Читать книгу Nada que perder - Lee Child - Страница 23
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La vieja Chevy aún los esperaba paciente, al ralentí. La carretera seguía estando vacía. Aun así, corrieron. Corrieron, abrieron las puertas de la camioneta a toda velocidad y entraron en la cabina a toda prisa. Vaughan puso primera y pisó el acelerador. No dijeron nada hasta que no volvieron a notar el linde en las ruedas, una vez en Hope, ocho largos minutos después.
—Ahora sí que es usted un ciudadano con un problema. Puede que los policías de Despair sean idiotas, pero siguen siendo policías. Los buitres les descubren un cadáver, dan con el rastro del mismo, dan con un segundo rastro que demuestra que una segunda persona se ha topado con el cadáver en su camino... y encuentran señales de caídas, de vueltas de aquí para allá. Está claro que van a querer hablar con el segundo tipo. Téngalo por seguro.
—En ese caso, ¿por qué no han seguido mis huellas hacia delante?
—Porque ya saben adónde iba: a Hope o a Kansas. Lo que quieren saber es dónde empezó usted. ¿Qué es lo que van a descubrir?
—Una vuelta de la leche y, siempre que busquen concienzudamente, los envoltorios de tres barritas energéticas y tres botellas de agua vacías, metido todo ello en una bolsa de basura y enterrado.
Vaughan asintió y dijo:
—Claras evidencias físicas de un tipo grande con los pies grandes y las piernas largas que les hizo una visita clandestina la noche después de que expulsaran del pueblo a un tipo grande con los pies grandes y las piernas largas.
—Además, uno de los ayudantes me vio.
—¿Está seguro?
—Hablamos.
—¡Genial!
—El joven con el que me topé murió de causas naturales.
—¿Está usted seguro? Lo palpó a oscuras. Van a tumbar a ese muchacho en una camilla.
—Ya no estoy en Despair. Usted no puede ir allí y ellos no pueden venir aquí.
—Los departamentos pequeños no se encargan de los homicidios, idiota. Llamamos a la Policía del Estado, y la Policía del Estado puede ir adonde quiera de Colorado, además de que recibe cooperación de cualquier punto del estado... y resulta que está usted en mis registros desde ayer. No podría negarlo ni aunque quisiera.
—Pero ¿querría?
—A decir verdad, no lo conozco de nada. Lo único que sé es que es muy probable que noqueara a un ayudante de Despair. De hecho, prácticamente lo admitió mientras hablaba conmigo. Quién sabe qué más hizo usted.
—No hice nada más.
Vaughan no dijo nada.
—¿Qué pasará ahora?
—En estos casos, lo mejor siempre es adelantarse. Debería usted llamar y ofrecer información voluntariamente.
—No.
—¿Por qué no?
—Fui soldado. Nunca me presento voluntario a nada.
—Pues yo no puedo ayudarle. No está en mis manos. De hecho, nunca lo ha estado.
—Llame usted. Llame a la Policía del Estado para ver por dónde van.
—Pronto serán ellos quienes nos llamen.
—Pues adelántese, como me ha recomendado a mí. Las informaciones tempranas siempre son buenas.
Vaughan no respondió. Se limitó a levantar el pie del acelerador a medida que llegaban a Hope. El ferretero tenía la puerta abierta y estaba organizando sus productos en la acera. Entre otras escaleras, vendía una de esas plegables que, al parecer, se pueden poner en ocho posiciones diferentes. Él la había dispuesto como el andamio de un pintor con el que se podía alcanzar una pared hasta la altura de un segundo piso. Vaughan giró a la derecha en la siguiente manzana, y después a la izquierda, por detrás de la cafetería. Las calles eran anchas y agradables, había árboles en las aceras. Aparcó en una zona delimitada que había frente a un edificio bajo de ladrillo. El edificio bien podría ser una oficina de correos de pueblo. No obstante, no lo era. Era el Departamento de Policía de Hope. Eso decían unas pulcras letras de aluminio pegadas al ladrillo. Vaughan apagó el motor, bajó de la camioneta y Reacher la siguió por un impecable camino de ladrillo hasta la puerta de la comisaría. La puerta estaba cerrada. La comisaría estaba cerrada. Vaughan sacó un manojo de llaves y dijo:
—El tipo de recepción entra a las nueve.
