estaba exhausto. Tenía las rodillas bastante hundidas en la tierra, por lo que creo que hincó las rodillas en el suelo, que luego se desplomó y que murió. Estaba consumido y deshidratado. No tiene heridas ni traumatismos.

—¿Es que le ha hecho una autopsia? ¿A oscuras?

—Lo he tocado.

—¡Lo ha tocado!

—Así es. El tacto es uno de los cinco sentidos en los que confiamos, ¿no?

—¿Y quién era?

—Caucásico, por el tipo de pelo; algo más de metro setenta; cerca de los sesenta y cinco kilos. Joven. No llevaba identificación. No sé si era moreno o rubio.

—¡Es increíble!

—Pues ha sucedido.

—¿Dónde exactamente?

—Como a seis kilómetros y medio de Despair.

—Vamos, que está en su jurisdicción.

—Sin lugar a dudas.

—En ese caso, llame a la policía de Despair.

—En la policía de Despair ni me mearía aunque estuvieran en llamas.

—Bueno, pues yo no puedo ayudarle. No está dentro de mi jurisdicción.

Llegó la camarera. Era la del turno de mañana, la testigo del maratón de café. Estaba muy ocupada, estresada. La cafetería se estaba llenando. Estados Unidos es un lugar muy pequeño a la hora del desayuno. Reacher pidió café y huevos. Vaughan también pidió café. Reacher se lo tomó como un buen presagio. Esperó a que la camarera se hubiera ido y dijo:

—Claro que puede ayudarme.

—¿Cómo?

—Quiero volver a Despair a echar otra ojeada ahora mismo, de día. Puede llevarme usted. Podríamos entrar y salir muy rápido.

—No es mi pueblo.

—No sería una visita oficial. No está usted de servicio. Como si fuésemos turistas. Es usted una ciudadana. Tiene usted derecho a conducir por su carretera.

—¿Sería usted capaz de encontrar de nuevo el cadáver?

—Dejé un puñado de piedras en el lateral de la carretera.

—No puedo. No puedo ir hasta allí... y, desde luego, no puedo llevarlo a usted. A usted lo han expulsado. Sería una provocación en toda regla.

—¿Quién iba a enterarse?

—¡Ah, no, nadie! Tienen una carretera de entrada y otra de salida y dos coches.

—Ahora mismo, están comiendo dónuts en el restaurante.

—¿Está usted seguro de que no lo ha soñado?

—Del todo. El joven tenía los ojos como canicas y la cara interna de la boca estaba apergaminada como si fuera el cuero de un zapato. Llevaba días caminando.

La camarera volvió con el café y los huevos. Los huevos tenían una ramita de perejil fresco encima. Reacher la quitó y la puso a un lado del plato.

—No puedo conducir un coche patrulla de Hope por Despair.

—¿Y qué otro vehículo tiene?

Se quedó callada un buen rato. Le dio un sorbo al café.

—Tengo una camioneta vieja.

Hizo que la esperara en la acera de la calle Uno, cerca de la ferretería. Estaba claro que no iba a llevarlo a su casa mientras se cambiaba de ropa y cogía el otro vehículo. A Reacher le había parecido una sabia precaución. «Mírese. ¿Qué es lo que ve?», le había soltado. Estaba empezando a acostumbrarse a que aquella pregunta tuviera respuestas negativas. La ferretería aún estaba cerrada. El escaparate estaba lleno de herramientas y de pequeños artículos de consumo habitual. El pasillo que había al otro lado de la puerta estaba abarrotado de todos los productos que más tarde exhibirían en la acera. Reacher llevaba muchos años preguntándose por qué en las ferreterías les gustaba tanto exponer producto en la calle. Aquello daba mucho trabajo. Un trabajo físico muy repetitivo, dos veces al día. Cabía la posibilidad de que existiera algún estudio psicológico que dijera que los compradores prefieren ver los objetos más grandes en la calle. O puede que no fuera sino cuestión de espacio. Pensó en ello durante un rato, pero no llegó a ninguna conclusión, por lo que pasó del tema y se apoyó en el poste de la señal del paso de peatones. El día había amanecido frío y gris. Las nubes estaban muy bajas, a ras de suelo. Las Rocosas no se veían, ni cerca, ni lejos.

