Читать книгу Nada que perder - Lee Child - Страница 9
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Los cuatro tipos eran de tamaño manejable. El más bajo mediría un metro ochenta y el que menos pesaba andaría por los noventa kilos. Todos ellos tenían los nudillos protuberantes, las muñecas anchas y los brazos nudosos. Dos de ellos tenían la nariz rota y ninguno conservaba todos los dientes. Todos estaban pálidos y tenían un aspecto poco saludable. Iban sucios. Tenían tanta roña en los pliegues de la piel que esta les brillaba como si fuera de metal. Todos ellos iban vestidos con camisa de trabajo de lona y la llevaban remangada hasta los codos. Todos tendrían entre treinta y cuarenta años. Daba la impresión de que todos ellos estaban buscando problemas.
—No quiero compañía —dijo Reacher—. Prefiero comer solo.
El tipo que estaba en la cabecera de la mesa era el más grande de los cuatro, cerca de tres centímetros más que el segundo más alto y cerca de cinco kilos más que el segundo más pesado.
—Aquí no vas a comer —le aseguró.
—¿Ah, no?
—Aquí no, desde luego.
—Pues me han dicho que este es el único restaurante del pueblo.
—Y así es.
—¿Entonces?
—Tienes que irte.
—¿¡Que tengo que irme!?
—De aquí.
—¿De aquí, de dónde?
—Del restaurante.
—¿Se puede saber por qué?
—No nos gustan los desconocidos.
—A mí tampoco, pero en algún sitio tengo que comer, de lo contrario, me quedaría en nada, como vosotros.
—Qué gracioso eres.
—Tan solo he constatado un hecho.
Reacher puso los antebrazos sobre la mesa. Al más grande de todos le sacaría unos quince kilos y unos ocho centímetros; más a los otros tres. Además, le habría encantado apostar a que tenía algo más de experiencia y algo menos de inhibición que cualquiera de ellos. O incluso que todos ellos juntos. Aunque, en última instancia, si la cosa se desmandaba, iban a ser sus ciento quince kilos contra los cuatrocientos a los que llegaban entre los cuatro. La probabilidad no jugaba a su favor, pero Reacher odiaba recular.
El que estaba de pie dijo:
—No queremos que estés aquí.
—Me parece que me estáis confundiendo con alguien a quien le importa lo que vosotros queráis.
—Aquí no van a servirte.
—¿Ah, no?
—No.
—Pues pide tú por mí.
—Y, luego, ¿qué?
—Pues, luego, me como tu comida.
—Qué gracioso eres. Venga, tienes que marcharte.
—¿Por qué?
—Que te marches.
—¿Cómo os llamáis?
—Eso no te incumbe. Venga, fuera.
—Si queréis que me marche, que me lo diga el dueño, no vosotros.
—No hay problema.
El que estaba en la cabecera le hizo un gesto con la cabeza a uno de los que estaban sentados, que arrastró la silla por las baldosas, se levantó y fue a la cocina. Transcurrido un largo minuto, salió con un hombre que llevaba puesto un delantal con manchas. El del delantal se secaba las manos con un trapo y no parecía que la situación le preocupara lo más mínimo. Se acercó hasta la mesa en la que se había sentado Reacher y le dijo:
—Quiero que se vaya de mi restaurante.
—¿Por qué?
—No tengo por qué darle explicaciones.
—¿Es usted el dueño?
—Sí, lo soy.
—Me marcharé en cuanto me haya tomado una taza de café.
—Márchese ya.
—Solo, sin azúcar.
—No quiero problemas.
—Pues ya los tiene. Si me sirve una taza de café, me marcharé de aquí. Si no me la sirve, estos cuatro pueden intentar obligarme a que me vaya, pero va a pasar usted el resto del día limpiando sangre del suelo y todo el de mañana comprando sillas y mesas nuevas.
El del delantal no dijo nada.
—Solo, sin azúcar —repitió Reacher.
El del delantal permaneció allí, de pie, durante un rato largo, hasta que por fin volvió a la cocina. Un minuto más tarde la camarera salió de la cocina con una única taza de café en un platillo que llevó por toda la sala. Cuando llegó a la mesa, dejó la taza justo delante de Reacher con la fuerza suficiente para que parte de su contenido se derramara sobre el platillo.
—Que lo disfrute —le dijo.
Reacher cogió la taza y secó la base en su manga, dejó la taza en la mesa y luego vertió en ella el café que había caído en el platillo. A continuación, volvió a dejar la taza en el platillo y alineó la una y el otro justo delante de él. Cogió la taza de nuevo y le dio un sorbo al café.
«No está malo», pensó.