Por dentro, el lugar seguía pareciendo una oficina de correos: aburrido, viejo, institucional, burocrático, aunque, por alguna razón, amigable, accesible, servicial. Había un mostrador para consultas ciudadanas y una zona detrás con dos escritorios. El despacho del capitán estaba al otro lado de una puerta robusta, en el mismo sitio en que estaría el despacho del jefe de correos. Vaughan dejó atrás el mostrador y fue hacia uno de los escritorios que, sin lugar a dudas, era el suyo. Eficaz y organizada, nada intimidante. Había una vieja pantalla de ordenador en el centro y un teléfono fijo a un lado. Abrió un cajón y buscó un número en una libreta. Estaba claro que el contacto entre el Departamento de Policía de Hope y la Policía del Estado no era nada común. No se sabía el teléfono de memoria. Marcó el número, preguntó por el oficial al mando y se identificó. Luego, dijo:
—Estamos investigando la desaparición de una persona. Hombre, caucásico, unos veinte años de edad. Algo más de metro setenta y cerca de los sesenta y cinco kilos. ¿Pueden ustedes echarnos una mano?
A continuación, escuchó con atención unos instantes, miró hacia la izquierda, hacia la derecha, y dijo:
—No sabemos su nombre.
Le hicieron otra pregunta, miró a la derecha y respondió:
—No sé si es rubio o moreno. Estamos trabajando con una fotografía en blanco y negro. Es lo único que tenemos.
Entonces, una pausa. Vaughan bostezó. Estaba cansada. Se había pasado toda la noche trabajando. Apartó el auricular de la oreja y Reacher oyó el suave golpeteo de un teclado en una lejana oficina estatal; en Denver, lo más probable, o en Colorado Springs. Entonces, sonó una voz y Vaughan volvió a acercarse el teléfono a la oreja, por lo que Reacher no oyó lo que le decían.
La policía escuchó con atención y respondió:
—Gracias.
Colgó.
—No tienen nada de lo que informar. Al parecer, Despair no les ha llamado.
—Causas naturales. Están de acuerdo conmigo.
Vaughan negó con la cabeza.
—Tendrían que haber llamado de todos modos. Una muerte sin explicación en campo abierto es, como poco, asunto del condado, lo que significa que, un minuto después, como mucho, el asunto ya habría llegado al sistema de la Policía del Estado.
—En ese caso, ¿por qué no han llamado?
—No lo sé, pero eso no es problema nuestro.
Reacher se sentó en el otro escritorio. Era el típico elemento de mobiliario gubernamental, con patas de acero y una fina superficie de conglomerado laminado de metro ochenta por noventa centímetros con una impresión plástica que intentaba representar madera del palisandro o de acacia de Hawái. El escritorio tenía un panel frontal y una cajonera de tres cajones afianzada en las patas de la derecha. La silla tenía ruedas y estaba tapizada en tweed gris. El mobiliario de la Policía Militar era diferente. Las sillas estaban tapizadas con vinilo. Los escritorios eran de acero. Reacher se había sentado en decenas de ellos a lo largo y ancho del mundo. Las vistas que se veían por las ventanas eran muy diferentes, pero los escritorios siempre eran iguales. Como su contenido: archivos llenos de personas muertas o desaparecidas. A algunas las habían llorado; a otras, no.
Pensó en Lucy Anderson, a la que sus amigos llamaban Lucky. La noche anterior, en la cafetería. Recordó el modo en que se retorcía las manos. Miró a Vaughan y le espetó:
—Claro que es problema nuestro... en cierto modo. Podría haber gente preocupada por el joven.
Vaughan asintió. Volvió a coger la libreta. Reacher se fijó en que iba de la C de Colorado a la D de Despair. Marcó el número y recibió una fortísima respuesta en el oído, como si la proximidad física hiciera que la corriente eléctrica fuera más potente. Volvió a contarles lo de la persona desaparecida, lo de que era hombre, caucásico, que andaría por los veinte años, que mediría algo más de metro setenta, que pesaría cerca de sesenta y cinco kilos, que desconocía su nombre y que el color del pelo no estaba claro porque trabajaba con una fotografía en blanco y negro. Hubo una pausa corta y una respuesta corta.
Vaughan colgó.
—Dicen que no tienen nada al respecto. Que nunca han visto a nadie así.