Читать книгу Nada que perder - Lee Child - Страница 7
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El linde entre Hope y Despair, entre Esperanza y Desesperación, era una línea. Literalmente. Una línea en la carretera a la que daban forma el final del asfalto de uno y otro pueblo. El Departamento de Carreteras de Hope había utilizado un asfalto denso y oscuro que sus operarios habían dejado muy liso. Despair tenía un presupuesto municipal más bajo, eso saltaba a la vista. En su caso, habían asfaltado la carretera de un modo un tanto irregular con brea caliente y gravilla gris. Allí donde ambas superficies se encontraban, se abría una trinchera de unos dos centímetros de anchura, una tierra de nadie rellenada con un compuesto de goma negra. Una junta de dilatación. Un linde. Una línea. Jack Reacher pasó por encima de ella y siguió caminando. No le prestó la menor atención.
Pero, más tarde, se acordaría de ella. Más tarde, llegaría a acordarse de ella con todo lujo de detalles.
Tanto Hope como Despair estaban en Colorado. Reacher se encontraba en Colorado porque hacía dos días había estado en Kansas, y Colorado era justo lo que había después de Kansas. Iba en dirección suroeste. Cuando estaba en Calais, Maine, se le había ocurrido cruzar el continente en diagonal hasta San Diego, California. Calais era el último núcleo de población importante que había al noroeste; San Diego, el último que había al suroeste. De un extremo al otro. Del Atlántico al Pacífico. Del frío y la humedad al calor y la sequedad. Tomó autobuses allí donde los había e hizo autostop donde no. Allí donde no encontraba a nadie que le llevara, caminó. Había llegado a Hope en el asiento del pasajero de un Mercury Grand Marquis de color verde botella conducido por un vendedor de botones jubilado. Abandonaba Hope a pie porque esa mañana no había pasado ningún vehículo en dirección oeste, hacia Despair.
De eso también se acordaría más tarde y se preguntaría por qué no le había llamado la atención.
En cuanto a la gran diagonal que había decidido trazar, lo cierto es que se había salido ligeramente del camino. Lo ideal habría sido dirigirse a Nuevo México, rumbo suroeste, pero no era de esos que se desquician si los planes no salen como uno quiere y el Grand Marquis había sido un coche cómodo y el anciano iba a Hope porque era allí donde tenía tres nietos a los que quería visitar antes de dirigirse a Denver para ver a cuatro más. Reacher había escuchado con paciencia las historias familiares del anciano y había considerado que un itinerario en zigzag, primero al oeste y después al sur, era del todo aceptable. De hecho, probablemente sería más entretenido ver dos lados de un triángulo que uno solo. Luego, en Hope, había consultado un mapa y había visto que Despair estaba a algo menos de veinte kilómetros al oeste y había sido incapaz de resistirse a seguir con el desvío. En una o dos ocasiones a lo largo de la vida había hecho ese mismo viaje, aunque metafóricamente, eso de pasar de la esperanza a la desesperación, y, ahora, dado que la oportunidad se le presentaba así de clara, quería hacerlo de forma literal.
De ese capricho también se acordó más tarde.
La carretera entre ambas poblaciones era recta y tenía dos carriles. Iba elevándose con suavidad mientras avanzaba hacia el oeste, aunque no demasiado. La zona del este de Colorado en la que se encontraba era bastante plana, como Kansas, aunque las Rocosas se veían a lo lejos, por delante, azules, descomunales, neblinosas. Parecía que estuvieran muy cerca hasta que, de pronto, dejaron de estarlo. Reacher ascendió la ligera cuesta, pero cuando llegó a lo más alto se quedó de piedra y entendió por qué uno de los pueblos se llamaba «Esperanza» y el otro «Desesperación». Los colonos de hacía ciento cincuenta años que se esforzaban por llegar al oeste se habrían detenido en lo que acabaría llamándose Hope y habrían considerado que tenían su último gran obstáculo al alcance de la mano. Luego, tras descansar un día, una semana, un mes, se habrían puesto en camino una vez más, habrían subido esa misma cuesta que él había remontado y habrían visto que la aparente proximidad de las Rocosas no era sino un cruel truco de la topografía. Una ilusión óptica. Un juego de la luz. Desde lo alto de la cuesta, la gran barrera volvía a parecer remota, inalcanzable incluso, al otro lado de cientos y cientos de kilómetros de interminables llanuras. A miles de kilómetros... aunque eso también era una ilusión. Reacher calculaba que, en realidad, los primeros picos significativos estarían a unos trescientos kilómetros. Eso era un mes de duro caminar por un paisaje monótono, junto con los carros de mulas y siguiendo rodadas de carro ocasionales que tendrían décadas de antigüedad. Puede que seis buenas semanas en caso de que no se tratara de la estación más adecuada. Vamos, que tampoco es que fuera un desastre, pero sin duda suponía una amarga decepción, un golpe lo bastante fuerte como para que los más inquietos e impacientes pasaran de la esperanza a la desesperación en dos miradas consecutivas al horizonte.