Unos veinte minutos después, una vieja camioneta Chevy aparcó junto a la acera de enfrente. No era la típica clásica redondeada de los años cuarenta, ni uno de esos diseños espaciales de los años cincuenta. Tampoco era una musculosa El Camino, de los sesenta. No era más que un sencillo vehículo estadounidense de segunda mano que debía de tener unos quince años, de color azul marino, con la pintura estropeada, con llantas de acero y ruedas pequeñas. La conducía Vaughan, que llevaba una cazadora de color rojo con la cremallera subida hasta la barbilla y una gorra caqui con la visera bajada sobre los ojos. Un buen disfraz. Reacher no la hubiera reconocido si no hubiera estado esperándola. Cruzó por el paso de cebra y se sentó junto a ella, en un pequeño asiento de vinilo con el respaldo muy recto. La cabina olía a gasolina y a tubo de escape frío. Las alfombrillas, que estaban viejas y agrietadas, eran de goma y tenían arena y tierra del desierto. Reacher cerró la puerta y Vaughan arrancó. La camioneta tenía uno de esos motores de cuatro cilindros que parece que jadeen.

«Podríamos entrar y salir muy rápido», le había dicho él. Ahora bien, eso de «rápido» iba a ser un concepto muy relativo.

Recorrieron los ocho kilómetros de carretera de Hope en siete minutos. A unos cien metros del linde, Vaughan dijo:

—Si vemos a alguien, usted se agacha.

Pisó más a fondo el acelerador y enseguida notaron la junta de dilatación bajo las ruedas, que empezaron a sonar diferente, como si rugieran, debido a la gravilla de Despair.

—¿Pasa mucho por aquí? —le preguntó Reacher.

—¿Por qué iba a hacerlo?

No había tráfico. No había vehículos que vinieran de cara ni tampoco los había que fueran en su misma dirección. La carretera discurría directamente hacia la nublada distancia, subiendo y bajando. Vaughan conducía la camioneta a noventa y cinco kilómetros por hora. Recorrían cosa de un kilómetro cada cuarenta y cinco segundos, probablemente, la velocidad máxima a la que la camioneta podía circular con comodidad.

Siete minutos después de adentrarse en territorio enemigo, Vaughan empezó a reducir la velocidad.

—Usted mire el arcén. Verá cuatro piedras apiladas —le dijo Reacher.

El día tenía una luz gris, pero luminosa. No era resplandeciente, no era soleada, pero todo estaba iluminado a la perfección. No había una luz deslumbrante; tampoco había sombras. Había algo de basura en el arcén. No mucha, pero la suficiente como para que estuviera claro que el pequeño túmulo de Reacher no iba a destacar, aislado, glorioso, como un faro. Había botellas de agua de plástico, botellines verdes de cerveza, latas de refresco, papeles, pequeñas piezas no importantes de vehículos... todo ello atrapado en las piedrecitas que las ruedas habían ido lanzando a uno y otro lado. Reacher se volvió. No venía nadie por detrás. Tampoco venía nadie por delante. Vaughan redujo aún más la velocidad. Reacher observó con suma atención el arcén. A oscuras, en las manos, las piedras le habían parecido grandes, evidentes, pero ahora, bajo la impersonal luz del día, iban a resultar ridículas en aquella gran inmensidad.

Vaughan se puso a rodar por el centro de la calzada y lo hizo aún más despacio.

—¡Ahí está! —señaló Reacher.

Vio su pequeño túmulo treinta metros más adelante, a la izquierda. Tres piedras formando una base triangular, juntas, y la cuarta, encima. Una mota de polvo a lo lejos, en mitad de la nada. Hacia el sur, el paisaje era llano hasta el horizonte, sin apenas rasgos destacables, sembrado de arbustos paliduchos y piedras oscuras, punteado de hondonadas someras y crestas bajas.

—¿Es el lugar exacto?

—Unos veinte metros al sur —respondió Reacher antes de mirar de nuevo la carretera. No venía nadie por detrás. Tampoco venía nadie por delante—. Podemos bajar.

Vaughan dejó el túmulo atrás, se metió en el arcén derecho y describió un giro amplio por los dos carriles. Volvió en dirección este y se detuvo justo al lado del puñado de piedras. Echó el freno de mano, pero dejó el motor en marcha.

—Quédese aquí —le ordenó a Reacher.

—¡Y una mierda!

Reacher salió del coche, pasó por encima de las piedras y se quedó esperándola en el arcén. Se sentía pequeño en aquel vasto paisaje luminoso. A oscuras, de noche, el mundo se había reducido a lo que tenía a un brazo de distancia; ahora, volvía a parecerle descomunal. Vaughan llegó a su lado y Reacher empezó a caminar en dirección sur por entre la maleza, perpendicular a la carretera, cinco pasos, diez, quince. Se detuvo después de veinte pasos y miró hacia atrás para confirmar que había llevado bien la dirección. Entonces, miró a su alrededor, primero en un radio pequeño y, después, en uno más amplio.

No vio nada.

Se puso de puntillas y estiró el cuello para buscar de nuevo.

Allí no había nada.

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