Un poco flojo y demasiado hecho pero, en el fondo, era un producto comercial decente. Mejor que en la mayoría de las cafeterías, peor que en la mayoría de las franquicias. Justo en medio de la curva. Eso sí, la taza era una monstruosidad, con el borde tan grueso que hacía que la bebida se enfriara a pasos agigantados. Demasiado ancha, demasiado baja, demasiada masa. No es que Reacher fuera un enamorado de la porcelana china, pero consideraba que el receptáculo tenía que estar al servicio del contenido.
Los cuatro que lo rodeaban seguían allí, solo que ahora había dos sentados y dos de pie. Reacher los ignoró y bebió, despacio en un primer momento, más rápido a medida que el café iba enfriándose. Apuró la taza y la dejó en el platillo. Los apartó despacio y con cuidado hasta que estuvieron, exactamente, en el centro de la mesa. A continuación, movió el brazo izquierdo a toda velocidad para llevarse la mano al bolsillo. Los cuatro que lo rodeaban se pusieron en guardia. Reacher sacó un billete de un dólar, lo alisó y lo metió debajo del platillo.
—Venga, vamos —dijo.
El tipo que estaba de pie en la cabecera de la mesa se apartó. Reacher hizo ruido en el suelo cuando se echó hacia atrás con la silla. Se levantó. Los once clientes observaron cómo lo hacía. Empujó la silla con cuidado hasta la mesa, rodeó la cabecera de la misma y se dirigió a la puerta. Sintió que los cuatro matones lo seguían. Oyó sus botas sobre las baldosas. Iban en fila india, pasando entre las mesas, junto al atril y al cartel de marras. La sala estaba en silencio.
Reacher empujó la puerta y salió a la calle. El aire era frío, pero el sol ya había salido. La acera estaba compuesta por cuadrados de cemento de metro y medio de lado. Los cuadrados estaban dispuestos con una junta de dilatación de dos centímetros y medio. Habían rellenado las juntas con un compuesto negro.
Reacher giró a la izquierda y dio cuatro pasos para apartarse de la camioneta. Luego, se detuvo y se dio la vuelta, con el sol de la tarde a la espalda. Los cuatro matones formaron delante de él, con el sol en los ojos. El que se había situado en la cabecera de la mesa le espetó:
—Y, ahora, lárgate.
—Ya he salido del restaurante.
—Lárgate del pueblo.
Reacher no dijo nada.
—Gira a la izquierda. Encontrarás la calle principal a cuatro manzanas. Una vez allí, gira a la derecha o a la izquierda, al este o al oeste, a nosotros nos da igual. Eso sí, ponte a caminar y no pares.
—Así que aquí seguís haciendo eso, ¿eh?
—¿Hacer qué?
—Lo de echar a la gente del pueblo.
—Ya te digo.
—¿Y podríais decirme por qué lo hacéis?
—No tenemos por qué darte explicaciones.
—Es que he llegado hasta aquí.
—¿¡Y!?
—Pues que me voy a quedar.
El tipo que estaba más alejado de Reacher se subió las mangas por encima de los codos y dio un paso hacia delante. Tenía la nariz rota, le faltaban dientes. Reacher le miró las muñecas. La anchura de las muñecas de una persona es el único indicador claro de la fuerza que tiene. Las de aquel tipo eran más anchas que el tallo de una rosa, pero más estrechas que un tablón de madera de cinco por diez; aunque estaban más cerca del grosor del tablón que del grosor del tallo.
—Os estáis metiendo con la persona equivocada.
El único que había hablado hasta el momento le preguntó:
—¿Tú crees?
Reacher asintió.
—Me veo en la obligación de advertíroslo. Se lo prometí a mi madre hace mucho tiempo. Me metió en la cabeza que tenía que darles a mis contendientes la oportunidad de retirarse.
—¿Eres un niñito de mamá?
—Digamos que le gustaba el juego limpio.
—Somos cuatro contra uno.
Reacher tenía las manos a los lados, relajadas, ligeramente curvadas. Tenía los pies separados, bien plantados. Sentía el duro cemento a través de la suela de los zapatos. Tenía cierta textura. Si tuviera que apostar, diría que le pasaron una escoba de cepillo justo antes de que se hubiera secado, hacía diez años. Cerró la mano izquierda y la levantó muy despacio, con la palma hacia arriba. La subió hasta la altura de los hombros. Los cuatro tipos se quedaron mirándola. Por la manera en que había doblado los dedos, parecía que estuviera escondiendo algo, pero ¿el qué? Reacher abrió la mano de golpe. Allí no había nada. En ese mismo instante, se hizo a un lado, lanzó el puño derecho como si lo impeliera una fortísima convulsión y le atizó al tipo que había dado el paso adelante un colosal gancho ascendente en la mandíbula. El tipo respiraba por la boca porque tenía rota la nariz, así que el terrible puñetazo le cerró la boca de golpe. Además, lo levantó del suelo y lo tiró de espaldas sobre la acera cuan largo era. Como una marioneta a la que le cortas todas las cuerdas al mismo tiempo. Inconsciente antes de haber recorrido la mitad del camino.
