Читать книгу Nada que perder - Lee Child - Страница 6
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El sol solo calentaba la mitad que otros soles que había conocido, aunque calentaba lo suficiente como para que siguiera sintiéndose confundido y mareado. Estaba muy débil. Hacía setenta y dos horas que no comía, y cuarenta y ocho que no bebía.
No es que estuviera débil. Es que se estaba muriendo, y era consciente de ello.
No paraba de imaginar objetos que se movían a la deriva. Un bote de remos atrapado en la corriente de un río que tiraba con fuerza de la cuerda podrida que lo mantenía inmovilizado, contra la que luchaba hasta que lograba liberarse. Y su punto de vista era el de un niño pequeño que iba en el bote, sentado, mirando hacia atrás, hacia la orilla, sin saber qué hacer, mientras el embarcadero se hacía más y más pequeño.
O un zepelín que se balanceaba con suavidad por efecto de la brisa y que, por alguna razón, se soltaba del mástil al que estaba atado y se alejaba flotando, poco a poco, y desde el que el niño, que estaba atrapado en él, veía, en tierra, unas diminutas figuras que se movían estremecidas de un lado para otro, agitando los brazos, mirándole con cara de preocupación.
Entonces, las imágenes se desvanecían porque, de pronto, daba la impresión de que las palabras eran más importantes, lo cual resulta absurdo, porque nunca antes le habían interesado las palabras. Sin embargo, antes de morir quería saber cuáles eran las suyas, cuáles se le podían aplicar. ¿Era un hombre o un chico? Lo habían descrito de ambas formas. «Sé un hombre», le habían dicho algunos. Otros se habían mostrado insistentes: «No es culpa del chico». Era lo bastante mayor para votar, para matar y para morir, y eso lo convertía en un hombre. Era demasiado joven para beber —incluso cerveza—, y eso lo convertía en un chico. ¿Era valiente o un cobarde? Lo habían descrito de ambas formas. Habían dicho de él que era inestable, que estaba perturbado, que estaba trastornado, que estaba desequilibrado, que deliraba, que estaba traumatizado... y no solo lo aceptaba, sino que lo comprendía. Bueno, todo, menos lo de que era inestable. ¿En qué sentido hay que ser estable? ¿Igual que una puerta, con sus tres goznes? Puede que las personas fueran puertas. Puede que las cosas pasasen a través de ellas. Puede que el viento hiciera que se cerraran de golpe. Se lo planteó durante un buen rato y, entonces, frustrado, soltó un puñetazo al aire. Farfullaba como un quinceañero enamorado de la marihuana.
Que era, justamente, lo que había sido hacía un año y medio.
Se cayó de rodillas. La arena estaba la mitad de caliente que otras arenas que había conocido, aunque lo estaba lo bastante como para aliviarle del frío que sentía. Cayó de bruces, exhausto, con las energías agotadas. Sabía con total certeza, con una certeza como no había sentido nunca, que si cerraba los ojos, no volvería a abrirlos.
Pero estaba muy cansado.
Mucho. Muchísimo.
Mucho más cansado de lo que lo había estado jamás ningún hombre o ningún chico.
Cerró los ojos.