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Reacher salió del coche patrulla de Vaughan en la calle Uno y fue directo a la calle Dos. La cafetería estaba iluminada y había algún que otro cliente. Había tres mesas ocupadas: una por un hombre que estaba solo, una por una mujer que estaba sola y otra por dos tipos. Puede que se tratase de vecinos de Hope, cenando después de haber vuelto del trabajo. En Despair no iban a trabajar, eso era evidente, pero puede que trabajaran en otros pueblos. Incluso en otros estados, como Kansas o Nebraska, que están a una gran distancia. Puede que hubieran vuelto demasiado tarde como para ponerse a cocinar algo en casa. O puede que trabajaran por turnos y que estuvieran a punto de entrar y les quedara un largo viaje por delante.

Las calles que había cerca de la cafetería estaban desiertas. Por allí no había ninguna chica. No había ninguna chica observando quién entraba y quién salía de la cafetería. No había ninguna chica apoyada en la pared. Tampoco había ninguna oculta entre las sombras. Reacher abrió la puerta y recorrió la cafetería hasta una de las mesas que había al fondo, donde podría sentarse con la espalda protegida y ver toda la estancia al mismo tiempo. Costumbres. Nunca se sentaba de otra manera. Una camarera llegó con una servilleta, cubiertos y un vaso de agua helada. No era la misma camarera de la otra vez, la del maratón de cafeína. Esta era joven y no tenía aspecto de estar especialmente cansada, a pesar de que fuera muy tarde. Bien podría haber sido una universitaria. Puede que la cafetería permaneciera abierta por la noche para dar trabajo a la gente, no solo para darle de comer. Puede que el dueño sintiera que tenía una especie de responsabilidad cívica. Daba la impresión de que Hope era un pueblo de ese tipo.

La carta estaba en un clip de cromo al final de la mesa. Era una hoja plastificada con imágenes de la comida. La camarera volvió y Reacher le señaló un sándwich caliente de queso.

—Y café.

La camarera tomó nota y se marchó, y Reacher se recostó en la butaca y miró la calle a través de las ventanas. Dio por hecho que la chica que lo estaba buscando pasaría en menos de quince o veinte minutos. Desde luego es lo que él habría hecho. Con intervalos mayores podría perder su visita. La mayoría de los clientes acabaron y se fueron bastante rápido. Estaba seguro de que en algún lugar había alguna asociación de comercio apuntando los detalles exactos. Su media personal, desde luego, era de menos de media hora. Menor, si iba con prisa; mayor, si estaba lloviendo. La estancia más larga que recordaba debía de andar por las dos horas. La más corta de su historia reciente era la del día anterior, en Despair: una taza rápida de café supervisada por gente que lo miraba con hostilidad.

Pero no vio a nadie en la calle. Nadie miraba por las ventanas. La camarera llegó con el sándwich y con una taza de café. El café estaba recién hecho y el sándwich estaba bien. El queso estaba pegajoso y tenía menos sabor que si fuera de Wisconsin, pero no estaba malo. Además, él no era ningún sibarita. Clasificaba la comida como buena o mala, y a lo largo de su vida, la inmensa mayoría de lo que había comido lo había clasificado como bueno. Por tanto, comió y bebió y disfrutó cuanto pudo.

Transcurridos quince minutos, supuso que la chica no iba a venir. Pero cambió de opinión. Dejó de mirar hacia la calle y empezó a mirar a los clientes de la cafetería. Fue entonces cuando se dio cuenta de que la chica ya estaba allí, esperándolo.

Era la joven que se sentaba tres mesas más allá.

«¡Qué idiota soy!».

Había dado por hecho que si la situación fuera al revés, él habría estado pasando cada quince o veinte minutos para mirar por las ventanas, pero, en realidad, no era eso lo que habría hecho. Lo que habría hecho era entrar, dejar fuera el frío y sentarse a esperar a que llegara aquel a quien quería ver.

Tal y como había hecho ella.

Sentido común.

Debía de tener diecinueve o veinte años, era rubia y llevaba el pelo con mechas y sucio, iba vestida con una minifalda vaquera y con una sudadera blanca con una palabra estampada que bien podría ser el nombre de un equipo de fútbol americano universitario. No es que sus rasgos pudieran considerarse los de una mujer guapa, pero tenía esa especie de brillo irresistible de la juventud, tan relacionado con la buena salud, que ya había visto antes en otras chicas estadounidenses de su clase y su generación. Tenía la piel perfecta y del color de la miel, y aún le quedaban restos de un estupendo bronceado veraniego. Tenía los dientes blancos y regulares; los ojos, de un brillante color azul. Tenía las piernas largas, ni gordas ni delgadas.