—Bueno, ya solo quedáis tres. Yo sigo siendo uno.
Desde luego, principiantes no eran. Reaccionaron bastante bien y bastante rápido. Se echaron atrás de un salto y conformaron un amplio semicírculo, encorvados, con los puños preparados.
—Aún tenéis oportunidad de retiraros.
El único que había hablado hasta el momento exclamó:
—Que te lo has creído.
—No sois lo bastante buenos.
—Has tenido suerte.
—Solo a los gilipollas se les pilla con un puñetazo como ese.
—No vas a conseguirlo dos veces.
Reacher no dijo nada.
—Lárgate del pueblo. No puedes con los tres tú solo.
—Ponedme a prueba.
—No puede ser. Ahora no.
Reacher asintió.
—A ver, tienes razón, cabe la posibilidad de que uno de vosotros permanezca en pie el tiempo suficiente como para pegarme una hostia.
—Dalo por hecho.
—Lo que tenéis que preguntaros es quién de vosotros será. Ahora mismo, es imposible que lo sepáis. Uno de vosotros va a tener que llevar a los demás al hospital, donde se tirarán seis meses. ¿Tanto interés tenéis en que me marche como para correr el riesgo?
Ninguno de ellos respondió. Tablas. Reacher se planteó cuál sería su siguiente paso. Una patada con la pierna derecha en la ingle al tipo que tenía a la izquierda, girarse rápido y asestarle un codazo en la cabeza al tipo que estaba en el centro, agacharse para evitar el gancho que sin duda estaría intentando atizarle el que tenía a su derecha, dejar que siguiera al impulso y soltarle un codazo en los riñones. Un, dos, tres, no tenía mucha complicación. Puede que, después, tuviera que limpiar un poco, más patadas y más codazos. La mayor de las dificultades consistiría en limitar los daños. Iba a tener que contenerse un poco. Siempre era mejor quedarse en el lado bueno de la línea, más cerca del alboroto público que del homicidio.
El cuadro se había quedado congelado: Reacher, erguido, relajado; tres tipos encorvados; y uno más en el suelo que sangraba y no se movía, aunque respiraba. A lo lejos, más allá de los tres matones, en las aceras, Reacher veía gente yendo y viniendo, a lo suyo. Veía coches y camionetas que avanzaban despacio por las calles, se detenían en los cruces y seguían su camino.
Entonces vio cómo un coche en concreto salía de unos de aquellos cruces y se dirigía directo hacia ellos. Era un Crown Victoria blanco y dorado con un parachoques con el protector de color negro, una barra de luces en el techo y antenas en la puerta del maletero. En las puertas delanteras llevaba pintado un escudo en el que ponía DPD —Departamento de Policía de Despair—. Al volante iba un policía corpulento con una chaqueta marrón.
—Detrás de vosotros —anunció Reacher—. Llega la caballería.
Él ni se movió. Siguió mirando a los tres tipos. A decir verdad, la llegada del policía no le garantizaba nada. Aún no, al menos. Sin embargo, aquellos tres parecían estar lo bastante cabreados como para que no les importara pasar del cargo de amenazas al de agresión. Puede que ya tuvieran tantos a sus espaldas que considerasen que no habría mucha diferencia si les caía uno más.
«Ay, los pueblecitos».
En opinión de Reacher, en todos había algún lunático.
El policía frenó el Crown Victoria en seco junto a ellos. Abrió la puerta y sacó una escopeta antidisturbios de una funda situada entre ambos asientos delanteros. Bajó. Cargó la escopeta y se la puso en diagonal sobre el pecho. Era un tipo grande. Blanco. De unos cuarenta años. Moreno. Con el cuello ancho. Chaqueta marrón oscuro, pantalones marrones claros, zapatos negros y una marca en la frente que le había dejado el sombrero, uno como el que seguramente llevaba el oso Smokey, y que lo más probable es que estuviera en el asiento del copiloto. El policía se situó detrás de los tres matones y analizó la situación.
«A ver, que tampoco es astrofísica... Tres tipos que rodean a un cuarto... Del tiempo no estamos hablando».
—¡Atrás! —exclamó el policía.
Tenía la voz profunda. Autoritaria. Los tres matones se hicieron a un lado. El policía avanzó. Los matones cambiaron de posición y se quedaron detrás del policía. El policía apuntó al pecho a Reacher con la escopeta antidisturbios y le soltó:
—Queda usted arrestado.