Reacher había salido de la carretera de brea y gravilla de Despair y había caminado por una zona de tierra arenosa hasta una mesa de roca del tamaño de un coche. Se había aupado a la mesa, se había tumbado en su superficie con las manos detrás de la nuca y se había quedado mirando el cielo, que tenía un color azul celeste pálido y estaba lleno de nubes plumosas que bien podían haber sido los vaporosos rastros de los vuelos nocturnos que van de costa a costa. Si aún fumara, muy probablemente hubiera encendido un cigarrillo para pasar el rato, pero no era el caso. Fumar implicaba llevar, por lo menos, un paquete de cigarrillos y unas cerillas, y hacía mucho tiempo que había dejado de llevar encima aquello que no necesitara. En los bolsillos no llevaba sino billetes, un pasaporte expirado, una tarjeta de débito y un cepillo de dientes de viaje, de esos cuya funda es al mismo tiempo la empuñadura del cepillo. A esas alturas de la vida, tampoco le esperaba nada en ningún lado. No tenía ningún trastero en una ciudad lejana, no le había pedido a ningún amigo que le guardara nada. Sus únicas pertenencias eran aquello que llevaba en el bolsillo y la ropa y los zapatos que vestía. Eso era todo, y era más que suficiente. Todo lo que necesitaba y nada de lo que no necesitaba.
Se puso de pie, de puntillas, lo más alto que podía sobre aquella mesa de roca. A su espalda, hacia el este, había una ligera depresión del terreno, de unos quince kilómetros de diámetro en cuyo centro aproximadamente se encontraba Hope, a unos trece o catorce kilómetros, una retícula de unas diez calles por seis llenas de edificios de ladrillo, junto con una serie de casas, granjas, graneros y estructuras similares de madera o de chapa ondulada diseminadas por los alrededores. En conjunto era como una especie de borrón entre la niebla. Frente a él, hacia el oeste, había decenas de miles de kilómetros cuadrados completamente vacíos, a excepción de una serie de cintas que en realidad eran carreteras lejanas, y del pueblo de Despair, que estaba a unos trece o catorce kilómetros. Era más difícil ver Despair que Hope. La niebla era más densa en el oeste. Resultaba imposible adivinar los detalles, aunque el lugar parecía más grande que Hope. El pueblo tenía forma de lágrima, con una zona central más plana una vez había comenzado la población, que se iba ensanchando a medida que crecía la zona de actividad, probablemente de naturaleza industrial: de ahí lo de la niebla. Despair no parecía tan agradable como Hope. Resultaba fría, mientras que Hope le había resultado cálida; gris, mientras que Hope le había parecido ambarina. Desde luego, su aspecto era poco cordial. Durante un breve instante, Reacher se planteó dar media vuelta y seguir en dirección sur desde Hope, lo cual le permitiría retomar su diagonal imaginaria, pero desechó el pensamiento antes incluso de que este se hubiera formado del todo. Reacher odiaba dar la vuelta. A él le gustaba seguir siempre hacia delante, sin mirar atrás, pasase lo que pasase. En la vida todos necesitamos un principio motor, y el de Reacher era el implacable movimiento hacia delante.
Más tarde, se enfadaría consigo mismo por ser tan inflexible.
Había bajado de la mesa de roca y había seguido una larga diagonal por la arena, hasta que había vuelto a la carretera, veinte metros después de donde la había dejado. Había subido el escalón del bordillo izquierdo y había seguido caminando a grandes zancadas, un paso cómodo para él, como para recorrer unos cinco kilómetros por hora, de cara al tráfico que venía, si bien no circulaba ningún vehículo. Ni venía, ni iba. La carretera estaba desierta. Ningún vehículo la utilizaba. Ni coches, ni camiones. Nada. Nadie podía llevarle. A Reacher le había llamado un poco la atención, pero no le había preocupado. No era, ni mucho menos, la primera vez que le tocaba caminar veinte kilómetros. Se había retirado el pelo de la frente, se había ahuecado la camisa y había seguido caminando hacia lo que fuera que le esperara delante.