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Cuanto más se acercaba al linde de Hope, más se iba dejando caer hacia la carretera. Hope no era un pueblo grande y, como estaba tan oscuro, no quería pasárselo. No quería seguir caminando y, en un momento dado, darse cuenta de que estaba de vuelta en Kansas. Sin embargo, fue trazando tan bien la diagonal que, cuando sintió la gravilla embreada bajo los pies, no debía de quedarle ni un kilómetro y medio para llegar. El reloj de su cabeza le decía que era medianoche. A pesar de que se había caído cuatro veces más y de que había tenido que confirmar cada treinta minutos que seguía el rumbo adecuado para no desviarse mucho, había mantenido un buen ritmo, cerca de cinco kilómetros por hora.

La carretera barata de Despair crujía ruidosamente bajo sus pies, pero como la superficie era dura y lisa, pudo acelerar. Cogió una buena velocidad y recorrió lo que le quedaba de aquel kilómetro y medio en menos de quince minutos. Seguía haciendo mucho frío. Seguía estando muy oscuro. Sin embargo, le pareció presentir el asfalto nuevo más adelante. Era como si sintiera que venía hacia él. Entonces notó que la superficie cambiaba bajo sus pies. Su pie izquierdo pisó piedrecitas duras y su pie derecho, un asfalto suave como el terciopelo.

Había cruzado el linde.

Se quedó quieto un instante. Estiró los brazos y miró el cielo negro. De pronto, la luz brillante de unos faros le iluminó la cara y Reacher se sintió atrapado por los haces de luz. Alguien encendió un foco y su luz lo recorrió de la cabeza a los pies y de los pies a la cabeza.

Era un coche patrulla.

Los haces de luz desaparecieron tan rápido como habían aparecido y se encendió la luz interior del coche, que iluminó una pequeña figura al volante. Camisa marrón, pelo rubio. Sonrisa de medio lado.

Vaughan.

Estaba aparcada de morro, con el parachoques a veinte metros del linde de Despair, en su propia jurisdicción, esperando a oscuras. Reacher se dirigió a ella, fue dirigiéndose hacia la izquierda y dejó atrás el capó. Llegó hasta la puerta del copiloto y sujetó la manija. Abrió la puerta y se embutió en el asiento. El interior estaba lleno de suaves ruidos de radio y olía a perfume.

—Bueno, ¿está usted libre para ir a cenar?

—No ceno con gilipollas.

—Estoy de vuelta, tal como le dije.

—¿Se ha divertido?

—Lo cierto es que no.

—Me toca el turno de noche. No salgo hasta las siete.

—Pues desayunemos. Tomarse un café con un gilipollas es muy diferente de cenar con un gilipollas.

—No bebo café para desayunar. Tengo que dormir de día.

—Pues té.

—El té también tiene cafeína.

—¿Un batido?

—Quizá.

Era evidente que la agente se sentía muy cómoda, con un codo apoyado en la puerta y el otro antebrazo sobre las piernas.

—¿Cómo me ha visto llegar? Yo no la he visto a usted.

—Tomo mucha zanahoria. Además, nuestra cámara de vídeo tiene visión nocturna. —Se inclinó hacia delante y le dio unos toquecitos a una caja negra que estaba dispuesta sobre el salpicadero—. Cámara de tráfico y disco duro grabador al mismo tiempo.

La policía pulsó una tecla del ordenador y la pantalla adquirió un fantasmagórico tono verde, ofreciéndoles una amplia perspectiva del paisaje que tenían delante. La carretera era más clara que la maleza; había retenido más calor del sol que sus alrededores, o tal vez menos. Reacher no lo tenía claro.

—Le he visto como a ochocientos metros. Era usted una mancha verde.

La policía pulsó otra tecla e hizo retroceder la imagen hasta el momento al que acababa de referirse, y Reacher se vio a sí mismo, como un palito luminoso en medio de la oscuridad. Una figura que cada vez se hacía más grande, que cada vez estaba más cerca.

—Muy bonito.

—En esto se gasta el dinero Seguridad Nacional. No sabemos ni cuánto dinero tenemos, así que en algo tenemos que gastárnoslo.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí?

—Una hora.

—Gracias por esperarme.

Vaughan encendió el motor, dio marcha atrás un corto trecho y giró describiendo un amplio arco que hizo que las ruedas de delante se salieran del asfalto y pisaran la tierra del arcén. Enderezó el rumbo y aceleró.

—¿Tiene hambre? —preguntó ella.

—Lo cierto es que no.

—Da igual, debería comer algo.

—¿Y dónde?

—La cafetería aún está abierta. Permanece abierta toda la noche.

—¿En Hope? ¿Y eso?

—Esto es Estados Unidos. Ya sabe, la terciarización.

—Bueno, da igual. La cosa es que preferiría dormir un poco, he hecho un largo camino.

—Cene primero.

—¿Por qué?

—Porque creo que lo necesita. La nutrición es importante.

—¿Quién es usted, mi madre?

—Solo creo que debería comer primero.

—¿Va usted a comisión? ¿Acaso la cafetería es de su hermano?

—Alguien ha preguntado por usted.

—¿Quién?

—Una chica.

—No conozco a ninguna chica.

—No es que estuviera preguntando por usted concretamente. Quería era saber si habían expulsado de Despair a alguien después de a ella.

—¿A ella también la han expulsado?

—Hace cuatro días.

—¿También expulsan a las mujeres?

—La ordenanza de vagabundeo no hace distinciones entre sexos.

—¿Y quién es?

—Una chiquilla. Le he hablado de usted. No le he dado su nombre, pero le he dicho que iría a cenar a la cafetería. Como ve, daba por hecho que conseguiría volver. Me gusta ser positiva. Creo que cabe la posibilidad de que haya vuelto para hablar con usted.

—¿Y qué es lo que quiere?

—No me lo ha dicho, pero yo diría que su novio ha desaparecido.

Nada que perder

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