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Reacher alineó la fotografía con la mesa, justo delante de él. Miró a la joven y le preguntó:

—¿De hace cuánto es esta foto?

—Es reciente.

—¿Me dejas ver tu carné de conducir?

—¿Por qué?

—Me gustaría comprobar una cosa.

—Es que...

—Ya sé que no te llamas Anne. Y también sé que no vas a la Universidad de Miami. Si tuviera que suponer alguna cosa, yo diría que vas a la Universidad de California, en Los Ángeles. Da la sensación de que esta fotografía os la hicisteis en algún lugar de esa zona. Huele a Los Ángeles.

La joven no dijo nada.

—No pretendo hacerte ningún daño.

Después de unos instantes, la joven deslizó la cartera por la mesa. Reacher miró el carné de conducir. La mayor parte del mismo se veía por la lechosa ventanita de plástico. Se llamaba Lucy Anderson, sin segundo nombre de pila. Anderson, puede que de ahí viniera lo de Anne.

—Lucy, encantado de conocerte.

—Siento no haberle dicho la verdad.

—No te preocupes. En realidad, ¿por qué deberías haberlo hecho?

—Mis amigos me llaman Lucky. Como si lo pronunciaran mal. Es un mote. Dicen que es porque soy muy afortunada.

—Espero que así sea.

—Y yo. Había sido hasta ahora.

Su carné de conducir decía que estaba a punto de cumplir los veinte años. Decía que su dirección era la de un apartamento que había en una calle que Reacher sabía que estaba cerca del campus de la Universidad de California. No hacía mucho que había estado en Los Ángeles y su geografía aún le resultaba familiar. Se especificaba que era de sexo femenino, lo que resultaba muy acertado, y de sus ojos decía que eran azules, aunque se quedaban cortos.

Medía un metro y setenta y tres centímetros. Así que su marido mediría, por lo menos, metro noventa, puede que metro noventa y cinco. En la fotografía parecía estar algo por encima de los noventa kilos. Puede que tuviera el tamaño de Rea­cher. Puede que incluso fuera más grande.

Desde luego, no era el tipo con el que se había topado hacía un rato. El tipo con el que se había topado hacía un rato era del tamaño de Lucy Anderson.

Reacher le devolvió la cartera, deslizándola por la mesa. Y a continuación le devolvió la fotografía de igual manera.

—¿Lo ha visto?

Reacher negó con la cabeza.

—No, no lo he visto. Lo siento.

—Tiene que estar en alguna parte.

—¿De qué está huyendo?

Lucy miró hacia la derecha.

—¿Por qué iba a estar huyendo de algo?

—Es una suposición.

—¿Quién es usted?

—Simplemente una persona.

—¿Cómo ha sabido que no me llamo Anne? ¿Cómo ha sabido que no voy a la Universidad de Miami?

—Hace mucho tiempo fui policía. En el ejército. Aún recuerdo algunas cosas.

Se quedó callada y su rostro perdió algo de color. La piel se le emblanqueció por debajo de las pecas. Guardó la fotografía en su funda, cerró la cartera y la metió en el bolso.

—No te gusta la policía, ¿verdad?

—No siempre.

—Eso es raro en una persona como tú.

—¿Como yo?

—Cautelosa, prudente, clase media, bien educada.

—Las cosas cambian.

—¿Qué ha hecho tu marido?

No respondió.

—¿Y a quién se lo ha hecho?

A aquello tampoco respondió.

—¿Por qué fue a Despair?

Seguía sin responder.

—¿En qué parte del pueblo tenías que reunirte con él?

Nada.

—Bueno, tampoco importa. No lo he visto, y además ya no soy policía. Hace mucho que no lo soy.

—En mi caso... ¿qué haría usted ahora?

—Esperaría aquí, en Hope. Tu marido parece una persona capaz. Lo más probable es que aparezca. Antes o después. O que te haga llegar algún mensaje.

—Eso espero.

—¿Él también va a la universidad?

Lucy Anderson no respondió a aquella pregunta. Puso bien la solapa de su bolso de mensajero, se deslizó por la butaca hacia el pasillo, se levantó y se colocó bien la minifalda. Algo más de metro setenta, sí; puede que algo por debajo de los sesenta kilos, rubia, con los ojos azules, fuerte y sana.

—Gracias. Buenas noches

—Buena suerte, Lucky.

La joven se echó el bolso al hombro y fue hasta la salida, empujó la puerta y salió a la calle. Reacher se quedó observando cómo se encorvaba arrebujándose en la sudadera y cómo se marchaba en mitad de la fría noche.

Reacher se metió en la cama antes de las dos de la madrugada. La habitación del motel tenía buena temperatura. Había un calefactor debajo de la ventana y funcionaba sin parar. Puso la alarma de su cabeza a las seis y media. Estaba cansado, pero dio por hecho que le bastaría con dormir cuatro horas y media. Y así tendría que ser, porque quería ducharse antes de ir a desayunar.

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