«Bien formadas». Reacher sabía que aquel era un término pasado de moda, pero era el adecuado.

La joven calzaba zapatillas de lona y unos minúsculos calcetines blancos que le llegaban por debajo del tobillo. Llevaba un bolso, que había dejado en la butaca, a su lado. No era ni de esos de mano, ni tampoco un maletín, sino un bolso de mensajero, de nailon gris con una solapa grande.

Ella era la persona que él había estado esperando. Lo sabía porque, mientras la miraba por el rabillo del ojo, veía cómo a su vez ella lo miraba a él por el rabillo del ojo. La joven estaba intentando evaluarlo y decidiendo si se acercaba o no.

Al parecer, de momento había decidido que era mejor no hacerlo.

Había tenido quince minutos para decidirse, pero no se había levantado para ir hasta donde él estaba. Y no por buena educación. Ni porque no quisiera molestarlo mientras comía. Reacher sospechaba que el concepto de etiqueta de la joven no llegaba hasta ahí, y que, aunque así fuera, el hecho de haber perdido a su novio haría que se sintiera superada por la situación. No quería ir hasta donde él estaba y punto. Reacher no la culpaba. «Mírese. ¿Qué es lo que ve?», le había soltado Vaughan. Así que no se hacía ilusiones acerca de lo que estaría viendo la joven que se encontraba tres mesas más allá. No se hacía ilusiones acerca de su aspecto o de su atractivo, al menos a ojos de alguien como ella. Era de noche, él le doblaba la edad, era grande, desmañado, estaba despeinado, sucio... y rodeado por esa aura eléctrica que decía «Mantente alejado de mí» y que llevaba años cultivando, un aura que era como uno de esos carteles que llevan detrás los coches de bomberos: «Mantenga una distancia de seguridad de 60 metros».

Así que iba a seguir sentada, esperando. Eso estaba claro. Se sintió decepcionado. En especial por las preguntas que rodeaban al cadáver del joven que había reconocido a oscuras, pero también, en cierta medida, porque le habría gustado ser uno de esos tipos por los que se sienten atraídas las chicas bonitas. A ver, que tampoco es que hubiera pretendido hacer nada con ella. La joven parecía íntegra y él le doblaba la edad. Además, su novio estaba muerto, lo cual la convertía en una especie de viuda.

Seguía observándolo. Él había pasado a mirar por la ventana para ver su reflejo. La joven levantaba la vista, la bajaba, se tocaba los dedos, lo miraba fijamente cuando la invadía una nueva idea y apartaba la mirada una vez más en cuanto conseguía vencer la idea en cuestión; en cuanto encontraba razones de peso para mantenerse alejada de él. Reacher le dio cinco minutos más y al fin metió la mano en el bolsillo en busca de dinero. No necesitaba que le trajeran la cuenta. Sabía lo que costaban un sándwich caliente y un café, porque los precios estaban impresos en la carta. Sabía el importe de los impuestos en aquel estado, así que había calculado el precio final mentalmente. Además, sabía cómo contar el quince por ciento de propina que tenía que dejarle a la camarera universitaria, quien, al igual que la joven, se había mantenido alejada de él.

Dobló a lo largo unos billetes pequeños y los dejó encima de la mesa. Se levantó y se dirigió a la salida. En el último instante cambió de dirección, se acercó a la mesa de la joven y se sentó frente a ella.

—Me llamo Reacher. Tengo entendido que querías hablar conmigo.

La joven lo miró, parpadeó, abrió la boca y la cerró... Consiguió hablar al segundo intento.

—¿Y a qué se debe que piense eso?

—Conozco a Vaughan, la agente de policía. Es ella quien me lo ha dicho.

—¿Qué le ha dicho?

—Que andabas buscando a alguien que hubiera estado en Despair.

—No... no, se equivoca. No he sido yo.

No era buena mentirosa. De hecho, era muy mala. A Reacher le había tocado enfrentarse a grandes expertos cuando estaba en el ejército. La joven tenía todas las taras que lastran a un mal mentiroso: lo de tragar saliva, lo de trabarse al empezar a hablar, el tartamudeo, la inquietud, lo de mirar hacia la derecha. Los psicólogos dicen que el centro de memoria está localizado en el hemisferio izquierdo del cerebro y que el de la imaginación está localizado en el derecho. Así, la gente mira inconscientemente a la izquierda cuando está intentando recordar algo y a la derecha cuando está inventándoselo, cuando está mintiendo. La joven miraba tanto a la derecha que estaba a punto de sufrir un latigazo cervical.

—De acuerdo, pues perdona por haberte molestado.

Pero no se movió. Reacher permaneció donde estaba, sentado, ocupando casi toda la butaca de vinilo pensada para dos comensales. De cerca, la joven era mucho más guapa que de lejos. Tenía pequitas por toda la cara y una boca muy expresiva.

—¿Quién es usted?

—Simplemente una persona.

—Pero ¿qué tipo de persona?

—El juez de Despair me tildó de vagabundo, así que supongo que eso debe de ser lo que soy.

—¿No tiene usted trabajo?

—Hace mucho tiempo que no tengo, no.

—A mí también me llamaron vagabunda.

No tenía un acento marcado. Desde luego, no era ni de Boston, ni de Nueva York, y tampoco era ni de Chicago ni de Minnesota, ni del sur profundo. Puede que fuera de algún lado del suroeste. Puede que de Arizona.

—En tu caso, doy por hecho que no estaban en lo cierto.

—A decir verdad, no tengo muy claro cuál es la definición de vagabundo.

—Viene del francés antiguo, de la palabra waucrant, que hacía referencia a la gente que va de un lado para otro sin objetivo aparente y que parece que no tenga cómo ganarse la vida.

—Voy a la universidad.

—En ese caso, te han acusado injustamente.

—Querían que me marchara.

—¿A qué universidad vas?

Hizo una pausa. Miró a la derecha.

—A la de Miami.

Reacher asintió. Desde luego, si iba a la universidad, no era a la de Miami. De hecho, era muy probable que ni siquiera fuese a una universidad del este. Lo más probable es que fuera alguna de la Costa Oeste. Puede que a la del sur de California. Los mentirosos poco avezados acostumbran a elegir una imagen especular a la hora de mentir sobre geografía.

—¿Y qué estudias?

Lo miró fijamente y respondió:

—Historia del siglo XX.

Puede que eso fuera verdad. Los jóvenes tienden a decir la verdad respecto a sus estudios porque están orgullosos de ellos y porque, además, les preocupa que los pillen en un renuncio dado que, por lo general, solo suelen saber de lo suyo. Lo da la propia juventud.

—Pues a mí me parece que fue ayer, no parte de la historia.

—¿Cómo dice?

—El siglo XX.

No respondió. No entendió a qué se refería. Ella, como máximo, recordaría ocho o nueve años del viejo siglo, y además desde la perspectiva de un niño. Él recordaba algo más.

—¿Cómo te llamas?

Miró hacia la derecha.

—Anne.

Reacher volvió a asentir. No sabía cuál sería el nombre de la joven, pero, desde luego, no era Anne. Cabía la posibilidad de que aquel fuera el nombre de su hermana. O de su mejor amiga. La gente no suele alejarse mucho de su círculo más cercano a la hora de dar nombres falsos.

La joven que no se llamaba Anne le preguntó:

—¿También a usted lo acusaron de forma injusta?

Reacher negó con la cabeza.

—Lo cierto es que la palabra vagabundo me describe a las mil maravillas.

—¿Por qué fue a Despair?

—Me gustó su nombre. ¿Por qué fuiste tú?

No respondió.

—En cualquier caso —siguió Reacher—, no me ha parecido gran cosa.

—¿Hasta dónde vio?

—La segunda vez lo he visto casi todo.

—¿Ha vuelto?

Reacher asintió.

—He echado una buena ojeada desde lejos.

—¿Y?

—Sigue sin parecerme gran cosa.

La joven se quedó callada. Reacher se fijó en que estaba planteándose cómo hacerle la siguiente pregunta, cómo enfocarla, si hacérsela o no. Ladeó la cabeza y miró más allá de Reacher.

—¿Ha visto usted... gente?

—Mucha.

—¿Ha visto usted la avioneta?

—La he oído.

—Es del dueño de la casona. Cada tarde despega a las siete y vuelve a las dos en punto de la madurgada.

—¿Cuánto tiempo estuviste allí?

—Un día.

—En ese caso, ¿cómo sabes que la avioneta vuela todas las noches?

No respondió.

—Puede que alguien te lo dijera.

Siguió sin responder.

—No hay ninguna ley que impida hacer una escapada.

—La gente no hace escapadas por la noche. No se ve nada.

—Tienes razón.

La muchacha volvió a quedarse callada alrededor de un minuto, y por fin le preguntó:

—¿Lo metieron a usted en la celda?

—Un par de horas.

—¿Había alguien más allí?

—No.

—Cuando ha vuelto, ¿a quién ha visto?

—¿Por qué no me enseñas su foto?

—¿La foto de quién?

—La de tu novio.

—¿Por qué iba a enseñársela?

—Tu novio ha desaparecido. O no puedes dar con él, vamos. Al menos esa ha sido la sensación que le ha dado a la agente Vaughan.

—¿Confía usted en la policía?

—En algún policía.

—No tengo ninguna foto.

—Tienes un bolso enorme. Es muy probable que lleves de todo ahí dentro. Puede que incluso lleves algunas fotos.

—Enséñeme su cartera.

—No llevo cartera.

—Todo el mundo lleva cartera.

—Yo no.

—Demuéstremelo.

—No puedo demostrar que no existe algo que no existe.

—Vacíese los bolsillos.

Reacher asintió. La comprendió.

«El novio debe de ser una especie de fugitivo. Me ha preguntado por mi trabajo, y ahora quiere estar segura de que no soy detective privado. Un investigador privado llevaría un carné comprometedor en la cartera».

Reacher levantó el culo de la butaca y sacó de los bolsillos el dinero, su viejo pasaporte, la tarjeta de débito y la llave del motel. El cepillo de dientes lo había dejado en la habitación, montado, de pie en el vaso de plástico que había en el lavamanos. La joven observó sus pertenencias y le dijo:

—Gracias.

—Ahora, enséñame su foto.

—No es mi novio.

—¿Ah, no?

—Es mi marido.

—Eres joven para estar casada.

—Estamos enamorados.

—No llevas alianza.

La joven tenía la mano izquierda sobre la mesa. La retiró a toda prisa y la dejó en el regazo. En cualquier caso, en el anular izquierdo ni había anillo ni había marca del moreno.

—Fue repentino... apresurado... Pensamos que ya compraríamos los anillos más adelante.

—Pero ¿no son los anillos parte de la ceremonia?

—No, eso es un mito. —Hizo una pausa—. Y no, no estoy embarazada, por si se lo estaba preguntando.

—En absoluto.

—Mejor.

—Enséñame la foto.

La joven se puso el gran bolso de mensajero en el regazo y levantó la solapa. Rebuscó en el interior durante unos instantes y sacó una cartera de cuero abultada. Había una parte para los billetes que estaba a reventar y un bolsillito para el cambio. Por fuera había una ventanilla de plástico con un carné de conducir de California en el que se veía la fotografía de la joven. Soltó la tira de cuero que impedía que el contenido de la billetera se desparramara y miró en un fuelle de plástico donde guardaba fotografías. Metió un dedo fino en uno de los huecos y sacó una de ellas. La deslizó por la mesa para pasársela a Reacher. Estaba cortada a partir de una de tamaño estándar de diez por quince, de esas que se imprimen en pco tiempo. Los bordes no estaban cortados del todo rectos. En la imagen se veía a la joven en una calle con luz dorada y palmeras y una manzana de tiendas elegantes a la espalda. Sonreía abiertamente, presa de la felicidad, del amor y de la alegría, inclinada un poco hacia delante, como si todo su cuerpo lo hubiera contraído una risa incontrolable. Estaba en brazos de un joven de su edad que era muy alto, rubio y corpulento. Un atleta. El joven tenía los ojos azules, el pelo rapado, estaba muy bronceado y lucía una amplia sonrisa.

—¿Este es tu marido?

—Sí.

El joven le sacaba una cabeza a ella. Era enorme, como una torre a su lado. Sus brazos eran gruesos como los troncos de las palmeras que tenían detrás.

Aquel no era el tipo con cuyo cadáver se había tropezado aquella noche.

Ni de cerca.

Era demasiado grande.

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